domingo, 8 de octubre de 2006

La oración como deseo

La necesidad de la oración: "hacer experiencia de Jesús"
Todos los que estamos reunidos hoy aquí estamos reunidos por Cristo. Lo conocemos, pero queremos conocerlo más, queremos que sea nuestro amigo y nuestro maestro. Queremos seguirlo, porque una voz muy adentro de nuestro corazón nos hace intuir que sólo siguiéndolo vamos a encontrar el sentido de nuestras vidas, vamos a ser felices y a hacer felices a los demás.
Decía que todos los que estamos acá, hemos venido, de una manera u otra, por Jesús. Ninguno de ustedes diría que Jesús le da lo mismo, que sus enseñanzas no le importan. Sin embargo todos, empezando por mí, podemos reconocer que ¡Jesús podría estar tanto más presente en nuestras vidas….! Está lleno de "sectores" de nuestro corazón adonde el agua vivificante del Evangelio no ha llegado todavía a mojar e impregnar la tierra. Tenemos rincones de nuestra intimidad que no son esa "tierra buena donde la semilla cayó y dio fruto…" y por eso nos duelen, nos pesan: tienen hambre y sed de un agua que hasta ahora no les hemos sabido brindar. Y por eso vemos que en nuestra vida de todos los días nuestras obras muchas veces no son conformes con las enseñanzas de Jesús, y lo sabemos. Convivimos diariamente con nuestra incoherencia. ¿Y entonces qué? ¿es mentira que queremos a Jesús? ¿Somos unos hipócritas, que lo queremos sólo de palabra? Yo diría que no. A pesar de nuestras traiciones, es cierto que amamos a Dios y es cierto que somos discípulos de Jesús. (Que nadie nos quite esta certeza. Imitemos siempre a San Pedro que, después de negar tres veces a Jesús, otras tres confiesa con una franqueza conmovedora: "Señor, tú sabes que te quiero".) Ahora bien, lo que falta es que ese amor penetre más hondo, que llegue a nuestras raíces, que no se quede sólo en la superficie. Pues para que nuestras acciones sean coherentes, antes ha de ser coherente nuestro corazón. El corazón tiene que estar unificado, debe ser simple, "sin doblez". A fin de que nuestro día, entonces, sea las 24 horas digno de nuestro ser cristianos, tenemos que ir buscando que ese amor a Jesús crezca, llene, tome por completo nuestro corazón, que empape esos lugares resquebrajados por tanta sequedad. Y para eso el camino está en conocer y querer más a Jesucristo, nuestro amigo y nuestro maestro.

Ahora bien, no hay manera más directa de conocerlo que a través de la oración. ¿Por qué? Porque la oración es un encuentro personal con él, y en última instancia, para conocer a cualquier persona, es preciso tener un contacto directo. A ninguno de ustedes –creo- se le ocurriría decidir ponerse de novio después de haber conocido a alguien por el "msn" sin haberse nunca visto cara a cara. ¿Y por qué no, si puedo haber hablado de un montón de cosas, si le puedo hasta haber conocido la voz y visto la cara? Porque eso no basta para que haya un encuentro personal, físico, directo. La instancia personal me dice un montón de cosas que son, de otra manera, incomunicables. Con Jesús es igual: podemos leer, estudiar y aprender muchísimo sobre Jesús… pero todo eso es inútil si no hay un auténtico trato personal con él. A Jesús no puede conocérselo de oídas: hay que conocerlo personalmente.

El Evangelio de San Juan, cuando nos narra el llamado de los primeros discípulos, nos cuenta que Felipe, después de haber sido llamado por el Señor, se encuentra con Natanael, y le dice: "Hemos encontrado a aquél de quien escribieron Moisés en la Ley, y los Profetas. Es Jesús, el hijo de José, el de Nazaret." Natanael responde: "¿Puede salir algo bueno de Nazaret?" Le dice Felipe: "Ven y lo verás". (Jn 1, 45-46) A nosotros también hoy nos repite: "vengan y verán". Felipe no gasta palabras: es inútil. Y lo remite al Maestro. Mis palabras hoy no pretenden sino decirles: "vayan a Jesús, que los espera en la oración, cada día". De Jesús, hay que hacer experiencia: y la experiencia es propia de cada persona, y distinta en cada uno. Nadie les puede decir, fuera de ustedes, lo que Jesús tiene para decirle a cada uno: ni yo, ni un cura, ni el Papa: es necesario que nos encontremos personalmente con él.

Con esto vemos que la oración es un tema central y necesario en la vida de cada uno de nosotros. Jesús mismo nos lo dice varias veces en el Evangelio: “Vigilen, pues, orando en todo tiempo” (Lc 21, 36).

No obstante, hoy preferiría no abordar la oración desde el deber, sino desde otro lado.

La oración como deseo de Dios
Vamos a empezar con un ejemplo. Imaginemos a un chiquito de tres años que está jugando con un autito que le acaban de regalar. Y con la torpeza que lo caracteriza, agarra al autito muy fuerte y haciendo ruidos de motor con la boca, trata de hacerlo avanzar. Pero el auto tiene las ruedas medio trabadas, y entonces avanza penosamente. Nosotros llegamos, vemos la escena, y nos damos cuenta de que en realidad el autito es uno de esos que andan con envión. Es decir, el autito tiene la capacidad para andar solo, e incluso bastante "rápido"; pero el chiquito, que no lo sabe, insiste en apretarlo fuerte y arrastrarlo para adelante. Hasta aquí el ejemplo.
¿Y esto qué tiene que ver con la oración? Nosotros somos como el autito, cuya misión es "andar, ir para adelante". Y como al autito, hay dos maneras de hacernos "caminar": una es la de la fuerza o el deber: "vos tenés que ir para adelante." La otra es aprovechar esa capacidad que el mismo autito trae, y lograr que ande por sí solo. ¿A qué me refiero? A que me parece que no tiene demasiado sentido insistir tanto en el "deber" de la oración, teniendo en nuestro corazón un "motor" que sólo espera ser encendido.

También nos podemos comparar con una lancha que tiene un motor oculto (no "fuera de borda"). Sería bastante ridículo ver a alguien haciéndola avanzar a duras penas a fuerza de remos. Cuando eso ocurre, además, no sólo se está desaprovechando una gran capacidad, sino que además esa capacidad pasa a jugarnos en contra: el motor pesa mucho, y a la hora de remar su peso inerte se hace sentir.

La importancia de los deseos en la vida
Pues bien: nosotros llevamos dentro también un motor. Ese motor es el deseo. En efecto, no nos movemos sino por el deseo. Donde hay deseo hay movimiento, y donde hay movimiento espontáneo hay vida. Pensemos en los grados más inferiores de seres vivos: las plantas. Pues las plantas no se moverían si no tuvieran inscrito en ellas el deseo de la luz. Esto es una constante de la naturaleza. De hecho, también lo vemos en las personas. Cuando alguien deja de tener deseos, deja de tener anhelos, deja de tener motivaciones, es una clara señal de que está deprimido. Es muy pero muy triste ver a ciertas personas que ya no tienen deseos, ni por consiguiente ilusiones en la vida, y uno ve cómo se apagan, cómo se "dejan" literalmente "morir". Pasa con el espíritu algo semejante a lo que le pasa a un enfermo. Seguramente alguno de ustedes tuvo la experiencia de estar muy enfermo o de estar internado y no tener ganas de comer nada, y tener que pelear con los médicos que nos insisten en que comamos para mejorarnos. Tener muchos deseos, muchos anhelos, muchas aspiraciones, es señal de vitalidad y de juventud. El espíritu no envejece a la par del cuerpo: incluso puede rejuvenecerse cada vez más, si agranda su capacidad de desear. Hay viejitos que tienen un corazón jovial y despierto, porque tienen vivos sus deseos. Hemos tenido un ejemplo cabal en el querido Juan Pablo II, que nunca dejaba de desear, y proyectaba siempre más viajes, más jornadas de la Juventud, etc. Y murió con el corazón joven, y ahora goza de la juventud perenne que es la eternidad.

El deseo de Dios presente en el hombre
Bueno, está bien, pero ¿y la oración? Decía antes que no veía por qué encarar el tema de la oración desde su dimensión de deber, porque hay en todos nosotros una capacidad de oración muy grande, precisamente debido al deseo de Dios que todos llevamos dentro. La oración es el encuentro personal con Dios. ¿Para qué insistir tanto en que es nuestro deber, si en el fondo lo deseamos? Sería remar y remar en lugar de prender el motor.
Vayamos entonces a ver un poco más profundamente este tema del deseo de Dios. Para que vean lo importante que es, fíjense que el Catecismo de la Iglesia Católica comienza tratando este tema precisamente. Después del Prólogo, la primera parte del capítulo primero de la primera sección se llama "el deseo de Dios". Y les voy a leer ese punto. Dice: "El deseo de Dios está inscrito en el corazón del hombre, porque el hombre ha sido creado por Dios y para Dios; y Dios no cesa de atrae al hombre hacia sí, y sólo en Dios encontrará el hombre la verdad y la dicha que no cesa de buscar: (…)" (CCE 27)

Este tema de que estoy hablando no es un invento mío. Es un tema clásico, a pesar de que yo lo estoy recién descubriendo ahora. San Agustín, uno de los más grandes santos de la Iglesia, es un experto en esta cuestión. Tanto que se lo llama el "Doctor del deseo". Su libro más conocido, que es un clásico de la literatura incluso entre los no creyentes, "Las Confesiones", empieza diciendo: "A pesar de todo, el hombre, pequeña parte de tu creación, pretende alabarte. Y eres Tú quien haces que le guste alabarte, porque nos hiciste para Ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti." (Confesiones, I, 1)

¿Dónde está el deseo de Dios?
Ahora bien: quizá muchos de ustedes estén pensando lo que yo mismo pienso y siento: "qué lindo suena eso, estaría bueno… pero a mí sinceramente no me pasa. Yo no sé si tengo deseo de Dios, pero ganas de rezar, estoy seguro de que no me vienen muy seguido."

Dejemos que San Agustín mismo nos responda. Porque esa frase él la dice después de un largo camino, cuando mira con ojos de fe su camino recorrido. Sin embargo, él durante largos años tampoco se "deleitaba en alabar a Dios"…: "¡Tarde te amé, belleza tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y he aquí que Tú estabas dentro de mí y yo afuera, y yo allí te buscaba y me lanzaba deforme hacia esas cosas hermosas que Tú hiciste. Estabas conmigo, pero yo no estaba contigo. Me retenían lejos de Ti aquellas cosas que si no existieran en Ti, no existirían. Llamaste y gritaste y rompiste mi sordera; brillaste y resplandeciste y borraste mi ceguera; exhalaste tu fragancia, respiré, y suspiro por ti; gusté de Ti y tengo hambre y sed de Ti; me tocaste y me encendiste en tu paz." (Confesiones, X, 27)

No, tampoco él tenía ganas de rezar… pero sin embargo deseaba, buscaba, golpeaba. ¿Y quién de nosotros negaría que busca, que desea, que anhela? El camino de San Agustín –penoso, por cierto- fue el de ir remontándose en sus deseos, en sus búsquedas, hasta que, al entregarse a Dios, "probó" el encuentro con Él. Y entonces se dio cuenta de que eso era lo que buscaba, y que eso era lo que venia buscando en todas las demás cosas. Imagínense a un sediento que es ciego y sordo, y camina cerca de una de esas fuentes que tiran agua para arriba como un regador, como una ducha al revés. Imagínense que por el tacto de sus pies descalzos va de charquito en charquito de los que la fuente va haciendo, agotándolos, sin poder en ninguno obviamente saciar su sed. Y no ve la fuente, ni oye el ruido del agua cayendo… Eso le pasó a San Agustín: siempre buscó el agua, pero corría entre los charquitos sucios, sin ser capaz de dar con la fuente inagotable, madre de todos los charcos y charquitos. ¿Quién, después de encontrarla, volverá a acudir a los charquitos?

Les voy a poner un ejemplo personal. Una vez, estaba de vacaciones en Bariloche, y me fui con dos amigos a escalar un cerro del otro lado del lago Nahuel Huapi. Es una zona donde no hay picadas ni caminos, porque es Reserva Natural estricta y adonde en realidad está prohibido ir. Pero nos habían dicho que si remontábamos el arroyo Millaqueo como catorce kilómetros aguas arriba, íbamos a encontrarnos con una laguna de montaña que era grande y estaba en un lugar paradisíaco, encajonada por las cumbres de los cerros, con una playa de arena, en fin, un lugar increíble. Ustedes piensen que teníamos que llegar para acampar a la noche en la laguna: es decir, hacer catorce kilómetros trepando por la montaña, en el día. Íbamos caminando por la ladera del cerro, bordeando el arroyo, pero bastante lejos de él. Sabíamos que lo teníamos a nuestra derecha, y cada tanto lo oíamos correr montaña abajo. Usábamos por comodidad los senderitos que habían marcado las pocas vacas que había en el lugar. Pero lo interesante es que todos los caminitos de las vacas enfilaban para abajo, para el arroyo, porque iban buscando la bebida. Y nosotros, confiando en nuestro escaso poder de ubicación, cada tanto teníamos que tomar la decisión de abandonar el caminito y seguir por adentro del bosque, para no perder la dirección que veníamos llevando y no terminar en el río. Y era todo un esfuerzo dejar que esa sendita bienhechora se perdiera y abandonarla… Con la mirada (del deseo, porque en el medio del bosque y la montaña no veíamos nada) puesta en la cumbre, abandonábamos esos caminitos seguros con tal de no perder el rumbo. Nos atrevíamos a atravesar la inseguridad del bosque donde no había caminitos porque teníamos fija nuestra atención en la laguna prometida. Cada tanto atravesábamos unos "mallines" que eran como para quedarse a vivir: eran unos claros en el bosque, con un pasto siempre verde porque está lleno de manantiales a flor de tierra, y salpicados de montecitos de maitenes o lengas… por supuesto, parábamos a descansar nuestras espaldas del peso de las mochilas, tomábamos agua, charlábamos. Pero ¡qué terrible volver a caminar! Si el lugar era tan lindo, ¿para qué seguir? La tentación era poderosísima. Pero el deseo de la laguna famosa era muy fuerte, y sabíamos que si no nos apurábamos nos iba a agarrar la noche en la mitad del bosque virgen. Aunque nunca habíamos visto la laguna, ni en fotos, teníamos la certeza de que valía la pena seguir trepando a pesar del cansancio y dejar esos lugares tan lindos que el camino nos regalaba.

Más adelante, cuando el cerro se encajonaba más, tuvimos que remontar el arroyo, incluso, metidos en el agua. Y cada tanto descubríamos unos "pozones" espectaculares, desde los cuales nos podíamos tirar y nadar y aliviar el calor, y jugar debajo de las cascaditas… pero había que seguir si queríamos llegar. Bueno, finalmente llegamos, y valió la pena. La realidad superó con creces nuestras expectativas: nunca nos habríamos podido imaginar que entre tantos cerros, y tan alto, pudiera existir una laguna tan grande, con una playa tan abierta y despejada… en fin. Desde la altura de la laguna, ni nos acordábamos del bosquecito de maitenes y de los pozones de aguas abajo… ¡qué error habría sido quedarse!

Remontar el río de los propios deseos: búsqueda y abandono
En nuestra vida tenemos que hacer un poco este trabajo de ir remontando el río de nuestros deseos. Esto implica, por un lado, un camino siempre positivo: nunca dejar de desear: nunca reprimir los anhelos profundos, nunca cansarnos de buscar la felicidad, nunca resignarnos a cosas que no nos plenifican. (¡Ojo! porque esto no es tan sencillo… mucha gente de hoy, y a veces nosotros, resignados a que en la vida no se puede ser feliz, nos contentamos negativamente con "no sufrir" en vez de buscar positivamente los bienes que anhelamos.) Si no estás contento con algo, seguí buscando, seguí golpeando, pero no para el costado, no en el mismo nivel, sino remontando el río de los anhelos, siempre más, siempre aguas arriba. ¿Qué significa buscar en el mismo nivel? Algo a lo que estamos muy acostumbrados, y que vemos por todas partes en la sociedad de hoy. El consumismo es el mejor ejemplo. Buscar otra cosa sin remontar los propios deseos es buscar la cantidad en vez de la calidad. Si alguna vez volvemos de una fiesta, por ejemplo, y nos quedó un gustito amargo en el corazón, en vez de escarbar ahí, y tratar de ver qué es lo que no me gustó, qué es lo que no me gustó, ponerle nombre a lo que siento, y a lo que me gustaría haber sentido… no: la próxima vez redoblo, por ejemplo, la cantidad de tragos que tomo… y así sucesivamente. En vez de buscar cada vez más hondo, busco para los costados, siempre en la superficie… y al deseo de fondo que grita en nuestro corazón le tapamos la boca… pero ahí está, esperándonos.

Por eso, esta tarea de remontar supone también una labor "negativa", de abandono, de renuncia. Así como en el camino, por tener la mirada del corazón anclada en el deseo de la laguna de arriba, éramos capaces de abandonar rincones del valle que eran espectaculares, también en la vida, para poder ser felices, nos veremos obligados a, no sin dolor, dejar cosas que nos encantan pero que en algún momento empezaremos a experimentar que no nos sabrán dar todo lo que deseamos.

Éste es el sentido cristiano del sufrimiento. El dolor para el cristiano nunca se busca como un fin: el sacrificio es un camino para poder ser más capaces de felicidad. "El sufrimiento sirve sólo para eliminar los obstáculos a la alegría, para dilatar el alma, para que pueda recibir la medida más grande posible de alegría." (Raniero Cantalamessa, La subida al Monte Sinaí) Este camino de purificación, de abandono, de ascesis (que significa subida) explica que a veces no percibamos en nosotros este famoso "deseo de Dios". Yo tampoco. Pero la fe me dice que está. Y yo creo en Dios, en su Palabra y en su Iglesia que me aseguran que lo que yo quiero me lo va a dar sólo Jesús. Cuando subíamos con mis amigos, ninguno de nosotros a ciencia cierta sabía si la laguna iba a colmar nuestras expectativas: pero creíamos en el testimonio de esos amigos nuestros que ya habían ido y nos habían asegurado que valía la pena, que estaba buenísima. Y con la fuerza de ese consejo, fuimos capaces de llegar.

El deseo sobrenatural de Dios
Este deseo del que vengo hablando es el equivalente en el hombre al deseo de luz de la planta: es un deseo natural, que Dios al crearlo puso en cada corazón. Pero el tema no termina aquí. Todos los que estamos acá estamos bautizados, es decir que además de la vida natural, gozamos de la vida sobrenatural. Tenemos una presencia especialísima de Dios a partir del bautismo. Por este sacramento enorme, creemos que Dios vive en nuestra alma: que la Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, ese Dios grande, ese Dios contentísimo porque está constantemente gozando de su amor interpersonal, vive en nosotros, no meramente como imagen, sino de una manera nueva, misteriosa pero real.

Pues bien, es el Espíritu Santo que habita en nuestros corazones el que desentierra y enciende ese deseo de Dios que ya teníamos desde el nacimiento. Todos los hombres es como si "viniéramos" con brasas enterradas en el corazón por la ceniza. Cuando entra el Espíritu Santo, que es una "ráfaga de viento impetuosa" (Hch 2, 2), pasa lo mismo que cuando soplamos las brasas en la chimenea o en la parrilla: se aviva el fuego, se enciende nuestro deseo de Dios que estaba como aletargado, como dormido, latente. El Espíritu en nosotros desea a Dios. Por eso dice San Pablo: "no sabemos orar como es conveniente: pero el mismo Espíritu interpela a favor de nosotros con gemidos inefables." Por eso el Espíritu Santo se presentó en forma de paloma: porque las palomas "gimen", y gimen enamoradas. Dice San Agustín –una vez más-: "No es que el Espíritu Santo gima en sí mismo y consigo mismo, en esa Trinidad, en esa alegría, en esa eternidad: sino que gime en nosotros, porque nos hace gemir. Y no es poca cosa por lo que el Espíritu Santo nos enseña a gemir: pues nos insinúa que somos peregrinos y estamos todavía lejos, y nos enseña a suspirar por la Patria celestial, y con ese deseo gemimos."

Entonces esto quiere decir que en nosotros hay además un deseo sobrenatural de Dios. ¡Lo tenemos adentro! Lo tenemos por el Bautismo, y los confirmados lo tenemos por la Confirmación. Los que no se confirmaron, pídanle al Espíritu este deseo de Dios. Porque, si no tenemos el deseo de Dios "en acto", ¿quién nos impide tener el deseo de desearlo? Yo les aseguro que si hay algo que Dios no va a negar es ese deseo de Él mismo. Si le pedimos cualquier otra cosa, no sé. A veces puede no ser lo que nos conviene. Pero Jesús nos dice: "Si ustedes, siendo malos, saben dar cosas buenas a sus hijos ¡cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan!" (Lc 11, 13) ¿Cómo nos va a negar ese deseo, si Él mismo lo pone en nosotros, si él mismo está ansioso de que estemos ansiosos de Él? Acuérdense del pasaje de Jesús y la samaritana (Jn 4): Jesús le pide a la mujer: "dame de beber", pero en realidad se muere de ganas de que ella se dé cuenta de quién es Él y le pida el Agua que sólo Jesús da. "Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice "dame de beber" tu le habrías pedido a él, y él te habría dado agua viva." (Jn 4, 10)

La oración como encuentro del deseo de Dios y el deseo del hombre
Con esto vamos llegando al final, que es siempre un principio (en la vida cristiana nunca se está detenido, siempre estamos caminando, movidos por el deseo de Dios. Jesús, el Hijo de Dios, fue toda su vida un caminante, y Él mismo se hizo Camino para que fuéramos a Dios). Sabemos que nuestra felicidad está en Dios: lo intuimos, lo sospechamos, algo nos dice que sí. Y sabemos que si es así, Él debe reinar en nuestro corazón, impregnar toda nuestra vida con su amor. Sabiendo que toda nuestra hambre de felicidad lo busca a Él, hagamos primero un camino inverso. "Démosle de beber". Él nos dice desde la cruz "tengo sed" (Jn 19, 28), y desde el pozo "dame de beber" (Jn 4, 7). "He aquí que estoy a la puerta y llamo" (Ap 3, 20) ... Al principio nos puede costar un poquito salir de nosotros mismos, y darle de beber un poco de nuestro tiempo, de nuestro esfuerzo… pero el ansioso por darnos de beber es Él, y una vez que nos hace gustar de su Agua en la oración, ya no se puede abandonar ese camino. Hagamos como dice San Agustín: no nos impongamos rezar, impongámonos más bien no dejar de desear a Dios. Hoy se habla tan poco del cielo… quizá por eso no sentimos el deseo de Dios. No dejemos de leer la vida de los santos: ellos son nuestros amigos que ya llegaron arriba, fueron felices en el camino, disfrutaron la vida, y además llegaron a la felicidad eterna. Que su testimonio nos acreciente el deseo de Dios.
(Charla dada en Noche Joven, Colegio San Juan el Precursor, en 2005)