Muchas veces sentí unas ganas fuertes, como una atracción poderosa, de escaparme de la cotidianidad, de huir del mundo... Pero no como quien "huye del mundanal ruido" hacia la paz del campo... Ése es un sentimiento muy otro, si se quiere mucho más frecuente. No. Me refiero a un impulso cuasi ciego de refugiarme en el medio, bien en el medio de la ciudad inmensa, de la Buenos Ayres desconocida, que entonces se me antoja como un regazo gigante y lleno de recodos, como una madre mística que con toda su gente, con todas sus calles, con todos sus edificios, existe sólo para abrazar mi melancolía y mi deseo de soledad.
En mis primeros años de estudiante universitario, cuando me empalagaba con la libertad de no "tener que" ir al colegio y de manejar como quisiera mis tiempos, varias veces me dejé llevar por el galope de esta huída melancólica, y me sumergía en el anonimato de alguna confitería ignota de San Telmo. Allí, abría algún libro para no confesar mi soledad, y entonces me entregaba a un gozoso letargo consciente. Miraba el lugar, la gente, los mozos, las casas viejas... y dejaba que el pensamiento divagara en asociaciones libres.
Después de los veinte años, reconocí que esa costumbre podía volverse un deporte peligrosísimo para mi espíritu. Probé el imán mortífero de la depresión consentida, y supe que esas escapadas no deberían ser en lo sucesivo más que un lujo esporádico.
Hace unos días, decidí darme ese lujo nuevamente. Quise ir a esconderme en los barrios del Sur, contra el Riachuelo. Los nombres de Barracas, Pompeya, La Boca, se me hacían irresistibles. Veía los planos de calles, y me moría de curiosidad por ver el Riachuelo desde la avenida Pedro de Mendoza arriba, o conocer la "calle Pepirí", o algún "callejón en Pompeya". Esos lugares me seducen poderosamente, porque en mi imaginación tienen una cuota de antigüedad y abandono, como de penumbra, que favorece perfectamente el abrazo de anonimidad que justamente iba a buscar.
Un jueves a la mañana, después de haber dormido en lo de mi abuela, me subí al 102 en Uruguay y Santa Fé hasta alejarme de cualquier mundo previamente conocido. Necesitaba ver cosas por primera vez. Por eso, dejé que hiciera algunas cuadras por la antigua Calle Larga de Barracas, y me bajé cuando vi la Parroquia Santa Lucía, en cuyas inmediaciones cantaba “como una calandria” la pulpera de ojos celestes. Y caminé... Con morosidad moderada -para evitar las sospechas de estar siendo un turista- recorrí toda la avenida Montes de Oca, deteniéndome en la gente, en las calles que se perdían para adentro, en las molduras de los edificios.... Y fui quedándome más solo en mi vereda, hasta dar con el ansiado Riachuelo, a cuya vera, efectivamente, venían a morir, olvidadas y extenuadas, las calles envejecidas cuadras atrás, con su gris cortejo de barracas viejas y galpones nuevos, terminales de colectivos y salidas de camiones. El Riachuelo negrísimo, hirviente de misteriosísimas burbujas, amedrentaba todo asomo de vida, pero por sobre su cauce me llegaba un aire fresco y fuerte, que se ignora ciudad adentro: el viento antiguo del Río de la Plata. Anduve solísimo, al solcito de esa mañana, subido a una suerte de anchísimo andén con la calle Pedro de Mendoza a mi izquierda y el Riachuelo a mi derecha, mirando cómo se miraban, sin verse, el fondo invisible de la Capital Federal y el fondo invisible de Dock Sud y Avellaneda.
Como sano y premeditado límite a este impulso nostalgiófilo, o más bien como una excusa que redimiera esta concesión a mi melancolía, al mediodía llegué por el Riachuelo a la concurrida Vuelta de Rocha, y ahí, en La Boca colorida y visitada, me encontré con mi madre, mi abuela y dos de mis tías, para almorzar amablemente.
Creo que sólo Buenos Ayres puede darme ese gusto. Cuando se está solo en un "café" de una ciudad completamente extranjera, la soledad es aplastante, y el umbral a la depresión, breve como un "cortado". No le veo consuelo al dolor perenne de ser extranjero, “sapo de otro pozo”. En cambio, hundirse en la rutina ajena de un bar de la avenida Montes de Oca, proporciona una combinación exquisita de anonimato y comodidad. De soledad y de compañía. Por “perdido” que esté, estoy siempre al calor de mi propia ciudad, de mi propia manera de hablar, de mi propia gente.
En todo caso, perderme en Buenos Ayres hizo que me diera cuenta de que sólo gracias a la certeza de no estar solo puedo darme el lujo de jugar a estarlo.