"Ofrecemos a Dios honor y reverencia no para bien suyo, que en sí mismo está lleno de gloria y nada pueden añadirle las criaturas, sino para bien nuestro; porque, en realidad, por el hecho de honrar y reverenciar a Dios, nuestra alma se humilla ante El, y en esto consiste la perfección de la misma, ya que todos los seres se perfeccionan al subordinarse a un ser superior, como el cuerpo al ser vivificado por el alma y el aire al ser iluminado por el sol" (Santo Tomás de Aquino, Suma de Teología, II-II, 81, 7).
Cuando, para
la Epifanía del Señor de este año, me puse a meditar en el evangelio de la
visita de los magos de Oriente al Niño Dios, me quedé pensando en este simple
hecho: “le ofrecieron dones” (Mt 2, 11).
Algo tan
obvio y tan sencillo, de pronto, se me antojó muy profundo y novedoso. Como
cuando uno vuelve a oír una melodía largamente olvidada que, al empezar a recobrar forma en la
memoria, genera la profunda alegría de un reencuentro.
En la
cultura popular, la fiesta de Reyes es sinónimo de “regalos”. Los Reyes
Magos vienen cada año a recordarnos la importancia que tienen en nuestra vida
los regalos, tanto el darlos como el recibirlos. En efecto, para expresar el
amor, que es espiritual, necesitamos dar algo material, que en ese mismo acto
de ser obsequiado se carga de sentido, casi diríamos que se transfigura. Lo
poco, lo neutro, lo fragmentario y relativo de un regalo está preñado de un
sentido grande, rotundo, total, absoluto: “yo -todo yo- te quiero a vos, tal
como sos”.
Pues bien, este
año Melchor, Gaspar y Baltasar me trajeron de regalo una vieja verdad olvidada:
a Dios también, si lo queremos, tenemos que darle algo.
El relato de
la visita de los magos se demora refiriendo todos los sucesos previos a la
llegada al pesebre: vienen de lejos siguiendo la estrella, llegan a Jerusalén,
preguntan por el rey, los recibe Herodes, que hace una consulta a los sabios;
vuelven a ponerse en camino hacia Belén… Al escucharla, uno se siente parte de
esa larga búsqueda, de esa paciente ansiedad de los misteriosos peregrinos… Sin
embargo, desde que por fin llegan a la meta de su camino, todo ocurre muy
rápido: “La estrella […] se detuvo en el lugar donde estaba el niño. Cuando
vieron la estrella se llenaron de alegría, y al entrar en la casa, encontraron
el niño con María, su madre, y postrándose, lo adoraron. Luego, abriendo sus
cofres, le ofrecieron dones: oro, incienso y mirra. Y […] volvieron a su
tierra” (Mt 2, 9-12).
Los Reyes,
llenos de alegría por haber llegado, hacen sólo dos cosas. Apenas dos verbos describen
el larguísimamente anhelado propósito de la más famosa peregrinación de la
historia: “lo adoraron” y “le ofrecieron dones”. Estas dos acciones de los
magos -adoración y ofrenda, homenaje y oblación- en el fondo provienen de una
única actitud, que es la actitud primordial que el hombre debe tener cuando se
pone frente a Dios. Ésta puede tener distintos nombres: fe, obediencia, culto,
reverencia, temor, religión, adoración… amor a Él sobre todas las cosas.
“Postrándose,
lo adoraron y le ofrecieron dones”. Esta actitud, casi espontánea en los
hombres y mujeres de todos los tiempos y todas las culturas y expresada en
todas las religiones del mundo hoy parece llamativa por lo inusitada y por lo
ausente (incluso ¡ay! en el ámbito de la Iglesia).
Se enseña
con razón que la liturgia cristiana tiene como una doble dirección: de arriba
hacia abajo, de abajo hacia arriba. Gloria a Dios, gracia a los hombres. En la
liturgia “Dios es perfectamente glorificado y los hombres santificados”
(Concilio Vaticano II, Const. Sacrosanctum Concilium, 7). Porque,
tratándose de la actualización del misterio de la Cruz del Señor, el culto
cristiano comparte las características que tuvo el “misterio pascual” de Cristo,
“obra de la redención humana y de la perfecta glorificación de Dios” (Ídem,
5). El Señor Jesús se ofreció en la Cruz como Hijo obediente al Padre: “No mi
voluntad, sino la tuya” (cf. Mt 26, 39); “Padre, a tus manos encomiendo mi
Espíritu” (Lc 23, 46); y en favor de los hombres: “Padre, perdónalos, porque no
saben lo que hacen” (Lc 23, 34). Los ojos mirando a Dios, las manos tendidas a
sus hermanos. Ambos aspectos son inseparables.
Y sin
embargo, hoy, incluso en nuestras Misas, el peso casi siempre está unidireccionalmente
puesto en el sentido “de arriba abajo”. Pareciera que vamos a Misa no para dar,
sino para recibir: no para
darle algo a Dios, sino para que Dios nos satisfaga una necesidad. Esta
unilateralidad, llevada al extremo, conduce a la actitud egocéntrica que expresa la conocida frase: “voy
a Misa cuando lo siento”.
La mínima
referencia al deber de dar culto a Dios, la noción misma de precepto dominical,
la conciencia de tener que cumplir con el tercer mandamiento están tan poco presentes en el lenguaje y la vida de nuestras comunidades que prácticamente son
incomprensibles, están sencillamente fuera de lugar.
La dimensión
“vertical” y “ascendente”, la propiamente cultual, queda muchas veces
prácticamente diluida también en el modo de celebrar la Misa. ¡Cuántas veces -mea
culpa- los sacerdotes con su mirada y con todos sus gestos se dirigen a los
fieles mientras con los labios están invocando a Dios!
Ahora bien,
si es por cierto lastimosa la tendencia de acercarse a Dios sólo para recibir,
más triste es constatar que en nuestras celebraciones se desdibuja incluso toda
dimensión “vertical”, incluso descendente. No pocas veces, de hecho, ni los
fieles ni el celebrante pareciera que estuvieran rezando, sino dialogando entre
ellos, compartiendo, sí, cosas de Dios (su Palabra, sus sacramentos) pero
mencionándolo en tercera persona, y no como si Él estuviera allí presente como
un verdadero interlocutor…
La
confirmación de esta tendencia queda patente en la renuencia incluso explícita de
muchos curas a celebrar la Misa cuando no hay fieles presentes. Si no hay, por
un lado, oración que suba, si no hay oblación que ascienda, si no hay
sacrificio que se ofrezca, y por otro lado no hay fieles a quienes dar algo o
con quienes encontrarse (señal de que se pierde también la fe en la comunión de
los santos) … ¿qué sentido puede tener la Misa?
No se trata
de desconocer la profundísima novedad que ha traído el “culto según el Logos”
(Rom 12, 1) cristiano con respecto al “do ut des” (toma y daca) de las
religiones paganas o de sus tantas supervivencias mágicas y supersticiosas, e
incluso respecto de los sacrificios de la antigua Alianza. Estamos convencidos
de que en la vida cristiana amar a Dios es, en última instancia, “dejarse
reconciliar por Él” (cf. 2 Cor 5, 20), que “nos amó primero” (1 Jn 4, 10. 19).
Pero no por
eso se pueden evaporar de nuestra religión y de nuestra liturgia la alabanza,
la adoración, la acción de gracias, los sacrificios, las promesas, los votos,
en fin, la ofrenda de la propia vida. El culto a Dios es una profunda necesidad
inscrita en la naturaleza humana. Cuando a esta potente tendencia espiritual no
se le asegura un cauce en que expresarse, se opera una verdadera represión, se
ejerce una violencia, y termina desbordando por alguna parte, desmadradamente.
De hecho, en
nuestro medio, quienes se benefician de nuestra horizontalización de la
liturgia son las sectas pentecostales, en las que la alabanza tiene un sitio
preminente. No en vano ellos conservan para sus celebraciones una palabra que
la Iglesia ha desechado: “culto”.
Hoy es más
oportuno que nunca, entonces, que recibamos este “regalo de Reyes” y
desenterremos del olvido el tesoro de la virtud de la religión. Que volvamos a
ofrecerle a Dios el homenaje de nuestras alabanzas, de nuestros gestos
corporales, de nuestros bienes materiales como signos insoslayables de nuestra
propia entrega (fe, obediencia, amor, servicio) a Él.
La misma
liturgia de la Misa de Epifanía resuelve magistralmente todas estas cuestiones
en la Oración sobre las ofrendas. Toda la teología del culto cristiano se
resume en el sacrificio pascual de Nuestro Señor, quien es, desde la Cruz, el
lugar de encuentro en que se reconcilian la gracia y la libertad, Dios y los
hombres.
“Señor, mira con bondad las ofrendas de tu Iglesia que ya no son oro, incienso y mirra, sino Jesucristo mismo que en estos dones se manifiesta, se inmola y se nos da como alimento, que vive y reina por los siglos de los siglos. Amén”.
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