lunes, 25 de agosto de 2008

Tardecita de agosto

Ya hace unos días que empecé nuevamente a rezar en el parque de la parroquia. Las tardes están lindas, ya no hace tanto frío, los días son más largos...
Cada vez que viene un amigo a visitarme, hago unos mates y nos vamos a charlar a algún rincón del parque que tenga, en verano, la intimidad de la sombra, y, en invierno, la acogedora calidez del sol. Me encanta poder hacer lo mismo con Dios, que es "el campo que me tocó como herencia": salir al parque y tomar unos mates con Jesús.

A lá hora de la oración
-sí, señor, todos los días-
cuando acalla sus porfías
el día, con su canción,
otra vez prendo el fogón
y, abajo de unos acacios,
me pongo a matear despacio
y a charlar con el Patrón.

El parque de la parroquia es grande. Es el marco, el amortiguador vegetal necesario para que nuestra capilla decimonónica no se estrelle contra la policroma modernidad suburbana. Sus árboles y plantas son como un resumen de nuestra identidad: conviven en él eucaliptos, acacios y criollísimos talas y ombúes -recuerdos de su no tan lejano pasado, cuando era estancia de los Pacheco- con finas casuarinas, altas palmeras y elegantes pinos, todos en la irreprimible comunión de un vehemente sotobosque de cañas, hiedras y ñangapiríes. Sus sectores más europeizantes tienen el pasto cortado, pero a mí me gusta instalarme en la hojarasca umbría del bosque nativo, donde juegan los zorzales y resuena más solemnemente la noble labor del pájaro carpintero.
Después de la siesta, a eso de las cuatro y pico, ensillé el mate y salí, con una mantita al hombro, la Biblia y una silla de jardín. Al principio me quedé quieto un ratito, como quien junta migas de silencio en una parva. (Desde el fondo del parque, los apurados gritos de la ruta cercana quedan como difuminados en un lejano murmullo vago y constante: al rato, con un poco de buena volutad y un mucho de empeño lírico, uno se convence del silencio...). El sol convalesciente de agosto estaba todavía bastante alto y sus dedos, entre los árboles, se estiraron audaces hasta mi cara como queriendo convencerme de que no habían olvidado el tibio arte de sus caricias.
Como siempre, antes de abrir la Biblia, traté de leer esa otra Biblia de los iletrados y los sencillos, ese hermoso prefacio a la Revelación que es la naturaleza. Y me quedé ahí.
El sol cayente resaltaba, con sus rubias miradas, distintos sectores del parque, destacando acá el invisible empeño de una tela de araña perfecta, más allá una concentrada danza de mosquitos precoces, y al fondo una alegre colonia de florcitas amarillas.... Y allá a lo lejos, en medio del profundo verdor de los pastos altos, un machetazo de luz de entre las hojas parecía estar degollando a un canoso "panadero". Como enaltecidos por este lateral juego de luz en retirada, los pastitos en medio de la tierra seca desplegaban una vitalidad nueva, ensayando frágiles bracitos que bostezaban frescura.
Pero este mundillo verde y vívido que el sol iba desnudando ante mis ojos estaba rodeado de los esqueletos grises del invierno. Confinadas en la sombra, como en vegetales fosas comunes, se acolchonaban las hojas muertas, víctimas del último otoño. Las acacias negras estiraban sus tensas manos estériles contra el mórbido cielo del este, esgrimiendo el agostado pretexto de unas pocas chauchas solteronas. Levantando la mirada, nada desdecía al invierno imperante. El verde neutral de los eucaliptos y pinos no hacía sino reforzar el marrón despojado de las ramas secas. Ni las calandrias ni los zorzales quebraban el silencio tristón del atardecer, despedido solamente por el responso lloroso de las palomas. Era agosto.
Y sin embargo, si mis ojos se detenían en la punta de una ramita cercana, descubrían la audacia indecente de los ínfimos retoños desafiando, como otros Davides, al inmenso Invierno filisteo.
* * *
Entonces pensé que la tardecita de este agosto es como yo. Más aún: que la vida del hombre es como estos días del invierno terminal. Porque no es cierto que nuestros días sean siempre la aridez y el frío triste del invierno. Y ¿quién diría que su vida es como una eterna primavera? En cambio, creo que el tiempo de vivir es una urdimbre incoherente pero fascinante de luz y de sombra, de gozo y de dolor, de vida y de muerte.
Por momentos cantamos bajo la tibieza del sol de la vida, y florece nuestra alegría y se despliega nuestro vigor. Los signos de la caducidad y de la muerte, sin embargo, nos envuelven por todos lados. Y a veces ese abrazo frío se estrecha y nos invade: toda nuestra frescura y nuestra vitalidad se queman con la cruel cachetada de las heladas tardías. Pero basta que brille el sol un domingo para que un pimpollo nuevo se asome, incorregible, en la herida todavía abierta del retoño que murió. En nuestra vida, como en esta tardecita de agosto, saben vivir juntos el victorioso canto del primer zorzal y el silencio fúnebre de los grillos dormidos; la osadía blanca de los ciruelos y azahares y la tenacidad cadavérica de los árboles pelados.
Sin embargo, no es cierto que la vida del hombre sea una guerra eterna entre la vida y la muerte. En nuestra historia, como en este agosto, el invierno está irreversiblemente vencido, aunque en algunos sectores siga enseñoreándose de sombra y de frío. La vida, inexorable, está creciendo en lo oculto, y aunque pierde los primeros combates y yerra sus primeros tiros, su victoria flamea ya en el estandarte triunfal del prunus en pura flor.

* * *

Cuando el invierno de la historia parecía más duro que nunca, brotó el renuevo primero, cantó el primer zorzal, "floreció el almendro": resucitó Jesús. Desde entonces, la muerte está herida de muerte, y el Reino de la Vida crece misteriosa pero inexorablemente, como la semilla bajo la tierra helada, como el retoño nuevo de esta tarde gris.

"En medio del invierno, floreció el almendro..."

jueves, 21 de agosto de 2008

Amor, matrimonio y celibato: pensamientos en voz alta

Día por medio, el tema del celibato o algunas cuestiones de moral vuelven a aparecer en los diarios y en las sobremesas de algunas familias argentinas (aunque no sea más que para confirmar el pragmático axioma de que "de religión y de política no se habla"). Están en una cabecera quienes se rebelan contra la Iglesia (son los "desobedientes", aunque estén, muchos de ellos, obedeciendo de hecho a los "vaticanistas" y opinólogos de La Nación o de Clarín...), y, en la otra, aquellos para quienes ya discutir y cuestionar el tema les parece un pecado. Entre medio tenemos opinadores como un "salad bar": de todos los colores.

Como si estuviéramos en familia, en una sobremesa amablemente tensa, permítaseme pensar en voz alta algunas ideas con respecto al celibato y al matrimonio.


_ A mí me parece que está bien que podamos discutir estos temas, aunque la disciplina eclesiástica no vaya a cambiarse y aunque el Papa y los Obispos ya se hayan expedido al respecto: pensar y repensar los temas no nos convierte en rebeldes ni en herejes, sino en cristianos obedientes pero que quieren obedecer "con todo el corazón", entendiendo y encarnando lo más posible las normas, y no "porque es la ley"... que sería más propio de un kantiano que de un católico. La inteligencia también es un don de Dios, y -como dice Larralde: "por rispeto al regalo"- tenemos que aplicarla y "obedecer" no significa renunciar a ella.
Si hoy el celibato o la fidelidad matrimonial hasta las últimas exigencias no se entienden, está bien que lo podamos decir y que lo podamos discutir: ¿vamos a ocultarlo y fingir que está "todo bien"?
Tanto en el tema del celibato como en el de la fidelidad matrimonial el tema de fondo es el amor. Pero una dificultá está en que no hablamos de la dimensión puramente humana del amor o de la fidelidad sino de sacramentos cristianos, signos del Amor de Jesucristo. Para poder vivir bien tanto uno como la otra hace falta una profunda espiritualidad. Aunque no faltan argumentos humanos o filosóficos para explicar la fidelidad matrimonial para toda la vida, los cuestionamientos que hoy muchas veces se hacen a ella me parecen muy atendibles y entendibles. Poder vivir la fidelidad hasta el punto de no volver a "casarse" si fracasó el matrimonio (y aguantar una suerte de "celibato" no buscado), requiere mucha ayuda de Dios (que Él siempre da) y entender y vivir muy bien la espiritualidad del sacramento del matrimonio, que está llamado a ser signo del "amor de alianza de Cristo y la Iglesia". Es decir, se trata de vivir la fidelidad con mayúscula que sólo Dios, con su fidelidad hasta la muerte, puede engendrar en nosotros como respuesta. Sin esta experiencia espiritual, es lógico que no se entienda el "condenarse a una continencia no querida". (Por supuesto que puede haber gente que la viva externamente bien, pero hipócritamente. Esos tendrán que afrontar el problema sin cobardías disfrazadas de obediencia religiosa.) Pero eso no quita que haya muchos que la viven bien, desde lo más hondo de sus decisiones vitales. Esta fidelidad vivida hasta las últimas consecuencias es un testimonio ante el "mundo" -que no lo puede entender- de la presencia (en nosotros -la Iglesia- por el Espíritu Santo) de un amor fiel hasta la muerte, de un amor que perdona a los enemigos, de un amor que nos supera: el amor de Jesús.
El celibato es también una cuestión de amor, y es otra manera de vivir respondiendo y reflejando el amor de Jesús. Sin comprender la espiritualidad que lleva consigo, el celibato no se entiende, y está bien que no se entienda, que sea "signo de contradicción". Más allá de las conveniencias prácticas, que son mucho más discutibles, está el celibato como una manera de vivir como Jesús vivió. Es una puerta abierta a que el amor de Dios lo tome a uno por completo. Un "hacerse capacidad" no para "quedarse con las ganas" sino para poder consagrarse por entero a Dios y a su Reino. Si la sexualidad humana está para expresar el amor dado y recibido entre dos personas, en este caso es igual: los célibes expresamos con nuestra sexualidad "silenciosa" un amor que quiere ser a todos pero sin exclusividad con nadie... como fue el de Jesús. El celibato está al servicio del amor, está para poder querer "con todo" a Dios, y "desde" este amor, querer mucho a muchas personas a las que nunca hubiéramos querido si nos hubiéramos entregado a un amor exclusivo en la vida familiar. Ejemplo paradigmático de celibato ideal: la Madre Teresa, una "máquina de amar" sin más límites que la limitación de ser un ser humano... Un cura "solterón", es decir, un cura que no quiere a casi nadie, y nunca está disponible, y vive cómodo e instalado y no se gasta por los demás, por más que viva perfectamente bien la continencia, no es un verdadero célibe. Un cura que esté viviendo bien su celibato está amando mucho y siendo muy amado, y por eso está feliz como persona. Yo he conocido y conozco curas así, y su testimonio me invita a seguir caminando. Por ahora soy un proyecto de cura célibe, y aunque la Iglesia me permitiera casarme, eligiría el celibato, porque siendo consciente de sus muchas dificultades estoy, sin embargo, convencido de su bondad.
Muchas veces, es cierto, tengo miedo de convertirme en un solterón y de no vivirlo bien. Y para eso confío en la gracia de Dios y en la oración de ustedes...

miércoles, 6 de agosto de 2008

Monturero cué

El verso de abajo es un "estilo" que le hice al monturero de "El Rodeo", añorada guarida de cueros y recuerdos. ¡Cuántas veces, en las siestas de tormenta, me iba a cobijar en esa casita entrañable, y enancado en las monturas, me pasaba horas enteras mirando llover por la ventanita desvencijada, drogándome con el incienso de la lana mojada y con el delicioso golpeteo de la lluvia en el techo de chapa...! Era un pequeño edificio, muy gauchito, de la época de mi bisabuelo, de paredes blancas y molduras de color ocre, abrazado en los pies por una veredita de ladrillos. Estaba erguido en la entrada del monte, en el lugar mismo donde nacen casi todas sus avenidas y calles, de modo que quien venía por ellas lo veía siempre allá adelante, firme como un soldado apostado contra el horizonte. Lo prologaba un criollo palenque de fierro que hizo mi padre antes de que yo aprendiera a recordar, y un añoso eucalipto, a su lado, le prestaba su trémula sombra y lo regaba o de hojas largas o de florcitas tenues. Uno de esos días de viento furioso, el arbolazo amigo, cansado de pechar el Sur, dejó caer su brazo envejecido, y el monturero, quebrado el espinazo, se vino abajo. Mi amigo Santi Madero, que pasó esos días por el camino, me pintó el lúgubre escenario. Y yo me juré a mi mismo reconstruirlo. Pero cuando pude volver al campo, sólo después de algunos meses, miré al fondo de la calle y no vi más que el palenque desolado y, junto a él, una tristísima tapera de recuerdos, poblada de cardos y vacío.

Tardé bastante, pero al fin cumplí mi propósito, y reconstruí las cuatro paredes del monturero con estas cuatro décimas criollas. Y le dejé en el techo, como un bautismo, la primera lluvia de mis lágrimas.

martes, 5 de agosto de 2008

Responso de un monturero (estilo)

Fuiste el viejo monturero
de la estancia "La Victoria",
centinela de la historia
en "La Loma del Rodeo";
por eso, cuando te veo
sin remedio derrotado,
siento que se ha terminado
con vos parte de mi vida,
que arrastraste en tu caída
lo mejor de mi pasado.

Aún adivino tu estampa
recortando el horizonte
en el ojo donde el monte
se abre a la luz de la pampa...
Ya no veré el sol que estampa
besos de oro en tu costado,
como cuando, ya cansado,
me llegaba hasta tu alero
como hasta un altar campero
a ofrendarte mi recado.

Eras el templo sagrado
guardián de pilchas camperas:
riendas, matras, encimeras
y cueros amontonados;
al fondo, varios recados
en el aire galopaban,
y al entrar se destacaba,
por su criolla distinción,
el recado del patrón:
mi abuelo, Don Jaime Achával.

Ya es una imagen perdida
ver toda la caballada
en tu palenque ensillada
antes de la recorrida.
Ya tu presencia extinguida
cubrió el yuyo y la maleza,
y me gana la certeza
que a tu palenque olvidado
quisiera morir atado
con un cabresto 'e tristeza.

San Isidro, 30 de noviembre de 2005