viernes, 25 de febrero de 2022

Los reyes magos y lo que debemos a Dios

"Ofrecemos a Dios honor y reverencia no para bien suyo, que en sí mismo está lleno de gloria y nada pueden añadirle las criaturas, sino para bien nuestro; porque, en realidad, por el hecho de honrar y reverenciar a Dios, nuestra alma se humilla ante El, y en esto consiste la perfección de la misma, ya que todos los seres se perfeccionan al subordinarse a un ser superior, como el cuerpo al ser vivificado por el alma y el aire al ser iluminado por el sol" (Santo Tomás de Aquino, Suma de Teología, II-II, 81, 7).




Cuando, para la Epifanía del Señor de este año, me puse a meditar en el evangelio de la visita de los magos de Oriente al Niño Dios, me quedé pensando en este simple hecho: “le ofrecieron dones” (Mt 2, 11).

Algo tan obvio y tan sencillo, de pronto, se me antojó muy profundo y novedoso. Como cuando uno vuelve a oír una melodía largamente olvidada  que, al empezar a recobrar forma en la memoria, genera la profunda alegría de un reencuentro.

En la cultura popular, la fiesta de Reyes es sinónimo de “regalos”. Los Reyes Magos vienen cada año a recordarnos la importancia que tienen en nuestra vida los regalos, tanto el darlos como el recibirlos. En efecto, para expresar el amor, que es espiritual, necesitamos dar algo material, que en ese mismo acto de ser obsequiado se carga de sentido, casi diríamos que se transfigura. Lo poco, lo neutro, lo fragmentario y relativo de un regalo está preñado de un sentido grande, rotundo, total, absoluto: “yo -todo yo- te quiero a vos, tal como sos”.

Pues bien, este año Melchor, Gaspar y Baltasar me trajeron de regalo una vieja verdad olvidada: a Dios también, si lo queremos, tenemos que darle algo.

El relato de la visita de los magos se demora refiriendo todos los sucesos previos a la llegada al pesebre: vienen de lejos siguiendo la estrella, llegan a Jerusalén, preguntan por el rey, los recibe Herodes, que hace una consulta a los sabios; vuelven a ponerse en camino hacia Belén… Al escucharla, uno se siente parte de esa larga búsqueda, de esa paciente ansiedad de los misteriosos peregrinos… Sin embargo, desde que por fin llegan a la meta de su camino, todo ocurre muy rápido: “La estrella […] se detuvo en el lugar donde estaba el niño. Cuando vieron la estrella se llenaron de alegría, y al entrar en la casa, encontraron el niño con María, su madre, y postrándose, lo adoraron. Luego, abriendo sus cofres, le ofrecieron dones: oro, incienso y mirra. Y […] volvieron a su tierra” (Mt 2, 9-12).

Los Reyes, llenos de alegría por haber llegado, hacen sólo dos cosas. Apenas dos verbos describen el larguísimamente anhelado propósito de la más famosa peregrinación de la historia: “lo adoraron” y “le ofrecieron dones”. Estas dos acciones de los magos -adoración y ofrenda, homenaje y oblación- en el fondo provienen de una única actitud, que es la actitud primordial que el hombre debe tener cuando se pone frente a Dios. Ésta puede tener distintos nombres: fe, obediencia, culto, reverencia, temor, religión, adoración… amor a Él sobre todas las cosas.

“Postrándose, lo adoraron y le ofrecieron dones”. Esta actitud, casi espontánea en los hombres y mujeres de todos los tiempos y todas las culturas y expresada en todas las religiones del mundo hoy parece llamativa por lo inusitada y por lo ausente (incluso ¡ay! en el ámbito de la Iglesia).

Se enseña con razón que la liturgia cristiana tiene como una doble dirección: de arriba hacia abajo, de abajo hacia arriba. Gloria a Dios, gracia a los hombres. En la liturgia “Dios es perfectamente glorificado y los hombres santificados” (Concilio Vaticano II, Const. Sacrosanctum Concilium, 7). Porque, tratándose de la actualización del misterio de la Cruz del Señor, el culto cristiano comparte las características que tuvo el “misterio pascual” de Cristo, “obra de la redención humana y de la perfecta glorificación de Dios” (Ídem, 5). El Señor Jesús se ofreció en la Cruz como Hijo obediente al Padre: “No mi voluntad, sino la tuya” (cf. Mt 26, 39); “Padre, a tus manos encomiendo mi Espíritu” (Lc 23, 46); y en favor de los hombres: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc 23, 34). Los ojos mirando a Dios, las manos tendidas a sus hermanos. Ambos aspectos son inseparables.

Y sin embargo, hoy, incluso en nuestras Misas, el peso casi siempre está unidireccionalmente puesto en el sentido “de arriba abajo”. Pareciera que vamos a Misa no para dar, sino para recibir: no para darle algo a Dios, sino para que Dios nos satisfaga una necesidad. Esta unilateralidad, llevada al extremo, conduce a la actitud egocéntrica que expresa la conocida frase: “voy a Misa cuando lo siento”.

La mínima referencia al deber de dar culto a Dios, la noción misma de precepto dominical, la conciencia de tener que cumplir con el tercer mandamiento están tan poco presentes en el lenguaje y la vida de nuestras comunidades que prácticamente son incomprensibles, están sencillamente fuera de lugar.

La dimensión “vertical” y “ascendente”, la propiamente cultual, queda muchas veces prácticamente diluida también en el modo de celebrar la Misa. ¡Cuántas veces -mea culpa- los sacerdotes con su mirada y con todos sus gestos se dirigen a los fieles mientras con los labios están invocando a Dios!

Ahora bien, si es por cierto lastimosa la tendencia de acercarse a Dios sólo para recibir, más triste es constatar que en nuestras celebraciones se desdibuja incluso toda dimensión “vertical”, incluso descendente. No pocas veces, de hecho, ni los fieles ni el celebrante pareciera que estuvieran rezando, sino dialogando entre ellos, compartiendo, sí, cosas de Dios (su Palabra, sus sacramentos) pero mencionándolo en tercera persona, y no como si Él estuviera allí presente como un verdadero interlocutor…

La confirmación de esta tendencia queda patente en la renuencia incluso explícita de muchos curas a celebrar la Misa cuando no hay fieles presentes. Si no hay, por un lado, oración que suba, si no hay oblación que ascienda, si no hay sacrificio que se ofrezca, y por otro lado no hay fieles a quienes dar algo o con quienes encontrarse (señal de que se pierde también la fe en la comunión de los santos) … ¿qué sentido puede tener la Misa?

No se trata de desconocer la profundísima novedad que ha traído el “culto según el Logos” (Rom 12, 1) cristiano con respecto al “do ut des” (toma y daca) de las religiones paganas o de sus tantas supervivencias mágicas y supersticiosas, e incluso respecto de los sacrificios de la antigua Alianza. Estamos convencidos de que en la vida cristiana amar a Dios es, en última instancia, “dejarse reconciliar por Él” (cf. 2 Cor 5, 20), que “nos amó primero” (1 Jn 4, 10. 19).

Pero no por eso se pueden evaporar de nuestra religión y de nuestra liturgia la alabanza, la adoración, la acción de gracias, los sacrificios, las promesas, los votos, en fin, la ofrenda de la propia vida. El culto a Dios es una profunda necesidad inscrita en la naturaleza humana. Cuando a esta potente tendencia espiritual no se le asegura un cauce en que expresarse, se opera una verdadera represión, se ejerce una violencia, y termina desbordando por alguna parte, desmadradamente.

De hecho, en nuestro medio, quienes se benefician de nuestra horizontalización de la liturgia son las sectas pentecostales, en las que la alabanza tiene un sitio preminente. No en vano ellos conservan para sus celebraciones una palabra que la Iglesia ha desechado: “culto”.

Hoy es más oportuno que nunca, entonces, que recibamos este “regalo de Reyes” y desenterremos del olvido el tesoro de la virtud de la religión. Que volvamos a ofrecerle a Dios el homenaje de nuestras alabanzas, de nuestros gestos corporales, de nuestros bienes materiales como signos insoslayables de nuestra propia entrega (fe, obediencia, amor, servicio) a Él.

La misma liturgia de la Misa de Epifanía resuelve magistralmente todas estas cuestiones en la Oración sobre las ofrendas. Toda la teología del culto cristiano se resume en el sacrificio pascual de Nuestro Señor, quien es, desde la Cruz, el lugar de encuentro en que se reconcilian la gracia y la libertad, Dios y los hombres.

“Señor, mira con bondad las ofrendas de tu Iglesia que ya no son oro, incienso y mirra, sino Jesucristo mismo que en estos dones se manifiesta, se inmola y se nos da como alimento, que vive y reina por los siglos de los siglos. Amén”.