martes, 9 de diciembre de 2008

Ir a esperar a Dios a la tranquera

A Sandra, que me mostró qué significa "esperar contra toda esperanza"
y hoy nació a la Vida eterna.
En estas semanas, en que nos preparamos para conmemorar la primera venida de Cristo en la Navidad, la Iglesia nos propone que hagamos el ejercicio de esperar su segundo "adviento", su última venida al fin de los tiempos. El Adviento es, por antonomasia, un tiempo de espera.
Esperar, sin embargo, no es algo que nos guste mucho. Y menos a nosotros, hombres posmodernos, que no estamos acostumbrados a esperar nada. Estamos viviendo en un mundo que supo aplicar toda su técnica para eliminar las esperas de la vida, de manera que todo podamos obtenerlo "ya". Nuestra paciencia no está dispuesta a ir más allá de un "doble clik". Y, a medida que crece la velocidad, nos hacemos más intolerantes a la espera: yo, por ejemplo, ya no soporto el relojito de arena de la computadora; otros, víctimas de la pava eléctrica, no saben ya darle tiempo al agua para cebar unos mates.
De cualquier modo, aniquilar definitivamente las esperas es utópico. Siguen estando las salas de espera en las oficinas públicas y en los hospitales, sigue habiendo colectivos que no llegan y personas que se atrasan... En la vida, muchas veces, no nos queda otra que "esperar". Sin embargo, en esas ocasiones casi nunca nos "dedicamos" a esperar, sino que aprovechamos para hacer otra cosa mientras esperamos: mandamos mensajitos, hablamos por teléfono, leemos, hacemos crucigramas, vemos tele, escuchamos música, o, si estamos cansados y se da, dormimos un ratito. A eso no lo llamamos "esperar", sino más bien "hacer tiempo".
Esta expresión "hacer tiempo" es muy elocuente, porque supone que no existe algo así como un "tiempo de espera": si "hacer tiempo" es hacer cualquier cosa para llenar un tiempo vacío, quiere decir que el "tiempo de la espera" es, de por sí, un "tiempo muerto", y que dedicarse a esperar sin hacer nada importante es, en el mejor de los casos, "matar el tiempo".
Y sin embargo, la Iglesia nos abre un explícito "tiempo de espera", donde no se puede esperar de cualquier modo. De hecho, en el Evangelio "inaugural" de este Adviento (Mc 13, 33-37), Jesús nos invitaba a ser como el portero que vigila la casa mientras espera a su patrón, y nos decía: ¡velen, estén despiertos, estén prevenidos! Es decir: no "hagan tiempo", sino más bien "esperen".
La espera del Adviento de Jesús es una espera que se "dedica a esperar"; es una espera vigilante, que combate las distracciones que nos invitan a pensar en otra cosa "mientras tanto". Es una espera que "aguanta la tensión" -a veces enorme- que supone anhelar la presencia de alguien mientras "no está viniendo". Por eso sería más propio llamar a esta acción "atender" que "esperar" (como lo hace el francés attendre), porque "atender" (ad tendere) es "estar tenso hacia" aquello que esperamos: esperar consiste justamente en mantener y sostener esa tensión del deseo insatisfecho. Sin duda, no es fácil reconocer y "bancar" así nomás esta tensión. Y por eso le sacamos tanto el bulto a las esperas...
* * *
Estos días, pensando en la exhortación de Jesús a esperar atentos, sin dormirse y sin distraerse, me vino a la memoria, desde lejos, un lindo recuerdo de mi niñez.
En esa época pasábamos todos los veranos en el campo. Cuando a mi padre se le terminaban las vacaciones, él se volvía a trabajar a Buenos Aires, y mi madre y nosotros nos quedábamos allá. Pero Papá venía siempre los fines de semana, y cuando llegaba era una fiesta. Nosotros sabíamos que iba a llegar el viernes a la tardecita, en algún momento, pero nunca sabíamos la hora exacta (no había celulares...). Me acuerdo de esas veces que, ya bañados y tal vez en pijama, le pedíamos a Mamá: "¿podemos ir a esperar a Papá a la tranquera?"
La tranquera de entrada a "El Rodeo" queda a dos o tres cuadras de la casa, ya afuera del monte. Desde esa loma, subido a la tranquera, se puede ver cómo el camino se estira y se pierde, derechito, como si se hundiera en el monte de "San Martín". El sol aquerenciado del verano se iba cayendo lento atrás de las sierras, como alargando su mirada cómplice de nuestra ansiedad. Los ojos y los oídos estaban bien atentos: cualquier murmullo nos parecía el ruido de un motor, y en cualquier nubecita baja creíamos ver la polvareda del auto de Papá. Mamá venía seguramente con nosotros, y acaso, por el camino, nos enseñaba el nombre de las flores. Quizá abríamos la tranquera y jugábamos a hamacarnos arriba -diversión terminantemente prohibida por mi abuelo-, pero eso sí, sin dejar nunca de mirar el horizonte deseado, amansado por la luz apacible de la tarde.
¡Qué momentos lindos! Y sin embargo, era un momento de auténtica "espera", con toda su tensión. Nada impedía que nos quedáramos jugando en el parque o en la casa -total Papá iba a llegar igual-. Pero preferíamos "ir a esperar" a la tranquera, ese emblema del paisaje campero, símbolo del corazón humano que puede recibir o atajar.
¿Por qué era tan linda esa espera, que para muchos podría ser tensa y aburrida? Porque lo que nos hacía esperar era el amor. Las ganas locas de que llegara Papá (y con él los "programas distintos": salidas en el coche de caballos, idas a cazar, tal vez algún regalito) nos hacían gozar de esa espera ansiosa. En el fondo, lo que hacía posible la "espera vigilante y atenta" era el deseo profundísimo del amor. "El amor", dice San Pedro Crisólogo, "no descansa mientras no ve lo que ama" (Lectura del oficio del jueves II de Adviento). Solamente el amor sabe esperar bien.
No hay, entonces, otra manera de "estar preparados", de "estar vigilantes" que el amor. La "fuerza de voluntad" no nos alcanza. Viviremos bien la espera del Adviento sólo si queremos mucho a Jesús, si deseamos ardientemente que venga a nuestras vidas, si estamos con ganas de abrirle la tranquera de nuestro corazón. Por eso la liturgia nos hace rezar: "Concédenos, Señor Dios nuestro, anhelar de tal manera la llegada de tu Hijo Jesucristo, que cuando llame a la puerta nos encuentre velando en oración (...)" (Colecta del lunes I de Adviento). Sólo el deseo que nace del amor engendra la buena espera.
Si es así, este Adviento -y el gran adviento que es nuestra vida en la tierra- podrá ser un gozoso "ir a esperar a Dios a la tranquera".

lunes, 1 de diciembre de 2008

¿Qué cielo esperamos?


Los últimos días del año litúrgico que acabamos de terminar nos invitaron a mirar al cielo, a pensar en la vida eterna. Ya hemos hablado de la secularización y de cómo ella influye en que no nos preocupemos mucho de estas realidades "menos reales" del más allá... Hoy, en cambio, podríamos hacer un pequeño esfuerzo en tratar de entender por qué nuestra cultura eligió "secularizarse": por qué primero dejó de mirar para arriba y buscó el cielo en la tierra (época de las grandes utopías) y por qué finalmente dejó de buscar el cielo y se contentó con vivir sólo en la tierra (muerte de las utopías o, dicho menos académicamente, cultura del "es lo que hay"). Es muy probable que el cielo haya dejado de ser importante y significativo en nuestra vida porque tenemos, quizá, una idea muy desfigurada y empobrecida de él.
Cuando pensamos en el cielo, lo primero que suele venírsenos a la imaginación es una persona vestida de blanco tocando el arpa, sola, en una nube. De hecho, cuando alguien está muy viejito o muy enfermo, solemos decir que "está más cerca del arpa que de la guitarra". Esto parece una pavada, pero sin embargo estas imágenes de nuestra cultura nos influyen mucho inconscientemente. ¿Qué tiene de fascinante un cielo así?
Quienes aprendimos algo de catequesis o de teología fuimos enterándonos de que el cielo en realidad no era así, sino que era "gozar eternamente de la visión de Dios": el cielo es la "visión beatífica"… ¡Ah! Pero ¿cómo? ¿Vamos a estar mirándole la cara a Dios por los siglos de los siglos, sin poder hacer nada más? Al final, estamos peor que antes: la catequesis no hace más que confirmar nuestra sospecha de que más vale que nos divirtamos acá abajo, porque en el cielo se acaba la fiesta… ¡Con razón oímos muchas veces la idea de que el infierno es mucho más atractivo que el cielo, porque está lleno de gente divertida!
En la Primera Carta de Juan encontramos la ayuda necesaria para enriquecer un poco esta imagen del cielo: "sabemos que cuando se manifieste [lo que seremos], seremos semejantes a [Dios], porque lo veremos tal cual es" (1 Jn 3, 2).
Es cierto que el cielo consiste en ver a Dios. Pero esa visión no se queda en visión, nomás… Cuando veamos a Dios, nos dice Juan, vamos a ser semejantes a Él. Y aquí ya cambia el panorama: el cielo no consiste tanto en ver a Dios sino en "ser semejantes a Dios": la visión es el medio, no el fin. "Seremos semejantes a Dios". Pues bien: ¿cómo es Dios? El mismo autor de esta carta nos lo responde unos versículos después: "Dios es amor" (1 Jn 4, 8. 16). Nosotros creemos, gracias al Evangelio de Jesucristo, que Dios no es un solterón, sino que es un Padre que se da por entero a su Hijo, y ese Hijo, de tan agradecido y feliz, se entrega todo al Padre, y que entre los dos gozan tanto de este amor que comparten, que estallan en la alegría y el don que es el Espíritu Santo. En el cielo vamos a ser semejantes a este Dios, que es una comunidad de personas que se aman. Por lo tanto, en el cielo también nosotros vamos a ser una comunidad: la comunidad de los Hijos de Dios.
Por eso Juan no dice: "seré semejante a él", sino "seremos semejantes a él"… Durante mucho tiempo, la Iglesia hizo hincapié en la dimensión individual de la salvación. Se insistió en que cada uno se esforzara por "salvar su alma". Todavía hoy, los títulos de algunas obras de espiritualidad (hay un libro, p. ej., que se llama "Para salvarte") siguen reflejando esta mentalidad. Sin embargo, nuestra esperanza no es individualista. Nadie se salva a sí mismo y nadie se salva solo. La santidad no es ante todo un premio particular, sino un don de Jesucristo para la Iglesia; es un don para cada uno pero en cuanto miembro del Cuerpo, es un don "eclesial". De hecho, el Papa, en su última encíclica, nos recuerda que "la salvación es una realidad comunitaria" (Spe salvi, 14). La vida eterna es la comunión con todos, y así lo rezamos también en la Misa: "que podamos gozar todos juntos de la plenitud eterna de tu gloria" (Plegaria eucarística III).
La vida eterna es una realidad "social". Por eso en muchos lugares de la Escritura se habla del cielo como de una "ciudad", como de una "asamblea" o "congregación". Por ejemplo, en el Apocalipsis se describe "una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, raza, pueblo y lengua..." (Ap 7, 9). El cielo es la alegría de la asamblea de todos los santos, la unión de todos los hijos de Dios junto a Jesucristo.
No obstante, la comunidad del cielo no supone que nosotros, por así decir, nos perdamos en la muchedumbre "social" de los santos. Los santos tienen nombre y apellido. En la asamblea celestial que el Apocalisis nos muestra no están todos igualitos y uniformes, como en las liturgias totalitarias de los dictadores, sino que se mantiene y radicaliza la diversidad de cada uno: "una muchedumbre inmensa (...) de toda nación, raza, pueblo y lengua". Y en esto también "seremos semejantes a Dios", porque ¡en Dios hay diversidad! Dios es la comunión de tres personas distintas, cada cual con su nombre propio. ¡Dios es pluralidad unida en el amor!
Así, el cielo será la conjunción perfecta de nuestras experiencias más plenas de la vida, que a mi juicio se inscriben siempre en dos grandes vertientes: la identidad y la comunión. Cuando tengo que expresar mi sensación interior de esos momentos (o instantes) en que me he sentido absolutamente a gusto, libre, desplegado y pleno suelo decir que "fui yo mismo". Con eso indico que estuve libre de miedos, de trabas, lleno de una confianza radical: es la experiencia de la plenitud de la identidad, de estar siendo lo que uno debe ser. La otra gran fuente de alegrías en la vida es la experiencia de la comunión con otros, que tiene distinto color según de quién se trate (el amor es siempre irrepetible: es lo más personal y lo más personalizador). Una conversación profunda con un amigo, el gozo de la presencia del enamorado, un momento de unión inefable con Dios en la oración, una fiesta en que uno celebra y agradece de corazón la vida... Son esos instantes de plenitud increíble en que a uno le sale decir: "¡quisiera que esto dure para siempre!", o, como Pedro, "hagamos tres carpas..." Es el momento, dolorosamente pasajero, en que el amor nos "hace tocar el cielo con las manos". Si es auténtica, en esta experiencia las dos vertientes saben confluir: en ese instante de unión impresionante con el otro sentimos, al mismo tiempo, que somos más que nunca libres, que estamos siendo lo que debíamos ser, que para eso existimos, que somos "nosotros mismos". Éxtasis y personalización coinciden. La mirada de amor del otro es la que nos hace crecer, la que nos hace henchirnos y desplegarnos, la que nos permite vivir libres y con la frente en alto.
Eso va a ser el cielo: la mirada de Dios amándonos va a ser tan grande que nuestra libertad no va a tener freno alguno: se dará una cadena de amor tan contagiosa y fuerte entre todos nosotros que esos instantes que acá son fugaces allá no terminarán nunca. Por eso, todo lo bueno de esta vida no se acaba, sino que sigue. Serán los "cielos nuevos", sí, pero también la "tierra nueva". Será la ciudad eterna de todos los que queremos: en la Biblia a esta "ciudad nueva" se la llama "Jerusalén del cielo". Pero como la identidad nuestra allá no se pierde sino que se acentúa, esa ciudad puede ser campo: el cielo va a ser también "Ayacucho para siempre", "Ayacucho eterno". ¿Cómo no mirar al cielo? ¿Cómo no esperar en la vida eterna?

miércoles, 12 de noviembre de 2008

La memoria al servicio de la esperanza

"¡No se acuerden de las cosas pasadas! ¡No piensen en las cosas antiguas! Yo estoy por hacer algo nuevo. Ya está germinando ¿no se dan cuenta?" (Is 43, 18-19 a).

La promesa que Dios hace aquí es muy sugerente: "Yo estoy por hacer algo nuevo." De alguna manera, estamos ante la esencia de toda promesa. Lo que alguien nos promete es siempre algo que no tenemos, algo, en este sentido, nuevo, que cuando llegue renovará nuestra vida en algún aspecto. "Yo estoy por hacer algo nuevo"… Es una invitación a que abramos la tranquera de nuestra esperanza y dejemos que los deseos más hondos salgan galopando campo afuera. Si nos permitiéramos a nosotros mismos soñar sin tranqueras: ¿quién de nosotros no querría "algo nuevo" en su vida?

Sin embargo, no es fácil abrir esta tranquera de los deseos más hondos. Tal vez lleva muchos años cerrada, y la tenemos vencida y desvencijada; tal vez nos hemos cansado de tanto mantenerla abierta a la espera de algo o de alguien, y ahora preferimos dejarla atada a la seguridad de un candado. El candado de la tranquera de nuestros deseos es la desesperanza, el desánimo. Y el desánimo excluye por naturaleza cualquier posibilidad de renovación.

"Yo estoy por hacer algo nuevo. Ya está germinando ¿no se dan cuenta?". Isaías transmitía estas palabras en una época en que el pueblo de Israel estaba hundido en la más negra desesperanza. Era el peor momento para hacer promesas: ya no tenían tierra, ni rey, ni templo… Justamente, todo lo que Dios les había prometido se había terminado, como un sueño al despertar. Estaban deportados en una tierra lejana, soportando la opresión de Babilonia, que era entonces algo así como la "máxima potencia mundial". En esa situación sólo había lugar para "llorar con nostalgia de Sión". Sólo cabía refugiarse en el recuerdo de los buenos tiempos, cuando se vivía en paz y tranquilidad, cuando todo era alegría… ¿Qué perspectiva de futuro podían tener?

También nosotros, cuando estamos atravesando por un momento así de malo, sentimos que nada bueno hay en el hoy y nada bueno en el mañana: lo bueno "ya fue", lo único que vale es lo de ayer… ¿Quién no hizo suyo alguna vez el conocido lamento manriqueño: "todo tiempo pasado fue mejor"? Hay circunstancias en que es realmente impensable soñar con "algo nuevo"… Y todavía más difícil es darse cuenta de que lo nuevo "ya está germinando"… : tenemos los ojos vueltos hacia el pasado.

De aquí que, para poder abrir la tranquera de los deseos profundos, para ser capaces de levantar la cabeza hacia el horizonte de los sueños, lo primero que hay que hacer es dejar de mirar hacia atrás. Por eso, a los desanimados de ayer y de hoy Dios nos grita: "¡No se acuerden de las cosas pasadas! ¡No piensen en las cosas antiguas! Yo estoy por hacer algo nuevo". ¿Qué quiere decir esto? ¿Está mal acaso recordar el pasado? Ciertamente no. Pero esta exhortación de Isaías nos abre los ojos y nos invita a discernir.

La memoria es un regalo que Dios nos da, y como tal es buena, pero no siempre es bueno el uso que de ella hacemos. Hoy, sin embargo, pareciera que la memoria fuera siempre buena: hacemos monumentos y plazas y días de la "Memoria", y hasta la escribimos con mayúscula. Sin embargo, no es lo mismo tener buena memoria que tener memoria buena. Cuando la memoria nos estanca en el pasado, nos impide descubrir lo nuevo que Dios está haciendo en nuestra vida y no nos deja proyectarnos con esperanza hacia el futuro, entonces no es buena. Un ejemplo bien concreto de esto lo tenemos los argentinos en la manera de encarar nuestra historia reciente. Desde hace un par de años, tenemos un nuevo feriado que se llama, si no me equivoco, "Día de la Memoria". Esta "memoria" se empeña en recordar un acontecimiento que considera funesto y traumático: el golpe militar de 1976. La moraleja de esta pedagogía "memoriosa" la oímos con fecuencia: "¡ni olvido ni perdón!". ¿Por qué este empeño de gastar la memoria regodeándose en lo que es nefasto, recordando lo que es "para el olvido", en lugar de usarla para celebrar lo "inolvidable", para aplaudir lo "memorable"? La memoria buena habría llevado a actuar de otra manera: ¿no hubiera sido más positivo poner un feriado el día del aniversario del retorno de la democracia? La memoria buena es la que nos hace volver atrás, al pasado, pero como lo hacen esos autitos de juguete que andan a "retropropulsión": retroceden, pero para poder salir llenos de fuerza hacia adelante. Sólo es buena la memoria cuando es aliada de la esperanza.

Para poder abrirnos con esperanza a las promesas de Dios, necesitamos discernir y purificar nuestra memoria. Sólo cuando nos liberemos de la memoria melancólica y de la memoria rencorosa, sólo cuando descubramos el pasado como fuente de esperanza, podremos "darnos cuenta" de "lo nuevo" de Dios que "ya está germinando" en la diaria alegría de nuestra vida oculta.

jueves, 30 de octubre de 2008

De la admiración

A mi hermano Pato.
A mis amigos.
El asombro, se dice con razón, es el origen de la filosofía. De la filosofía en el más genuino de sus sentidos, en cuanto "sabiduría de vida". Parafraseando a la Biblia, me atrevería a decir: "Principio de la sabiduría es el asombro de las cosas". Muchas veces se ha hablado de las bondades del asombro, y también lo hemos hecho aquí.
Hoy, sin embargo, quisiera referirme a la admiración, que es el más alto de los asombros.
En nuestra lengua madre hay un parentesco muy estrecho entre los verbos "asombrarse" (mirari) y "admirar" (admirari), tanto que a veces son sinónimos. Sin embargo, se hacía en el uso una interesante distinción, como atestigua Beda el Venerable: "Miramur opera, admiramur virtutes" -"Nos asombramos de las obras, admiramos las virtudes"- (De ortographia). La admiración está referida, en primer lugar, a las personas. El prefijo "ad" (a, hacia) sugiere, por un lado, un asombro "dirigido", que mira a los ojos; un asombro con nombre, "personalizado". (Distinta es la mirada -más vaga y panorámica- de quien pasea y repasea los ojos embelesados por un paisaje imponente). Por otro lado, esta "dirección", este "blanco" implica una intención y una actividad en el sujeto. De ahí que en castellano el verbo "admirar" se use casi siempre como activo y transitivo: "yo admiro a alguien", en tanto que los verbos "asombrarse" y "maravillarse" revisten una forma más bien pasiva y no pueden volverse transitivos sin alterar su sentido. A diferencia del mero asombro, donde prevalece la pasividad fugaz de la sorpresa, en la admiración el asombro de un momento se convierte en una actitud permanente. La admiración es un asombro decidido. Admirar es elegir asombrarse.
La admiración, habíamos dicho, es el más alto de los asombros. Y lo es en razón de su objeto, que es la persona humana. Ahora bien, si las razones lingüísticas -siempre un poco pedantescas- no bastaron para probarlo, me gustaría hacerlo con un precioso texto de la liturgia, tomado del Prefacio común IX: "...Tú eres el Dios vivo y verdadero; el universo está lleno de tu presencia, pero sobre todo has dejado la huella de tu gloria en el hombre, creado a tu imagen."
Resulta muy normal y lógico que nos maravillemos contemplando la naturaleza: que nos asombremos unas veces de su imponente grandeza y otras nos extasiemos de su milagrosa pequeñez. Pero con más razón deberíamos asombrarnos del hombre, que es la obra más gloriosa de Dios, como dijo Ireneo: "la gloria de Dios es el hombre viviente". Esto es, precisamente, la admiración. Pero admirar muchas veces nos cuesta.
Las cataratas del Iguazú o el glaciar Perito Moreno no ofrecen ningún tipo de "resistencia" a nuestro asombro. Distinto es cuando tenemos delante a una persona, a alguien como nosotros. Ahí se hace más grande y arduo el salto entre el "mirar" y el "admirar"... El problema, pues, parece ser el hecho de que en la admiración se trata de nuestros semejantes. En esto, precisamente, radica la dificultad de la admiración, pero también su grandeza.
De hecho, la admiración es tanto menos costosa cuanto más "desemejanza" existe entre el que admira y el admirado.
La más fácil de las admiraciones -pero también la más infecunda, por extrínseca (y a veces incluso alienante)- es la tributada a esas personas que consideramos como "extraordinarias", como "fuera de serie", a quienes experimentamos tan lejanas que ya casi no las sentimos como "semejantes" sino como "sobrehumanas": de hecho, las llamamos "ídolos"...
Hay otra admiración que no por común es menos importante. Es una admiración natural y hasta constitutiva de la persona, y que "sale sola": el hijito que admira a su padre, la hermanita a la hermana mayor, el discípulo al maestro, etc. En efecto, no se puede crecer como persona sin alguien "más grande", sin estas figuras de autoridad que son a la vez objeto de admiración.
No obstante, la admiración empieza a ser más rara cuando el hijo o el discípulo crecen y se acorta sensiblemente esa distancia que los separaba de sus mayores. Con la cercanía y la paridad aparecen la emulación, la competencia, los celos y la envidia.
Por eso, la admiración más difícil es la que se da entre auténticos "pares" (hermanos con poca diferencia de edad, compañeros de trabajo o de estudio, etc.).
La "paridad" es de por sí muy ardua: requiere un fatigoso equilibrio, siempre pronto a quebrarse. Ver "parejamente" a nuestros "pares" exige el empeño constante de sostener y soportar esa tensión. Las más de las veces, cedemos al simplismo: a algunos, tendemos a "sobrevalorarlos", a otros a "infravalorarlos". En este último caso, el ejercicio de la admiración es el más eficaz de los remedios para dejar de mirar al hermano por sobre el hombro, para permitirle recobrar sus dimensiones, para permitirnos aprender de él y alegrarnos con lo que nos da.
A pesar de su intrínseca dificultad, pocos sentimientos hay tan altos y humanizantes como la admiración por un "par". ¡Qué alegría, qué gozo, qué milagro de paz cuando, en el lugar mismo donde brotaron las malezas -acaso inevitables- de la competencia y los celos, nace la buena semilla de la admiración!
Si de suyo el simple asombro expande el corazón, eleva el espíritu y por un momento nos libera del enredo de nuestras propias preocupaciones y autocuidados y nos hace perdernos en la belleza y estallar en canto agradecido, ¡qué caudal de gozo, qué fuerza liberadora tiene la admiración!
* * *
Quienes tendemos peligrosamente al narcisismo y la soberbia, la admiración no es un gusto que nos demos demasiado frecuentemente. Con todo, he tenido -gracias a Dios- algunas intensas conversaciones "admiradas" entre amigos, que guardé como "perlas" en el corazón, y cuya frecuente rumia me ha conducido a estas reflexiones.
Porque -hay que decirlo-, las bondades que tiene el admirar se multiplican cuando la admiración florece en la "confesión" abierta. Una admiración inconfesa es como una buena planta que todavía está muy cerca de esas malezas que mañana mismo pueden ahogarla o secarla.
Poder charlar entre amigos y dedicarse un buen rato a ponderar, admirados, al amigo en común; poder, entre hermanos, admirar al hermano es un acto que enaltece, libera y humaniza. Es como un lavaje de corazón, como una purificación psíquica que deja al alma agradecida y contenta. Por esto mismo, la admiración recíproca es acaso uno de los ingredientes más excelentes y saludables de toda amistad.
* * *
Ésta me parece una de las grandes enseñanzas contenidas en las densas palabras de San Pablo en la Carta a los Romanos. Describiendo la nueva vida en Cristo y los carismas de la comunidad, Pablo quiere asegurarse, por un lado, de que los cristianos se vean entre sí como "pares", como "miembros los unos de los otros" (12, 5) "en Cristo". De aquí que comience su exhortación pidiéndoles: "no se estimen más de lo que conviene; tengan entre ustedes una estima razonable". Esto supuesto, Pablo, el padre, el amigo, el experto en humanidad, quiere regalarle a su comunidad de Roma la preciosa experiencia de la admiración mutua. Y por eso les dice unos versículos más adelante: "Ámense cordialmente los unos a otros, estimando cada uno a los otros como más dignos" (12, 10).
Que Jesús nos enseñe su humildad de corazón, para poder admirarnos cada vez más entre nosotros. Así tendremos cada día la alegría de los agradecidos, porque, si vivimos admirados, vamos a estar realmente amando a nuestros hermanos, pues estaremos diciéndoles sin necesidad de palabras: ¡Qué maravilla que existas! (Cf. Josef Pieper, "Amor", Las virtudes fundamentales).

sábado, 18 de octubre de 2008

La verdad en las latitudes del amor

Hace poco más de una semana, en su monasterio de Punta Chica, murió la Madre María Leticia Riquelme OSB, abadesa de Santa Escolástica. Sólo Dios sabe cuánto de lo que hay en mí de bueno se debe a sus oraciones y a las de sus monjas, las "benes" tan queridas. Tuve el priviegio de conocerla y de que me honrara desde chico con su amistad, que me manifestó siempre con muchos pequeños gestos de cariño. Su lema abacial -una suerte de programa de vida-, estaba tomado de la carta a los Efesios 4, 15: "Veritatem facientes in caritate". Hoy, agradecido, quisiera dedicarle a ella esta pequeña reflexión, que podría tener como título, su lema, y como ícono, su vida.

Madre M. Leticia Riquelme OSB (1943-2008)

La verdad en las latitudes del amor

En nuestro idioma, y en muchos otros, hay una diferencia antigua entre los verbos "conocer" y "saber". La raíz originaria del primero (* gno-), refiere a una actividad fundamentalmente intelectual, gnoseológica. En cambio, tanto en griego como en latín, la raíz de "saber" (*Soph-, *Sap-) es la misma que la de "sabor". "Saber", en castellano, es tanto del intelecto como del gusto. Fulano "sabe" mucho; una salsa "sabe" bien. La arcaica verdad latente en el esqueleto de las palabras nos enseña que existe una íntima y misteriosa relación entre el "saber" y el "sabor".
Nos damos cuenta, entonces, de que mucho de lo que llamamos "sabiduría" no es tal. No tiene "sabor". Es, ciertamente, ciencia ("scientia") pero sabiduría ("sapientia") no. Lo mismo pasa con los "sabios": nos vemos obligados, como los franceses, a usar distintas palabras para el sabio "sabelotodo" o "sabihondo" ("savant") y otra para el sabio "sabroso" ("sage").
Es un hecho que no cualquier pensador es "sabio": no es lo mismo estudiar que adquirir sabiduría. En efecto, las más de las veces (comenzando por la literatura sapiencial de la Biblia), se reserva esta palabra no para el "intelectual" sino más bien para el anciano, para el que sabe no por haber estudiado sino por haber vivido bien, por haber experimentado (o sea, por ser un "experto" o "perito", en sentido etimológico). Bien lo dice nuestro refrán: "el diablo sabe por diablo, pero sabe más por viejo". También en la literatura cristiana encontramos frecuentemente escritos que nos presentan la auténtica sabiduría como algo distinto de la sabiduría del "mundo". Me gusta ver la cifra de este pensamiento en una vieja copla castellana:

"La ciencia calificada
es que el hombre en gracia acabe,
porque, al fin de la jornada,
aquel que se salva, sabe,
y el que no, no sabe nada".

Es decir: la sabiduría es algo práctico, en cuanto que tiene todo que ver con la vida concreta. Si no muerde la existencia, si no incide en las opciones, si no se traduce en lo cotidiano, aquello será un conocimiento, una ciencia, una doctrina, un teorema, pero jamás sabiduría. Será una "palabra muerta", al decir del de Aquino: "Así como cuando un hombre cree y no practica se dice que su fe está muerta (cf. Sant 2), a veces el hombre tiene una palabra muerta: piensa en lo que debe hacer pero no tiene la voluntad de hacerlo" (In Symbolum Apostolorum expositio, 112). Es un conocimiento muerto, porque no atrae hacia sí la afectividad, el amor.
Refiriéndose a la Eucaristía, en una frase genial, el Papa resume -a mi juicio- toda esta cuestión: "Si el mundo antiguo había soñado que, en el fondo, el verdadero alimento del hombre -aquello por lo que el hombre vive- era el Logos, la sabiduría eterna, ahora esta logos se ha hecho para nosotros verdadera comida, como amor" (Benedicto XVI, Deus caritas est, 13).
La lógica del Evangelio y la dinámica de la Eucaristía vienen, en efecto, a echar mucha luz sobre nuestro asunto. Dios nunca se reveló en solas palabras: nuestro Dios es Yahvé, el Dios liberador, el Padre de "mano poderosa y brazo extendido"... En Jesucristo, Dios es Palabra que se identifica con el acontecimiento: el Logos que se hace carne. Es todo lo contrario a la "palabra muerta": es "verdad y Vida" (cf. Jn 14, 6). En él, que es la Palabra eterna de Dios, la Sabiduría de que hablaban Salomón y Ben Sirá vuelve a ser -más que nunca- sabrosa, porque se hace literalmente alimento.
¿Cómo? Dice el Papa: "como amor". La Eucaristía es Verbum almum, Palabra nutritiva, la Sabiduría que nos prepara el vino y la mesa (cf. Prov 9, 2), porque es Amor.
Vemos, por consiguiente, cómo Jesucristo nos devuelve (con nueva y altísima profundidad) esa inmemorial verdad de "los antiguos que pusieron nombres a las cosas" (Platón): que "saber" era algo que daba gusto y hacía crecer.
Pero ahora nos devela el secreto de ese vínculo antiguo. ¿Cómo el conocimiento llega a ser sabroso? Como amor. ¿Cómo el saber se hace alimento? Como amor. ¿Cómo la verdad puede ser digerible? Como amor.
De esto que nos enseña la pedagogía de Dios en Cristo podemos extraer la siguiente conclusión: si queremos que una verdad "llegue", si pretendemos que una palabra "edifique" y enriquezca, esa verdad debe reunir dos condiciones: por un lado, debe estar "encarnada"; por otro, debe darse "como amor". Es decir, debe ser una verdad "martirial", que se expone no sólo en nuestros labios sino ante todo en nuestro testimonio de vida; y debe ser una verdad que se transmite en la firme suavidad del amor. Ésta es la verdad de los santos, que son los verdaderos "sabios".
El famoso "relativismo" actual, ese descrédito que, desde hace años, pesa sobre cualquier pretensión de una verdad que trascienda al individuo y llega a descalificar no sólo la idea de verdad sino incluso su misma palabra, hace necesario que quienes creemos en Jesucristo (el que dijo "Yo soy el camino, la verdad y la Vida" -Jn 14, 6-) aprendamos a reformular la verdad del Evangelio con el mismo lenguaje con que nuestro Maestro anunció el Reino de Dios: con el estilo humilde del amor fiel hasta la muerte. Las circunstancias de nuestra hora exigen de nosotros la valentía de proponer -de vivir- una "verdad crucificada", como dice el teólogo italiano Adolfo Russo.
Ciertamente, no es fácil "practicar la verdad en la caridad" (cf. Ef 4, 15). Día a día padecemos las tensiones y las incoherencias que tantas veces nos llevan a radicalizar todavía más el divorcio existente entre verdad y amor... Ya nos rendimos a amores fáciles y amorfos, ya nos anestesiamos con verdades rígidas e impermeables. El desafío es poder achicar cada día un poco más esa distancia, aprendiendo a conjugar la verdad en la "sinfonía" de la comunión.
A fin de cuentas, es en la Vida eterna donde se consumará la reconciliación entre palabra y obra, entre verdad y amor. Y por eso es tan lindo lo que dice San Agustín hablando -con ansias- del Cielo: "Que en ti, Señor, me encuentre con todos aquellos que se alimentan de tu verdad en las latitudes de la caridad" (Confesiones, XII, 24, 33).

martes, 23 de septiembre de 2008

El grano de trigo y el miedo posmoderno

Contra lo que a alguno le gustaría pensar, no faltan sitios del Evangelio en que Jesús habla del infierno. Hoy en día, sin embargo, se oye rarísima vez hablar de la "condenación eterna". En la práctica, muchos curas rodean o evitan abiertamente esos pasajes de la Escritura.
En todo caso, creo que si a un joven o adolescente posmoderno le habláramos de la gehenna con su "llanto y rechinar de dientes" eternos, no se le movería un pelo. Ni siquiera -se me ocurre- protestaría contra el discurso "oscurantista" de la Iglesia, como seguramente harían sus padres. Le sería lisa y llanamente indiferente; a lo sumo, le resultaría un poco antipático, nada más.
En última instancia, no me parece que el problema sea tanto el conflicto de los predicadores con la idea del infierno y con su compatibilidad con el Dios amoroso de Jesucristo: de hecho, pasa exactamente lo mismo con el Cielo, de quien ya casi nadie nos habla -a veces, ni siquiera en los entierros-. Más bien, creo que el tema de fondo es que la última generación -no sólo de "feligreses" sino también ¡ay! de predicadores- ya viene totalmente "secularizada". Y los que no vienen secularizados de fábrica, se han -nos hemos- secularizado después. Ahora bien, si hay algo que define la tan mentada secularización es precisamente el no concebir más realidad que hoc saeculum: esta tierra y esta hora, este mundo y este tiempo. Fuera de esto no existe nada.
Reflexionábamos hace poco sobre cómo la persistencia de las utopías hablaba, en el fondo, de esa tendencia ingénita en el hombre a la infinitud, a lo eterno. Pues bien, el fenómeno contrario -la "muerte de las utopías"- que hoy nos toca ver, es igualmente elocuente: el hombre posmoderno ha anestesiado su deseo más hondo, ha renunciado a la plenitud, ha desertado de la magnanimidad y de esa manera ha desistido de una felicidad última, total, universal. Con el pragmatismo del refrán: "más vale pájaro en mano que cien volando", se afana por comprar ya su bienestar aquí, y todo lo demás... ¿qué importa?
Cuando, por todo esto, la eternidad está sencillamente fuera del horizonte mental, "Cielo" e "infierno" no dicen absolutamente nada.
(Esto no quiere decir que en cada posmoderno y en cada posmodernito no esté la capacidad de eternidad y la sed de infinitud y trascendencia: la cuestión es precisamente cómo hacer para desempolvarlas, despertarlas y hacerlas crecer. Hay en esto todo un camino por pensar y hacer, de lo que no me ocupo aquí. Es, por lo demás, muy interesante que en su última encíclica Spe salvi Benedicto XVI haya querido hablarnos justamente de estas cosas...).
El hombre de hoy, entonces, no parece temerle a las llamas del infierno ni desvelarse por ese "lugar del consuelo, de la luz y de la paz", en quien "nadie estará triste, nadie tendrá que llorar". En cambio, tiene un horror congénito, un espanto visceral y atávico: el miedo a estar solo. Pero no -en primer término- a ese estar solo introspectivo y amable de Pascal y Agustín, ni a esa soledad entibiada por el Espíritu, la soledad habitada de los hombres de Dios. El hombre posmoderno tiene un miedo muy real y fundado: le tiene terror a una soledad terrible, horror a una soledad horrenda. Tiene pánico de la más desolada de las soledades: la de no tener a nadie en el mundo que lo quiera. Nadie está libre del vértigo de ese vacío. ¿Quién puede decir que no tiemble con este temor? ¿Quién está salvado del riesgo de esta soledad?
Hace poco, leyendo un interesante artículo que describía el fenómeno de las tribus urbanas, me quedé impactado con la profunda confesión de uno de esos adolescentes: "Antes era emo. Me había hecho por problemas personales. En la primaria nadie me hablaba, hasta que me hice emo y encontré amigos" (La Nación, 15-09-2008, p. 16). Con tal de no quedarse solos, muchos chicos son capaces de identificarse con alguna de estas tribus, lo cual supone, sí, conseguir amigos, pero también auténticos enemigos (están los floggers y los antifloggers, los emos y los antiemos, etc.). Queda de manifiesto que les es preferible padecer corporativamente burlas, e incluso golpes, a estar solos. Y esto no es más que un botón de muestra, como la punta del iceberg de nuestra situación cultural.
Jesús, acaso pensando en sus oyentes "secularistas" (que entonces los había -tampoco nos creamos originales...-) no sólo habló de las consecuencias eternas -buenas o malas- de la opción vital de creer en él y de seguirlo o no; también se refirió a las consecuencias "seculares", al "ahora, en este tiempo" (Mc 10, 30): "En verdad, en verdad les digo que si el grano de trigo que cae en tierra no muere, se queda solo; pero si muere, da mucho fruto" (Jn 12, 24).
"Se queda solo". Será que se me ganó la posmodernidad por la ventana, porque a mí estas solas palabras, que no son ni siquiera una exhortación, me hacen estremecer más que las amenazas del infierno. "Se queda solo"... Es, rigurosamente, la explicitación del miedo más hondo y primitivo del hombre -también del hombre de hoy-, dado que es la contracara del deseo de los deseos, que es amar y ser amado ("quid autem volebat nisi amare et amari?", confiesa San Agustín).
Pienso, por eso, que con esta enseñanza, de la entraña del Evangelio, Jesús alcanza la entraña misma de la posmodernidad secularista, hiriéndola y sanándola a la vez.
Fiel a sí misma, la Palabra de Dios que se hizo carne nos habla en un lenguaje que podemos entender. Les habla a nuestros miedos y a nuestros deseos más vivos y concretos. Nos toca y nos hace "arder el corazón". De este modo, con pedagogía de buen Maestro, antes de darnos recetas, nos inquieta y suscita en nuestros corazones la pregunta: "¿Qué debemos hacer?" (Hech 2, 37). "Señor, tenemos mucho miedo. ¿Qué hacemos para no quedarnos solos?"
La respuesta de Jesús no es una frase más de alguno de sus discursos. Está en el meollo dramático del Evangelio de Juan, en el momento justo en que él, finalmente, descubre que "ha llegado la hora" (Jn 12, 23), esa hora "para la que ha venido" (cf. Jn 12, 27). La imagen del grano de trigo es la manera como Jesús entendió esa "hora" suya; el modo como concibió su "glorificación" (cf. Jn 12, 23). En el fondo, es el testimonio de cómo asumió y encaró su misión en el mundo. La imagen del grano de trigo es como la autobiografía de Jesús.
Si admitimos, entonces, que, tocando el tema de la soledad, Jesús alcanza y conmueve el corazón del secularismo posmoderno, no es menos cierto que con su paradójico proyecto ("morir para dar fruto") "mete el dedo en la llaga": hiere la fibra acaso más íntima de la cultura actual.
Un lúcido analista de nuestra sociedad "posmoral", Gilles Lipovetski, dice: "Ya no es verdaderamente inmoral pensar sólo en uno mismo. (...) La nueva era individualista (...) ha desculpabilizado el egocentrismo y ha legitimado el derecho de vivir para uno mismo. (...) El individualismo contemporáneo no es antinómico con la preocupación de beneficencia, sino con el ideal de la entrega personal: se quiere ayudar a los otros pero (...) sin dar demasiado de sí mismo" (El crespúsculo del deber, Anagrama, pp. 131-133).
La propuesta de Jesús, enunciada con la imagen del grano que muere y reforzada a continuación, es la oposición más cabal que cabe a esta "posmoralidad": "El que ama su vida la perderá, y el que odia su vida en este mundo la conservará para la Vida eterna" (Jn 12, 25). La ecuación que Cristo nos ofrece hace estallar nuestra lógica: el que ya en este mundo no quiera quedarse solo, que "odie" su vida de este mundo. Sólo perdiéndola conservará su vida en una Vida más plena, eterna. El "yo" no es conservado con el "egocentrismo" sino solamente con la audacia de vivir como Jesús: de hacer de la existencia "pro-existencia", de "renunciar a sí mismo" y ser todo para Dios y todo para los demás.
De este modo, con admirable pedagogía, el Maestro nos lleva, desde nuestro temor actual de "quedarnos solos" en este mundo, a la perspectiva de una vida fecunda ya aquí pero que va abriéndose a la eternidad.
A fin de cuentas, Jesús nos invita, dándonos su Espíritu, a que hagamos propio su camino. Él nos propone la única verdadera solución al terror del vacío y la soledad: una vida llena de sentido. Sin embargo, se levanta aquí una objeción preocupante: la "muerte" que él nos muestra como camino conlleva también una gran soledad. ¿Quién nos asegura que por huir de una soledad no vayamos a dar a otra peor? Pero justamente Jesucristo, el Crucificado, tiene la autoridad moral para señalarnos la senda. Pues ¿quién como él compartió hasta el extremo nuestra angustia? Él, que fue traicionado hasta por sus mejores amigos y se sintió abandonado incluso de Dios (cf. Mc 14, 34), vivió de tal manera que, incluso en medio de la soledad más dura, la de la muerte, sabía en todo momento que no estaba solo, porque el Padre estaba con él (cf. Jn 16, 32).
Y hoy, resucitado y lleno de fruto, nos repite una y otra vez al oído, al corazón un poco asustado: "No estás solo. No te quedes solo... Yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo" (Mt 28, 20).

jueves, 4 de septiembre de 2008

¿Hay lugar para la utopía?


Parece -me cuenta mi amiga g.a.d.- que a Saramago no le hacen gracia las utopías. Dice el escritor que han traído muchos más daños que beneficios, y que si pudiera borraría la misma palabra "utopía" de los diccionarios. Lo cierto es que Saramago no está solo, y que desde hace años se habla del "fin de las utopías".
No se trata de negar ingenuamente todo el potencial nocivo que de hecho tuvo en nuestra historia el empeño por llevar las utopías a la práctica. Pero eso no es culpa de las utopías sino de quienes no supieron entender que justamente las utopías son y deben ser siempre "utópicas": es decir, que siempre han de conservar su carácter de "in-ubicabilidad", de no poder ocurrir, de no poder "tener lugar" aquí y ahora.
Sir Thomas More, el brillante humanista inglés que acuñó el término al publicar su famosa obra "Utopia", conocía más que bien la ingente distancia que separaba la isla del rey Utopo de su propia isla brumosa...
De cualquier modo, me parece que la recurrencia de las utopías en la historia de los hombres es por demás elocuente. El pertinaz recurso a lo utópico manifiesta algo inherente a nuestro ser, un deseo medular y potente. En cambio, la tendencia materialista y divanesca -todavía tan frecuente- de cajonear desde el vamos cualquier deseo de plenitud con el injusto rótulo de "proyección" se me antoja cada vez más intelectualmente insulsa.
En el cristianismo -esto tan irremediablemente paradójico- hay "topos" (lugar) para la "ou-topía". Por poner unos botones de muestra, miremos Isaías 2, 1 y ss.: "Sucederá al final de los días (...) pueblos numerosos con sus espadas forjarán arados, con sus lanzas, podaderas. No levantará la espada una nación contra la otra, no se adiestrarán para la guerra." O Isaías 11, 8 y ss.: "El lobo habitará con el cordero, y el leopardo se recostará junto al cabrito (...) el niño de pecho jugará sobre el agujero de la cobra, y en la cueva de la víbora meterá la mano el bebito recién destetado." O el final del Apocalipsis: "Ya no habrá ninguna maldición (...) Tampoco existirá la noche, ni les harán falta las lámparas ni la luz del sol porque el Señor Dios los iluminará(...)"(22, 3.5). O, mucho más cercanos, los célebres pasajes de los Hechos de los Apóstoles como éste: "Todos los creyentes vivían unidos y ponían todo lo suyo en común: vendían sus propiedades y sus bienes y distribuían el dinero degún las necesidades de cada uno (...) comían juntos con alegría y sencillez de corazón, ellos alababan a Dios y eran queridos por todo el pueblo" (2, 42 y ss.). (Quienes vivimos todos los días en una comunidad eclesial sabemos lo importantes y necesarios que son estos pasajes, y a la vez ¡ay! lo utópicos que son... ).
Es cierto que, al menos desde Feuerbach y Marx, una de las más persistentes críticas al cristianismo ha sido precisamente esa: la de regodearse en la promesa de un utópico "cielo" y de descuidar la tierra y la vida que de hecho tenemos hic et nunc. Después del Concilio Vaticano II (p. ej. Gaudium et Spes, 39) creo que la Iglesia se ha hecho cargo de la objeción: incluso en nuestros días, Benito XVI nos da una linda respuesta a ella en la encíclica Spe Salvi.
La concepción cristiana de la escatología (la plenitud está ya, pero todavía no consumada) puede redimir el género utopía, que sin esta segunda cláusula ("todavía no") puede, por cierto, causar mucho daño. La resurrección de Jesús inauguró ya un "cielo nuevo" y una "nueva tierra": en él, la muerte ya ha sido vencida... Y ¿acaso hay algo más utópico? "La muerte ha sido vencida. ¿Dónde está, muerte, tu victoria?" (1 Co 15, 54-55). ¡Este es el carozo de las utopías! Por otra parte, ¿no vivió Jesús mismo -y enseñó- un tipo de vida bastante utópico ("presenta la otra mejilla", "amen a sus enemigos", las bienaventuranzas, etc.)? Claro: se puede responder que nuestro mundo real y concreto aniquila las utopías, como aniquiló en una cruz a Jesús de Nazareth y en los circos romanos a sus primeros seguidores.
Pero la genialidad de Dios está en que, a diferencia de las "utopías" que Saramago deplora, la "utopía" de la salvación y de la nueva creación en Jesucristo no se saltea el sufrimiento, el pecado y la muerte, sino que los asume y atraviesa. La gran novedad es que, en Cristo, el fracaso es la victoria, la muerte es la vida, la cruz es la exaltación y la gloria. Él ya ha vencido. El "todavía no" es nuestro tiempo de vivir, el "tiempo favorable" y oportuno para que nosotros, libremente, dejemos que el mismo Espíritu de ese Jesús nos lleve por aquel camino que, atravesando la muerte, desemboca en la vida plena.
La verdadera utopía no es, por lo tanto, la que lleva a sacrificar a miles personas con tal de establecer el ideal de la nueva humanidad, sino la que es parida en lo secreto de cada día por aquellos que saben entregar la propia vida por sus hermanos.
En este sentido, no es casual que el inventor de "Utopia", Thomas More, ese fiel canciller de Enrique VIII, pero antes fiel súbdito de Dios, haya identificado su vida con Cristo al punto de morir como él: dando testimonio de la Verdad. Sin duda, sabía muy bien de qué se trataba la verdadera utopía.

lunes, 25 de agosto de 2008

Tardecita de agosto

Ya hace unos días que empecé nuevamente a rezar en el parque de la parroquia. Las tardes están lindas, ya no hace tanto frío, los días son más largos...
Cada vez que viene un amigo a visitarme, hago unos mates y nos vamos a charlar a algún rincón del parque que tenga, en verano, la intimidad de la sombra, y, en invierno, la acogedora calidez del sol. Me encanta poder hacer lo mismo con Dios, que es "el campo que me tocó como herencia": salir al parque y tomar unos mates con Jesús.

A lá hora de la oración
-sí, señor, todos los días-
cuando acalla sus porfías
el día, con su canción,
otra vez prendo el fogón
y, abajo de unos acacios,
me pongo a matear despacio
y a charlar con el Patrón.

El parque de la parroquia es grande. Es el marco, el amortiguador vegetal necesario para que nuestra capilla decimonónica no se estrelle contra la policroma modernidad suburbana. Sus árboles y plantas son como un resumen de nuestra identidad: conviven en él eucaliptos, acacios y criollísimos talas y ombúes -recuerdos de su no tan lejano pasado, cuando era estancia de los Pacheco- con finas casuarinas, altas palmeras y elegantes pinos, todos en la irreprimible comunión de un vehemente sotobosque de cañas, hiedras y ñangapiríes. Sus sectores más europeizantes tienen el pasto cortado, pero a mí me gusta instalarme en la hojarasca umbría del bosque nativo, donde juegan los zorzales y resuena más solemnemente la noble labor del pájaro carpintero.
Después de la siesta, a eso de las cuatro y pico, ensillé el mate y salí, con una mantita al hombro, la Biblia y una silla de jardín. Al principio me quedé quieto un ratito, como quien junta migas de silencio en una parva. (Desde el fondo del parque, los apurados gritos de la ruta cercana quedan como difuminados en un lejano murmullo vago y constante: al rato, con un poco de buena volutad y un mucho de empeño lírico, uno se convence del silencio...). El sol convalesciente de agosto estaba todavía bastante alto y sus dedos, entre los árboles, se estiraron audaces hasta mi cara como queriendo convencerme de que no habían olvidado el tibio arte de sus caricias.
Como siempre, antes de abrir la Biblia, traté de leer esa otra Biblia de los iletrados y los sencillos, ese hermoso prefacio a la Revelación que es la naturaleza. Y me quedé ahí.
El sol cayente resaltaba, con sus rubias miradas, distintos sectores del parque, destacando acá el invisible empeño de una tela de araña perfecta, más allá una concentrada danza de mosquitos precoces, y al fondo una alegre colonia de florcitas amarillas.... Y allá a lo lejos, en medio del profundo verdor de los pastos altos, un machetazo de luz de entre las hojas parecía estar degollando a un canoso "panadero". Como enaltecidos por este lateral juego de luz en retirada, los pastitos en medio de la tierra seca desplegaban una vitalidad nueva, ensayando frágiles bracitos que bostezaban frescura.
Pero este mundillo verde y vívido que el sol iba desnudando ante mis ojos estaba rodeado de los esqueletos grises del invierno. Confinadas en la sombra, como en vegetales fosas comunes, se acolchonaban las hojas muertas, víctimas del último otoño. Las acacias negras estiraban sus tensas manos estériles contra el mórbido cielo del este, esgrimiendo el agostado pretexto de unas pocas chauchas solteronas. Levantando la mirada, nada desdecía al invierno imperante. El verde neutral de los eucaliptos y pinos no hacía sino reforzar el marrón despojado de las ramas secas. Ni las calandrias ni los zorzales quebraban el silencio tristón del atardecer, despedido solamente por el responso lloroso de las palomas. Era agosto.
Y sin embargo, si mis ojos se detenían en la punta de una ramita cercana, descubrían la audacia indecente de los ínfimos retoños desafiando, como otros Davides, al inmenso Invierno filisteo.
* * *
Entonces pensé que la tardecita de este agosto es como yo. Más aún: que la vida del hombre es como estos días del invierno terminal. Porque no es cierto que nuestros días sean siempre la aridez y el frío triste del invierno. Y ¿quién diría que su vida es como una eterna primavera? En cambio, creo que el tiempo de vivir es una urdimbre incoherente pero fascinante de luz y de sombra, de gozo y de dolor, de vida y de muerte.
Por momentos cantamos bajo la tibieza del sol de la vida, y florece nuestra alegría y se despliega nuestro vigor. Los signos de la caducidad y de la muerte, sin embargo, nos envuelven por todos lados. Y a veces ese abrazo frío se estrecha y nos invade: toda nuestra frescura y nuestra vitalidad se queman con la cruel cachetada de las heladas tardías. Pero basta que brille el sol un domingo para que un pimpollo nuevo se asome, incorregible, en la herida todavía abierta del retoño que murió. En nuestra vida, como en esta tardecita de agosto, saben vivir juntos el victorioso canto del primer zorzal y el silencio fúnebre de los grillos dormidos; la osadía blanca de los ciruelos y azahares y la tenacidad cadavérica de los árboles pelados.
Sin embargo, no es cierto que la vida del hombre sea una guerra eterna entre la vida y la muerte. En nuestra historia, como en este agosto, el invierno está irreversiblemente vencido, aunque en algunos sectores siga enseñoreándose de sombra y de frío. La vida, inexorable, está creciendo en lo oculto, y aunque pierde los primeros combates y yerra sus primeros tiros, su victoria flamea ya en el estandarte triunfal del prunus en pura flor.

* * *

Cuando el invierno de la historia parecía más duro que nunca, brotó el renuevo primero, cantó el primer zorzal, "floreció el almendro": resucitó Jesús. Desde entonces, la muerte está herida de muerte, y el Reino de la Vida crece misteriosa pero inexorablemente, como la semilla bajo la tierra helada, como el retoño nuevo de esta tarde gris.

"En medio del invierno, floreció el almendro..."

jueves, 21 de agosto de 2008

Amor, matrimonio y celibato: pensamientos en voz alta

Día por medio, el tema del celibato o algunas cuestiones de moral vuelven a aparecer en los diarios y en las sobremesas de algunas familias argentinas (aunque no sea más que para confirmar el pragmático axioma de que "de religión y de política no se habla"). Están en una cabecera quienes se rebelan contra la Iglesia (son los "desobedientes", aunque estén, muchos de ellos, obedeciendo de hecho a los "vaticanistas" y opinólogos de La Nación o de Clarín...), y, en la otra, aquellos para quienes ya discutir y cuestionar el tema les parece un pecado. Entre medio tenemos opinadores como un "salad bar": de todos los colores.

Como si estuviéramos en familia, en una sobremesa amablemente tensa, permítaseme pensar en voz alta algunas ideas con respecto al celibato y al matrimonio.


_ A mí me parece que está bien que podamos discutir estos temas, aunque la disciplina eclesiástica no vaya a cambiarse y aunque el Papa y los Obispos ya se hayan expedido al respecto: pensar y repensar los temas no nos convierte en rebeldes ni en herejes, sino en cristianos obedientes pero que quieren obedecer "con todo el corazón", entendiendo y encarnando lo más posible las normas, y no "porque es la ley"... que sería más propio de un kantiano que de un católico. La inteligencia también es un don de Dios, y -como dice Larralde: "por rispeto al regalo"- tenemos que aplicarla y "obedecer" no significa renunciar a ella.
Si hoy el celibato o la fidelidad matrimonial hasta las últimas exigencias no se entienden, está bien que lo podamos decir y que lo podamos discutir: ¿vamos a ocultarlo y fingir que está "todo bien"?
Tanto en el tema del celibato como en el de la fidelidad matrimonial el tema de fondo es el amor. Pero una dificultá está en que no hablamos de la dimensión puramente humana del amor o de la fidelidad sino de sacramentos cristianos, signos del Amor de Jesucristo. Para poder vivir bien tanto uno como la otra hace falta una profunda espiritualidad. Aunque no faltan argumentos humanos o filosóficos para explicar la fidelidad matrimonial para toda la vida, los cuestionamientos que hoy muchas veces se hacen a ella me parecen muy atendibles y entendibles. Poder vivir la fidelidad hasta el punto de no volver a "casarse" si fracasó el matrimonio (y aguantar una suerte de "celibato" no buscado), requiere mucha ayuda de Dios (que Él siempre da) y entender y vivir muy bien la espiritualidad del sacramento del matrimonio, que está llamado a ser signo del "amor de alianza de Cristo y la Iglesia". Es decir, se trata de vivir la fidelidad con mayúscula que sólo Dios, con su fidelidad hasta la muerte, puede engendrar en nosotros como respuesta. Sin esta experiencia espiritual, es lógico que no se entienda el "condenarse a una continencia no querida". (Por supuesto que puede haber gente que la viva externamente bien, pero hipócritamente. Esos tendrán que afrontar el problema sin cobardías disfrazadas de obediencia religiosa.) Pero eso no quita que haya muchos que la viven bien, desde lo más hondo de sus decisiones vitales. Esta fidelidad vivida hasta las últimas consecuencias es un testimonio ante el "mundo" -que no lo puede entender- de la presencia (en nosotros -la Iglesia- por el Espíritu Santo) de un amor fiel hasta la muerte, de un amor que perdona a los enemigos, de un amor que nos supera: el amor de Jesús.
El celibato es también una cuestión de amor, y es otra manera de vivir respondiendo y reflejando el amor de Jesús. Sin comprender la espiritualidad que lleva consigo, el celibato no se entiende, y está bien que no se entienda, que sea "signo de contradicción". Más allá de las conveniencias prácticas, que son mucho más discutibles, está el celibato como una manera de vivir como Jesús vivió. Es una puerta abierta a que el amor de Dios lo tome a uno por completo. Un "hacerse capacidad" no para "quedarse con las ganas" sino para poder consagrarse por entero a Dios y a su Reino. Si la sexualidad humana está para expresar el amor dado y recibido entre dos personas, en este caso es igual: los célibes expresamos con nuestra sexualidad "silenciosa" un amor que quiere ser a todos pero sin exclusividad con nadie... como fue el de Jesús. El celibato está al servicio del amor, está para poder querer "con todo" a Dios, y "desde" este amor, querer mucho a muchas personas a las que nunca hubiéramos querido si nos hubiéramos entregado a un amor exclusivo en la vida familiar. Ejemplo paradigmático de celibato ideal: la Madre Teresa, una "máquina de amar" sin más límites que la limitación de ser un ser humano... Un cura "solterón", es decir, un cura que no quiere a casi nadie, y nunca está disponible, y vive cómodo e instalado y no se gasta por los demás, por más que viva perfectamente bien la continencia, no es un verdadero célibe. Un cura que esté viviendo bien su celibato está amando mucho y siendo muy amado, y por eso está feliz como persona. Yo he conocido y conozco curas así, y su testimonio me invita a seguir caminando. Por ahora soy un proyecto de cura célibe, y aunque la Iglesia me permitiera casarme, eligiría el celibato, porque siendo consciente de sus muchas dificultades estoy, sin embargo, convencido de su bondad.
Muchas veces, es cierto, tengo miedo de convertirme en un solterón y de no vivirlo bien. Y para eso confío en la gracia de Dios y en la oración de ustedes...

miércoles, 6 de agosto de 2008

Monturero cué

El verso de abajo es un "estilo" que le hice al monturero de "El Rodeo", añorada guarida de cueros y recuerdos. ¡Cuántas veces, en las siestas de tormenta, me iba a cobijar en esa casita entrañable, y enancado en las monturas, me pasaba horas enteras mirando llover por la ventanita desvencijada, drogándome con el incienso de la lana mojada y con el delicioso golpeteo de la lluvia en el techo de chapa...! Era un pequeño edificio, muy gauchito, de la época de mi bisabuelo, de paredes blancas y molduras de color ocre, abrazado en los pies por una veredita de ladrillos. Estaba erguido en la entrada del monte, en el lugar mismo donde nacen casi todas sus avenidas y calles, de modo que quien venía por ellas lo veía siempre allá adelante, firme como un soldado apostado contra el horizonte. Lo prologaba un criollo palenque de fierro que hizo mi padre antes de que yo aprendiera a recordar, y un añoso eucalipto, a su lado, le prestaba su trémula sombra y lo regaba o de hojas largas o de florcitas tenues. Uno de esos días de viento furioso, el arbolazo amigo, cansado de pechar el Sur, dejó caer su brazo envejecido, y el monturero, quebrado el espinazo, se vino abajo. Mi amigo Santi Madero, que pasó esos días por el camino, me pintó el lúgubre escenario. Y yo me juré a mi mismo reconstruirlo. Pero cuando pude volver al campo, sólo después de algunos meses, miré al fondo de la calle y no vi más que el palenque desolado y, junto a él, una tristísima tapera de recuerdos, poblada de cardos y vacío.

Tardé bastante, pero al fin cumplí mi propósito, y reconstruí las cuatro paredes del monturero con estas cuatro décimas criollas. Y le dejé en el techo, como un bautismo, la primera lluvia de mis lágrimas.

martes, 5 de agosto de 2008

Responso de un monturero (estilo)

Fuiste el viejo monturero
de la estancia "La Victoria",
centinela de la historia
en "La Loma del Rodeo";
por eso, cuando te veo
sin remedio derrotado,
siento que se ha terminado
con vos parte de mi vida,
que arrastraste en tu caída
lo mejor de mi pasado.

Aún adivino tu estampa
recortando el horizonte
en el ojo donde el monte
se abre a la luz de la pampa...
Ya no veré el sol que estampa
besos de oro en tu costado,
como cuando, ya cansado,
me llegaba hasta tu alero
como hasta un altar campero
a ofrendarte mi recado.

Eras el templo sagrado
guardián de pilchas camperas:
riendas, matras, encimeras
y cueros amontonados;
al fondo, varios recados
en el aire galopaban,
y al entrar se destacaba,
por su criolla distinción,
el recado del patrón:
mi abuelo, Don Jaime Achával.

Ya es una imagen perdida
ver toda la caballada
en tu palenque ensillada
antes de la recorrida.
Ya tu presencia extinguida
cubrió el yuyo y la maleza,
y me gana la certeza
que a tu palenque olvidado
quisiera morir atado
con un cabresto 'e tristeza.

San Isidro, 30 de noviembre de 2005

miércoles, 9 de julio de 2008

Oración por la Patria a María de Itatí

Hoy, 9 de julio, como todos los años, hay entreverados en el corral de mi corazón dos sentimientos pidiendo campo. Son el cariño devoto a la Virgen de Itatí, cuya memoria litúrgica celebramos este día, y el amor a la Patria que cumple un nuevo aniversario de la declaración de su independencia. Hay años en que los dos sentimientos cabrestean a la par por un camino de alegría y se me desbocan en un solo galope de gratitud. Pero este año, más que otros, el amor al país tironea y me hace doler. Y no se me ocurre otra manera de "abrir la tranquera" que pedirle por nuestra Patria a la Virgen.
"Tierna Madre de Itatí", vos resumís en tu "carita de nogal" los rasgos más delicados de la belleza criolla; sos una imagen pura de esa sociedad colonial que nos enseñó a creer en tu Hijo Jesús. Mirando a través de tu femenina "mantilla de ñandutí", redescubrimos, transfigurados, los colores de las "Provincias Unidas" que deberíamos ser. Vos fuiste y seguís siendo un signo de que Dios no está lejos de nosotros, de que Él quiere ser "Ñande Yara" -Nuestro Dueño-, de que los vericuetos del río de nuestra historia no le son ajenos. Virgencita de Itatí, blanca piedra fiel en medio del río corriente, bendecí hoy, una vez más, el agua limpia y profunda de nuestra identidad, para que riegue y empape el corazón de todos los argentinos. Y no dejes, Madre nuestra, que las represas del orgullo, la división y el odio puedan con ella. Amén.

lunes, 30 de junio de 2008

Rezar: seguir al Caminante

"Al verse rodeado de la multitud, Jesús mandó ir hacia la otra orilla. Entonces, se aproximó un escriba y le dijo: Maestro, te seguiré a donde vayas. Jesús le respondió: Los zorros tienen sus cuevas y los pájaros del cielo sus nidos, pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza" (Mt 8, 18-20).

El escriba que nos relata Mateo tiene un espontáneo y lindísimo deseo: seguir a Jesús. Muchas veces, nuestras mejores intenciones son como la de él. Queremos, en efecto, seguir a Jesús. Creemos ciertamente que él es nuestro Maestro. Y quisiéramos decirle, nosotros también: "te seguiré a donde te vayas". ¿Qué es ese "dónde"? No parece, por el final de la historia, que el escriba pensara en un "adondequiera"… sino más bien en un lugar concreto. El contexto y la repetición, en griego, del mismo verbo (apérjomai), ayudan a entenderlo así. Un versículo antes, de hecho, Jesús había ordenado irse del sitio donde estaba, hacia la orilla.
La respuesta de Jesús es sencillamente negar todo "donde". "El Hijo del hombre no tiene dónde…". El seguimiento de Jesús, por lo tanto, es un seguir continuo, sin descanso, sin "reclinar la cabeza". "Caminar, caminar, caminar…", como los reseros de Don Segundo Sombra. Seguir a Jesús supone la des-instalación permanente.
Quien tiene por identidad seguir a Jesús, necesita saber, cada día, a dónde va. Rezar es, justamente, el silencio que hacemos en nuestra vida para escuchar la voz de este Maestro, Jesús, que nos dice la voluntad, las "palabras" del Padre (cf. Jn 3, 34; 14, 10). Y la búsqueda de la voluntad de Dios es un elemento esencial de la oración cristiana ("Hágase tu voluntad"). Por eso la oración pide el pan cotidiano: ese alimento de cada día es hacer la voluntad de Dios (cf. Jn 4, 34).
La oración, entonces, es mirarnos en el espejo de la Palabra de Dios –donde quien nos habla es Jesús- y renunciar, cada día, a esos "dondes" en que hemos terminado, una vez más, reclinando nuestras cabezas. El único sitio donde el discípulo apoya la cabeza es Jesús mismo (cf. Jn 13, 23). ¡Pero el caso es que Jesús mismo está siempre en camino y "no tiene dónde reclinar la cabeza"! Por eso, el descanso del discípulo nunca pasa por decir: "¡Hasta acá llegué! ¡No sigo más!", porque en la medida en que se detiene y deja que el Maestro se aleje, se queda sin ese "seno" donde recostarse, sin ese "yugo liviano" que lo alivia de la fatiga.
La vivencia del profeta Elías nos enseña que para experimentar la presencia de Dios hay que estar dispuestos a dejar la cueva de nuestras seguridades y atreverse a "salir y exponerse ante el Señor" (cf. 1 Re 19, 9 ss.). Lo mismo se aplica a la oración. Para que la oración sea de veras el espacio en que escuchar la voz del Maestro, se necesita, como condición previa, la disponibilidad de querer seguir caminando y de dejar la comodidad en que uno está instalado. "¡Sígueme!". Sin esta actitud premisa, la oración es estéril. Si Jesús -que es el Maestro- está siempre andando, nadie puede oír y entender sus palabras si se queda quieto al costado del camino. Para poder entender la Palabra es necesario haberse puesto en camino como el Señor… Sólo entonces, yendo siempre al tranco a la par de Jesús, podemos oír la explicación del Maestro que toca nuestra vida y hace "arder el corazón" (cf. Lc 24, 13 ss.).
Caminar, caminar, caminar...

viernes, 27 de junio de 2008

El rostro de Jesús (II)



El "anonimato facial" de Jesús

"Oigo en mi corazón "busquen mi rostro";
tu rostro buscaré, Señor, no me escondas tu rostro." (Sal 26, 8-9)


Todos nos habremos preguntado más de una vez cómo es el rostro de Jesús. Tal vez yo me lo planteo seguido porque casi no hay imágenes de Jesús que me convenzan. El rostro de Jesús es un aspecto esencial de esa genialidad inaudita que es la encarnación, y acaso una de sus consecuencias más sugerentes... En efecto, la cara de Jesús de Nazareth es "el rostro humano de Dios". "Todo un Dios" reside en y se expresa con una mirada, con una sonrisa, con unos gestos humanos únicos, concretos, singulares... ¿Qué discípulo del Resucitado no quiere ver la cara de Jesús?
Y sin embargo si hay algo que el Nuevo Testamento justamente no hace es dejarnos una descripción física de Jesús. ¡Qué misterio! Ningún evangelista recogió tradiciones que nos hablen de cómo era el rostro de Jesús, de cómo era su sonrisa, del color de su mirada. Esa mirada fulminante de amor hondo que encontramos en Mt 9, 9: la que solita hizo que un publicano dejara todo y lo siguiera como hipnotizado...
¡Qué ganas de haber sido uno de los contemporáneos de Jesús, de haberlo visto así, en primera fila...! Pero siempre me consuelo de esta insatisfacción congénita pensando que, a fin de cuentas, al Resucitado no puede nadie reconocerlo de entrada o por su propia cuenta, y que si estuviera allá me pasaría como a la Magdalena, que creyó que era el jardinero, o como a los discípulos, que lo creyeron un fantasma o un caminante mal informado...
Creo que si le preguntáramos a quienes vieron a Jesús el porqué de este silencio nos hablarían de inefabilidad. Si Santo Tomás de Aquino, después de una experiencia mística, quiso en un arranque quemar todas sus quaestiones y quaestiúnculas porque eran como paja comparadas a lo que había visto, pienso que lo mismo les pasaría a los discípulos ensayando una descripción de Jesús... Al final, deben de haber dicho: ¡Es imposible! ¡Es inútil! ¿Cómo atrapar en palabras su mirada? ¿Cómo fosilizar su sonrisa en adjetivos? ¿Cómo congelar la frescura de sus gestos?
Pero también pienso en por qué Dios en su plan revelador no habrá querido dejarnos en su Palabra los rasgos físicos de su Hijo. Y entonces me acuerdo de Mateo 25... Tata Dios hizo que, por la encarnación, el rostro de cada hombre necesitado (y ¿qué hombre no lo es?) fuera también el "rostro divino" de Cristo. La identificación es estricta: "¿pero cuándo te vimos (...)?" preguntan los hombres en el juicio. Y Jesús les asegura que él estaba en cada hermano pequeño: "a mí me lo hicieron".
Por eso para quienes se toman en serio el Evangelio esta pregunta por el rostro de Jesús no tiene sentido. Ellos (pienso, una vez más, en la Madre Teresa) son los "puros de corazón" que "verán a Dios" (Mt 5, 8). Los mismos que pueden de verdad "reconocerlo en la fracción del pan" (Lc 24, 35), y por eso, viviendo en su mismo Espíritu, se parten ellos mismos y se entregan cada día haciéndose prójimos del Jesús pequeño en los hermanos.
No hay tal "anonimato facial" de Jesús. En el rostro de Jesús, Hombre perfecto, Hijo e Imagen del Padre, cabe el rostro de cada hombre, creado a imagen de la Imagen y llamado a ser hijo en el Hijo.

viernes, 13 de junio de 2008

El rostro de Jesús

A la heredera de Tío Pico, bendiciendo a Dios por cada una de sus arrugas.
El rostro de Jesús y nuestro propio rostro
“Muchos quedaron horrorizados a causa de él, porque estaba tan desfigurado que su aspecto no era el de un hombre y su apariencia no era más la de un ser humano.” “Despreciado, desechado por los hombres, abrumado de dolores y habituado al sufrimiento, como alguien ante quien se aparta el rostro, tan despreciado, que lo tuvimos por nada. Pero él soportaba nuestros sufrimientos y cargaba con nuestras dolencias, y nosotros lo considerábamos golpeado, herido por Dios y humillado.” (Is 52,14, 53,3-4)

Aquel mediodía de Jerusalén, una mujer, sin pensarlo demasiado tal vez, se abrió paso audazmente entre la multitud y secó el rostro ensangrentado de Jesús, sin hacer caso de las reacciones de la gente. La osadía de compasión de la Verónica la impele a acercarse a la cara de Jesús desfigurada por el dolor y las afrentas, ante la cual todos apartan los ojos. Es el rostro del que nos habla Isaías, "tan desfigurado que su aspecto no era el de un hombre". ¿Qué vió ella en ese condenado, para hacer lo que hizo?

Ese mismo hombre desfigurado por los azotes, la corona de espinas y los golpes, había sido poco antes presentado al pueblo por el procurador romano. Según el evangelio de Juan, Pilato presentó entonces a ese Jesús con estas solemnes palabras: "Ecce homo", "He aquí al hombre". Pilato no sabía la gran verdad que pronunciaba, pero el evangelista (y nosotros), sí. Y es que, en efecto, ese Jesús es "el hombre" sin más, el hombre nuevo presentado a los hombres, el verdadero hombre que viene a restaurar y a mostrarnos, con su vida entregada, nuestro auténtico rostro, nuestra verdadera identidad.

Esa mujer valiente entendió que ahí había un hombre, que "ése era el hombre". La corajuda compasión de la Verónica supo ver adentro lo que no vio afuera la exquisita pusilanimidad de Pilato. Su sensibilidad desempañó el espejo frío de la hermosura meramente externa. Verónica descubrió en esa cara desfigurada al "más bello de los hombres" -como dice el salmo 44, que la liturgia del Lunes Santo le aplica al Cristo "sin aspecto atrayente, sin gracia ni belleza"-.

Sería difícil que salieran mujeres así de nuestras multitudes de hoy. De hecho, muchas veces el culto a la superficialidad en que vivimos nos impide esta hondura. Aquella Verónica, podríamos decir, trascendió la "cultura de la imagen". En cambio, pareciera que esta imagolatría de la belleza de nuestra sociedad termina deshumanizándonos: hace que no respetemos nuestra propia identidad ni la de muchos hermanos nuestros, a quienes finalmente dejamos de lado.

Es el caso de las cirugías estéticas (no, claro está, las más "terapéuticas"), contra las cuales esto puede considerarse una especie de manifiesto. Quienes se someten a ellas hacen gala, la mayoría de las veces, de una gran pobreza: han perdido la sensibilidad que les permitiría ver la belleza surcando sus rostros añejados. No han aprendido a leer su propia vida en las arrugas, en los frunces y en las heridas de su propio semblante. Por el contrario, persiguiendo fútilmente una juventud que literalmente ya fue, tensionan y endurecen sus rostros, quedándose con una caricatura de piel joven -que habrá que seguir recauchutando cada vez más-, a cambio de la renuncia de la frescura irrecuperable de sus gestos, de su sonrisa, de sus guiños, en fin, de lo más propio que Dios les ha dado. Gracias a Dios, hemos podido contemplar hermosos ejemplos de gente que lleva altiva su cara avejentada, que nos enseñan una belleza desacostumbrada. Pienso concretamente en la Madre Teresa de Calcuta y en el último Juan Pablo II.

Si no somos capaces de trascender nuestra propia exterioridad, difícilmente podremos hacerlo con los demás. Habría que estudiar la relación que sin duda existe entre una exaltación de la imagen según un determinado y exclusivo tipo de belleza exterior y las tendencias discriminatorias, que viven y colean incluso en medio del mendaz universo de lo políticamente correcto.

La Verónica (esa mujer que el Evangelio ignora y que nos fue regalada por una anciana tradición) puede enseñarnos a encontrar la hermosura del rostro de Cristo ("Ecce homo"). Pero Jesús, que asumió en sí mismo todas nuestras fealdades y todas nuestras impurezas, nos hace a su vez descubrir la imagen de Dios en el rostro de los enfermos, de los discapacitados, de los excluidos y discriminados por su raza o por su aspecto diferente. Contemplando el rostro de Cristo aprendemos de manera nueva la dignidad de toda persona, sea cual sea su situación o su estado, y comprendemos definitivamente que la belleza auténtica no es la de un cuerpo perfecto o siempre joven sino la que nace del amor, de la vida entregada a los hermanos.

viernes, 30 de mayo de 2008

Lejanía


Lejanía

Quiero pechar la tranquera
de mis recuerdos lejanos
y perderme por el llano
cara al viento y campo afuera;
quiero aspirar la serena
paz azul de la llanura
y montado en la tristura
de un viejo estilo campero
ir a esconderme a un potrero
para llorar mi amargura.

San Isidro, 31/X/2005

sábado, 10 de mayo de 2008

Una Iglesia unida en la diversidad: el regalo de Pentecostés.

La diversidad ha acompañado a la Iglesia "desde el vientre materno", y si bien fue, también desde el "vientre materno" causa de conflictos y tensiones (basta leer con un poco de atención los Hechos de los Apóstoles), no por ello parece haber sido menos querida por Dios en su plan salvífico.
Si creemos, entonces, que la Antigua Alianza con Israel preparó los caminos para la acogida de la Nueva y definitiva Alianza, ofrecida en Jesucristo, el Logos de Dios encarnado, es cierto que parte no pequeña de esa preparación se obró mediante la diversidad presente en el judaísmo. Retrospectivamente, se puede apreciar cómo la pluralidad de formas de vivir la única alianza con Yahveh que tenían los fariseos, los saduceos, los esenios, los de la diáspora, etcétera, aseguró que la Iglesia naciente (incluso la judeocristiana, de tendencia más impermeable a los paganos) conjugara distintos estilos y tradiciones que le dieron ese equilibrio que (va de suyo, nunca estuvo exento de tensiones y vaivenes, a veces terribles y literalmente cruentos) es una de las características más bellas de la Iglesia católica.
Hace poco, leyendo a Voltaire (Tratado de la tolerancia), molino del que no tenía previsto sacar agua para este potrero, encontré una frase que expresaba bastante cabalmente mi sentir: "Diferían [los saduceos] mucho más de los demás judíos, que los protestantes difieren de los católicos; no por eso dejaron de permanecer en la comunión de sus hermanos, y aun se vieron grandes sacerdotes de su secta." Efectivamente, es lindo ver cómo sucedió en Israel y en las primeras comunidades cristianas que grandes diferencias no lograron romper la unidad. Concretamente, llama la atención de Voltaire (y la mía) que las fuertes divergencias en la Iglesia primitiva con respecto a la necesidad de la Ley de Moisés se hayan podido asumir sin necesidad de mayores rupturas, siendo así que en otros tiempos por cosas de menor monta hubo cismas tremendos. Sin ser tan simplista que pretenda dejar de lado que la unidad no se logra sino es en la verdad, sin embargo es edificante asomarse a los conflictos de los primeros seguidores de Jesús y ver que supieron tolerar grandes diferencias con tal de no atentar contra la unidad de la Iglesia. Se dio entonces lo que más tarde propusieron los Padres: "en lo esencial, unidad; en lo accidental, libertad; en todo, caridad."
En una época en que la Iglesia se abre decididamente al diálogo, y pone todos sus esfuerzos en promover la unidad de los cristianos, duele sobremanera constatar en nuestras propias comunidades cuánta cerrazón se da entre los que se llaman a sí mismos "abiertos" y desprecian a los que consideran "cerrados", así como entre quienes se consideran "ortodoxos" y miran, en el mejor de los casos con pena, a los que juzgan "relativistas" y "heterodoxos". Si bien es casi un lugar común, al menos en ciertos contextos eclesiales, oír hablar del "don de la diversidad", cuesta que esta verdad se haga carne en el día a día. Por eso nos anima y reconforta encontrar que esta característica de la Iglesia de Cristo esté tan claramente presente en los albores de su misión en la tierra.
En ninguna otra parte acaso se aprecia más rotundamente este misterio de unidad y diversidad de la Iglesia como en Pentecostés. Tenemos antes que nada los elementos que destacan la unidad: "Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en un mismo lugar" (Hch 2, 1) En este "todos" está cifrada toda la Iglesia, nuevo Pueblo de Dios: en efecto, acaba de completarse el colegio apostólico de los "doce", figura del nuevo Israel, con la elección de Matías (cf. Hch 1, 26), y está presente "María, la madre de Jesús" (cf. Hch 1, 14). Para hacer más patente la unidad se dice que están en "un mismo lugar", en una misma "casa" (Hch 2, 2). "De repente vino del cielo un ruido como de viento impetuoso, que llenó toda la casa en que se encontraban. Se les aparecieron unas lenguas como de fuego que se repartieron y se posaron sobre cada uno de ellos; quedaron todos llenos del Espíritu Santo (…)" (Hch 2, 2-4a) Irrumpe el viento, que es una ráfaga –no muchas-, y todos quedan llenos de un mismo Espíritu, el Espíritu Santo. Incluso, si analizamos el relato pormenorizadamente, dice que primero se les aparecen las lenguas como de fuego, y en un segundo momento éstas van a repartirse y posarse sobre cada uno, como si quisiera acentuar la unidad del Espíritu previa a su entrega a cada uno. Está clara la unidad, pues.
Sin embargo, el mismo versículo cuarto nos dice que "se pusieron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse" (Hch 2, 4b). Y sigue el relato del milagro por el cual unas personas venidas a Jerusalén (la ciudad santa como madre que congrega a los "hombres piadosos"… ¡qué gran signo de unidad!) "de todas las naciones que hay bajo el cielo"(Hch 2, 5) y los oían hablar "cada uno en su propia lengua" (Hch 2, 6). Aquí tenemos, explícita, a la Iglesia universal, a la Iglesia orientada "hacia el universo", "kat' holón": católica. ¿Por qué Dios no hizo el milagro a la inversa? ¿No habría sido igualmente maravilloso el que esa gente "de todas las naciones" hubiera podido entender de pronto el arameo, que habría quedado como signo de unidad? Pero no. Hablar todos arameo habría sido "uniformidad" y Dios no la quiso. "La Iglesia en este momento de su nacimiento habla ya todas las lenguas" (Ratzinger). Se dice que en la escena de Pentecostés se da una inversión del relato de Babel (que significa "confusión"). Con todo, es notable que lo que Pentecostés remedia es precisamente la "confusión", la incomunicación, el desencuentro entre los hombres, producido por su desprecio de Dios, reuniéndolos en el seno de la Iglesia; pero aquello mediante lo cual se produjo esta confusión, es decir, la multiplicidad de lenguas, se mantuvo. De esta manera, el milagro es aún mayor: el amor de Dios, que une entre sí a los hombres, es capaz de hacer que éstos se entiendan sin necesidad de uniformarlos. Así se manifiesta la voluntad divina de preservar la diversidad entre los hombres, y en concreto, dentro de su Iglesia.
Y con esto se nos da también la clave última del asunto, con la que quisiera terminar: la difícil tarea de la unidad -no "a pesar de", ni "por sobre de", ni "más allá de", sino "en" la diversidad- no es un logro humano: es un don de Dios que "viene del cielo" (Hch 2, 2). Es el Espíritu Santo el que edifica la Iglesia y es él quien hace posible el milagro de la "unidad católica". Y esa unidad la puede hacer sólo Él por ser el Amor personal del Padre y del Hijo. Siendo el fruto de ambos, es él quien hace que el Padre sea el Padre y el Hijo sea el Hijo. El amor, en efecto, es el único factor que une sin confundir, que une haciendo a la vez que cada cosa sea lo que es. Y por eso, con la esperanza que nos da recibir en cada Pentecostés la "prenda del Espíritu" (2 Cor 5, 5), pedimos incansablemente, ahora y siempre, para la Iglesia, cada día, que Dios la "lleve a su perfección en la caridad".
(San Isidro, 8 / XII / 2005)