lunes, 10 de febrero de 2020

Dios, nosotros y la lógica del subibaja

 Pensamientos sobre antropocentrismo y teocentrismo 
a la luz de los Evangelios de la Presentación del Señor y del V Domingo del Tiempo ordinario (A)

"Humíllense bajo la poderosa mano de Dios, 
para que Él a su vez los exalte" (1 Pe 5, 6)


Nuestro Señor Jesús inauguró su predicación en esta tierra con el justamente mentado "sermón de la montaña", que es, por decir así, su carta de presentación, su discurso inaugural.
Fuera porque Cristo contaba con el trabajo ya realizado por Juan el Bautista o porque tenía otro "estilo" profético, lo cierto es que Jesús no comenzó sus enseñanzas enrostrándoles a sus oyentes sus flagrantes pecados ni fustigándolos con vehemencia como lo había hecho su insigne Precursor. Al contrario, comenzó felicitándolos con las Bienaventuranzas e inmediatamente confirmándolos con estas aseveraciones contundentes: "ustedes son la sal de la tierra" y "ustedes son la luz del mundo" (Mt 5, 13.14).
Estas palabras evangélicas resuenan con más hondura después de haber reconocido a Cristo como la "luz de las naciones", el día de la Presentación del Señor. En efecto, es Jesús mismo, la Luz del mundo, quien nos dice "ustedes son la luz del mundo".
Este hecho encierra una verdad que aparentemente es evidente, pero es tan poco obvia que a la mentalidad moderna se le escapa por completo. A saber: la grandeza de Dios no es, de suyo, una amenaza para el hombre. Él es el Ser que nos hace ser, la Vida que nos vivifica, el Santo que nos hace santos ("fuente de toda santidad"), el Rey que nos hace reinar, el Maestro que nos envía a enseñar... en suma, es el que quiere, como Él mismo dice, que "demos fruto, y ese fruto sea duradero" (Jn 15, 16), el que quiere que nuestro gozo "sea perfecto" (Jn 15, 11) . Él nos quiere vivos, felices, fecundos...
Hay que volver a los dioses "humanos, demasiado humanos" del paganismo para encontrar a un Zeus furioso de envidia porque Prometeo le arrebató el fuego divino para dárselo a los hombres. En la Biblia, en cambio, es el mismo Creador quien graciosamente otorga al hombre de arcilla el soplo divino de su alma. Pero precisamente la mentira que la serpiente destila sibilinamente en los oídos de Adán y de Eva es la imagen falsa de un Dios envidioso: "bien sabe Dios que el día que coman del árbol se les abrirán los ojos y serán como Dios, conocedores del bien y del mal" (cf. Gén 3, 5).
Y sin embargo, toda la sociedad moderna se edificó expresamente sobre los falaces fundmentos de esta tergiversada imagen de Dios. Y las ruinas de esta disociedad posmoderna son la prueba de que esos cimientos eran insustentables. De hecho, la cultura de la ilustración, con su ciega fe en la "Razón", se propuso destronar a Dios como condición necesaria para, por fin, poner de pie al hombre devenido adulto, levantándolo después de largos siglos de humillante oscuridad en que la superstición religiosa lo tenía postrado. La modernidad prometía que todo lo que antes los hombres, de rodillas, esperaban de lo alto, ahora lo conseguirían por su audacia de saber, gracias a la ciencia, al progreso, a la técnica...
La Modernidad aplicó lo que podríamos llamar la lógica del "subibaja": para subir yo, tengo que bajar al de enfrente.
Pero hete aquí que Dios no está subido en el mismo juego que nosotros... Saquemos a Dios del subibaja, porque ese Dios que pensamos tener enfrente no es Dios, sino un ídolo. Dios jamás pierde su perfecta trascendencia, ni siquiera al hacerse nuestro hermano en Jesucristo, que es siempre nuestro Señor. Esa grandeza tan irreductible, la santidad de Dios, es la que precisamente nos asegura que nosotros, simples creaturas, en nada podemos afectar su divina gloria, ni para acrecerla ni para menguarla.
Esta infranqueable diferencia entre Dios y la creatura es lo que quiere expresar en lenguaje mítico el Génesis cuando Dios expulsa a los primeros padres del Paraíso para que no coman del árbol de la Vida (cf. Gén 3, 22-24) o cuando destruye la torre de Babel (cf. Gén 11, 7). 
Ahora bien, en estos antiquísimos y sabios relatos bíblicos está expresado no sólo el problema, sino también su solución. El hombre está llamado por Dios a un destino de grandeza (el Paraíso) y de hecho es colocado allí... pero cuando él se corre de su lugar de creatura, deponiendo la actitud de obediencia confiada y pretende ser él mismo el artífice de su grandeza, es expulsado del Edén. En esas circunstancias, Dios aparece ante el hombre rebelde como un verdadero adversario. El relato de la caída de los ángeles expresa la misma verdad: Dios había hecho al Ángel un ser portador de luz (Lucifer, que es Lucero), pero esta luminosidad se pierde desde el momento en que la creatura dice: "¡no serviré!".
Pienso que hoy, los miembros de la Iglesia necesitamos, como hijos de esta cultura ilustrada, volver a esta verdad sobre el ser humano que está contemplada en el primero de los Mandamientos: "amarás a Dios sobre todas las cosas". El único humanismo cristiano es el de Cristo Jesús, y el centro de su corazón era Dios, su "Abbá". El recto antropocentrismo es siempre consecuencia -añadidura- del teocentrismo. Cuando el hombre (personal, social o culturalmente) se busca a sí mismo prescindiendo de Dios, se pierde indefectiblemente. "Busquen primero el Reino de Dios y todo lo demás se les dará por añadidura" (Mt 6, 33). Así lo expresa Santo Tomás de Aquino: 
  "Ofrecemos a Dios honor y reverencia no para bien suyo, que en sí mismo está lleno de gloria y nada pueden añadirle las criaturas, sino para bien nuestro; porque, en realidad, por el hecho de honrar y reverenciar a Dios, nuestra alma se humilla ante El, y en esto consiste la perfección de la misma, ya que todos los seres se perfeccionan al subordinarse a un ser superior, como el cuerpo al ser vivificado por el alma y el aire al ser iluminado por el sol" (Suma de Teología, II-II, 81, 7).
Por eso, en la lógica siempre paradójica del Evangelio de Jesucristo crucificado, es preciso  negarse a sí mismo, tomar la cruz, poner la otra mejilla, humillarse para ser elevado, ser el último para ser el primero, ser servidor de todos para ser el principal, no buscar salvar la propia vida sino perderla por Cristo, en fin, como Jesús, no hacer la propia voluntad sino la del Padre Dios, morir para resucitar.
O para retomar la reflexión por donde la empezamos: reconocer humildemente a Cristo como la Luz de nuestras vidas para que Él a su vez nos haga "luz del mundo".