jueves, 24 de diciembre de 2009

Llega Dios... como una lluvia

Hoy me despertó una lluvia gozosa cayendo en la ventana que tengo sobre mi cabeza y que, empotrada en el techo, mira directamente al cielo.
Tal vez a algunos el "mal tiempo" les fastidie el día frenético de compras y de quehaceres. Pero a mí se me hace que no hay nada más expresivo del misterio que celebramos en la Navidad que esta lluvia mansa que nos regala el cielo.
Durante todo el Adviento la Iglesia nos hizo pedir con misteriosas palabras de Isaías: "Cielos, destilen el rocío; nubes, lluevan al Justo; que la tierra se abra y germine al Salvador y que con él brote juntamente la justicia...". Jesús, el Justo anhelado, es la lluvia de las nubes y el rocío del cielo. Jesús quiere venir hoy como lluvia sobre el polvaredal sediento de nuestros corazones.
El obrar de Dios en la historia se puede expresar con mil imágenes. Se podría hacer un riquísimo elenco de los símbolos presentes en las teofanías de la Biblia: fuego, viento, temblor, luz, tempestad... Pero no es tan fácil describir lo propio de la Navidad, que es la paradoja increíble del amor de un Dios "que siendo grande se hace pequeño; que siendo rico, se hace pobre; que siendo fuerte, se hace débil"... La Navidad, siendo el culmen de la Revelación -Dios diciéndoSe del todo y definitivamente a los hombres- es a la vez tan escondida, tan recóndita, tan oscura... Dios naciendo en un establo perdido entre las montañas de Judá, en lo más denso de la noche, prácticamente solo... La luz de la Navidad (la"gran luz" que ha visto "el pueblo que caminaba en tinieblas") es cualquier cosa menos encandilante. Dios ya no eligió manifestarse en los grandes signos sino en la sencillez más rotunda y en la pobreza más absoluta.
La Palabra que Dios pronuncia en la Navidad no es el diluvio del salmo 28: es la llovizna serena que llega silenciosa y que uno encuentra al despertarse, como hoy, sin saber bien cuándo empezó. Tiene la humildad del rocío que riega cuando nadie lo ve, pero también su generosidad que siempre nos precede, que siempre nos gana de mano. En efecto, cuando los únicos testigos del milagro, los humildes pastores, llegan al pesebre, ya el Cielo "había llovido al Salvador".

Mirar la Navidad como un misterio de lluvia me da una inmensa esperanza, porque el mismo Isaías dice: "Como la lluvia y la nieve bajan del cielo y no vuelven sin haber empapado la tierra, sin haberla fecundado y hecho germinar, dando semilla al que siembra y pan al que come, así será mi Palabra, que sale de mi boca: no volverá a mí vacía, sino que hará mi voluntad y cumplirá mi encargo". La lluvia de hoy ha venido para quedarse, va a regar eficazmente nuestro corazón y va a dar el fruto que Dios quiere.
Por eso, cuando también nosotros, como los pastores, nos acerquemos esta noche a Belén para encontrarnos por fin con el agua tan ansiada, con la luz tan prometida, y reconozcamos en ese chiquito "envuento en pañales" a nuestro Rey y a nuestro Dios, tal vez nos demos cuenta de que esa Lluvia divina, ese Rocío celestial que hoy agradecemos con el gozo del final de la sequía ya estaba desde antes, desde siempre, regando nuestra vida, sin que nos diésemos cuenta. La Luz hecha llamita en la noche oscura, el Señor de la tormenta hecho mansa llovizna temprana, el Dios hecho Niño nos va a decir que él ya estaba con nosotros en cada lucecita, en cada gota de agua de nuestro camino cansado. Y, tal vez, -ablandada nuestra tierra dura por esta lluvia de humildad- conmovidos ante Jesús, se abran nuestros ojos y empecemos a reconocerlo presente "en cada hombre y en cada acontecimiento" de nuestra vida, y con el corazón agradecido, aprendamos a ser también nosotros lluvia que alivia, que riega, que alegra y que amansa, para quienes nos rodean.
¡Feliz Navidad!

sábado, 21 de noviembre de 2009

Un rey que hace reinar

Una "impotencia" cultural
Celebrar hoy a Cristo Rey es más difícil que en 1925, cuando Pío XI instituyó esta fiesta. Salvando a la minoría que, apretando los dientes (y refunfuñando contra Pablo VI y Juan Pablo II), ha sabido seguir siendo monárquica, los católicos del siglo XXI somos tan culturalmente “democráticos” que nos es difícil encontrar en la figura del “rey” alguna connotación positiva. Esto se acentúa en un país como el nuestro, que consideramos que nació cuando “rompió las cadenas” de la corona española. En nuestra historia oficial, “realista” se contradice con “patriota, independiente, libre”. La libertad es lo que se consigue eliminando al “rey”. No solemos distinguir entre monarquía y tiranía: para nosotros no hay una que no termine en la otra. Sintomático de esta cultura es que los sistemas más dictatoriales y menos democráticos se embanderan también ellos en la “democracia” (piénsese, p. ej, en la República “Democrática” Alemana, en las elecciones “democráticas” de nuestro país fraudulentas o en las realizadas con el peronismo proscrito, y todavía hoy en las “democracias populares” comunistas).

Definitivamente, no nos hace gracia ver el poder concentrado en pocas personas, y menos en una sola. En la base de este sentimiento de anti-monarquía y anti-oligarquía hay una determinada concepción de qué es el “poder”. En el fondo me parece que todos adolecemos en mayor o menor medida de una suerte de “anti-arquía”: el poder es siempre algo negativo. No somos “an-arquistas”, sin más, por el hecho de que consideramos el poder algo indispensable para poder convivir los hombres. Pero entonces el poder es algo así como un “mal necesario”: cuanto menos concentrado, cuanto más diluido, tanto más soportable.

Esta concepción negativa del poder se deja ver en el generalizado miedo "posmoderno" a ejercer la autoridad: los padres no quieren ser padres sino “pares”; los maestros y directores no quieren ser maestros ni directores sino compañeros y amiguitos.

Pero también en la Iglesia se nos ha infiltrado esta noción: de ahí que encontremos muchas veces una verdadera “alergia al poder”, un rechazo visceral a la verticalidad, a los títulos, a los cargos, a las responsabilidades... Uno conoce, a veces, a sacerdotes que no quieren ser párrocos, curas que prefieren no ser llamados “padre” ni distinguirse por su hábito, pastores que se refugian en formas de conducción deliberativas, participativas, comunitarias, etc. para no tener que ejercer la autoridad. La concepción negativa del poder se nota incluso en cómo se concibe, no sólo el poder de la Iglesia, sino el mismo poder de Dios. Para algunos, también éste parece una amenaza... Más de una vez he oído cómo en la oración litúrgica se evita la fórmula "Dios todopoderoso" y se la reemplaza por "Dios todobondadoso", "Padre bueno", etc. Detrás de estas adaptaciones -sin duda motivadas por criterios pastorales- se esconde, me temo, una noción falaz del poder de Dios como algo amenazante y temible, como algo radicalmente opuesto a su bondad y a su cercanía.

Esta alergia a la autoridad es entendible como reacción a tantos abusos de poder, sea en el mundo, sea en la misma Iglesia. Pero que sea entendible no la hace ni buena ni conveniente. Se cumple aquí la vieja “ley de la reacción” que nos enseñaba el maestro Emilio Komar: “demasiada oposición es subordinación”. Con la demonización del poder y de la autoridad no arreglamos los abusos autoritarios del mundo ni de la Iglesia. Por el contrario: generamos confusión y anarquía, que no son sino el umbral del autoritarismo y la tiranía. Porque el poder está ahí, inevitable: tarde o temprano, las personas adultas se encuentran de hecho revestidas de alguna potestad, y si están enfermas de esta “alergia al poder”, no saben qué hacer: entonces, o bien se niegan a ejercerlo (generando un desgobierno que muy pronto se cristaliza en la tiranía del más fuerte), o bien lo ejercen tal como lo conciben: autoritariamente.

Cristo Rey como poder redentor y redención del poder
Gracias a Dios, la Palabra de Dios en la liturgia de Cristo Rey viene a liberarnos de este maniqueísmo del poder. A la destructividad infernal del poder humano (que se había mostrado como nunca antes en la “Gran Guerra” de 1914-1918), Pío XI no opuso una paz romántica, utópica y “anti-arquista”. El Papa, con los pies en la tierra, no condenó el poder, sino que señaló a Jesucristo Rey del Universo como paradigma del verdadero poder, que es el que viene de Dios.

La liturgia de Cristo Rey nos presenta, en dos textos apocalípticos (Dn 7, 13-14 y Ap 1, 4-8), a Jesús, el glorioso “Hijo del hombre”, como “Rey de los reyes”, como el “Todopoderoso”, Señor de todos los reinos de la tierra. Hasta aquí, podríamos pensar que el Señorío de Cristo y el Poder de Dios no son sino la proyección ultraterrena de esta concepción más humana y negativa del poder. Desesperados bajo la opresión de los poderosos de turno, nos consolamos pensando que Dios es más poderoso que ellos, y que al final se invertirán las cosas y Él les aplastará la cabeza a los que ahora se dedican a aplastársela a otros... Algo de esto, es verdad, está presente en toda literatura apocalíptica.

Pero el Apocalipsis glorifica a este "Príncipe de los reyes” no porque aniquiló a sus enemigos sino porque “nos amó, nos liberó de los pecados y nos hizo Reino, sacerdotes de su Dios y Padre”. Los reyes de la tierra necesitan aplastar y oprimir para “hacernos sentir su autoridad” (cf. Mc 10, 43) ... Jesús también tiene autoridad (cf. Mc 1, 22): tanta, que no necesita "hacérnosla sentir". Su autoridad cumple el sentido etimológico de la palabra "auctoritas", que viene del verbo augere, que significa "hacer crecer". El Hijo del hombre del Apocalipsis es Rey haciéndonos "reino", haciéndonos reyes. Es Rey haciéndonos no víctimas, sino sacerdotes. Es la lógica de Dios, la verdadera lógica del Amor, que “infunde respeto” no por la condena sino “por el perdón” (cf. Sal 129).

La realeza de Cristo revela el “estilo” de siempre de Dios, su Padre, que en su Amor le dio todo lo que era y tenía. La generosidad de este Rey muestra el corazón de Dios, que es la Vida dándonos la vida, que es el Ser dándonos el ser, que, a fin de cuentas, “es dándose”. Todo el Poder de Dios es Amor. No hay contradicción alguna entre su poder y su amor.

¿Qué hacemos nosotros, entonces, con el poder, con esta realeza que él mismo nos da? Dios nos mostró el Camino en su Hijo Jesús, que vivió el poder como hombre entre los hombres. Tomaremos aquí sólo dos aspectos de su enseñanza: por un lado, el poder como renuncia a las riquezas y a la propia voluntad; por otro, el poder como servicio. Ambos se pueden resumir en su obediencia de Hijo.

En el Monte de las tentaciones (Mt 4, 8y ss.) el Diablo le ofreció todos los reinos de la tierra: pero a las tentaciones de poder y ambición él antepuso siempre la obediencia al Padre. Sin embargo, la "renuncia" de Jesús no consistió en "abdicar" del poder, en la irresponsabilidad de desentenderse de él, sino en ejercerlo conforme la voluntad de su Padre. De hecho, usó de su poder sirviendo a los demás, como veremos a continuación. El extremo de la obediencia y el extremo de la renuncia se encuentran en el Monte de los Olivos y en el Monte Calvario: allí Jesús por obediencia al Padre renuncia incluso a su propia vida. Sólo entonces, después de haber purificado toda posesividad y renunciado a toda ambición, Jesús resucitado recibe del Padre “todo poder en el cielo y en la tierra”, como dice en el Monte de la misión (Mt 28, 16 y ss). Jesús parece enseñarnos que sólo tiene el poder quien sabe renunciar a usarlo para sí mismo, y lo usa para los demás. Es lo que los autores espirituales explicarán diciendo que "sólo poseemos aquello a lo que renunciamos". Es la ley fundamental de la vida de Jesús: "el que quiera guardar su vida, la perderá..." (Mc 8, 34).

El “Príncipe de los reyes de la tierra” (Ap 1, 5) que contemplamos glorioso en Daniel y el Apocalipsis es también el Rey del Evangelio de Juan, cuyo “reino no es de este mundo” (19, 36), el Rey de los judíos coronado de espinas. El es el "Príncipe", el primero de los reyes... ¿Qué significa eso "en cristiano"? "El que quiera hacerse grande entre ustedes deberá ser su servidor y el que quiera ser el primero deberá ser esclavo de todos" (Mc 10, 44). Por eso agrega el Apocalipsis que es un "Rey que nos hace Reino": en la tierra, Jesús estuvo en medio de nosotros "como el que sirve" (cf. Lc 22, 23): es decir, vivió tratándonos a todos “como a reyes”. Así ejerció su realeza: haciendo reyes a los demás mediante el servicio.

Él, hoy, quiere cumplir con nosotros la promesa hecha al Pueblo de la antigua Alianza (Ex 19, 6) y hacernos también a nosotros reyes, pero reyes a su estilo, reyes del “reino de la verdad y de la vida, reino de la santidad y de la gracia, reino de la justicia, del amor y de la paz” (Prefacio de Cristo Rey). El Apocalipsis, antes de mencionar que nos hace "reino", dice que "nos amó y nos liberó de los pecados". Para que podamos ser "reyes", Jesús nos desata de las cadenas del egoísmo y de la ambición, esas cadenas que nos ciegan porque nos hacen mirar a Dios y a los hombres como amenazas para el propio poder y para la propia libertad. Esta liberación la va consagrando en nosotros “el óleo de la alegría”, el Espíritu Santo, que nos empuja interiormente a "no vivir ya para nosotros mismos" (Plegaria eucarística IV), sino dando vida a los hermanos, sirviéndolos y tratándolos “como a reyes”, y de esa manera hacer crecer el Reino como lo hizo Jesús, nuestro Hermano y nuestro Rey, a quien sean la gloria, el honor y el poder por los siglos de los siglos. Amén.

miércoles, 28 de octubre de 2009

Libertad de mentira

“Prefiero mil millones de mentiras antes que ser responsable de cerrar la boca de alguien. Es la verdadera forma en que entiendo la libertad, los derechos humanos y la participación democrática."
(Cristina Fernández de Kirchner, Acto de homenaje a los miembros de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos -CIDH-, en la ex ESMA, 11-09-2009).

La presidente de todos los argentinos, rodeada de militantes de organizaciones de derechos humanos, en medio de las acusaciones que se le hacían por la “ley de medios”, explicaba, con estas palabras, su decisión de eliminar el delito de injurias y calumnias. “Prefiero mil millones de mentiras a ser la responsable de haberle cerrado la boca a alguien”... ¿Fue sólo una exageración retórica o lo dijo en serio?
Como fuera, lo cierto es que cuando leí esta sentencia sentí un escalofrío. Peor me sentí más tarde, cuando noté que la frase que disparó la presidente había entrado sin provocar reacción alguna...
Intentemos comprender, con benignidad, el mensaje de la señora presidente. Ella nos dice, muy expresamente, que ésta es su “manera de entender la democracia, la libertad y los derechos humanos”... ¿Cuál es, entonces, su idea de “libertad”? ¿Qué derechos son “derechos humanos”? Intentemos pensar la respuesta.
Primera hipótesis: en su escala de valores la libertad parecería ser un valor absoluto. Si esto es así, no hay nada que justifique limitar la libertad de una persona. Ahora bien, la señora Cristina y quienes aplaudían sus palabras defienden la democracia. Podemos suponer, entonces, que ella adhiere a esta suerte de axioma básico de la cultura democrática: “todo ciudadano tiene derecho a ser libre en tanto que no lesione los derechos de los demás ciudadanos”. De aquí que se oponga con todas sus fuerzas a la impunidad de los militares que violaron gravemente derechos humanos de otros (y no sólo el derecho a la libertad, sino también el fundamental derecho a la vida). Por eso, existen leyes y prohibiciones: no hay libertad para matar, ni para torturar, ni para robar, etc. Pero por lo que se ve, para la presidente sí puede haber libertad para injuriar y libertad para calumniar.
Si perseveramos en nuestro intento de deducir alguna idea que rija todo esto, y no cedemos a la tentación de pensar que la ideología ha cegado la razón, desarmado toda coherencia y hecho estallar cualquier lógica, nos queda concluir que, evidentemente, para nuestra suprema gobernante, mentir es algo inocuo –o, por lo menos, algo “mil millones de veces” más inocuo que poner límites a la libertad-. Y eso es lo falaz, y eso es lo grave.
¿Por qué condenar el robo y la violencia y no la calumnia? ¿Será tan ingenua la señora Cristina de pensar que por ser "palabras" y no "hechos" las mentiras son menos dañinas? La verdad y la mentira nunca son sólo palabras. Aunque ahora parezca una cuestión teórica o de palabras, abrirle las canillas a la mentira puede producir ríos de sangre. Las palabras no son inofensivas: la palabra humana -sobre todo donde se desprecia y pisotea la verdad- puede sembrar el odio y desatar la guerra.
Aquí no se trata sencillamente de “libertad de expresión” o de “libertad de prensa”. El legítimo derecho a sostener y expresar las propias convicciones no tiene nada que ver con un pretendido derecho a mentir, y menos a calumniar públicamente a otra persona. ¿Es posible abrirle así las tranqueras a la mentira sin ofender gravemente los fundamentos de la sociedad? Tener derecho a injuriar y calumniar públicamente no es defender, sino pervertir la libertad de expresión.
Lo más inquietante del asunto es la falta de inquietud: nadie reaccionó. El proceso de descrédito de la verdad ha llegado a una altura notable. Está presente y operante por todas partes la idea de que el relativismo es una condición necesaria de la vida democrática. Quien habla de “la verdad” es un sujeto sospechoso. Cuantas menos convicciones firmes, más pluralismo; cuantas menos verdades, más democracia. “Verdad” es igual a uniforme, a censura, a represión. Tanto ha penetrado esta noción de “verdad” como archienemiga de la libertad que ahora la señora Cristina Fernández puede muy serenamente establecer el derecho a faltar directamente a la verdad, el derecho a mentir abiertamente, y nadie dice nada.
Pero por más anestesiadas que estén nuestras conciencias no deja de ser cierto que estamos hechos para la verdad, y que es fundamental en cualquier persona el derecho de buscar libremente la verdad y de expresar abiertamente sus convicciones sobre ella. Decía el viejo Cicerón: “Antes que todo, es propia del hombre la búsqueda y la investigación de la verdad” (De officiis, I, V). De aquí justamente emana el derecho inalienable a la libertad de pensamiento, de expresión, de prensa, etc. Es el deber y el derecho a “pensar sobre el sentido de la existencia tal como [a cada uno] le parezca justo, a dar su juicio sobre la vida y la muerte, el trabajo y la propiedad, la familia y el Estado (...); decir su propia opinión y vivir conforme a ella, dentro de las fronteras que establece el derecho análogo de los demás” (Romano Guardini, Dicurso en el Ayuntamiento de Munich, 10 de julio de 1960) . “Pero” -sigue diciendo Guardini- “para que se pueda reclamar el derecho a la propia convicción, para que se pueda fomentar la posibilidad de vivir conforme a ella, ha de existir tal convicción. La libertad no es el derecho a la despreocupación ni a la arbitrariedad en la opinión”. Mucho menos, a la mentira.
No es cuestión de determinar e imponer desde afuera el contenido de esa convicción. Se trata de que “exista en general esa actitud que se llama "convicción": que haya una conciencia de que existe la verdad, un deseo de encontrarla y un empeño en defender lo reconocido”. En este sentido, pues, la libertad “descansa en una auténtica relación con la verdad” (Ídem).
La libertad no es algo absoluto o autónomo: necesita una referencia. Supongamos que la libertad es como una “puerta abierta”... ¿Abierta a qué? ¿Abierta para qué? La puerta abierta pierde toda su razón si no lleva a ninguna parte, si no hay orientación ni sentido, si no se sabe adónde entrar o de dónde salir. La libertad está siempre al servicio de un “para qué”. La verdad, por lo tanto, no sólo no es la enemiga de la libertad sino que es su fundamento y su razón de ser. Dijo recientemente el Papa: “La libertad busca un objetivo y por eso exige una convicción. La verdadera libertad presupone la búsqueda de la verdad” (Benedicto XVI, Discurso a las autoridades civiles y al Cuerpo diplomático de la República Checa, Praga, 26 de septiembre de 2009).
Subordinar la verdad a la libertad es ya un grave desorden; sacrificarla en aras de la libertad es un tremendo despropósito. La libertad vive y se alimenta de verdad. Atentar contra la verdad es dejar desnutrida a la libertad, matarla de inanición. “Juntos debemos comprometernos en la lucha por la libertad y en la búsqueda de la verdad: ambas van juntas, mano a mano, o juntas perecen miserablemente” (Ídem, Cf. Juan Pablo II, Fides et Ratio, 90).
La confusión es tan grande que esta relación entre libertad y verdad no se ve. De hecho, asistimos perplejos a discursos como éste en que explícitamente se afirma la una en desmedro de la otra. El propósito de la presidente era demostrar, contra las acusaciones de tantos medios periodísticos, que nunca en la historia del país “la libertad de prensa había sido tan absoluta”... Para mostrarlo, Cristina Fernández eliminó los delitos de calumnia e injurias. Pero no: con el derecho a acusar falsamente a otra persona no gana nadie, y tampoco la libertad. La libertad "absoluta" se autodestruye. Sin la verdad, la libertad queda ella misma esclavizada.
Una sociedad en la que la verdad está tan desacreditada que ni sus leyes más básicas la protegen no es una sociedad de libres, sino de ignorantes. Y la ignorancia es el caldo de cultivo de las dictaduras. Un pueblo que ignora sus derechos no tiene capacidad de reclamarlos ni de luchar por ellos. Eliminar el delito de calumnia es violar directamente el derecho fundamental humano de buscar y seguir la verdad. ¿Qué clase de humanidad es la del supuesto derecho a imputarle públicamente a otro un delito, a sabiendas de que no lo cometió? ¿Qué humanidad estamos construyendo con medidas de este tipo?
¿De qué podrá servir, estos días, gritar la verdad del varón y de la mujer o la verdad del matrimonio ante el proyecto de “matrimonio” entre homosexuales, si para la ley da lo mismo seguir la verdad o mentir abiertamente? Si la presidente puede decir lo que dijo en un discurso emitido en “cadena nacional”, está abierta la puerta para sancionar por ley “mil millones de mentiras”.
Da miedo constatar que la confusión haya llegado a cuestiones tan fundamentales. Si permitimos que se viole el derecho humano a la verdad estamos dejando corroer los cimientos de la sociedad.

* * *
"Para ser libres nos liberó Cristo" (Ga 5, 1). Quienes seguimos a Cristo, el Hombre libre, siempre tenemos algo que decir cuando se trata de la libertad. Sabemos por experiencia que la libertad nos viene de él, que es la Verdad. Él mismo nos enseñó que "la verdad los hará libres" (Jn 8, 32). En una sociedad confundida, vivir y enseñar estas palabras de Jesús es un auténtico servicio: es "amar al mundo" y ayudar a los hombres.

martes, 13 de octubre de 2009

Lo que el signo muestra (IV parte)

Amor sin ruido
"El amor ha de ponerse más en las obras que en las palabras", escribió san Ignacio de Loyola. De puro buen español, él sabía bien que "obras son amores, y no buenas razones". Pero fue sobre todo de su Maestro Jesús que Ignacio había aprendido esta verdad.

En efecto, Cristo nos enseñó -y nos enseña- el amor de Dios más con las obras que con las palabras.

Él mismo enseñó insistentemente que para entrar en el Reino de Dios no basta con "escuchar" la Palabra, sino que hay que "practicarla".

Pero esta pedagogía del "amor concreto" la descubrimos fundamentalmente en su misma manera de vivir y de enseñar. En efecto, la fascinación, el encanto, la fuerza de sus palabras no residían en su brillo o en su abundancia, "como los escribas y fariseos", sino, a diferencia de ellos, en la "autoridad" y en el "poder" que tenían. La palabra tiene autoridad cuando es capaz de tranformar la vida. En las obras brilla la verdad de las palabras. Jesús hablaba con autoridad porque vivía lo que enseñaba, porque enseñaba de lo que vivía.

Jesús enmarcó de silencio sus tres años de intensa predicación. Como preparación a su ministerio público, él vivió calladamente los treinta años de su vida oculta; como rúbrica y testimonio de sus enseñanzas, padeció calladamente sus últimos tres días. La Buena Noticia de Cristo no son sólo sus palabras -como se deduciría de algún evangelio apócrifo- sino su vida entera: el silencio de Belén y Nazaret, el callar de la cruz y de la resurrección, y también sus palabras de vida eterna, entrelazadas siempre con miradas, caricias y milagros.

Una de las últimas palabras de Jesús en su vida terrena fue "hagan esto en memoria mía". Así quedaba instituido el recuerdo obrante y permanente del acto de amor más grande de la historia: la muerte y la resurrección del Hijo de Dios hecho hombre. Pues bien, si lo "recordado" en este "memorial", si lo "contenido" en este "sacramento" fue "amor sin ruido", es lógico que también sea silencioso el signo que lo "contiene" y produce: los signos eucarísiticos hablan, incluso al callar.

Efectivamente, en el humilde Pan de cada misa no hay nada extraordinario, no hay grandes palabras, y sin embargo ahí está el "amor de los amores", sin ruido, recreando los corazones, edificando la Iglesia, reconciliando al mundo.

A veces Dios regala fuertes "experiencias" de su amor: son momentos, horas, tal vez días, de gracia y de plenitud. Vivencias interiores patentes de su cariño, de su misericordia, de su llamada, de su elección para con nosotros. Experiencias tan intensas como pasajeras, pero que dejan una huella muy difícil de borrar. Es como pastar en las cumbres del Horeb, la montaña santa de Dios, después de tanto caminar y caminar por el desierto. Estas experiencias de amor, como pasa también en las relaciones humanas, muchas veces van de la mano con palabras extraordinariamente tiernas e íntimas: vibramos y gozamos con las palabras de amor que el Espíritu sembró en los profetas, en los salmos, en el Cantar...

Pero reducir las "experiencias de Dios" a estos encuentros extraordinarios, a estas "tranfiguraciones" del camino, puede hacernos olvidar que el amor de Dios -igual que el amor humano- no es sólo el que se manifiesta en las cumbres gozosas de la comunión íntima. Si la Eucaristía es el "sacramento del amor", entonces el amor de Dios, como el de un padre o de una madre, es el que se manifiesta principalmente en el "pan de cada día". En la eucaristía, la Palabra nunca se queda en palabras, sino que se vuelve obra: Dios nos da de comer en la boca cada día, cada semana, como nuestros padres cuando éramos chiquitos. Antes, durante y después de las palabras lindas de amor, Dios nos ha dado un amor fiel, un amor que está siempre, un amor que da lo mejor sin esperar ningún tipo de retribución -ni siquiera la del recuerdo agradecido-. Es un amor que sin hacer nada extraordinario hace posible la vida misma. Es un amor que no dice casi nada y que hace todo, que edifica todo, que construye todo. Es el amor de Dios que obra "sin ruido".

Es la Eucaristía. Es el mismo Jesús, LA Palabra de Amor del Padre que, como en la Cruz, sigue diciendo todo no con los labios, sino con la vida entregada, y que nos invita, cada día, cada semana, a poner el amor más en las obras que en las palabras.

miércoles, 16 de septiembre de 2009

Pasos de ayer en una noche linda

A Florencia de las Carreras, sanisidrense de ley
Hacía una noche de esas lindas... Tal vez la primera noche bien de primavera. Estas noches -cuña de octubre en la herida del invierno- tienen la emoción de un reencuentro antes de lo previsto. Y a eso le agregan un gozo de primicias, ese pregusto de que lo bueno acaba de empezar, de que lo mejor está por venir.
La noche estaba tranquila, bien azul, tan fresquita que tenía ganas de tomármela a tragos. Entonces decidí darme el gusto de salir a caminar un rato.
Las calles que rodean el Seminario son un mundo aparte. De día llenas de movimiento por los colegios, a la noche es como si el ángel de la espada de fuego cerrara el paso a los ruidos urbanos e impidiera cualquier perturbación. Cuando cae la noche, sin que nadie lo sepa, las cuatro o cinco manzanas de Libertador hasta la barranca y de Alem hasta la Catedral se transforman, y parecen despertarse en ella los antiguos moradores del Pago de la Costa. San Isidro vuelve a ser, por unas horas, ese pueblo apartado en la paz de la campaña.
Salí furtivamente a la calle Becar Varela -que es como el prefacio de ese tomo edilicio de historia colonial- y tomé la dirección de Los Ombúes, dejando atrás los últimos reclamos vocingleros de la ciudad, que corría aún su apuro por la avenida.
Casi al llegar al fondo, metros antes de la barranca, los paredones de dos quintas viejísimas se alzan de pronto flanqueando la calle, como si quisieran marcar la entrada a ese confín de lo pretérito. La calle se angosta y la vereda desaparece, comida por una ventana enrejada.
Los invisibles grillos, ensayando sus primeros acordes después del invierno, parecían modular un viejo minué del tiempo de Mariquita.
Cuando estuve en el balcón de la barranca, me paré a mirar esa larga sombra tendida a lo lejos, sólo interrumpida por las enigmáticas luces náuticas. Ladridos sin dueño llegaban desde el bajo, como reminiscencias inciertas. Mirando para el lado del río, la noche se muestra como es, desnuda de la impúdica luz urbana. El Río de la Plata le devuelve la noche a la ciudad. Pude detenerme a sondear el azul hondísimo del cielo sin nubes y vi que se habían abierto sin vergüenza las cuatro flores blancas de la Cruz del Sur.
Después seguí el camino por la calle Belgrano. Frente a las paredes de Los Naranjos, hileras de bastos “paraisos” se yerguen como oscuras columnas vegetales. En las heridas de sus troncos viejos se madrigan las comadrejas, y de sus brazos cansados cuelgan helechos y enredaderas.
Doblé a la izquierda por la calle Vernet. La prosa del asfalto se volvió poema en los adoquines. Empecé a caminar más lento, mientras leía esa poesía a la luz de los faroles. La noche le contagiaba encanto a cada elemento. Cada detalle recobraba su vocación metafórica: las veredas derrotadas por las raíces, los charcos olvidados contra el cordón, los pastos audaces entre los adoquines, el eco de mis pasos en la calle desolada, el murmullo compañero en las radios de las garitas…
Cuando estaba por pegar la vuelta, me envolvieron los naranjos con un pañuelo de azahares. Fue como un baldazo de primavera que me obligó a parar. ¡Qué densidad en el perfume de los naranjos de la calle en flor! ¡Qué gravidez de recuerdos en esa leve constelación de los azahares! Hay voces de mi infancia, horas lejanas de mi Punta Chica tan lindas que resisten el tiempo... y perviven en el olor siempre nuevo de los azahares. Lástima que esa felicidad a la vez arcaica e inmortal sólo perdure en la fugacidad de una breve florcita blanca. O tal vez ése sea su secreto. Quién sabe.

lunes, 31 de agosto de 2009

Lo que el signo muestra (III parte)

El insulso pan de cada día

Hemos visto algunas de las cosas que nos sugería el gesto de “compartir el pan”. Siguiendo con este empeño de descubrir lo que los signos muestran y dicen, me gustaría reflexionar esta vez acerca del pan en sí mismo.
Es oportuno aclarar, me parece, que el signo principal de la Eucaristía está constituido por el pan y el vino en su conjunto, y que no podemos aislar uno del otro sin reducir peligrosamente esa sabia pluralidad que garantiza la apertura del misterio. Con todo, dado que no sólo la tradición medieval y moderna (“Corpus Christi”) sino ya la apostólica (“fracción del pan”) muchas veces ha puesto el acento en solo el pan, nos sentimos autorizados, hecha la aclaración, a insistir una vez más en los significados que éste, de por sí, conlleva.
El pan –lo sabemos- es el alimento por antonomasia. En las expresiones “ganarse el pan”, “los hijos vienen con el pan bajo el brazo”, “llevar el pan a la mesa”, etc., “pan” es tanto como “el alimento”: lo necesario para subsistir. En el mismo sentido lo emplea Jesús cuando dice “el pan de cada día”, o “no sólo de pan vive el hombre”. El pan es lo necesario para seguir viviendo. Se trata, entonces, del alimento como lo pura y estrictamente necesario para la subsistencia. “Vivir a pan y agua”, de hecho, es vivir con lo mínimo, como los presos. Y aun cuando se trate de “tener pan en abundancia”, se hace referencia a un comer cotidiano, desprovisto de todo lo que suponga el placer refinado de las exquisiteces, el goce superfluo y sibarítico de los manjares opulentos.
El signo del pan, por consiguiente, nos remite a la comida sencilla y básica de cada día. El pan y el vino constituyeron, durante siglos, el sustento diario de los pobres. La variedad y el sabor los proporcionaba en todo caso la sopa o la salsa en que el pan se empapaba. Pues bien, en la Eucaristía no hay sopa ni salsa; el de Jesús no es un pan “saborizado”. Y a su pobreza esencial le agrega todavía que ni siquiera lleva levadura. Dios no quiere dejarse ganar en pobreza: a la hora de elegir la manera de darse a conocer, planeó la humillación de su Hijo, y plasmó esa humillación, esa kénosis, en la humilde pobreza de un pan sin levadura.
Hasta aquí, el simbolismo llamémosle “profano” del pan. Ahora bien, en la Biblia hay otra fuente hermenéutica desde la que deben ser leídas las imágenes, las figuras y los símbolos que nos propone. Y esa fuente es la misma Escritura: se da una suerte de “hermenéutica interna”: interpretamos la Escritura desde la Escritura misma. Por ejemplo, la principal carga simbólica del pan en tanto que ácimo hay que buscarla, más que en lo que hemos dicho recién, en el relato de la pascua del libro del Éxodo. En cuanto al pan en sí mismo, cuando Jesús dice: “Sus padres en el desierto comieron el maná y murieron: éste es el pan que baja del cielo para que quien coma de él no muera. Yo soy el pan vivo que bajó del cielo” (Jn 6, 49-51a), nos está remitiendo explícitamente a una figura bíblica muy concreta: el maná que acompañó la marcha del pueblo en el desierto.
Pues bien, creo que también desde esta interpretación intrabíblica se llega a un significado del pan muy similar a su sentido "profano".
La historia del “pan que los israelitas comieron en el desierto” aparece en la Biblia en dos narraciones diferentes: Ex 16 y Núm 11 -ambas dentro de la “Torá”-, que suponen también dos interpretaciones diferentes. De alguna manera, hay dos “manás” en la Biblia: son dos aspectos, dos resonancias distintas de un mismo acontecimiento. El maná del libro del Éxodo es “pan en abundancia” (16, 8), es “pan del cielo” que Dios “hace llover” (16, 4) y que sacia a todos los que lo comen sin provocarles hastío. Este es el que más ecos deja en la Escritura (cf. Sal 78, 24-25; 105, 40; Sab 16, 20.21; Ne 9, 15; Jn 6, 31...). Por el contrario, el maná del libro de los Números aparece, de entrada, como un alimento del que están cansados, y que no impide que puedan quejarse diciendo “estamos privados de todo” (11, 6). El mismo maná (la descripción es casi idéntica: Núm 11, 7; Ex 16, 31) no viene como respuesta de Dios a las quejas del pueblo (como las codornices, o como también el maná en Ex 16), sino que integra el elenco de los reclamos. El mismo fenómeno matinal que ambos relatos describen (Núm 11, 9; Éx 16, 13-14), en Éxodo es interpretado como un don del cielo, y en Números como algo "natural".
Pues bien, creo que no tenemos por qué excluir el maná del libro de los Números como figura de la Eucaristía.
Me parece que al elegir, para perpetuar el memorial de su misterio pascual, el signo tan humilde del pan, Jesús asumió también las pobrezas que el pan supone como alimento. Jesús se caracteriza por tolerar y asumir los rechazos que suscita, aunque le duelan hasta las lágrimas. El mismo "discurso del pan de vida" termina con un verdadero éxodo de discípulos; su vida entera está signada por la incomprensión: es un “signo de contradicción”.
No es ilógico, entonces, que el Dios que quiso exponer y expresar su corazón manso y humilde en algo tan “bueno como el pan”, asuma la incomprensión de quienes, también hoy, teniéndo a la Eucaristía cada día en la mesa de nuestra vida, nos hastiamos de este nuevo maná y nos olvidamos de celebrarlo -como los Salmos, como la Sabiduría- como “trigo del cielo” y “pan de los ángeles”.
En cuanto prefigurado por el maná del desierto, el Pan de la Eucaristía no pretende ser la comida extraordinaria y festejada de las fiestas, sino la nutrición necesaria de cada día en el peregrinar de la vida (cf. Éx 16, 16). Jesús podría haber elegido otro alimento, o podría haber sugerido algún tipo de variedad, de "sabor", de "aderezo"... Y no. ¿No será que hay algo del Reino que se juega en saber hallar la grandeza en lo pequeño, la riqueza en lo pobrecito, la divinidad en "éste, el hijo del carpintero"...?
El valor del maná, el agradecido asombro por ese "pan del cielo" que durante cuarenta años fue la más insulsa de las rutinas, es fruto de la memoria creyente de quienes seguramente ya habían hecho alguna experiencia de la "tierra que mana leche y miel". El pobre alimento del camino se agranda cuando uno, como Elías, lo mira desde la cumbre gozosa de la Montaña de Dios. El pan de cada día cobra todo su sentido cuando uno, como Moisés, divisa y pregusta desde el monte la Tierra prometida. Entonces puede mirar hacia atrás y darse cuenta de cuán necesario, de cuán indispensable fue cada bocado de ese alimento aburrido. Sólo entonces uno puede sopesar la eficacia que esa "comida miserable" tuvo en el camino. Recién aquí brota el asombro ("¡era pan de los ángeles!") por todas las veces que comimos un "maná" cansador...
Por eso tal vez no sea tan terrible (cuando no es por propia desidia o ingratitud) que perdamos “asombro eucarístico” ante lo menos asombroso del mundo: el pan cotidiano. Quizá deberíamos aceptar con más naturalidad muchas de nuestras “insensibilidades” eucarísticas, y antes que imponernos “ayunos de la comunión” para poder valorar el don, aceptar la pedagogía de la liturgia, que nos enseña cada día a decir: "Señor, no soy digno de que entyres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme" y acudir con la certeza de la fe a la mesa Dios nos prepara, sabiendo que aunque no veamos más que "el mismo pan de siempre", en él está la Vida para caminar cada día, y que no podemos, y que no queremos, vivir sin él.

martes, 18 de agosto de 2009

Lo que el signo muestra (II parte)

Los panes de la vida oculta
Si alguien me pregunta: “¿qué ves cuando mirás el pan y el vino elevados en la consagración?”, yo contesto muy seguro: “a Jesús dando su vida a Dios por nosotros”. Muy bien, tá claro.
Pero hace un tiempito creí darme cuenta de una de las razones por la cual este gran “misterio de la fe” (el misterio pascual) se da –se nos da- “sub specie panis”, bajo la apariencia del pan; me pareció entender al menos uno de los significados de que Jesús haya querido el pan como símbolo de la Eucaristía. Encontré una de esas cosas que el signo muestra.
Por un lado, lo del pan es arquetípico: siendo el pan la comida por antonomasia, “partir con otro el pan” constituye la manera más cabal y primigenia de expresar la esencia del compartir (la palabra “compañero” –cum, panis- no conoce otro origen).
Pero sobre todo, el pan quiere ser una paradoja, eso tan de Dios. La grandeza, el heroísmo, la majestad del sacrificio de la Cruz se nos comunica en la parvedad, en la insignificancia, en la pequeñez de un pedazo de pan compartido. Aquí se deja ver la “fidelidad en lo poco” que Jesús vivió, y que por haberla vivido pudo proponer.
Cuando Jesús, en la última Cena, dijo: “este es mi cuerpo que se entrega por ustedes”, estaba diciendo: “esta es mi vida”. En ese pan iba todo su ser. (Por eso la Iglesia pronto entendió, en los encuentros del Domingo, que la Mesa del Jueves y el Altar del Viernes iban juntos, que formaban parte de un mismo misterio de amor).
Ahora bien, la del Jueves santo fue la última cena de Jesús; esto quiere decir que estuvo precedida por muchas otras comidas y por muchos otros panes. Aquél último Pan “agradecido, partido y compartido” en que Jesús estaba poniendo efectiva y definitivamente su vida no “cayó del cielo”: detrás del Pan grandioso de la Pascua están los pequeños panes de la vida oculta. El Maestro fue aprendiendo a darse en cada pan que “agradecía, partía y compartía”. El solemne Pan de “la hora de Jesús” fue amasado durante todas las horas de su vida. Como dice el P. Eduardo Meana, Jesús fue “haciéndose pan” ya desde Belén. Esta es la razón de que cada minuto de su vida -y no sólo sus últimos tres años, ni sus últimos tres días- sea salvífico para nosotros. Su vida entera fue pascual: Jesús preparó esa última Pascua durante toda su existencia (cf. Lc 22, 15). Él fue poniendo el corazón en cada obra de amor, en cada acto de entrega, en cada detalle de generosidad, hasta que un buen día el Padre por el Espíritu le “sopló” que ya “era la hora”, y entonces supo que en ese último gesto, que en esa última comida, que en ese último pan y en esa última copa esta vez iba todo, en serio. Y por eso dijo: “coman, este es mi cuerpo”: tomen, que acá va toda mi vida.

Pues bien, la cosa cobra todo su sentido cuando la pensamos no ya en Jesús, nuestro “hermano mayor”, sino en nosotros, peregrinos de hoy, que “vivimos de la Eucaristía”. Si la Pascua fue camino para Jesús ¡cuánto más lo es para nosotros!
“Haced esto en conmemoración mía”. Cada vez que escuchaba estas palabras, yo traducía para mí, muy correctamente, “da también vos la vida por los hermanos en memoria mía”. Además, ponía mucha fuerza en desear, en cada Misa, “que él me transforme en ofrenda permanente” o en “víctima viva para alabanza de su gloria”... Y así, eucaristía tras eucaristía, comunión tras comunión, se me fueron yendo años de la vida conviviendo siempre con el sacro deseo de “amar, amar, morir por los demás”, y de ser “ofrenda permanente”... sin ser capaz de “ofrecer un vaso de agua a uno de estos pequeños”. ¡Ay!
Por eso Dios tuvo que mostrarme lo que el pan de por sí mostraba y yo no veía. En vez de soñar con las grandes palabras (“dar la vida”, “ser ofrenda permanente”), me di cuenta de que el “hagan esto en memoria mía”, sin dejar de ser majestuoso y sublime como la Cruz, era a la vez pobre y poquito como un pedazo de pan compartido. Por eso ahora traduzco para mí: “compartí también vos el pedacito de pan de cada día con los hermanos”. Jesús no me pide que mire la hazaña de “beber su cáliz” -porque ese “lo beberé” (cf. Mc 10, 39) cuando llegue el momento- sino en compartir el pan de cada día. Tan claro como lo grita el Evangelio: él me pide los “cinco panes y dos peces” de hoy... la multiplicación queda a cuenta del Patrón.
¡Qué realismo el de Jesús! ¡Que genialidad la suya, que no permite que “puenteemos” jamás lo concreto so pretexto de lo universal! Nunca “la entrega” va a poder ir separada de las entregas; nunca “la opción” va a poder hacerse sin las opciones; nunca “el amor” va a poder vivirse fuera de los amores... El Pan de la Cena no se salteó los panes de la vida oculta. De ahí la insistencia bíblica –tan de nuestro Dios- en el “hoy”. Porque nunca el Evangelio pide sacrificar el hoy en aras de un mañana: la eternidad se juega en el ahora: “este es el tiempo favorable, hoy el día de la salvación”.
Hay una fecunda identidad entre el “pan de cada día” que pedimos en el Padrenuestro y “la cruz de cada día” –la propia negación- en la que consiste el discipulado (“hagan esto...”). El pan que Dios nos da y que nosotros agradecemos cada día es el mismo que debemos entregar. “Dame lo que pides y pide lo que quieras”, decía San Agustín. “El amor puede ser mandado porque antes es dado”, confirma el Papa Benedicto.
Cada día tenemos la oportunidad de ofrecer nuestro pequeño pan; va a llegar un día en que ese “pan cotidiano” será entregar la vida, y entregándola, la habremos ganado para siempre.

jueves, 30 de julio de 2009

Lo que el signo muestra

"Te adoro con devoción, Divinidad oculta bajo estas figuras... Al juzgar de ti se engañan la vista, el tacto, el gusto, pero basta con el oído para creer... En la cruz se escondía sólo la divinidad; aquí también se esconde también la humanidad... Jesús velado..."
Toda mi vida he rezado -y rezo- con estas lindísimas palabras del santo de Aquino. Y me acostumbré a acceder al misterio de la Presencia eucarística desde esta perspectiva. Sin embargo, de unos años a esta parte me doy cuenta de que "las apariencias de pan y vino" no sólo ocultan, que esas "figuras" no sólo esconden, que las "especies" -aspectos- no sólo velan. Me terminó de convencer el Papa Benedicto en la homilía (la homilía para mí es por lejos su mejor género literario) de Corpus Christi del 2007: "Cada uno de los signos representa, a su modo, un aspecto particular de su misterio y, con su manera típica de manifestarse, nos quieren hablar para que aprendamos a comprender algo más del misterio de Jesucristo". Los signos de Dios no sólo "velan": también "develan". Y en ese paradójico juego, en esa "media luz" resultante (salú, Athonita), "revelan" el Misterio de su Amor.
Dios lo que quiere es manifestarse. Es Luz y es Amor, y se muere de ganas de revelarse. La dimensión críptica, el carácter escondedor de los signos no obedece a una voluntad de enigma o de secreto, sino a la insorteable limitación de quien está llamado a recibirlo, a entrar en él. La cristología nos lo asegura: en Jesucristo está la plenitud de la "revelación". ¿Tendríamos que considerar la humanidad del Verbo y su vaciamiento sólo como un permanente y molesto velo de su divinidad? No: en el colmo del abajamiento, en la cruz de Jesús, se manifiesta en realidad "la gloria", el corazón del Dios Trino, la entraña del Dios Amor. ¿La cruz esconde la divinidad? Sí, en cierto modo: el Gólgota no es el Tabor. Pero también la muestra.
También en la kénosis, en el abajamiento del pan y del vino no sólo hay velos y tapujos, sino mucha verdad condensada.

lunes, 29 de junio de 2009

Ser perfectos hijos para ser hijos perfectos

Perfección y filiación
a partir de Mt 5, 43-48

«Toda la educación y toda la ética es esto:
sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto (Mt 5, 48).
No ser dioses, pero sí “dioses segundos, milagros de primero”
como decía Tommasso Campanella»

Emilio Komar


“Perfección” es hoy en día una palabra difícil. La posmodernidad es por esencia una “cultura de las minúsculas”, una cultura que rechaza los grandes discursos, las grandes palabras (las que empiezan con mayúsculas...) y por ende, una cultura que renuncia a los sueños grandes y a los ideales altos. La perfección está afuera del horizonte posmoderno.
Pero también en la Iglesia posmoderna existe una especie de alergia a la idea de perfección, como nos lo venía advirtiendo Emilio Komar en sus últimos años.
Esto se explica como fuerte reacción a una fe vivida, en épocas no lejanas, bajo el preponderante signo del perfeccionismo voluntarista. Índices de esta fe más moralista son el fuerte hincapié en la búsqueda de la santidad, y la recurrente presencia de ciertas palabras (hoy casi siempre proscritas): abnegación, ascética, sacrificio, heroísmo, etc. El psiquiatra Viktor Frankl nos alerta, como al pasar, de los intrínsecos peligros de esta moral: “Creo que hasta los mismos santos no se preocupan de otra cosa que no sea servir a su Dios y dudo siquiera de que piensen en ser santos. Si así fuera serían perfeccionistas, pero no santos” (El hombre en busca de sentido, Herder, 1999, 20ª. ed., p. 142).
Como consecuencia, en la Iglesia escuchamos muy fácilmente “perfeccionismo” cada vez que se habla de “perfección”. De ahí que también esta palabra esté sufriendo un descrédito que raya la proscripción.
Ahora bien, dado que “el abuso no quita el uso”, me pregunto: ¿hasta qué punto es legítimo dejar que la idea de perfección sea eliminada sin más de nuestro vocabulario espiritual?
En esto me puse a pensar las últimas semanas, cuando la Iglesia nos hizo recorrer, en la liturgia de la Palabra, el Sermón de la Montaña (Mt 5-7), y un día me encontré con esta exhortación: “Por lo tanto, sean perfectos como su Padre que está en los cielos es perfecto” (Mt 5, 48).
Mi formación clásica amortiguó el efecto, pero mi carne posmoderna acusó de lleno el golpe. La transparencia de Jesús es más fuerte que cualquier turbiedad; su claridad, más que cualquier confusión. No, después de escuchar esta Palabra no puedo resignarme a que en virtud de un nuevo “paradigma” me propongan la morigerada esperanza de no ser “ni santo ni mediocre”. No se le puede echar soda al “vino nuevo” de Jesús.
Es verdad que esta palabra “perfecto” es propia de San Mateo (que la usa aquí y en 19, 21) y que ni Marcos ni Lucas la emplean en los pasajes paralelos. De cualquier modo, el contexto en que Mateo la propone dice mucho acerca del significado último de esta perfección.
La frase en cuestión es la conclusión de la enseñanza de Jesús que le “da cumplimiento” (cf. 5, 17) al mandato del amor al prójimo (cf. 5, 43-48). Pero podría considerarse también la conclusión a toda la serie de enseñanzas acerca de la Ley (“Han oído que se dijo..., pero yo les digo...”: cf. 5, 21. 27. 31. 33. 38. 43): el “por lo tanto” con que está introducida puede apoyar esta interpretación.
Centrémonos, sin embargo, en su contexto inmediato, que es la perícopa sobre el amor a los enemigos (vv. 43-48). Nos damos cuenta de que esta exhortación de “sean perfectos como es perfecto su Padre...” está construida en paralelo con la otra frase que propone a Dios como modelo: “así ustedes serán hijos de su Padre que está en los cielos, que hace salir el sol sobre malos y buenos y hace caer la lluvia sobre justos e injustos” (v. 45). No podemos entender rectamente esta exhortación, entonces, si no la leemos en paralelo con la precedente. La versión de Lucas, de hecho, es coherente con una interpretación del “sean perfectos” a partir del actuar del Padre del cielo “que hace el bien a buenos y a malos”: “sean misericordiosos como su Padre es misericordioso” (Lc 6, 36; cf. Lc 6, 27-36), frase que nos revela el sentido último de la perfección evangélica (cf. Juan Pablo II, Veritatis splendor, 18).
Ahora bien, la lectura paralela de estas dos frases (v. 45 y v. 48) no sólo nos devela el sentido de la perfección que hay que alcanzar (el amor a los enemigos), sino también el medio y el modo en que esa perfección de Dios puede ser alcanzada por nosotros. En efecto, si leemos “sean perfectos como su Padre...” (v. 48) desde la perspectiva que nos da el “serán hijos de su Padre...”, nos damos cuenta de que Mateo quiere establecer una estrecha vinculación entre la perfección y la filiación.
Esta perspectiva es muy rica en consecuencias. En efecto, para un hijo, no hay nada más natural que admirar a su padre (“el Padre es perfecto”); nada más natural que imitarlo (“sean perfectos como el Padre”). ¿Qué hijo no crece copiando a su papá?
Entendida filialmente, la búsqueda de la perfección -aunque ésta sea siempre “ardua”- es cualquier cosa menos forzada. Komar insistía mucho en la naturalidad de la búsqueda de perfección: “Todos buscan perfección”. Decía que el “impulso a la perfección”, por ser lo más “natural” (voluntas ut natura) es tan fuerte que cuando no se lo dirige a la perfección auténtica (“como el Padre del cielo...”), no desaparece en cuanto tendencia, y se vuelve propulsor de toda clase de desvíos y de frustraciones.
Entendida filialmente, la búsqueda de perfección -aunque ésta esté siempre más allá de nosotros- es cualquier cosa menos extrínseca. Cuando el chiquito “copia” a su padre, no está incorporando conductas extrañas sino creciendo como persona. “La perfección es siempre perfección de lo propio. Si no es de lo propio, no es perfección”, repetía Komar. Nada más lejos de un voluntarismo alienante que esta fundamental autenticidad, que esta fidelidad a lo propio. Nada más natural que esta verdad básica de la filialidad: "de tal palo, tal astilla".
Ahora bien, lo “propio” es algo “dado”: “soy para mi lo absolutamente dado” (R. Guardini, La aceptación de sí mismo). Crecer en lo propio es crecer en lo recibido. Si hay algo que caracteriza al “hijo” en cuanto hijo (el hijo-niño) es justamente el “recibirse” de sus padres.
Y aquí llegamos al núcleo que nos permite liberarnos de la "perfección perfeccionista". Cuando Jesús nos plantea, en Mt 5, 43-48, ser perfectos como hijos del Padre perfecto, está exhortándonos a la perfección como recepción. Como si dijera: “para ser hijos perfectos hay que ser antes perfectos hijos”. No hay perfección que podamos presentarle a Dios que no la hayamos recibido de él. A mayor filiación, mayor perfección (es decir: a mayor recepción, mayor perfección; a mayor confianza, mayor perfección; a mayor abandono -y sólo aquí "a mayor obediencia"-, mayor perfección...).
La perfección no consiste en cumplir "a la perfección" todos los mandamientos sino en soltarnos "a la perfección" de nosotros mismos para que Dios pueda darnos más amor, darnos todo, dársenos (cf. Mt 19, 16-22). El hijo mayor de la parábola de Lc 15, 11-32 no es el hijo perfecto, porque aun viviendo con su Padre y siéndole en todo servicial y obediente, no sabía recibir el amor, no sabía ser hijo, no sabía darse cuenta de que todo lo del Padre era suyo. Es más perfecto el “hijo pródigo”, porque nunca dejó de ser hijo, siempre estuvo abierto a recibir (la herencia, primero, como merecida; la misericordia, después, como regalada).
Esta verdad de la perfección como filiación es llevada por el evangelio de Juan a la profundidad eminente de la cristología. En Juan, Jesús mismo es el Perfecto, que puede decir “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida” (Jn 14, 6) porque es el Perfecto Hijo, que sabe que “el Hijo no puede hacer nada por sí mismo sino lo que ve hacer al Padre, lo que hace el Padre, lo hace igualmente el Hijo” (Jn 5, 19). Jesús es el hombre más perfecto porque es el Hijo, porque es hombre siendo el Hijo de Dios.
Perfección cristiana y filiación van de la mano. El corazón del Sermón de la Montaña es Jesús enseñándonos a rezar: "Padre nuestro...": toda la enseñanza de Jesús es enseñarnos a ser hijos de Dios. Toda la acción del Espíritu (y por ende, toda la misión de la Iglesia) consiste en hacernos hijos de Dios (cf. Gál 4, 4), hasta que seamos plenamente "Cristo". Ser cristianos es haber recibido el amor del Padre manifestado en Cristo Jesús. Ser cristianos es ser "hijos en el Hijo", Jesucristo.
No sorprende, entonces, que el "reino de los cielos" al que le es "tan difícil" entrar al rico, aunque fuera muy "perfectito" (cf. Mt 19, 21 ss.) esté abierto para quienes encarnan las bienaventuranzas (cf. Mt 5, 1 ss.), es decir, para los "se hacen niños" (Mt 18, 1-4), para los hijos. Sólo los que son como niños saben recibir bien el amor. En nuestros días, Sta. Teresita demostró rotundamente que la más alta perfección de la santidad y la infancia espiritual van de la mano.
La perfección cristiana, entonces, la que propone Jesús en el Sermón de la Montaña, no tiene nada de nocivo ni tiene por qué ser dejada de lado. El mismo Dios en que creemos es el que nos invita a creer en nosotros mismos, aun cuando no esté de moda. No renunciemos a nuestras aspiraciones altas: que nadie nos apague la magnanimidad de aspirar a la perfección evangélica, esperándola siempre como un regalo de nuestro Padre Dios.

lunes, 15 de junio de 2009

Pan agradecido, partido y compartido

Es cierto que "la Palabra de Dios es viva y eficaz, más cortante que espada de dos filos" (Heb 4, 12)... Pero ¡cuánto cuesta a veces deponer los escudos...! Ayer a la tarde me puse a rezar un rato con el Evangelio del domingo de Corpus [¡Sanguisque!] Christi, y confieso que, una vez más, la tentación fue de decir: "ah, otra vez la última Cena"... Gracias a Dios, el Espíritu Santo me tenía reservada una fina estocada.
Me detuve en los participios que preceden a los verbos "partió" y "dió", correspondientes al pan y al cáliz respectivamente. Antes de partir el pan, Jesús lo bendijo (cf. Mc 14, 22); antes de dar el cáliz, lo agradeció (cf. Mc 14, 23). Después siguen sus palabras, benditas palabras, por las que sabemos que Él se estaba identificando con ese Pan y con esa Copa de vino: "este es mi Cuerpo" (Mc 14, 22), "esta es mi sangre de la Alianza que es derramada por muchos" (Mc 14, 24).

Ayer celebramos justamente esta milagrosa identidad: "ni el Pan es pan ni el Vino es vino: el Pan, Dios, y el Vino, Dios" al poético decir de Bernárdez. Es cierto que de una Presencia Real contemplada algo estáticamente hemos pasado, felizmente, a una comprensión de ella más pascual, más ligada al Sacrificio eucarístico del que es prolongación. Pero incluso bajo esta redecubierta perspectiva, sin embargo, casi siempre se hace referencia al "Pan partido" y a la "Sangre derramada": Jesús "es el Pan que se parte y se comparte", oímos con frecuencia, casi como un lugar común. Pero ¿cuándo se nos habla del "Pan bendecido y partido", o de la "Sangre agradecida y derramada"? Y sin embargo, no hay ningún texto eucarístico de la Escritura (ni ninguna de nuestras plegarias eucarísticas -el gratias agens-) que no dé cuenta de esta primera acción "eucarística" de Jesús. Siempre, antes de partir el Pan y de repartir el Cáliz, Jesús "bendice y agradece" al Padre.

Apoyándonos en el gran exégeta Albert Vanhoye, podemos afirmar que el sentido de este "bendecir" es el mismo que el de "agradecer". Si sirviera de prueba, podríamos recurrir al texto eucarístico más primitivo -1 Co 11, 23-26- donde Pablo sólo usa el participio "eujaristésas" -dando gracias, habiendo dado gracias-(24). ¿No deberíamos preguntarnos más en serio por qué llamamos "eucaristía" -es decir "acción de gracias"- a este Misterio?

El mismo Vanhoye, al exponer, desde la Escritura, las dimensiones del sacrificio de Cristo, comienza hablando del "sacrificio como acción de gracias". En efecto, si Cristo se identificó con ese Pan de la Última Cena, no lo hizo solamente con el Pan partido, sino en primer lugar con el "Pan bendecido-agradecido". Si tenemos en cuenta que su "Cuerpo" y su "Sangre" son símbolos de su vida entera, deducimos que la eucaristía es el Misterio de su Vida agradecida al Padre, y por eso capaz de ser entregada "por los hombres".

Jesús nos enseña mucho con esta previa "acción de gracias". No se puede ser "Pan para la vida del mundo" sin una fundamental y previa actitud de acción de gracias a Dios. Antropológicamente, eso es tanto como decir que nadie puede dar -y menos darse- sin recibir. Ni siquiera Jesús, "hombre él también", que como hombre en la historia no hace más que mostrarnos lo que él es como Dios desde siempre: él no sabe ser Dios de otra manera que siendo Hijo, es decir, recibiéndose del Padre. Él es, pues, el primero en mostrarnos el Camino. Si es cierto que el Señor nos pide "hagan esto en memoria mía", si está claro que nuestra vida cristiana y nuestra felicidad están en ser, como él, "ofrenda permanente" a Dios en favor de los hermanos, la Palabra nos advierte que para poder "actuar" como nuestro Maestro, antes tenemos que poder "recibir" como él, y por eso, "bendecir y agradecer". Si eliminamos estos "verbos" de nuestra vida cristiana, esta ya no es más cristiana: se vuelve moralista y pelagiana (y, sobre todo, frustrante).

La Carta a los Hebreos que ayer escuchamos nos dice que "Cristo, por el Espíritu eterno, se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios" (9, 14). Ese Espíritu es el Espíritu de gratitud y de bendición porque es el "Espíritu de hijo" (cf. Gál 4, 4 y ss.), por el que el Padre hace Hijo al Hijo, y por el que el Hijo se agradece al Padre. Si pedimos siempre este Don de Dios -Don que el Padre no niega jamás a quienes se lo piden (cf. Lc 11, 13)-, Él mismo engendrará en nuestros corazones la inefable gratitud filial al Padre, traducida en una vida hecha ofrenda con Cristo a nuestros hermanos.

miércoles, 3 de junio de 2009

Evocación de las siestas de mi infancia

A mi abuelo Jaime Achával

Miro el techo, tirado en la cama y evoco...
Me acuerdo de la penumbra del “cuarto del fondo”, a la hora de la siesta. La persiana, de tablas de madera oscura, está cerrada, y sólo se cuela un pequeñísimo polvo de luz amarilla, casi sin forma.
Desde la cama, se ve la ventana respirar: esa nada de luz se apaga, cuando pasa afuera una nube; y ahora recobra intensidad, cuando vuelve el sol. Y se vuelve a ocultar... Respiran las ventanas del campo.
Su ínfima claridad es trémula en las paredes blancas y en las baldosas coloradas. Y en esa claridad indecisa y temblorosa adivino la versatilidad de las hojas de eucalyptus que filtran el sol.
La casa está en penumbras. La casa respira. La casa late. Pero la casa duerme sosegada.
Desde el “cuarto de fondo” –tres camas cuchetas- lo que pasa afuera se adivina por la intensidad de la sombra... y por el viento en los eucalyptus, y por el cadencioso llanto de los pirinchos, y por algún toro lejano, o por un mugido cansado, o por las palomas somnolientas.
Hay que estar callado: la siesta se impone. A veces un susurro –un susurro furioso- manda a un nieto al potrero. Se cierra la puerta y, luego, vence nuevamente la siesta de enero.
¿Quién será el primero que con monástico paso atraviese el pasillo y rompa el silencio de la cocina aletargada? Violador brutal de la virginidad umbría, que prende la hornalla y se sienta, aún entredormido, a esperar el mate.
¡Quién me trajera hoy a los oídos el ruido musical de la puerta-mosquitero, golpeándose tres veces en la tarde prohibida! ¡O el chillido de la bomba, donde los desobedientes insisten en jugar... a la hora de la siesta!
Y ya en la galería del olor a jazmín, mate en mano, descanso la mirada en la extensión. ¡Pampa amarilla! ¡Hembra fecunda! Duerme Ayacucho, tendido bajo el sol. El viento hace dar saltos por el parque a las hojas secas. Pega un grito un chimango malhumorado. Dos tijeretas arremeten contra él por el aire, y dos horneros, desde el suelo, alternan sus risas al mirar.
Ya se oyen las puertas adentro de la casa, y la voz de mi abuelo que se acaba de despertar.
Por todo esto que escribo, las siestas son sagradas. La siesta es la hora santa en que no se puede hablar. Hora del sol tenue en los cuartos sombríos y del amado ronquido de mi abuelo Tatá.

Bariloche, 27 de enero de 2002

jueves, 21 de mayo de 2009

El milagro "antiestoico"

“La atención es la principal virtud realista”, decía Emilio Komar. En efecto, la atención -el oído abierto, el ojo aguzado, los cinco sentidos alertas- es la única respuesta adecuada del hombre a la realidad. Las cosas, en efecto, tienen algo que decirnos: en ellas se esconden verdades que todavía no sabemos. Y ante alguien que sabe más -un maestro- la conducta que corresponde es una sola: el silencio y la atención. Por eso, por ejemplo, lo primero que exige Dios de su pueblo es la atención, porque Él sabe y quiere enseñar: “Escucha, Israel…” (Dt 6, 4). El mundo, por ser creación –mensaje- de Dios, está preñado de sentido, de luz y de fuego y se muestra ansioso de manifestar ese tesoro: logos para nuestro entendimiento y valor para nuestra afectividad. La actitud que conviene, entonces, es la atención.
Sólo a la luz de esto se puede ponderar la gravedad que tienen la desatención y la insensibilidad: actitudes o estados con los que a menudo somos demasiado indulgentes. De hecho, no todos los insensibles -esos que perdieron la profundidad de la mirada- llegan a tales por mera dejadez. Hay quienes adhieren a una insensibilidad programática: el caso paradigmático es el de los estoicos (soportar “estoicamente”, decimos), pero este ideal está también muy presente en las espiritualidades orientales, hoy tan de moda también entre nosotros. Los estoicos, una escuela filosófica griega de la última antigüedad, fomentaban la “a-taraxia”, la imperturbabilidad ante las circunstancias de la vida, como la del peñón que resiste impertérrito los violentos embates con que el mar lo castiga. (Vale la pena aclarar, no obstante, que estos pensadores enseñaron muhas otras cosas y muy valiosas: aquí permítasenos el simplismo de llamar, en adelante, "estoicismo" a la búsqueda de independencia afectiva de la realidad, a la actitud que prefiere no prestarle mucha atención a la realidad -personas y cosas- para no dejsarse afectar por ella).
Explícito o no, el estoicismo como actitud ante lo real es muy común en el hombre y se hace presente de muchas maneras en la historia del pensamiento. ¿Por qué? Se trata, en el fondo, de un mecanismo de defensa muy entendible. La realidad, una vez conocida, “gustada” realmente en su profundidad y riqueza, compromete también afectivamente, como dice otra vez Komar: “Donde se descubrió el sentido, aparece la fuerza atractiva del valor”[1]
La ruptura de nuestra indiferencia y el compromiso afectivo son, de hecho, la contraprueba del conocimiento: si la cosa no llegó al corazón, no “tocó el nervio”, quiere decir que no la conocimos profundamente.
Ahora bien, todo amor hace vulnerable. El amor conlleva siempre, como negativo, el temor de perder lo amado. De ahí la expresión de San Agustín “el temor es amor que huye”[2]. Y de hecho, muchas veces el temor se ve confirmado porque algo nos separa del objeto amado. Entonces, el desgarro afectivo es tremendo: nuestro corazón padece la tristeza con la misma intensidad con que había amado lo ahora perdido. Y el corazón, como ofendido, nos pide con voces lastimeras: “no me hagan sufrir más”, y se cierra con doble llave y candado. ¿Para qué enamorarse si agazapado tras el fuego vacuo del amor nos espera este terrible desgarro de la tristeza? Esta actitud -que es entendible tras un desengaño amoroso o tras la muerte del amado- si persiste en el tiempo y se vuelve un plan de vida se torna, a fin de cuentas, una patología.
Y eso es precisamente lo que propone el estoico: mejor vivir de tal manera que nada nos afecte: ni lo bueno, ni lo malo.
El amor es el "afecto primordial": sin él no hay ni tristezas ni alegrías.[3] Efectivamente, si no amáramos nada tampoco temeríamos nada, aunque eso se pague sacrificando también alegrías intensas. No importa: sin alegría ni tristeza, viviremos imperturbables, sin sobresaltos.
Esta actitud es profundamente inhumana. Buscar así la impasibilidad es ejercer una violenta represión del corazón, del espíritu.
La actitud más conforme a nuestra naturaleza es la que señala, en una conocida oración, la Madre Teresa de Calcuta: “Ser honesto y franco te hace vulnerable. ¡Sé honesto y franco de todos modos!” Parafraseándola podríamos decir: “El amor te hace vulnerable. ¡Ama de todos modos!”
Por eso creo que lo más categórico contra la actitud estoica ante la vida está dicho en esta frase de Oscar Wilde: “Lo más terrible [de haber estado preso] no es que nos rompa el corazón –los corazones están hechos para romperse- sino que convierta nuestro corazón en una piedra.” [4]
Es mucho más terrible –por más deshumanizante- el endurecimiento del corazón provocado por un dolor intenso que el dolor en sí mismo considerado: “los corazones están hechos para romperse”.
El estoicismo, en última instancia, intenta apagar en el hombre lo que el hombre es: un ser espiritual con vocación al amor. Esto no es inocuo: no es posible ir de frente contra la naturaleza del hombre sin mucha violencia y mucho daño.
Lo que dice Wilde es, a fin de cuentas, lo mismo que nos enseña la fe cristiana. Aunque parezca que no, nuestro corazón está hecho para "romperse", para "partirse" en el amor. Dios nos promete, en el libro de Ezequiel, que "tranformará nuestros corazones de piedra en corazones de carne". ¡A veces pienso que esta profecía debería meternos miedo! Convertirá nuestro corazón "estoico" e imperturbable en un corazón "cristiano" y vulnerable... Es el Espíritu Santo quien realiza este milagro "antiestoico". Y lo hizo de manera perfecta en el corazón de un hombre que es por eso el Hombre perfecto: Jesús. Él con su "sagrado corazón" nos muestra otro ideal: no se puede vivir sin dar la vida.
En cada Misa, y sobre todo en estos días previos a Pentecostés, le pedimos a Dios que nos dé ese mismo Espíritu con que llenó a Jesús, para que "por Cristo, con él, y en él" aprendamos la alegría de tener un corazón como el Pan: partido para dar vida.

[1] Emilio Komar. Orden y Misterio, Emecé Editores-Fundación Fraternitas, Buenos Aires, 1996. p. 130.
[2] Citado por Josef PIEPER. Las virtudes fundamentales, Rialp (Madrid), p. 23
[3] “El amor es el principio de todas las operaciones apetitivas. Quitado éste, en efecto, no habría ni gozo –en el caso de que alguien consiguiera algo que no ama- ni tristeza –si se le impidiera tener algo que no ama-. Si se eliminara el amor, también se eliminarían todas las operaciones apetitivas, pues todas se alguna manera están referidas a la tristeza y al gozo”. SANTO TOMÁS DE AQUINO, De Rationibus Fidei, Gladius (Buenos Aires), 2005, p. 24.
[4] Oscar WILDE. “Vita nuova”, en Selected Prose, Methuen, Londres, 1914, p.143.

jueves, 30 de abril de 2009

Nuestro verdadero nombre

"María se había quedado afuera, llorando junto al sepulcro. Mientras lloraba, se asomó al sepulcro y vio a dos ángeles vestidos de blanco, sentados uno a la cabecera y otro a los pies del lugar donde había sido puesto el cuerpo de Jesús. Ellos le dijeron: "Mujer, ¿por qué lloras?". María respondió: "Porque se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto". Al decir esto se dio vuelta y vio a Jesús, que estaba allí, pero no lo reconoció. Jesús le preguntó: "Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?". Ella, pensando que era el cuidador de la huerta, le respondió: "Señor, si tú lo has llevado, dime dónde lo has puesto y yo iré a buscarlo". Jesús le dijo: "¡Mariam!". Ella lo reconoció y le dijo en hebreo: "¡Raboní!", es decir "¡Maestro!". Jesús le dijo: "No me retengas, porque todavía no he subido al Padre. Ve a decir a mis hermanos: 'Subo a mi Padre, el Padre de ustedes; a mi Dios, el Dios de ustedes'". Mariam Magdalena fue a anunciar a los discípulos que había visto al Señor y que él le había dicho esas palabras." (Jn 20, 11-18)

En las apariciones de Jesús resucitado, nunca los discípulos pueden reconocer de entrada a su Maestro. Es Él mismo el que de alguna manera tiene que revelarse ante ellos y decirles "soy yo" o provocar con algún gesto el grito lleno de alegría: "¡es el Señor!". Y es siempre muy interesante detenerse a ver la manera en que Jesús se deja reconocer cada vez.
En este relato, la Magdalena sólo reconoce a Jesús cuando Él la llama por su nombre. Es Jesús el que inicia la conversación cuando le pregunta: "Mujer, ¿por qué lloras?", pero ella no se da cuenta de quién es y cree estar con el jardinero. Sólo cuando oye pronunciar su nombre se le abren los ojos, y reconoce a su Señor. ¡Cómo habrá sido el tono, cuál habrá sido la dulzura con que Jesús la llamó...!
El evangelista, a este respecto, nos regala un detalle precioso, del que lamentablemente nuestras traducciones no dan cuenta. Jesús no le dice simplemente "María" o "María Magdalena" (como la nombra el narrador en los versículos 1 y 11): Jesús dice "Mariám" y eso basta para todo lo demás. El Resucitado la nombra en su lengua materna, que es, por ser materna, la única lengua con que se puede expresar el amor más grande. Eso es lo que conmueve a la Magdalena, ese amor hecho nombre es el que la despierta de su angustia y de su dolor y le permite ver a su Señor. Y, como al amor sólo puede responderse con más amor, María le contesta en la misma lengua: "Rabbuní", que es una forma cariñosa de decir "Rabbí", Maestro.
Eso no es todo: Juan nos reserva otra alhajita. Al final del relato, nos dice que la que se va a dar el anuncio a los discípulos -la apostola apostolorum- no es ya "María la Magdalena" como en el versículo 1, sino "Mariám la Magdalena" (v. 18). La Magdalena ya no es la misma después de su encuentro con el Resucitado: su ser quedó marcado por el amor con que Jesús la nombró. Al nombre de "Mariám", al mismo tiempo se le revelaron Jesús y su verdadero yo, el rostro de su Señor y su verdadero rostro. En adelante, ella será para siempre Mariám, aquella "mujer" a quien Jesús nombró y convirtió en su discípula.


No hay encuentro con Jesús que no nos "cambie": Jesús nunca nos deja iguales. Este encuentro, sin embargo, no nos "transforma", no nos cambia en otra cosa: no es destrucción de lo previo (María - Mariám), sino una profundización, una confirmación de la identidad más honda.
Esto me lleva a pensar en cómo nombramos y en cómo somos nombrados. El nombre es la primera tranquera de nuestra intimidad: nosotros mismos empezamos a conocernos mediante el nombre que nos vino dado, y que aprendimos a balbucear escuchando a nuestros padres pronunciarlo, llamándonos con amor. Ese nombre primero, el que pronuncian nuestros padres, de alguna manera nos constituye como personas.
En efecto, lo que nos constituye, lo que nos confirma, lo que nos asegura y permite caminar es precisamente el amor que recibimos (y esto es patente en los chiquitos). De ahí que sólo quienes nos aman con este amor casi creador (diríamos estrictamente: "procreador") tienen el derecho de "llamarnos", de ponernos un nombre. Y puesto que quien en realidad nos quiere con un amor tan total que nos crea de la nada es Dios, en rigor a Él solo corresponde nombrarnos (por eso el nombre en el Bautismo).
En mis años de profesor tuve una experiencia que me quedó grabada: una vez uno de mis alumnitos, un chico de quince años, buen alumno pero que en la clase pasaba bastante inadvertido, se acercó a agradecerme... ¡porque lo llamaba por su nombre! No pude nunca olvidarme de eso. ¡Qué fuerza tiene la palabra! Pero ese poder es tanto para el bien como para el mal. Todos, alguna vez, experimentamos el agudo dolor de ser "malnombrados", de ser descalificados con sobrenombres hirientes, de ser insultados, de ser burlados... A veces uno se asombra de cómo pueden caer la autoestima y el ánimo heridos de muerte por un sólo dardo verbal, por una única palabra envenenada, pero así es. Las palabras saben ganarse bien adentro del corazón y, por consiguiente, las heridas que provocan son muy profundas.
Esto que vale para la palabra en general, vale sobre todo para el nombre, porque el nombre, por ser la palabra que expresa a la persona, es de alguna manera el "culmen" de la palabra (de hecho, la Palabra más perfecta, la que es a un tiempo la primera y la última, es un Nombre). Por eso es tan grande la diferencia entre un nombre "impuesto" de afuera, manoseado por quienes nos tratan -o maltratan- y un nombre dicho con amor -como nombran las madres-, un nombre dirigido a los ojos, un nombre que es "decir bien", un nombre que es una auténtica "bendición".
En última instancia, sólo Jesucristo, en quien fuimos pensados y amados, puede "decir nuestro nombre" de esa manera; sólo Él puede querernos con ese amor eterno y entrañable de Dios. Por eso, sólo Jesucristo puede revelarnos nuestra verdadera identidad (como dice el Concilio Vaticano II -Gaudium et spes, 22- "el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado"): sólo Él puede revelarnos nuestro nombre.
Y nosotros, amando con este amor con que somos amados, podemos hacer que muchos puedan ir descubriendo a la vez su verdadero nombre y el Nombre de Jesús.

sábado, 11 de abril de 2009

El sepulcro nuevo

"Al atardecer, vino un hombre rico de Arimatea, llamado José, que se había hecho también discípulo de Jesús. Se presentó a Pilato y pidió el cuerpo de Jesús. Entonces Pilato dio orden de que se le entregase. José tomó el cuerpo, lo envolvió en una sábana limpia y lo puso en su sepulcro nuevo que había hecho excavar en la roca; luego, hizo rodar una gran piedra hasta la entrada del sepulcro y se fue. Estaban allí María Magdalena y la otra María, sentadas frente al sepulcro." (Mt 27, 57-61)

“Todo se ha cumplido” (Jn 19, 30). Jesús entregó todo: sus vestiduras, su sangre, su Espíritu… hasta dio a su propia Madre. Aquel que, “siendo rico, se hizo pobre”, fue pobre “hasta el extremo”; aquel que en la vida “no tuvo lugar donde reclinar su cabeza” (cf. Lc 9, 58), tampoco en la muerte se procuró una tumba, sino que es puesto en un sepulcro ajeno.
Pero la providencia de Dios le preparó a Jesús "una tumba nueva" (cf. Jn 19, 41). ¿Por qué es nueva la tumba? No sólo porque “nadie había sido sepultado todavía en ella”, como dicen Juan y Lucas. Es nueva también porque nunca antes la muerte había recibido a la Vida misma en su seno; nunca antes Dios había descendido hasta este abismo de compasión. En efecto, ningún hombre antes había muerto como murió el Hijo de Dios, asumiendo, en el infinito regazo de su confianza (cf. Lc 23, 46), toda la negrura y la soledad y la angustia de la muerte de un pecador (cf. Mc 15, 34).
Creemos que, con Jesús, también nuestros sepulcros se vuelven "sepulcros nuevos". Ya no son el oprobioso lugar de la condena, el confín tenebroso de la muerte, el fin absurdo de una vida sin sentido… Con Jesús, nuestros sepulcros son el lugar donde, por no poder nosotros hacer nada, Dios puede hacerlo todo. Son el nuevo tabernáculo donde el Dios de los vivos quiere manifestar su gloria.
El Sábado Santo tiene carácter propio: es un día de espera, de expectativa. Sabemos que es muy fácil caer en la tentación de evitar esta tensión de la espera, sea desquitándonos del ayuno en una suerte de Pascua anticipada, sea recayendo en el activismo, o simplemente distrayéndonos... Hoy la Iglesia nos regala un tiempo para, sencillamente, "estar sentados frente al sepulcro", como las santas mujeres. Sentados en silencio, como ellas, delante de la enorme piedra de nuestras impotencias. Ellas supieron esperar porque realmente querían a su Maestro. Si permanecemos en oración (es decir, amando a Jesús), el silencio acongojado de la cruz se irá mudando, poco a poco, en silencio de esperanza ante la tumba.
* * *

Jesús, Señor y hermano nuestro,
que podamos ofrecerte tantos sepulcros
que hay en nuestras vidas
–tantos rincones oscuros de pecado,
de tristeza, de dolor y de muerte-
para que hagas de ellos sepulcros nuevos,
lugares de entrega y descanso
donde el Padre pueda engendrar
la resurrección y la vida. Amén.

jueves, 26 de marzo de 2009

La libertad según Moustaki

Ma liberté

Ma liberté, longtemps je t’ai gardé
comme une perle rare;
ma liberté, c’est toi qui m’as aidé
à larguer les amarres
pour aller n’importe où
pour aller jusqu’au bout
des chemins de Fortune,
pour cueillir en rêvant
une rose des vents
sur un rayon de lune.

Ma liberté, devant tes volontés
mon âme était soumise,
ma liberté, je t’avais tout donné,
ma dernière chemise.
Et combien j’ai souffert
pour pouvoir satisfaire
tes moindres exigences!
J’ai changé de pays
j’ai perdu mes amis
pour gagner ta confiance.

Ma liberté, tu as su désarmer
toutes mes habitudes;
ma liberté, toi qui m’as fait aimer
même la solitude;
toi, qui m’as fait sourire
quand je voyais finir
une belle aventure...
toi, qui m’as protégé
quand j’allais me cacher
pour soigner mes blessures.

Ma liberté, pourtant je t’ai quitté
une nuit de décembre:
j’ai déserté les chemins écartés
que nous suivions ensemble
lorsque, sans me méfier,
mes pieds et poignes liés,
je me suis laissé faire
et je t’ai trahi pour
une prison d’amour
et sa belle geôlière.

Libertad mía (traducción libre)

Mi libertad, mucho tiempo te he guardado
como una perla rara.
Tu fuiste, libertad, quien me ha ayudado
a soltar las amarras
para irme sin noción
hasta el último rincón
del gran mar de la fortuna...
para cortar en un sueño
una rosa de los vientos
sobre un rayo de la luna.

Mi libertad, cumpliendo tus mandados
mi alma vivió sumisa:
mi libertad, todo te había entregado,
hasta mi última camisa.
¡Y cuánto tuve que padecer
por poder satisfacer
tu menor extravagancia:
mi país, lo abandoné;
mis amigos, los dejé
por ganarme tu confianza!

Mi libertad, supiste desarmar
mis costumbres, mis modos,
mi libertad, que me enseñaste a amar
hasta el hecho de estar solo.
Tú me hacías alegrar
si podía consumar
una buena aventura...
Y eras siempre la guarida
en que mostrar mis heridas
para que les dieras cura.

Y con todo, libertad, te he abandonado
una noche de junio:
y dejé los caminos desviados
que habíamos seguido juntos.
Cuando, sin sospechar nada,
piernas y manos atadas,
me dejé que me hicieran...
y te traicioné por
una prisión de amor
y su bella carcelera.

La libertad tras las rejas del amor

Georges Moustaki (1934-)
Hoy quiero hablar de la libertad. Esa realidad tan buscada y querida por nuestra cultura occidental; esa palabra tan linda, tan alta, tan preciada; pero también ¡ay! tan gastada, abusada y manoseada. La libertad es, a la vez, el derecho que se busca, exige y reivindica y el deber que se adultera, se viola, se prostituye y corrompe. Los más grandes y los más abyectos hombres hicieron suya esta palabra: se hizo exigente en labios de Jesús y seductora en boca de Hitler; fue dolorosa para Gandhi y expeditiva para Bush; víctima en Martin Luther King y victimaria en Robespierre; regalo en el Mar Rojo y usurpación en la Franja de Gaza.
En medio de tantas voces opuestas que tironean a gritos la libertad, esta vez quisiera darle la palabra no a un caudillo que la grite y exclame sino a un poeta que la canta y declama: a Georges Moustaki
[1], uno de esos jóvenes de la Francia del sesenta que hicieron volantear al siglo XX.
Comparta o no la filosofía de Moustaki, gozo siempre con sus letras, como si se tratara de un Larralde en francés. En particular, su canción “Ma liberté” me parece contener hondos manaderos de verdad que, como un buen vino, quisiera degustar de a poco.


La libertad tras las rejas del amor
Sobran poetas que le hayan cantado a “la Libertad”. Moustaki, en cambio, fiel a su estilo personal y autobiográfico (ése que hace que uno sienta, al cabo de unas canciones, que lo conoce y quiere como si fuera un amigo), le escribe unos sentidos versos a “su” libertad.
La circunstancia de tiempo pasado con que empieza la letra (“mucho tiempo te guardé”) nos dispone de entrada a escuchar una narración. Como si se tratara de una persona, o mejor aún, de “una novia muy hermosa” (como aquella a quien cantó Atahualpa Yupanqui), Moustaki tiene con su libertad una historia compartida, una historia de amor. Ahora bien: hablar de la relación de alguien con su libertad es hablar de su liberación. Podríamos decir, entonces, que estamos aquí ante una suerte de “historia salutis”, de historia de la liberación, de historia de la salvación de Georges Moustaki. Lo interesante es que quizá, si cantamos esta canción, si la hacemos nuestra, esta historia de liberación también nos enseñe los caminos de nuestra propia libertad.
Lo primero que aparece es la valoración de la libertad, que para el autor era como una “perla rara”, en el sentido de “escasa”, “difícil”, "única”. ¿Qué hacer con la alhaja de la libertad en un mundo (décadas del 30 y 40) signado por las guerras y los totalitarismos? El primer movimiento fue de temor: esconder el tesoro, “guardar la perla”. Guardarse la libertad es estar uno mismo guardado, enterrado: “guardar la perla de la libertad” es una manera de decir que el que está resguardado es el sujeto que la tiene. Pero eso no pudo durar mucho, y la curiosidad y la potencia intrínseca de esa “perla” hicieron que el cofre un buen día se abriera, desatando a partir de entonces un proceso irreversible de liberación.
La dinámica de la libertad comienza por “ayudar a largar las amarras”. En efecto, el primer acto de liberación consistirá justamente en lo contrario de “estar guardado”: en salir, irse, volar, navegar... “Soltar las amarras”, por lo tanto, constituye la condición sine qua non de la libertad. No puede uno irse a ninguna parte sin antes deshacer las ataduras que le impiden caminar, que lo hacen dependiente y esclavo. Esto quiere decir que no puede haber libertad sin una fundamental independencia.
Una vez soltadas las amarras, y levada el ancla... ¡Libertad! ¡No más cadenas que nos condenen a un puerto! Los cuatro vientos de la libertad nos embriagan y marean. Puedo ir a donde quiera... Dice Moustaki: “Solté las amarras para irme ¡qué importa dónde!... hasta el último rincón de los mares de la fortuna; para cortar en un sueño una rosa de los vientos sobre un rayo de luna”... El desboque metafórico de esta última oración –que no volverá a darse en el resto de la canción- pretende indicar el indecible entusiasmo, la irrefrenable borrachera de la independencia recién estrenada, la locura por los 360 ° de horizonte...
Sin embargo, pasada esta luna de miel inicial, el autor parece introducirnos en una nueva etapa: la del compromiso y la fidelidad con su libertad. La relación con su libertad comienza a tomar matices de adoración, de culto, incluso de obediencia. Si es cierto que el protagonista había cortado toda atadura con tal de ir no importa a donde pero en libertad, esta libertad absoluta se revela, aunque sin un carácter negativo, como un nuevo tipo de dependencia, de sumisión. Uno no tiene jefe, ni amo, ni señor... pero su dueña y reina es justamente la propia libertad. La segunda estrofa nos describe esta nueva dimensión: “Mi libertad, cumpliendo tus mandados / mi alma vivió sumisa: /mi libertad, todo te había entregado, / hasta mi última camisa”. El compromiso, la entrega total al ideal de la libertad, el haberle dado “la última camisa”, es de hecho una auténtica “sumisión”, una abnegada obediencia a su voluntad... e incluso, como lo dice el verso siguiente, a sus mínimos caprichos: “¡Cuánto tuve que padecer / por poder satisfacer / tu menor extravagancia: / mi país, lo abandoné; / mis amigos, los dejé / por ganarme tu confianza!” Aquí el compromiso revela su costado más difícil: la renuncia. La fidelidad a la libertad supuso para el autor dejar patria y amigos... La diosa libertad, en la conciencia de Moustaki, pareciera haber hecho suyas las palabras de Jesús: “les aseguro que el que no me ama más que a su padre y a su madre no es digno de mí”.
"Mi libertad, supiste desarmar / mis costumbres, mis modos, / mi libertad, que me enseñaste a amar / hasta el hecho de estar solo. / Tú me hacías alegrar / si podía consumar / una buena aventura... / Y eras siempre la guarida / en que mostrar mis heridas / para que les dieras cura".
Las renuncias y las arideces de esta vida en libertad no sólo no desanimaron al personaje, sino que le provocaban una secreta alegría. Toda la tercera estrofa nos cuenta que, por debajo de la soledad y de las heridas y de los errores, había en nuestro protagonista como un gozo secreto sólo compartido con ella, su libertad, porque todos esos dolores tenían sentido por la fidelidad a ella. La incomprensión de los suyos, los fracasos de las aventuras, la soledad de la vida errante... todo puede volverse dulce si está encarado como exigencia de un amor, que en este caso es el amor a la libertad. Por eso el autor experimenta su libertad como una madre satisfecha y orgullosa, que lo contiene y le cura esas heridas que sólo ella podía comprender.
“Y con todo, libertad, te he abandonado / una noche de junio: / y dejé los caminos desviados / que habíamos seguido juntos. / Cuando, sin sospechar nada, / piernas y manos atadas, / me dejé que me hicieran... / y te traicioné por / una prisión de amor / y su bella carcelera”.
El final reviste un aspecto dramático: la bella historia de amor, esa historia de fidelidad cueste lo que cueste, esa alianza irrevocable con la libertad de pronto se rompe con una trágica traición. El sol y el mar del Mediterráneo que uno podía imaginar en la primera estrofa son reemplazados aquí por el lóbrego escenario de una noche de invierno. Y aquel mismo hombre que, un día de independencia, cortó sus ataduras en nombre de la libertad, una buena noche bajó, confiado, las defensas de su militancia libertaria, y se dejó atar nuevamente de pies y manos... Y “bueno, la cosa pasó”: la canción está escrita, de hecho, desde adentro de la cárcel. Pero lo curioso es que, a pesar de su tono algo nostálgico, este canto no es un lamento presidiario. No en vano nos recalca que él mismo “se dejó hacer”... Nadie lo encarceló, sino que solito se dejó llevar a la prisión. En efecto, toda la última estrofa es como un pedido de perdón a su novia traicionada, una genuina “confesión de parte” de la culpa de la traición.
De este modo, la canción termina casi como comenzó, con alguien que está “guardado”. ¿Cómo es posible que un romance así de idílico termine tan mal? La clave la dan los último dos versos. La cárcel es una “prisión de amor”, custodiada por una “bella carcelera”... Y este último adjetivo “bella” termina de convencernos de la complacencia del preso con su nueva situación. El fervoroso cultor de la libertad parece decirnos: “no me arrepiento de este amor, aunque me haya hecho perder la libertad que supe conseguir”.
Ésta es la genialidad de Moustaki, la honda verdad humana que describe en esta poesía. El mismo músico del 68 francés que le canta, todavía hoy, a esa “flor de mayo” que es la “revolución permanente” (Sans la nommer), el mismo que, fiel a aquel principio de “prohibido prohibir”, en Le temps de vivre dice: “todo es posible, todo esta permitido”, ese mismo Moustaki nos enseña en esta canción que la libertad no es la diosa más alta del panteón. Hay algo más grande, más fuerte, más sublime y más hermoso aún que la libertad. Y es el amor. Sólo el amor es capaz de mover a los hombres libres, a esos hombres que han sacudido todos los yugos y se saben dueños absolutos de sí mismos... El amor es tan fuerte que nos hace comprarlo entregando esa propia libertad por la que tanto luchamos. Y también, desde la sabiduría de la experiencia, el autor nos asegura otra cosa: una vez comprado el amor con la propia vida, una vez tras las rejas, uno se da cuenta de que no estuvo mal renunciar a la libertad, que no fue un error dejarse meter en esta cárcel del amor. En el fondo, el preso del amor se da cuenta de que su libertad, esa libertad por la que se afanó, esa libertad que buscó y siguió con pasión, sólo tuvo sentido en que sirvió para “pagar la entrada” al amor. La libertad no es un fin en sí misma, sino un medio para poder amar y dejarse amar. La libertad es más libertad todavía tras las rejas del amor.
Pero a la vez que esta certera descripción de la libertad, Moustaki nos revela el auténtico rostro del amor: no hay amor verdadero que no tenga algo de prisión. Si el amor no compromete la libertad, no es amor. No hay verdadero amor sin renuncias, sin dolor, sin abnegación y sacrificio (aunque existan por cierto dolores, renuncias y sacrificios que no tienen nada que ver con el amor). El amor auténtico "usa" la libertad entera; exige toda la vida.
Todo esto me parece como una explicitación del misterio del amor humano condensado en ese breve versículo del Génesis (2, 24): “Por eso deja el hombre a su padre y a su madre [es decir, “suelta las amarras” y se independiza, condición indispensable de libertad], y se une a su mujer [es decir, con la soberanía de la independencia obtenida, elige ahora libremente volver a ser dependiente, pero por amor] y se hacen una sola carne”.
Y, como no puede ser de otra manera, también vemos esta misma verdad en Jesucristo, que supo independizarse, en el Templo, de sus padres (“¿Por qué me buscaban? ¿No sabían que yo debía estar en la casa de mi Padre?” -Lc 2, 49-); pero que, siendo libre, el absolutamente más libre de los nacidos de mujer, elige por amor dejarse clavar a la cruz y atarse definitivamente, hasta el extremo, al destino de los hombres: “nadie me quita la vida: yo la doy libremente; tengo poder para darla y para recobrarla” (Jn 10, 18).
Por eso me alegra pensar que, aunque bajo el cielo del Norte está enaltecida la Libertad en una famosa estatua, más arriba, más exaltada (cf. Jn 3, 14) y más brillante tenemos en el cielo del Sur el signo luminoso de la verdadera libertad, la libertad hecha Amor que es la Cruz de Cristo.

[1] Joseph Moustaki nació en 1934 en Alejandría de Egipto, de una familia judía de origen griego, y todavía joven se fue a París buscando nuevos aires. Allí compuso en francés, y de a poco fue haciéndose conocido en el ambiente musical. El aliento de Georges Brassens –de quien adoptó el nombre- y un romance con Edith Piaf, para quien creó varias canciones, lo lanzaron a la fama. Desde 1969 se consagró como solista hasta el día de hoy. Dueño de un estilo único, poeta, músico e intérprete de varios instrumentos, sus canciones le han sabido poner música y palabras al amor a la mujer, al cariño a la familia, a la nostalgia de la niñez, al dolor de la injusticia, al fervor de la revolución, a la alegría de la “buena vida”, a la intimidad de la confesión cordial.