jueves, 15 de julio de 2010

MEA CULPA

                                      
Qué día triste. Qué dolor leer estampada en el título del diario la noticia irreversible de la confusión canonizada y de la mentira hecha ley.
"Perdimos", fue lo primero que pensé. Después intenté consolarme: "Dimos batalla: mandamos mails, repartimos volantes y juntamos a miles de personas anteayer frente al Congreso. Hicimos lo que pudimos, lo que estuvo a nuestro alcance...".
Y después volví a pensar: perdimos, y nuestra reacción no fue más que eso, una reacción desesperada a último momento (posterior incluso a la media sanción en la Cámara de Diputados), un manotazo de ahogado.
Anteayer, en la marcha frente al Congreso, no había canción ni globo naranja que pudieran arrancarme una sonrisa... Mi ánimo no estaba para festejar nada, porque yo ya había experimentado la derrota: no la derrota parlamentaria, la de anoche -porque con respecto a eso todavía tenía ilusión-, sino una derrota mucho más profunda. La derrota de que la mayoría de la gente, incluidos muchísimos miembros de la Iglesia, esté de hecho tan confundida. La derrota de que tantas personas no vean nada de malo en el "matrimonio igualitario"; la derrota de que tantos jóvenes católicos no sientan la necesidad de oponerse a esta nueva ley.
Esta mañana me enojé muchísimo... Pero ¿contra quién me voy a enojar? ¿Contra los del lobby gay? ¿Contra mandinga, que mete la cola? ¿Contra los senadores que legislan para su bolsillo? ¿Me voy a escandalizar de lo que sé de memoria? No, enojarme en serio contra estas realidades sería hipócrita.
Una gripe cualquiera ha matado a la criatura: el que nunca la protegió, el que nunca quiso vacunarla ni le dio la nutrición necesaria no tiene derecho a quejarse de nadie. "Si quiere llorar, que llore, nomás".
Nos han vencido sin tener que recurrir a la inteligencia: casi no hubo necesidad de negar la ley natural, de eliminar a Dios, de ir a lo profundo... No, les bastó el cuatro de copas de los juegos de palabras, los testimonios conmovedores, la retórica barata, los lugares comunes, la corrección política y la insistencia mediática. Vergüenza, decimos. Sí, pero más vergüenza la nuestra. Un resfrío nos llevó a la tumba: alguien tiene que hacerse cargo de la inmunodeficiencia.
Yo me quiero hacer cargo, y confesar, como miembro de la Iglesia, que hemos pecado mucho de omisión. Quiero pedir perdón porque gran parte de nuestros hijos, de los exalumnos y alumnos de nuestros colegios y de los jóvenes de nuestros grupos no tiene más formación que la que reciben de los Simpson, de Tinelli y,  en el mejor de los casos, del CBC. No les hemos ofrecido herramientas para discernir la verdad del error, ni una estructura mental capaz de asegurarles el mínimo sentido crítico. He podido constatar a qué grado de confusión y de incoherencia con la fe que sinceramente profesan han llegado, pero no puedo enojarme con ellos, y, sobre todo, no tengo por qué hacerlo. Tengo que pedir perdón por la verdad que no les mostré, por la formación que no les di, por la catequesis que no les enseñé.
Quiero pedir públicamente perdón por vender el amor de Dios como un sentimiento fácil y meloso, por la demagogia de no poner límites, por mostrar la misericordia como opuesta a la verdad, por recortar la Palabra de Dios y echarle soda al Evangelio, por tenerle miedo a la exigencia, por subestimar a las personas, por no formar las conciencias, por no hablar del pecado, por el egoísmo de callar verdades para que no me dejen de querer, por no corregir, por seguir la opinión políticamente correcta en vez de buscar la verdad con franqueza, por perseguir los éxitos pastorales inmediatos y no el verdadero bien de los otros,  por ser incoherente y tibio, por no confiar en la gracia de Dios y en la fuerza del Evangelio... ¡Mea culpa!

No nos quejemos del "mundo", ni nos contagiemos de sus métodos propagandísticos para ganar la pulseada. Reconozcamos nuestras omisiones y nuestras incoherencias, pidamos perdón y convirtámonos al Evangelio, que sin éxito, sin brillo y sin fuerza humana (esto enseña la "sabiduría de la cruz") cambia el corazón de las personas.
Ahora hay que mirar para adelante, y empezar a revertir, con el amor de la verdad y la educación, la inmunodeficiencia espiritual pandémica que estamos padeciendo. Las parroquias, la catequesis, los colegios, los grupos eclesiales han de ser ámbitos donde las personas se alimenten con la Palabra de Dios, que es Verdad y Vida, y que proporciona los anticuerpos mentales para que, como decía el salmo 70: "no quedemos confundidos para siempre".

martes, 6 de julio de 2010

Santos Discépolo, ruega por nosotros

"La confusión es inevitable sin la lucha;
hay que luchar mucho para no llegar a la confusión"
(Emilio Komar, La estructura del diálogo, 86)

Para la mentalidad religiosa básica, lo santo es aquello que está estrictamente separado del "mundo". Por eso, lo que es sagrado no puede tocarse, porque en el acto dejaría de serlo y quedaría impuro. Esta verdad antropológica, que recorre ininterrumpidamente la historia de la humanidad, ha sufrido una terrible excepción: la Igualdad. Igualdad es, acaso desde 1789, una de las palabras más sacrosantas de nuestra cultura. Y sin embargo, debe de ser la más profanada, la más manoseada, la más manipulada.
Tenemos un ejemplo cabal de esto en el proyecto de ley que se está debatiendo estos días en nuestro país. La igualdad parece ser el argumento único y la palabra final de quienes invocan el pretendido derecho a que la unión civil de dos personas homosexuales se equipare al matrimonio. Negar la "igualdad" -de la forma que sea- constituye siempre, hoy en día, un repudiable acto de "discriminación", un crimen de lesa humanidad.
La igualdad, con lo loable que es (entendida rectamente), se ha convertido en la contraseña de los que se habituaron a existir en la confusión y pretenden que todos vivamos en ella. El espantoso lobo de la confusión viene bajo la piel de cordero de la igualdad.
En efecto ¿quién dijo que toda igualdad es buena? La igualdad que consagra el artículo primero de la Declaración universal de los derechos humanos no es cualquier igualdad, ni es un principio en el aire. Por el contrario, está fundada en que todos los hombres nacen igualmente dignos, igualmente dotados de libertad, de razón y de conciencia. La universalidad de los derechos se basa, entonces, en la igualdad que todos los hombres tienen por el hecho de ser hombres: "Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros" (art. 1). De ahí que el artículo segundo no hable de una igualdad en cualquier derecho, sino sólo en los contenidos en la mentada Declaración: "Toda persona tiene todos los derechos y libertades proclamados en esta Declaración, sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición" (art. 2). No hace falta que entremos aquí en cuáles son esos derechos, sino constatar que no son absolutos, sino relativos a la condición humana. Consiguientemente, la Declaración no condena toda discriminación en absoluto, sino "toda discriminación que infrinja esta Declaración" (art. 7). 
Ahora bien, fuera de esta igualdad y dignidad básicas por ser "seres humanos", los hombres y las mujeres del mundo y de la historia constituimos un increíble mosaico hecho gracias a la más apasionante desigualdad: no hay una persona igual a la otra: cada una es única e irrepetible, cada una es irremplazable.
Así lo quiso el Creador: "El Señor mira desde el cielo, se fija en todos los hombres; [...] él modeló cada corazón, y comprende todas sus acciones" (Sal 32, 13.15). Desde las estrellas del cielo hasta los cristales de nieve, desde las nubes hasta los granos de arena, desde las hojas de los árboles hasta las flores del campo, mírese desde un telescopio o desde un microscopio, ni en el macrocosmos ni en el microcosmos hay, en la naturaleza, algo hecho "en serie". La creación es un derroche infinito de "creatividad", de diversificación, de singularidad. La inacabable variedad del universo nos sorprende constantemente, impidiéndonos agotar el misterio del hombre y del mundo. Cuando el hombre del racionalismo se propuso dejar de admirar la obra del Otro y abarcar todo con su propia razón, tuvo necesariamente que cercenar la imparable inequidad de la naturaleza y encorsetarla en la igualdad de la geometría: eso son los tristemente lindos jardines de Versailles, que requieren la incansable violencia de miles de jardineros, ingenieros y podadores...
Arrasar con cualquier tipo de diversidad, de orden y de jerarquía es confundirse y confundir. En el hecho de ser humanos somos todos iguales, y esa igualdad es natural y buena, y es malo e inhumano todo lo que genera desigualdad e inequidad en la dignidad de las personas; pero en todo lo demás somos diferentes, y esta diversidad es tan buena y natural, como antinatural y nocivo todo igualitarismo que pretenda desconocerla.
El hediondo guiso de la confusión es el manjar de los igualitaristas. En nombre de la igualdad, estamos a punto de equiparar ¡por ley! lo natural con lo antinatural, lo sano con lo insano, lo verdadero con lo falso.


Hace exactamente 75 años, un porteño de mirada aguda. Enrique Santos Discépolo, escribió el tango "Cambalache", que tiene en sí todo el sentido común necesario para que dejemos de vivir "revolcaos en un merengue y en un mismo lodo todos manoseaos". En efecto, todo el tango es una tragicómica descripción de qué y cuán nociva es la confusión. No hay una mirada benigna: "El mundo fue y será una porquería", espeta al empezar... Esa es la primera verdad del que vive adentro del merengue cambalacheno.
Lo interesante es que Discépolo plantea la confusión justamente con el léxico de la "igualdad":

¡Hoy resulta que es lo mismo
ser derecho que traidor,
ignorante, sabio o chorro,
generoso o estafador!
¡Todo es igual!
¡Nada es mejor!
¡Lo mismo un burro
que un gran profesor!
No hay aplazaos
ni escalafón,
los inmorales nos han igualao.
Que uno vive en la impostura
que otro roba en su ambición,
¡da lo mismo que si es cura,
colchonero, rey de bastos,
caradura o polizón!...
[...]
Que es lo mismo el que labura
noche y día como un buey,
que el que vive de las minas,
que el que roba, que el que mata
o está fuera de la ley.

"Todo es igual"... La coherencia del igualitarismo es irreprochable: desparecen, con el "escalafón", todas las jerarquías, y con los "aplazaos", todos los juicios de valor, de modo que "nada es mejor"... Sólo queda una verdad ("¡es lo mismo!"), traducida a la voluntad en un inmenso bostezo metafísico: "¡Da lo mismo!". Pero ocurre con nuestra naturaleza, nacida para vivir en el orden y la armonía de lo diverso, lo mismo que con las pobrecitas plantas de Varsailles: esta confusión nos hace violencia:
¡Qué falta de respeto, qué atropello a la razón!
El argumento de la malentendida igualdad es una falta de respeto a la razón. ¡Lo preocupante es cuando ya la razón está tan atropellada que ni cuenta nos damos del atropello!
Discépolo parece darle la razón a Komar cuando termina vinculando esta confusión con el infierno: ¡Dale que va, que allá en el horno se vamo' a encontrar!
Dos actitudes quedan: el tango sólo canta explícitamente una: la de decir "Da lo mismo... ¡Dále, nomás! ¡Dále que va!"... Si total "a nadie importa si naciste honrao"...
Mas para quienes nos sabemos mirados, pensados y amados por Dios, hay Alguien a quien le importamos, y Alguien para quien no todo es lo mismo, para quien no todo da igual.  El autor del tango sabía, conmovido, que la Biblia, herida, lloraba y que la razón estaba siendo atropellada. Nosotros también lo sabemos y lo sentimos, pero no queremos seguir revolcados en el guisado nefasto de la confusión actual, ni en el horno discepoliano de la "confusión eterna" ("Non confundar in aeternum" concluía el Te Deum -y repetía Komar-).
Hay que seguir pensando y desembarrando la cabeza para "juirle a la confusión", para no darle tregua. Baste esto por hoy, y mientras tanto, encomendarme a mí y a todos los argentinos a este lúcido varón porteño, canonizado por su unánime popularidad:
              ¡Santos Discépolo, ruega por nosotros!