lunes, 2 de noviembre de 2020

¿El prójimo contra Dios?

Una de las más persistentes malas costumbres litúrgicas (en realidad, paralitúrgicas) de nuestras misas vernáculas la constituyen los “guiones”, sobre todo cuando se dedican no a dar oportunas moniciones (“nos ponemos de rodillas”, p. ej.) sino a traducir a los fieles, en confusos circunloquios, lo que la Palabra de Dios dirá claramente segundos después.

Pero bueno, a veces sirven. Como me sirvió el que escuché en la misa del sábado pasado, cuando me disponía a proclamar el Evangelio. En efecto, la mentada introducción terminaba sentenciando: “el amor a Dios no es otra cosa que el amor al prójimo”. Frase rotunda y chocante que me dio pie para improvisar un sermón bastante diferente al que me traía pensado.

¿Se puede decir que el amor a Dios es, sin más, el amor al prójimo? Y parece que no.

          En primer lugar, porque lo contradice el mismo Señor en el Evangelio: “Los fariseos, cuando oyeron que había hecho callar a los saduceos, se juntaron a consejo; y le preguntó uno de ellos, que era doctor de la Ley, para ponerlo a prueba: Maestro, ¿cuál es el mandamiento más grande de la Ley? Jesús le dijo: Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con todo tu espíritu. Éste es el mayor y el principal mandamiento. El segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos depende toda la Ley y los Profetas” (Mt 22, 34-40, Domingo XXX durante el año, ciclo A).

          Jesús, a la pregunta por “el” mandamiento más grande, responde con dos, a los que enlaza sin dudas para siempre (porque “lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre”). Sin embargo, en su respuesta no los unifica propiamente, sino que afirma que son dos (“de estos dos mandamientos…”), llamando a uno “primero” y a otro “segundo”. Todavía más: para que no queden dudas de que el orden entre ellos le importa, después de enunciar el primero agrega: “Este es el más grande y el principal mandamiento”.

          Así, Cristo sintetiza el Decálogo promulgado por Moisés con un mandamiento que comprende los tres primeros mandatos referidos al amor a Dios (primera tabla) y otro que resume los siete restantes del amor al prójimo (segunda tabla). Por eso, dice que “toda la Ley y los Profetas”, es decir, toda la Escritura, depende de estos dos mandamientos.

          Al unir así el primer mandamiento, tomado del “Escucha, Israel…” (Dt 6, 5), con el que él llama segundo, citado del Levítico (19, 8), Jesús da a entender que no se pueden separar -hablando en cristiano- el amor a Dios del amor al prójimo. Es decir, no se puede dar el amor a Dios sin el amor al prójimo. Como no se puede dar una fe viva sin obras: “de la misma manera que sin su espíritu, el cuerpo está muerto, así también, sin obras, está muerta la fe” (Sant 2, 26). La formulación más clara y contundente de esta enseñanza cristiana la hizo San Juan en su primera Carta: “el que dice: yo amo a Dios, y odia a su hermano, es un mentiroso, pues el que no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve” (cf. 1 Jn 4, 20).

            Como ésta de San Juan, todas las enseñanzas del Nuevo Testamento que insisten un poco unilateralmente en el amor al prójimo son enseñanzas dirigidas a comunidades de fieles cristianos, es decir, que dan por supuesta y resabida la primacía del amor a Dios, para advertirles del riesgo de cerrarse en si mismos o de desentenderse del amor concreto a los pobres. En esta línea se inscriben la parábola del buen samaritano, la parábola del juicio final de Mt 25, el mandamiento nuevo, o la lapidaria frase de San Pablo: "Toda la Ley alcanza su plenitud en un solo precepto: Amarás a tu prójimo como a ti mismo" (Ga 5, 14). 

          Ahora bien, no se pueden leer estas enseñanzas desde el pretendido "nuevo paradigma" de "Dios ha muerto"... Leer la Biblia sin fe es siempre sacarla de contexto, pues todo lo que allí está ha sido escrito desde la fe y para la fe. No es legítimo ni honesto interpretar estas enseñanzas evangélicas desde una perspectiva meramente filantrópica o de fraternidad naturalista o intramundana. 

        Digámoslo una vez más: no puede deducirse de aquí que el amor de Dios sencillamente se identifique con el amor a los hermanos. Si es cierto que no puede haber amor a Dios sin amor al prójimo, también lo es que no cualquier amor al prójimo expresa o supone el amor a Dios.

            A mi ver, esta confusión no es sino una manifestación más de la tragedia mayor de nuestro tiempo: se ha reemplazado la primacía de Dios por la primacía del hombre.

 Pero aun suponiendo que sea inocente, no es inocuo decir que el amor a los hermanos es, sin más, el amor a Dios.     

La fe, el culto, el martirio

           Si así fuera, ¿para qué siguen estando en las enseñanzas de Cristo la fe, el culto, la religión misma? Bastaría con amar al otro para honrar a Dios. La única liturgia sería la caridad.

Pero no: Dios pide ser amado directamente, por sí mismo. Él es un Dios personal y quiere ser conocido y amado personalmente. Quiere el homenaje de nuestra fe, de nuestra confianza y sumisión a él.

A Cristo no le es indiferente que creamos o no en él. La fe lo conmueve: “Mujer, ¡qué grande es tu fe!” (Mt 15, 28), “Les aseguro que en ninguna persona de Israel he encontrado una fe semejante” (Mt 8, 10), “Al ver la fe de esos hombres” (Mc 2, 5), como lo conmueve su ausencia: “Hombres de poca fe” (Mt 15, 8) “, ¿Cómo puede ser que no tengan fe?” (Mc 4, 40) “Y se asombraba de su falta de fe” (Mc 6, 6), “Les reprochó su incredulidad” (Mc 16, 14). La fe es determinante para la salvación: “Tu fe te ha salvado” (Lc 19, 42). Tan es así que al dar la misión a los Once antes de ser elevado al Cielo, Jesús los manda a predicar el Evangelio a todos, de modo que “el que crea y se bautice, se salvará; el que no crea, se condenará” (Mc 16, 16). Y la fe, finalmente, es el fruto que volverá a cosechar en su Segunda Venida: “Pero cuando venga el Hijo del hombre ¿encontrará la fe sobre la tierra?” (Lc 18, 8). Lo dice cabalmente la Carta a los Hebreos: “Sin la fe es imposible agradar a Dios” (Heb 11, 6).

Los evangelios, además, nos enseñan a demostrar esa fe y amor a Cristo con actos de culto cuando nos dice, por ejemplo, que los discípulos “se prosternaron delante de él diciéndole: Verdaderamente, tú eres Hijo de Dios” (Mt 14, 33) o que lo aclamaron junto con la multitud al entrar en Jerusalén (cf. Lc 19, 28-40), o que se postraron ante él al momento de la Ascensión (cf. Lc 24, 51). La complacencia expresa del Señor ante estos actos de adoración a su persona está en la respuesta tajante que da a Judas, quien reprochaba a santa María Magdalena el derroche de su unción con la excusa de la beneficencia a los pobres (cf. Jn 12, 3-8), lo mismo que cuando refiriéndose a ella declaró: “María eligió la mejor parte, que no le será quitada” (Mt 10, 42).

Es más. Dios quiere que lo amemos más que a nuestra propia vida (por eso no dice: “ama al Señor tu Dios como a ti mismo” pues pide que lo amemos más que a nosotros mismos). Jesús estaba enseñando que él era Dios cuando pedía lo mismo: “el que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; el que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí […] el que pierda a su vida a causa de mí, la asegurará” (Mt 11, 37. 39).

Por eso Jesús, que es el modelo del “hombre nuevo”, ofrece su vida hasta la muerte en obediencia amorosa a Dios su Padre. “Padre, si quieres apartar de mí esta copa…, pero no se haga mi voluntad sino la tuya” (Lc 22, 42). “Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc 23, 46). Amó a Dios más que a su vida. Y “siguiendo sus huellas” (1 Pe 2, 21) los Apóstoles murieron mártires: derramaron su sangre por amor a Jesucristo, su Dios y su Señor. Todos los gloriosos mártires de la Iglesia nos enseñan, existencialmente, la importancia del primer mandamiento.

Dicho esto, nunca debemos olvidar que la primacía de Dios consiste en primer lugar, en que “Él nos amó primero” (1 Jn 4, 19). El mandamiento nuevo que el Señor da en la Última Cena después del lavatorio de los pies: “ámense los unos a los otros como yo los he amado” (Jn 13, 34) es nuevo porque brota, como de su fuente, de su propia entrega en la Cruz, que es “el amor más grande”, el de quien “da la vida por los amigos” (Jn 15, 13). “Esto es el amor: no que nosotros hayamos amado a Dios, sino Dios que nos ha amado a nosotros, y nos ha enviado a su Hijo como víctima de expiación por nuestros pecados” (1 Jn 4, 10). Por eso, la caridad -como la fe y como el culto- es una gracia, un don sobrenatural. No se puede amar sino permaneciendo en el amor de Cristo, como los racimos a la parra, porque nos dice: “Sin mí, no pueden hacer nada” (Jn 15, 6). Por eso, como dice Benedicto XVI: “el amor puede ser mandado, porque antes es dado” (Deus Caritas est, 14).


viernes, 30 de octubre de 2020

La parábola de la bandera robada

Praefatium praeparabolicum

            Cuando era chico, a los partidos de fútbol acudían “hinchas” no solamente del equipo local, sino también del visitante. Ir a la cancha era una fiesta. Y no sólo por poder ver en vivo y en directo un partido, sino por el espectáculo de cinco sentidos que la rivalidad entre las dos hinchadas desplegaba antes y durante el encuentro. Los colores, la profusión de papelitos y cintas, los bombos y trompetas, las bengalas luminosas, el olor de los petardos humeantes y el ingenio de los estribillos hirientes que las opuestas tribunas alternaban constituía -sobre todo en los “clásicos”- un programa tanto o más cautivante que el deporte mismo que se disputaba allá abajo. Parece mentira tener que contarlo, pero así ha de ser.

Una de las hazañas más altas de la que una hinchada podía ufanarse ante la barra rival era la de haberle robado la bandera. “¡Le afanamo’ la bandeeeeera, que la vengan a buscar!” -cantaban en un delirio de pasión, ostentando, entre todos los “trapos” propios, algunos del color contrario.


Bandera capturada a los ingleses en la Reconquista de Buenos Ayres. Iglesia de Santo Domingo, Buenos Ayres.
Bandera de los invasores ingleses capturada en la Reconquista (12 de agosto de 1806).
Iglesia de Santo Domingo, Buenos Ayres.


La bandera robada

-Escuche entonces, m' hijo, lo que pasó una vez entre los dos equipos de Villa Nosei, en el profundo conurbano porteño.

Dos veces al año, Villa Nosei se revolucionaba con ocasión del clásico vernáculo. Deportivo Nosei, viejo club del barrio cercano a la estación que los inmigrantes “gallegos” habían fundado en los albores del siglo XX, se enfrentaba al Club Fonavi, cuya cancha quedaba en medio del barrio de “monoblocks” allende las vías. Los del “Depo” tenían en su camiseta los colores de España; la casaca de Fonavi, en cambio, era verdirroja, dizque en honor a San Jorge, patrono de la capilla del barrio. Con los años, y a medida que se fueron integrando los habitantes de uno y otro sector de Villa Nosei, la conciencia del origen de ambos clubes fuese desdibujando, de modo que se podía decir que la mitad de los noseienses era simpatizante del Depo y la otra mitad del Fonavi, fueran o no de los “monoblocks”. Huelga aclarar que antes que nada todos eran de Boca o de River…

Un día, después de una noche de sudestada furiosa, las puertas de la sede social de Deportivo Nosei amanecieron violadas. Sin embargo, las vitrinas de vidrios biselados con los viejos trofeos estaban intactas. Las arcas -perennemente exiguas- del clubcito, indemnes. No faltaba nada. Sólo supieron lo que había pasado meses después, a pocos días del consabido clásico. Al ingresar al cuartito del fondo de la cancha los muchachones de la barra descubrieron que les habían robado todas las banderas del club. No habían dejado ni una. Y para colmo, en las paredes y suelo de la mentada piecita habían tenido el malgusto de pintar frases soeces con alguna viscosa pintura marrón... La ofensa estaba consumada. No había tiempo de mandarlas a hacer nuevas antes del encuentro.

Ese domingo fue memorable para unos y otros. El partido se jugaba, para peor, en el modesto estadio del “Depo” Nosei. Los “fonaveros” esperaron el momento justo para desplegar las banderas ajenas y provocaron una explosión de euforia en las tribunas. En los “trapos” más grandes habían escrito ingeniosas afrentas, las más de ellas irreproducibles. Para la fausta ocasión habían creado decenas de canciones alusivas al robo más feliz de la historia del barrio. La única repetible que recuerdo, compuesta con la música de “Mi hermanito toca el piano...”, decía algo así:

¿Por qué, amigo “depo”-tudo,

vas a la comisaría?

-Para que a nuestras banderas

las cuide la Policía.

          Fue tal la fiesta de ese domingo que los “fonaveros” ni se fijaron en el resultado del partido, que fue goleada cuatro a cero del Deportivo Nosei. El botín era demasiado grande para que su usufructo se agotara el día del clásico. De modo que el domingo siguiente, y el subsiguiente, y el otro, de local o visitante, fuera quien fuese el contrincante, la barra del club monobloquero comenzó a llevar religiosamente sus trofeos de guerra.

Era tan contundente el efecto que producía en los estadios el ensayado ritual de desplegar los hispánicos colores del archirrival en las tribunas de “Fonavi” que los propios hinchas no sólo se fueron acostumbrando a desplegar toda esa cantidad de insignias malhabidas, sino que insensiblemente empezaron a amar esos colores. Los pibes más chicos creían que esas banderas también eran de su cuadro. Como si existiera también en el mundo de las banderas algo así como una “camiseta suplente”.

Al cumplirse diez años del glorioso hurto, la comisión directiva les compró a los jugadores una casaca conmemorativa con los colores usurpados, y en adelante empezaron a utilizarla también en el clásico, considerando doble la victoria si en el sorteo le tocaba al Deportivo Nosei la humillación de usar la suplente.

Así, lo que empezó siendo una afrenta dirigida al equipo contrario devino en signo de orgullo, y sin saber bien cómo ni cuándo los gorros y banderas españoles fueron ganando lugar en los corazones y en los tablones… 

Unos años más tarde, en el Fonavi nadie se acordaba de sus colores originarios.

Y colorado, colorín, esta parábola llegó a su fin.

-¿Ya está? 

-Sí, pue, m' hijo.

-Malísima. ¿Y entonces?

-Cuidado, m’ hijo, con aficionarse a levantar banderas ajenas. Y más si tienen palabras grandes y bonitas, como “libertad”, “igualdad”, o “fraternidad”.

- ...

-Hay que bancar los trapos, pibe.

martes, 13 de octubre de 2020

Una lectura recomendada

Se trata de una obrita de fácil lectura y severo rigor teológico, en la que el entonces joven teólogo Josef Ratzinger, actual Papa emérito Benedicto XVI. compara el concepto cristiano de fraternidad, tal como surge de los textos bíblicos y de la Tradición, y lo compara con y distingue de los ideales de fraternidad no cristianos, tal como el surgido de la Ilustración y hecho bandera por la Revolución Francesa.


La editorial presenta una mínima recensión aquí.


lunes, 17 de agosto de 2020

Padre Julián Zini, la palabra del pueblo chamamecero


Ayer, justo después de haber compartido la Misa y unos mates amargos y pastelitos caseros en su casa, un amigo mercedeño me llamó para darme la triste noticia de la muerte del Padre Julián Zini. Enfermo de cáncer, venía preparándose para su viaje al Cielo desde hace unos años. 

El Pa'í Julián era un genio. Sacerdote de la diócesis de Goya y discípulo de su obispo Alberto Devoto, le regaló a la Iglesia de la Argentina todo su arte en el empeño de que la liturgia se nutriera de las raíces culturales de esta tierra. Asociándose con excelentes compositores, creó cientos de canciones con ritmo de chamamé, rasguido doble o valseado expresando los anhelos de su generación por estar más cerca de los pobres, ser más sencillos y humanos y mostrar así más fielmente el rostro de Dios hecho hombre. Esas canciones todavía hoy son comunes incluso en ámbitos urbanos y no litoraleños: "Qué lindo llegar cantando", "Dios Familia", "Queremos, ser, Señor" son algunos ejemplos de su enorme obra al servicio del Pueblo de Dios.

Pero sin abandonar nunca del todo esa veta, y siguiendo seguramente las enseñanzas del P. Tello -a quien tenía por maestro-, el Padre Zini comenzó a ahondar en el sepultado cauce de la cultura popular criolla de sus correntinos, descubriendo y valorando en ella la fe profundísima sembrada antaño por franciscanos y jesuítas, que había fecundado, sin eclipsar sus riquezas, el modo de ser guaraní: una cultura siempre combatida y que asombraba por su inagotable capacidad de resistir y reinventarse. Entonces se entregó con toda la seriedad de su sacerdocio al estudio de esas raíces, tanto en los libros como en el campo... Y, de acercarse tantos años a su pueblo con mirada atenta y corazón amante, nació esa capacidad única del Padre Julián para ponerle palabras a esos criollos a quienes, por haberles cortado la lengua, por haberles "podado el idioma -porque hablar el guaraní fue y es pecado, porque es cosa de menchos, guarangada-" (cf. J. Zini, "Patria chica amada") sólo sabían expresarse en el baile y el zapucai. Para musicalizar sus versos se asoció con talentosísimos jóvenes de entonces, hoy clásicos del género, que abrieron nuevos horizontes en la música correntina: fundamentalente el gringo Sheridan y Tito Gómez de Los de Imaguaré, y Mario Bofill.  Desde hace décadas, el nombre del Padre Zini es sencillamente insoslayable en la cultura chamamecera, como lo es en el culto a la Virgen de Itatí (ningún devoto ignora "Peregrino de la Esperanza" o "María Itatí") o del Gaucho Antonio Gil. 

Yo he visto, con mis propios ojos, a uno de esos tantos menchos desterrados en el conurbano porteño derramar lágrimas silenciosas al escuchar, desde el fondo de una plaza suburbana, los versos de "Avío del alma" en un festival. Ese día supe que Julián Zini, sacerdote de Dios para su pueblo, había logrado, cabalmente, su más querido propósito.

¡Gracias, padre Julián! ¡Que la Virgen de Itatí te reciba en su fiesta sin fin!


Dejo uno de los últimos versos del P. Julián, y una larga entrevista, con chamamé incluido, de hace apenas unos meses, en la que no falta nada.

            Cháke

¿Quién iba a decir, ch'amigo

que algo así podría pasar?

¿Quién inventó la pandemia 

y su triste mortandad?

¿La madre naturaleza 

o la misma humanidad?

Pensalo, y no tengas miedo 

que es la peor enfermedad.

Sí, señor, me quedo en casa,

para cuidarme y cuidar 

a los míos y al que pase 

la misma necesidad. 

No hay mal que por bien no venga 

dice un antiguo refrán,

necesito reaprender 

un poco de humanidad.

Se dice y todos sabemos 

en el campo y la ciudad,

que hay dos vacunas que el pueblo 

tendrá que ponerse ya:

la prevención que nos mandan

y la solidaridad:

que nadie se salva solo,

te salvás con los demás.

Pero, 

disculpen si desconfío 

como el gallo sacuapé:

siento que me están robando 

mi propio modo de ser.

Me prohibieron el abrazo, 

la reunión y el ñemboé.

La fiesta y el bailar juntos, 

que es prohibir el chamamé... 

Por favor no se acobarden 

por tanta necesidad:

salud, comida, trabajo,

familia, inseguridad...

Si el cuero es nuestro maestro 

ya sabremos reinventar

un modo que nos convenga 

de justicia y de igualdad.

Se dice y todos sabemos 

en el campo y la ciudad,

que hay dos vacunas que el pueblo 

tendrá que ponerse ya:

la prevención que nos mandan 

y la solidaridad:

que nadie se salva solo,

te salvás con los demás.

                                     Julián Zini, 2020.

GLOSARIO GUARANÍ:

¡Chake!  ¡Cuidado!

Ch'amigo  Mi amigo

sacuapé    tuerto

ñembo'é    rezo





sábado, 20 de junio de 2020

A doscientos años de la muerte del Gral. Belgrano

Hoy se cumplen nada menos que doscientos años de que Manuel Joaquín del Corazón de Jesús Belgrano murió en Buenos Ayres, ciudad donde había nacido. Vayan para homenajear en su día al Padre de nuestra Bandera unos lindos e ingenuos versos que el sacerdote escolapio Teodoro Palacios, español de nacimiento pero argentino de adopción, escribió para los alumnos de nuestra Patria. Agradezco a mi amigo el P. Javier que de chico los aprendió y recitó en su escuela, y ahora los rescató del olvido. Prueba de las bondades que al corazón han hecho, hacen y harán las poesías aprendidas de memoria. ¡Viva la Patria!
















LOS DOS COLORES

¿Queréis saber una historia
que desde niño aprendí?
Prestadme atenta memoria,
la historia comienza así:

Era una hermosa mañana
de luz y de aromas llena,
limpia, azul, tibia y serena
como una virgen galana.

El azul del firmamento
sintió celos de la plata
de un río, que se desata
sembrando flores sin cuento.

Y dijo el color azul:
¿De qué sirve la blancura
si no le presta hermosura
mi fino y vistoso tul?

Azul es el regio manto
del pabellón de los cielos,
que sin nebulosos velos
muestra a la tierra su encanto.

Doy a la humildad su encaje
y a la ilusión su alegría,
y hasta la Virgen María
se vistió con mi ropaje.

-Calla, calla, no presumas,
que no está bien presumir
cuando hay poco que decir
-murmuraron las espumas.

¿Cómo quieres comparar
con el mío tu atractivo,
si todo el mundo es cautivo
de mi gracia singular?

Blancos son los astros bellos,
blanca la nieve y armiño,
y la inocencia del niño
desparrama mis destellos.

Blanca es la luz que ilumina,
blancas las olas del mar,
los manteles del altar
y hasta la Forma Divina.

El Sol que del cielo oyera
disputas tan enconadas,
lanzando sus llamaradas
arguyó de esta manera.

¿A qué viene el odio adverso
por privilegios mayores,
si los dos sois los colores
más bellos del universo?

Cese, por fin, la querella,
que si unís los atractivos
de vuestros colores vivos
saldrá la insignia más bella.

Y arriba, arriba en la esfera,
como un alado portento,
arrullada por el viento
sonreía una bandera.

Era blanca cual la Luna
que manda besos de plata,
y azul como la laguna
donde el cielo se retrata.

Y dicen que el Sol prendado
de beldad tan peregrina,
de entonces quedó enjaulado
en la bandera argentina.

                                      Teodoro Palacios (1885-1938)

miércoles, 10 de junio de 2020

DECIMADEMISA

José Bouchet, "Primera Misa en Buenos Aires". Museo Histórico Nacional.

Sabiendo en forma precisa
que le llegaba el momento
como quien da un testamento
Jesús nos dejó la Misa:
en ella Él sintetiza
toda su vida y su muerte,
y como alimento fuerte
nos da su Cuerpo sagrado
para que al fin, sin pecado,
gocemos su misma suerte.

                Las Tunas, Corpus Christi 2020

lunes, 10 de febrero de 2020

Dios, nosotros y la lógica del subibaja

 Pensamientos sobre antropocentrismo y teocentrismo 
a la luz de los Evangelios de la Presentación del Señor y del V Domingo del Tiempo ordinario (A)

"Humíllense bajo la poderosa mano de Dios, 
para que Él a su vez los exalte" (1 Pe 5, 6)


Nuestro Señor Jesús inauguró su predicación en esta tierra con el justamente mentado "sermón de la montaña", que es, por decir así, su carta de presentación, su discurso inaugural.
Fuera porque Cristo contaba con el trabajo ya realizado por Juan el Bautista o porque tenía otro "estilo" profético, lo cierto es que Jesús no comenzó sus enseñanzas enrostrándoles a sus oyentes sus flagrantes pecados ni fustigándolos con vehemencia como lo había hecho su insigne Precursor. Al contrario, comenzó felicitándolos con las Bienaventuranzas e inmediatamente confirmándolos con estas aseveraciones contundentes: "ustedes son la sal de la tierra" y "ustedes son la luz del mundo" (Mt 5, 13.14).
Estas palabras evangélicas resuenan con más hondura después de haber reconocido a Cristo como la "luz de las naciones", el día de la Presentación del Señor. En efecto, es Jesús mismo, la Luz del mundo, quien nos dice "ustedes son la luz del mundo".
Este hecho encierra una verdad que aparentemente es evidente, pero es tan poco obvia que a la mentalidad moderna se le escapa por completo. A saber: la grandeza de Dios no es, de suyo, una amenaza para el hombre. Él es el Ser que nos hace ser, la Vida que nos vivifica, el Santo que nos hace santos ("fuente de toda santidad"), el Rey que nos hace reinar, el Maestro que nos envía a enseñar... en suma, es el que quiere, como Él mismo dice, que "demos fruto, y ese fruto sea duradero" (Jn 15, 16), el que quiere que nuestro gozo "sea perfecto" (Jn 15, 11) . Él nos quiere vivos, felices, fecundos...
Hay que volver a los dioses "humanos, demasiado humanos" del paganismo para encontrar a un Zeus furioso de envidia porque Prometeo le arrebató el fuego divino para dárselo a los hombres. En la Biblia, en cambio, es el mismo Creador quien graciosamente otorga al hombre de arcilla el soplo divino de su alma. Pero precisamente la mentira que la serpiente destila sibilinamente en los oídos de Adán y de Eva es la imagen falsa de un Dios envidioso: "bien sabe Dios que el día que coman del árbol se les abrirán los ojos y serán como Dios, conocedores del bien y del mal" (cf. Gén 3, 5).
Y sin embargo, toda la sociedad moderna se edificó expresamente sobre los falaces fundmentos de esta tergiversada imagen de Dios. Y las ruinas de esta disociedad posmoderna son la prueba de que esos cimientos eran insustentables. De hecho, la cultura de la ilustración, con su ciega fe en la "Razón", se propuso destronar a Dios como condición necesaria para, por fin, poner de pie al hombre devenido adulto, levantándolo después de largos siglos de humillante oscuridad en que la superstición religiosa lo tenía postrado. La modernidad prometía que todo lo que antes los hombres, de rodillas, esperaban de lo alto, ahora lo conseguirían por su audacia de saber, gracias a la ciencia, al progreso, a la técnica...
La Modernidad aplicó lo que podríamos llamar la lógica del "subibaja": para subir yo, tengo que bajar al de enfrente.
Pero hete aquí que Dios no está subido en el mismo juego que nosotros... Saquemos a Dios del subibaja, porque ese Dios que pensamos tener enfrente no es Dios, sino un ídolo. Dios jamás pierde su perfecta trascendencia, ni siquiera al hacerse nuestro hermano en Jesucristo, que es siempre nuestro Señor. Esa grandeza tan irreductible, la santidad de Dios, es la que precisamente nos asegura que nosotros, simples creaturas, en nada podemos afectar su divina gloria, ni para acrecerla ni para menguarla.
Esta infranqueable diferencia entre Dios y la creatura es lo que quiere expresar en lenguaje mítico el Génesis cuando Dios expulsa a los primeros padres del Paraíso para que no coman del árbol de la Vida (cf. Gén 3, 22-24) o cuando destruye la torre de Babel (cf. Gén 11, 7). 
Ahora bien, en estos antiquísimos y sabios relatos bíblicos está expresado no sólo el problema, sino también su solución. El hombre está llamado por Dios a un destino de grandeza (el Paraíso) y de hecho es colocado allí... pero cuando él se corre de su lugar de creatura, deponiendo la actitud de obediencia confiada y pretende ser él mismo el artífice de su grandeza, es expulsado del Edén. En esas circunstancias, Dios aparece ante el hombre rebelde como un verdadero adversario. El relato de la caída de los ángeles expresa la misma verdad: Dios había hecho al Ángel un ser portador de luz (Lucifer, que es Lucero), pero esta luminosidad se pierde desde el momento en que la creatura dice: "¡no serviré!".
Pienso que hoy, los miembros de la Iglesia necesitamos, como hijos de esta cultura ilustrada, volver a esta verdad sobre el ser humano que está contemplada en el primero de los Mandamientos: "amarás a Dios sobre todas las cosas". El único humanismo cristiano es el de Cristo Jesús, y el centro de su corazón era Dios, su "Abbá". El recto antropocentrismo es siempre consecuencia -añadidura- del teocentrismo. Cuando el hombre (personal, social o culturalmente) se busca a sí mismo prescindiendo de Dios, se pierde indefectiblemente. "Busquen primero el Reino de Dios y todo lo demás se les dará por añadidura" (Mt 6, 33). Así lo expresa Santo Tomás de Aquino: 
  "Ofrecemos a Dios honor y reverencia no para bien suyo, que en sí mismo está lleno de gloria y nada pueden añadirle las criaturas, sino para bien nuestro; porque, en realidad, por el hecho de honrar y reverenciar a Dios, nuestra alma se humilla ante El, y en esto consiste la perfección de la misma, ya que todos los seres se perfeccionan al subordinarse a un ser superior, como el cuerpo al ser vivificado por el alma y el aire al ser iluminado por el sol" (Suma de Teología, II-II, 81, 7).
Por eso, en la lógica siempre paradójica del Evangelio de Jesucristo crucificado, es preciso  negarse a sí mismo, tomar la cruz, poner la otra mejilla, humillarse para ser elevado, ser el último para ser el primero, ser servidor de todos para ser el principal, no buscar salvar la propia vida sino perderla por Cristo, en fin, como Jesús, no hacer la propia voluntad sino la del Padre Dios, morir para resucitar.
O para retomar la reflexión por donde la empezamos: reconocer humildemente a Cristo como la Luz de nuestras vidas para que Él a su vez nos haga "luz del mundo".