martes, 21 de diciembre de 2021

El pesebre y la cruz

        Casi no hay una canción folklórica navideña que no mencione en alguna parte la Cruz de Cristo. Siempre me acuerdo de mi profesor de guitarra Patricio Quirno Costa, que, comentando esto, decía medio en broma algo así como: "Pero, che, será posible, si la Navidad es algo lindo, por qué tienen que meter ya la cruz, déjennos alegrarnos tranquilos...". Hoy, sin embargo, pensando en este rasgo de la fe navideña de nuestro pueblo, le encuentro un sentido cada vez más hondo. 

    Vayan, pues, dedicadas a Don Patricio esta pequeña reflexión y esta zamba como gratitud por haberme enseñado a dar, con la guitarra, algo de gloria a Dios y algo de alegría a los hombres.


EL PESEBRE Y LA CRUZ

La Navidad como misterio de reconciliación


Y junto con el Ángel, apareció de pronto una multitud del ejército celestial, 
que alababa a Dios, diciendo:
"
¡Gloria a Dios en las alturas,
y en la tierra, paz a los hombres amados por él!
” (Lc 2, 14).

Es casi un lugar común caracterizar la Navidad como una "noche de paz". Y es la pura verdad: al nacer como hombre, Dios vino a traernos la paz. Vino a hacer las paces con nosotros, los hombres. A unir lo que estaba infinitamente separado: el cielo y la tierra. Jesús es "nuestra paz" (Ef 2, 14): es Él quien, de parte nuestra, da la gloria a Dios, a quien nosotros tanto ofendemos; y es Él mismo quien a nosotros, de parte de Dios, nos trae la paz. 

Ahora bien, la paz tiene razón de fruto: viene siempre después de algún trabajo: siembra, poda y cosecha. No hay atajos para la paz. La paz es -siempre- consecuencia, y consecuencia del amor que, solo, reconcilia. Dicho de otro modo: hay paz cuando hay pacificación. Y hay pacificación cuando hay un pacificador. Cuando, como se dice mi barrio, " 'tá todo pago"... es porque alguien pagó.

Por eso, el Ángel comenzó diciendo: "Hoy, en la ciudad de David, les ha nacido un Salvador" (Lc 2, 11). La gloria a Dios y la paz a los hombres son anunciados en relación con la llegada de este Salvador, el que con su "sangre" y con su "cruz" (cf. Ef 2, 13. 16) acercó a los que estaban lejos y amigó a los que estaban enemistados, pagando un altísimo precio.

Por eso, la Navidad, aunque es un misterio de gozo, tiene ya anticipos de la cruz: el rechazo de los hombres, la pobreza del pesebre, la soledad de la noche… 

"Pobre humilde nace
nuestro Redentor,
temblando de frío
por el pecador".

El niño que nace es el Salvador que vino para hacer la obra de la redención por su pasión y su muerte. 

El pueblo sencillo de Dios comprendió esta verdad profunda, y la expresó de muchas maneras. En efecto, en muchos pesebres se representa al Niño acostado con los brazos extendidos en cruz. 

"Cuando sonríe
se hace la luz,
y en su bracitos
crece una cruz" 

("Noche anunciada" de Félix Luna).

Son sobre todo los villancicos criollos los que hacen presente el misterio de la cruz en medio de la Navidad. Por ejemplo, entre las coplas de "Vamos, pastorcillos", encontramos esta estrofa: 

"San José y la Virgen
y santa Isabel
vagan por las calles
 de Jerusalén,
preguntando a todos
si han visto a Jesús:
todos les responden
que ha muerto en la cruz"

O esta que recopiló Juan Alfonso Carrizo en Jujuy:

"La Virgen fue costurera
y san José carpintero
y el Niño cargó la Cruz
que ha'i morir en un madero"

O también esta estrofa de una zamba ("Tristeza de Navidad") de Arturo Dávalos:

"Y como el zorzal, mi niño Jesús,
cantara si pudiera para velar
tu sueño feliz, porque al despertar
ya comenzarás a llevar la cruz". 

Porque Cristo nació para salvarnos, para hacer las paces con nosotros, por eso la Navidad es ya un misterio de reconciliación. Y por eso es Noche de Paz.

Por consiguiente, la Navidad tiene que ser para nosotros ocasión de reconciliarnos con Dios y de reconciliarnos entre nosotros. 

Pensemos en quién de nuestra familia necesita un gesto de cercanía de nuestra parte. A quién podemos hacerle un sitio en nuestra mesa navideña, aunque se haya portado muy mal con nosotros. A quién deberíamos pedirle perdón antes de esta Nochebuena...

Nos cabe por cierto a nosotros, que hemos sido agraciados con la "Buena Noticia" y reconciliados con Dios, ser artífices de paz. Para ello, siguiendo los pasos de nuestro "Príncipe de la Paz", hemos de cargar con la cruz del amor, para ser así, concretamente, "mensajeros de la paz": "¡Qué hermosos son sobre las montañas los pasos del que trae la buena noticia, del que proclama la paz, del que anuncia la felicidad, del que proclama la salvación, y dice a Sión: «¡Tu Dios reina!» (Is 52, 7). Y poder merecer un día la eterna merced de sus palabras: "Felices los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios" (Mt 5, 9).

¡Feliz Navidad!




viernes, 1 de octubre de 2021

Un Dios a imagen y semejanza del hombre

Reflexiones a raíz del Evangelio del Domingo XXVI (B) 

Hoy es el día de san Gerónimo y en el Oficio de Lectura se lee su famosa y contundente frase: “Ignorar las Escrituras es ignorar a Cristo” (Prólogo a los Comentarios al Profeta Isaías, 1).

Caravaggio. San Jerónimo escribiendo

Y es cierto, nomás. Pareciera que una y otra vez tenemos que volver a los Evangelios para seguir buscando el rostro de Cristo, que nunca acaba de develársenos en este siglo. Esto, de hecho, puso como epígrafe de su libro “Jesús de Nazareth” el Papa Benedicto: “Oigo en mi corazón: busquen mi rostro. Tu rostro buscaré, Señor, no me escondas tu rostro” (Sal 26, 8-9).

Somos todavía como los primeros apóstoles que caminan detrás del señalado Cordero de Dios, viéndole las espaldas (cf. Jn 1, 37) o como la Magdalena ciega de llanto que habla con el Jardinero sin reconocer a su Señor (cf. Jn 20, 15)… hasta que Él quiera, cuando Él quiera, mostrarnos su faz, dejarse reconocer.

Pero el gran problema es nuestra ansiedad, morbo contemporáneo si los hay. ¿Qué pasa hasta tanto Cristo se digne mirarnos a la cara? ¿Cómo aguantar mientras no vemos otra cosa que las “espaldas de Dios” (cf. Éx 33, 23)? La ansiedad y la impaciencia (que hoy se nos antojan apenas defectos) engendran entonces uno de los pecados más graves: la idolatría.

“Cuando el pueblo vio que Moisés tardaba en bajar de la montaña…” (Éx 32, 1). La incapacidad de esperar los tiempos de Dios para saber a qué atenerse los llevó a fabricarse el ternero de oro. No era que habían reemplazado a su Dios por otro. Aarón inauguró el culto al ídolo a la voz de: “Este es tu Dios, Israel, el que te hizo salir de Egipto” (Éx 32, 4). El pecado consistió en inventarse una imagen disponible, manejable, asequible, de ese Dios soberano que tardaba en aparecer…

“Ignorar las Escrituras es ignorar a Cristo”. Al escuchar esta sentencia del gran doctor de la Iglesia teniendo aún fresco en la memoria el Evangelio del domingo pasado (Mc 9, 38-48) no puedo dejar de pensar en el patente riesgo que los cristianos seguimos corriendo hoy por hoy de caer en una velada pero potente idolatría.

En efecto, hoy tenemos la tentación no tanto de renunciar a Jesucristo, como de hacernos un Jesús “a imagen y semejanza nuestra” … un Jesús “humano, demasiado humano”. Reducirlo a nuestras proporciones. Domesticarlo. Vestirlo a nuestra moda. Que es una manera de no nosotros seguirlo a Él, sino de pretender que Él nos acompañe a nosotros a donde nosotros queremos. Es, a fin de cuentas, mejor maquillado, el pecado original: querer “ser como dioses” (cf. Gén 3, 5).

Cuando a los curas nos toca predicar sobre el Evangelio en que el Señor recomienda a esos que escandalizan a los “pequeños que tienen fe” que se tiren derecho al mar con una piedra gigante atada al cuello, o en que sentencia que es preferible entrar mutilados en la Vida eterna que ir enteritos al infierno “donde el gusano no muere y el fuego no se extingue” (cf. Mc 9, 38-48), o que el que abandona a su mujer y se casa con otra comete adulterio, diga lo que haya dicho el mismísimo Moisés (cf. Mc 10, 2-16), acusamos recibo de que este Jesús tajante de las diatribas y de las exigencias no es el mismo Jesús ¡ay! que solemos presentarles “a los pequeños que” -todavía, gracias a Dios- “tienen fe” (Mc 9, 42).

“El que ignora las Escrituras ignora a Cristo”. ¿Qué hacemos, entonces? No tenemos más opción: o nos dejamos cortar, o cortamos nosotros. O nos abrirnos al Señor de la Palabra y dejamos que su facón doble filo (cf. Heb 4, 12) nos traspase, o nos hacemos los sordos y pasamos por alto (y a veces, con la venia del leccionario, directamente no leemos) los pasajes que desdicen nuestra imagen “eclesialmente correcta” de Jesús. Lamentablemente, muchas veces hoy elegimos quitarnos de encima, como una pesada molestia, las palabras inspiradas que vienen a hacer añicos nuestro ídolo, como hizo Moisés con el dorado becerro. 

Hace ya muchos años, el profético Padre Castellani denunciaba: “Se han dejado caer grandes trozos del Evangelio, que eran incómodos de predicar y más aún de practicar […] Se ha suprimido la personalidad de Cristo”. “[El Catolicismo] -sigue diciendo- se vuelve de veras una religión de mujeres: cuyo único objeto es el "Dulce Nazareno" de Constancio Vigil, simbolizado en la actual abominable estatuaria religiosa por los Cristos buenos mozos de melena rubia con el dedo en la boca del corazón abierto. La verdad es que el Cristo de la predicación actual no es ni hombre ni mujer: es un concepto” (L. Castellani, Cristo y los fariseos, Vórtice-Jauja, pp. 55-56).

¿Qué nos diría Castellani hoy a nosotros, a quienes esas imágenes del Sagrado Corazón -si es que todavía las vemos por ahí- por poco nos asustan, de puro hieráticas, por más melenas rubias y túnicas rosas que tengan?

Como entonces, también hoy nuestro pobre concepto reductivo de Cristo se refleja en las imágenes religiosas. Al respecto, quisiera señalar dos indicadores muy elocuentes: uno, por defecto; otro, por exceso.

    Están en franca disminución, por un lado, las imágenes del Crucificado y, en general, de Jesús sufriente o muerto. Contra la tradición y las normas litúrgicas, falta muchas veces incluso en los altares de las iglesias, donde cada vez más se ven cruces sin Cristos, o con Cristos resucitados, gloriosos, etc. Por lo demás, ya casi no se los coloca en las cabeceras de las camas de los matrimonios cristianos, donde en el mejor de los casos es reemplazado por otras imágenes religiosas (la Virgen, la Sagrada Familia, etc.). Cuando el Crucifijo sigue estando, casi todas las veces lo está de modo que se disimula lo más posible el realismo de su Pasión y Muerte. A los cristianos de hoy, ver un Cristo como el Señor de los Milagros de Salta, o el Santo Cristo de Buenos Ayres, o cualquiera de las imágenes barrocas de nuestra tradición hispanoamericana, nos está empezando a escandalizar.  Incluso encontramos justificaciones teóricas: que dan la imagen de un Dios Padre sanguinario, que Cristo no nos salvó por el sufrimiento sino por el amor, que creemos en un Jesús vivo y resucitado, etc. Claro que sí, pero en contra está siempre lo que dice San Pablo: “Nosotros predicamos a un Cristo crucificado” (1 Cor 1, 23); y “yo no quise saber nada fuera de Cristo, y Cristo crucificado” (cf. 1 Cor 2, 2).

Santo Cristo de Buenos Ayres

Por otro lado, abundan y sobreabundan las imágenes “naïves”, los dibujitos pueriles de Jesús como los de “las Mellis” (de la hojita El Domingo), o, sobre todo, los de Fano. El problema no es su uso en las aulas de los jardines de infantes, sino su abuso en todos los ámbitos de la pastoral eclesial. ¿Cómo conciliar ese Cristo infantilizado con el viril Pastor que pelea contra los lobos que quieren escandalizar a su pequeño rebaño,  con el Padre lleno de celo amoroso que amonesta y corrige a sus hijos para evitar que pierdan la vida, con el Profeta que patea mesas y echa a latigazos a los mercaderes del templo, o con el fortísimo Mártir capaz de entregar la vida por amor al Padre Dios y a los hombres?

¿No será que ese inofensivo y aguachento Jesús de salita de tres expresa más un Dios “a imagen nuestra”, que no queremos ser adultos responsables, que queremos ser “amigos sí, pero padres no”, que evitamos cualquier corrección y castigo como si fueran faltas de amor? ¿No tendrá que ver este dejar de mirar al Crucificado con la ilusión de que nuestras obras no tienen consecuencias, y que no tenemos nada de que hacernos cargo; con nuestra sensación de que no tenemos nada de que arrepentirnos ni de que ser perdonados; con nuestra fútil pretensión de poder amar sin sufrir; con nuestro afán de vivir superficialmente para evitar, cueste lo que cueste, el dolor y la mención misma de la enfermedad o la muerte?

Por supuesto que, tomando aisladamente cada imagen de Jesús, antigua o actual, puede verse como una aproximación aceptable, como una de tantas perspectivas posibles, como una de tantas “hermenéuticas” que legítimamente destacan uno u otro aspecto del inagotable misterio de Cristo. Pero no podemos dejar de advertir que, cuando unas representaciones se multiplican en desmedro de las que acentúan los aspectos contrarios, se está operando un recorte, una reducción unilateral de la persona de Jesucristo que nos hace descubrir, justamente, una velada herejía, una verdadera criptoidolatría.

“Ignorar las Escrituras es ignorar a Cristo”. Que San Gerónimo interceda por nosotros para que la espada de la boca de Cristo (cf. Apoc 19, 15) nos rompa, una y mil veces, las falsas imágenes que nos hacemos de Él, que es a su vez la imagen del Padre, y nos chucee para buscar y seguir buscándolo, hasta que al fin “viendo su rostro revelado seamos totalmente felices en su gloria” (Santo Tomás de Aquino, Adoro te devote). Amén.

martes, 7 de septiembre de 2021

Oda a la humedad de Buenos Ayres











Verbo de Dios, Poesía verdadera,

que compones endechas cristalinas

en la turbia agua de nuestra ribera;

tú que inspiraste con unción divina

a Don Martín del Barco Centenera,

que fue el primer cantor de la Argentina,

ayúdame a escribir hoy con donaire

mi “oda a la humedad de Buenos Ayres”.


No tienen estos versos otro empeño

que ser un acto de reparación

hacia la reina del clima porteño

aborrecida por su población,

que le suele achacar frunciendo el ceño

todas las culpas de su situación;

y por contrarrestar tantos desaires

le canto a la humedad de Buenos Ayres.


Cantarle a la humedá es cantarle al río

que antaño bautizaron de la Plata,

que en sudestadas muéstrase bravío

y en los pamperos sus aguas recata;

y a la insufrible pesadez de estío

que tantos ríos de sudor desata,

(y si es culpable de nuestros sudores

más lo será de nuestros malhumores).

 

Pero cantarle a la humedá es cantar

a todo lo que engendra poesía:

al pastito que logra despuntar

entre adoquines de una calle umbría,

a las selvas que quieren asomar

como espectros al lado de la vía,

y al charquito que en su breve laguna

traduce los mensajes de la luna.

 

Al musguito que unge los tejados

con el barniz sagrado de lo añejo,

y al temible verdín del empedrado,

y a las paredes con olor a viejo;

y a esos mil yuyos imponderados

que habitan los baldíos, desparejos,

donde feraz la pampa se da aires

de enseñorearse sobre Buenos Ayres.


A las plantas que crecen, naturales,

contra los fondos y las medianeras:

a la hiedra que oculta los tapiales,

al níspero, al ligustro, a la morera,

que, al develar los rasgos tropicales 

que en el principio la ciudad tuviera,

tapar quisieran, con piadoso beso,

los orgullosos logros del progreso.


A las guirnaldas de la enredadera

en el cableado de los arrabales,

como un arco esperando que viniera

algún santo en sus fiestas patronales...

Por estas cosas mi verso se esmera

para cantarle en octavas reales

a esta poética humedad, salud

de la malsana Capital del Sud.



Las Tunas, 8 de septiembre del año del Señor 2021

lunes, 10 de mayo de 2021

“¡Soy de la Virgen, nomás!”

Un itinerario espiritual mariano de la mano del Negro Manuel

Domingo Gatti. Milagro de las vírgenes de la carreta


    Cada vez que se celebra la Misa de Nuestra Señora de Luján, Patrona de la República Argentina, escuchamos de boca del Señor Jesús esta indicación: “Aquí tienes a tu Madre” (Jn 19, 27).

Es Cristo mismo quien nos señala a María por Madre, quien nos impulsa hacia Ella. Como en los tiempos de Isaías, es por orden divina que debemos mirar a esa Mujer: “El Señor mismo les dará un signo: Miren, la Virgen está embarazada y dará a luz a un hijo a quien llamarán con el nombre de Emanuel -Dios con nosotros-” (Is 7, 14).

En efecto, la voluntad de Dios es que recibamos a esa Virgen en nuestra casa, como san José: “Al despertar, José hizo lo que el ángel del Señor le había ordenado: llevó a María a su casa” (Mt 1, 24). Así se cumplió la profecía de Isaías y nació Cristo. También hoy ésta es la manera de cumplir la voluntad de Dios para que Él se haga presente “en medio de nosotros”.

El discípulo “a quien él amaba” (Jn 19, 26), modelo de todo cristiano, hizo lo mismo que había hecho san José: “desde aquella Hora, la recibió en su casa” (Jn 19, 27). En efecto, dice la tradición que san Juan se ocupó de la Madre de Cristo, y cuando le tocó salir a evangelizar, la llevó consigo a Éfeso.

Sin embargo, este evangelista no escribió literalmente “en su casa” (en to oikía autoú), sino “en ta ídia”, expresión más amplia y profunda, que tiene que ver con lo más propio de uno, que por supuesto incluye una propiedad inmueble -la casa-, pero que alcanza la hondura de eso que es sólo de uno, lo más íntimo. De ahí que muchas traducciones autorizadas lo digan así: “el discípulo la recibió como suya”.

      Ahora bien, cuando uno escucha esta Palabra del Señor el día de la Virgen de Luján, es difícil no pensar en ese querido protagonista del milagro lujanero que es el Negro Manuel. Él, de hecho, fue el discípulo amado que recibió de labios de un patrón humano la orden del Amo divino: “Y dicho Rosendo dedicó un negro, llamado Manuel, al culto de dicha Imagen”. Y, como casa él no tenía, la recibió “como suya”.

            Pienso, pues, que en la vida del negrito Manuel podemos aprender cómo es el camino señalado por Cristo en la cruz para vivir y morir como verdaderos discípulos suyos. El punto de partida, la iniciativa, es de Dios. Y esto se lo ve en dos aspectos: primero, en que el discípulo tiene el título de “amado” por el Señor: “No son ustedes los que me eligieron a mí, sino yo el que los elegí a ustedes” (Jn 15, 16). ¡Con qué claridad brilla esta sabia arbitrariedad de los amorosos caminos de Dios en la oscuridad del esclavo Manuel! Dan ganas de gritar como Jesús en Galilea: “¡Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y a los prudentes y las has revelado a los pequeños. Sí, Padre, porque así lo has querido!” (Lc 10, 21).

Segundo, en que todo comienza con una indicación divina, en este caso, de Cristo en la Cruz: “Aquí tienes a tu Madre” (Jn 19, 27). La acción del discípulo amado es obedecer: escuchar y poner en práctica las palabras de Jesús, que como él decía, no eran suyas, “sino de Aquel que me envió” (Jn 7, 16).

            Y Jesús manda mirar y recibir a su Madre. Por eso, como enseñaba el Padre Tello, no se trata de “A Cristo por María” sino, más bien, de “A María por Cristo”.

            La segunda estación en este itinerario espiritual es aceptar a María como Madre propia. Apropiarse de la Madre del Señor de manera que se le pueda decir “Madre mía”. Esto ha tenido lugar “desde aquella Hora” (Jn 19, 27). Palabra clave en el cuarto evangelio que Cristo usaba para referirse a la redención que realizó en su pasión, muerte y resurrección. Por eso, en ese contexto, bien podríamos decir que este pasar de María -de Madre de Jesús a Madre del discípulo amado- es un anticipo y espejo de lo que Cristo le dirá a la Magdalena en la mañana de la resurrección: “mi Padre y Padre de ustedes, mi Dios y Dios de ustedes” (Jn 20, 17). Cristo nos entrega todo lo que es suyo para que lo hagamos nuestro.

    Ahora bien, al mirar la vida de nuestro Negro Manuel, podemos percibir que ese recibir a la Virgen “como suya” marcó el inicio de una relación de amor que, como una cascada en la roca, fue labrando un hondo surco en corazón. Nos dicen las antiguas crónicas, y lo corroboran documentos jurídicos, que treinta años después del milagro de la carreta los descendientes de Rosendo reclamaron ser los dueños de ese negro esclavo, quien siguiendo a la Virgen había abandonado su antigua estancia, mudándose a la de Doña Ana de Matos. Y que en el juicio, el negro Manuel se defendió diciendo: “Soy de la Virgen, nomás”.

            En esa frase, que constituye todo su proceso de canonización, el negro Manuel demuestra haber pasado del inicial “recibir a la Madre como suya” a ser él mismo “de Ella”. Parece un sutil juego de palabras, pero expresa una transformación de fondo en su persona. Tan radical es el cambio, que la acción cambia totalmente de sujeto. Antes, la Virgen era de él; ahora, él es de la Virgen. El poseía la imagen de la Virgen; ahora, es la Virgen quien por su imagen lo posee a él. Primero, encontró en la Madre a su madre que había perdido; ahora, se confiesa su hijo. Al comienzo, aprendió por necesidad el amor posesivo; al final, se brinda con generosidad con amor desinteresado. Antes era por fuerza esclavo de los hombres; ahora se sabe libremente esclavo de la Virgen Santísima.

    Pero el Negrito Manuel nos viene a recordar, además, que ser esclavo de la Virgen (y en Ella, de Dios) coincide con la máxima libertad humana. Manuel, en ese acto de audaz autonomía frente a jueces y señores, impensable en alguien de su condición, no dijo sólo que era “de la Virgen” sino que era “de la Virgen, nomás”. Así declaraba solemnemente su absoluta libertad ante los hombres, que no había leído en ningún panfleto libertario, sino aprendido interiormente mirando los amorosos ojos de su única Ama, la Esclava del Señor.

Muchos años más acá, otro hijo insigne de la Virgen, el Papa Juan Pablo II, confirmó con el lema mariano “Totus tuus” (Soy todo tuyo), este camino de santidad que partiendo de la tercera palabra de Cristo en la cruz deriva naturalmente en la consagración a María.

Así, la vida escondida y callada de Manuel, el fiel esclavo de la Virgen de Luján, nos enseña cómo es el camino de todo cristiano, de todo “discípulo amado”. Llegar a ser, en María (en la Iglesia), y como Ella, esclavos del Señor. Y así, en Ella, y como Ella, “estremecernos de gozo en Dios”, ser para siempre “felices por haber creído.”

            Creo que el Negro Manuel es germen y símbolo del pueblo argentino. En primer lugar, del pueblo humilde. ¿No es significativo el hecho de que tantos pobres empiezan comprando una virgencita en Luján para llevarla a su casa y terminan con la Virgen tatuada en su pecho? ¿No estarán así muchos de ellos expresando, sin palabras que decir, que han pasado de "tener la Virgen" a "ser de Ella", como el Negrito Manuel?. Pero no sólo de los pobres, pues también el pueblo organizado como nación ha nombrado oficialmente a la Virgen de Luján como patrona suya. Por eso pidámosle a Nuestra Señora de Luján, Madre de todos los argentinos, que, como al negro Manuel, nos tome cada vez más el corazón, para que pasemos de tenerla por nuestra a hacernos suyos, y así justamente seamos libres y soberanos, no sólo de palabra sino de verdad.

El Negrito Manuel entra al Cielo. Detalle del mural frente a la estación terminal de colectivos, Luján.


lunes, 15 de marzo de 2021

A cuarenta años de la muerte del Padre Castellani

    


    En homenaje al gran maestro, transcribo este inigualable poema, escrito -como él mismo lo explica en la introducción- inspirado en su admirado Kierkegaard, pero que (al igual que el verso "Quijotismo" que hemos otra vez publicado aquí) refleja para mí ese fuego del corazón del autor y que por eso me parece para el mejor a la hora de entender y celebrar su vida.

    Asimismo, dejo una linda semblanza de su vida en este enlace: https://www.infobae.com/cultura/2021/03/15/leonardo-castellani-el-gran-escritor-y-profeta-argentino-ausente-en-el-canon-de-nuestras-letras/

El poema Jauja

El año cincuenta – y, antes del 60 (no recuerdo la fecha) – acabé de leer meditadamente el gran tratado de Kirkegord “Posdata definitiva no científica a las Nonadas Filosóficas”, después de haber leído otras obras menores para alcanzar su comprensión. El libro me fascinó (o más elegante me impactó) de tal modo que ese mismo día escribí el poema kierkegordiano Jauja, el mejor de los míos (esto quizá no sea decir mucho) con una facilidad no ordinaria, como si alguien me lo dictase.

Uso allí la alegoría de un viaje arriscado por mar a una de las Islas Afortunadas para corporizar el “Itinerarium Mentis” del místico danés; como Fray Juan de Yepes usó la de una subida a la montaña, Santa Teresa el ingreso a la cámara más íntima de un palacio, el Inglés Bunyan el de un viaje a pie plagado de obstáculos y peripecias alegóricas; y así otros poetas místicos.

La escrición del poema, que va aquí en apéndice, me dejó la impresión de que el danés me había ayudado, como se lo pedí, lo cual significaba que se había salvado y estaba con Dios, lo cual se puede tener por superstición (y Uds. caros lectores pueden tenerlo) pero en mí es convicción soberana.
El poema comienza:



JAUJA

*
Yo salí de mis puertos tres esquifes a vela
Y a remo a la procura de la Isla Afortunada
Que son trescientas islas, mas la flor de canela
De todas es la incógnita que denominan Jauja
Hirsuta, impervia al paso de toda carabela
La cedió el Rey de Rodas a su primo el de León
Solo se aborda al precio de naufragio y procela
Y no la hallaron Vasco de Gama ni Colón.
*
Rompí todas mis cosas implacable exterminio
Mi jardín con sus ramos de cedrón y de arauja
Mis libros de Estrabonio de Plutarco y de Plinio
Y dije que iba a América, no dije que iba a Jauja.
Pinté verdes los cascos y los remos de minio
Y las velas como alas de halcón y de ilusión
Quedé sin rey ni patria, refugio ni dominio
Mi madre y su pañuelo llorando en el balcón.
*
Muchas veces la he visto, diferentes facciones,
Diferentes lugares, siempre la misma Jauja
Sus árboles, sus frondas floridas, sus peñones
Sus casas, maderamen del más perito atauja.
Su señuelo hechicero de aromas y canciones
Enfervecía el celo de mi tripulación,
Mas desaparecían sus mágicas visiones
Apenas la ardua proa tocaba el malecón.
*
La he visto entre las brumas, la he visto en lontananza
A la luz de la luna y al sol de mediodía
Con sus ropas de novia de ensueño y esperanza
Y su cuerpo de engaño decepción y folia.
Esfuerzo de mil años de huracán y bonanza
Empresa irrevocable pues no hay volver atrás
La isla prometida que hechiza y que descansa
Cederá a mis conatos cuando no pueda más.
*
Surqué rabiosas aguas de mares ignorados
Cabalgué sobre olas de violencia inaudita
Sobre mil brazas de agua con cascos escorados
Recorrí la traidora pampa que el sol limita.
Desde el cabo de Hatteras al golfo de Mogados
Dejando atrás la isla que habitó Robinson
Con buena cara al tiempo malo y trucos osados
Al hambre y los motines de la tripulación.
*
Me decían los hombres serios de mi aldehuela
“Si eso fuera seguro con su prueba segura
También me arriesgaría, yo me hiciera a la vela
Pero arriesgarlo todo sin saber es locura...”
Pero arriesgarlo todo justamente es el modo
Pues Jauja significa la decisión total
Y es el riesgo absoluto, y el arriesgarlo todo,
Es la fórmula única para hacerla real.
*
Si estuviera en el mapa y estuviera a la vista
Con correos y viajes de idea y vuelta y recreo
Eso sería negocio, ya no fuera conquista
Y no sería Jauja sino Montevideo.
Dar dos recibir cuatro, cosa es de petardista,
Jauja no es una playa-Hawaii o Miramar.
No la hizo un matemático sino el Gran Novelista
Ni es hecha sino para marineros de mar.
*
Las gentes de los puertos donde iba a bastimento
Risueñas me miraban pasar como a un tilingo
Yo entendía en sus ojos su irónico contento
Aunque nada dijeran o aunque hablaran en gringo.
Doncellas que querían sacarme a salvamento
Me hacían ojos dulces o charlas de pasión
La sangre se me alzaba de sed o sentimiento
Mas yo era como un Sísifo volcando su peñón.
*
Busco la isla de Jauja, sé lo que busco y quiero
Que buscaron los grandes y han encontrado pocos
El naufragio es seguro y es la ley del crucero
Pues los que quieren verla sin naufragar, son locos
Quieren llegar a ella sano y limpio el esquife
Seca la ropa y todos los bagajes en paz
Cuando sólo se arriba lanzando al arrecife
El bote y atacando desnudo a nado el caz.
*
Busco la isla de Jauja de mis puertos orzando
Y echando a un solo dado mi vida y mi fortuna;
La he visto muchas veces de mi puente de mando
Al sol de mediodía o a la luz de la luna.
Mis galeotes de balde me lloran ¿cuándo, cuándo?
Ni les perdono el remo, ni les cedo el timón.
Este es el viaje eterno que es siempre comenzando
Pero el término incierto canta en mi corazón.
*
Oración
*
Gracias te doy Dios mío que me diste un hermano
Que aunque sea invisible me acompaña y espera
Claro que no lo he visto, pretenderlo era vano
Pues murió varios siglos antes que yo naciera
Mas me dejó su libro que, diccionario en mano,
De la lengua danesa voy traduciendo yo
Y se ve por la pinta del fraseo baquiano
que él llegó, que él llegó.

Leonardo Castellani
(del apéndice de la obra “De Kirkegord a Tomás de Aquino”.
Extraído del blog: padreleonardocastellani.blogspot.com)