Pero hete aquí que justamente la Navidad es la fiesta de lo concreto. Si hay una fiesta que no tiene nada de abstracto es precisamente ésta. La Navidad es el Nacimiento (Natividad) de Jesús. La Navidad es el Niño Dios. Tan concreto, tan palpable, tan asible como ese bebito que llora en la noche de Belén.
Todo Dios cabe en ese tembloroso cuerpito indefensísimo. Todo Dios, envuelto en pañales. Todos los universales, todas las abstracciones se han cuajado en ese chiquito, porque el mismo Creador eligió hacerse criatura.
Para los cristianos ya no existen las verdades abstractas: todas han cobrado carne y rostro en Jesús. "En Él quiso Dios que residiera toda la Plenitud" (Col 1, 39) porque Él es la Palabra y el Sentido que se han hecho carne (cf. Jn 1, 14), Él es la Verdad (cf. Jn 14, 6) y "Él es nuestra paz" (Ef 2, 14).
Muy bellamente lo dice el profeta Isaías: "¡Cielos, destilen desde lo alto el rocío y que las nubes lluevan la justicia! ¡Que se abra la tierra y que produzca la salvación y que haga germinar la justicia!" (Is 45, 8). Pero más certeramente lo traduce la Liturgia cristiana, cuando aplica esa profecía al nacimiento de Cristo: "¡Cielos, dejen caer el rocío, que las nubes lluevan al Justo y de la tierra brote el Salvador!" (segunda antífona del oficio de Laudes del sábado anterior al 24 de diciembre). Para los que celebramos la Navidad, ya no hay justicia que no sea el Justo, y ya no hay salvación que no sea el Salvador... Todo se ha personificado en el Señor Jesucristo, en el Niñito de Belén.
Se ha cumplido de manera maravillosa la intuición del salmista: "la verdad brota de la tierra" (Sal 85, 12). Ya no hay abstracciones posibles: por voluntad de Dios todo lo grande y lo alto y lo bello ha de brotar de la tierra, desde abajo, desde la contundente oscuridad de la carne.
Por eso, no hay Navidad sin el Niño. No hay Navidad sin Pesebre. Es decir, no hay Navidad sin esa dolorosa concretez del establo, de la noche y del frío, sin esa intemperie del egoísmo humano y ese desarraigo de las órdenes imperiales. Hay que mirar al Niño en el pesebre: ésa es la única "señal" (Lc 2, 12) que el Ángel da a los pastores. Y ésa es la única señal también para nosotros, que corremos en medio de las ansiedades del consumismo.
No llenemos nuestra noche de deseos abstractos: nada pueden esas bonitas palabras vacías contra el dolor de la ausencia de ese ser querido, contra el frío de una familia dividida, contra la incontrastable violencia del barrio. Sólo si las palabras de felicidad, amor y paz se hacen carne esta noche en el Niño del Pesebre, tendremos esperanza de que broten para nosotros, desde abajo, la Justicia y la Paz. Sólo así habrá esperanza de que todo puede cambiar, empezando por nosotros. Sólo así habrá algo que festejar.
¡Feliz y Santa Navidad de Jesús!
"Y esto les servirá de señal..." Lc 2, 12