martes, 9 de diciembre de 2008

Ir a esperar a Dios a la tranquera

A Sandra, que me mostró qué significa "esperar contra toda esperanza"
y hoy nació a la Vida eterna.
En estas semanas, en que nos preparamos para conmemorar la primera venida de Cristo en la Navidad, la Iglesia nos propone que hagamos el ejercicio de esperar su segundo "adviento", su última venida al fin de los tiempos. El Adviento es, por antonomasia, un tiempo de espera.
Esperar, sin embargo, no es algo que nos guste mucho. Y menos a nosotros, hombres posmodernos, que no estamos acostumbrados a esperar nada. Estamos viviendo en un mundo que supo aplicar toda su técnica para eliminar las esperas de la vida, de manera que todo podamos obtenerlo "ya". Nuestra paciencia no está dispuesta a ir más allá de un "doble clik". Y, a medida que crece la velocidad, nos hacemos más intolerantes a la espera: yo, por ejemplo, ya no soporto el relojito de arena de la computadora; otros, víctimas de la pava eléctrica, no saben ya darle tiempo al agua para cebar unos mates.
De cualquier modo, aniquilar definitivamente las esperas es utópico. Siguen estando las salas de espera en las oficinas públicas y en los hospitales, sigue habiendo colectivos que no llegan y personas que se atrasan... En la vida, muchas veces, no nos queda otra que "esperar". Sin embargo, en esas ocasiones casi nunca nos "dedicamos" a esperar, sino que aprovechamos para hacer otra cosa mientras esperamos: mandamos mensajitos, hablamos por teléfono, leemos, hacemos crucigramas, vemos tele, escuchamos música, o, si estamos cansados y se da, dormimos un ratito. A eso no lo llamamos "esperar", sino más bien "hacer tiempo".
Esta expresión "hacer tiempo" es muy elocuente, porque supone que no existe algo así como un "tiempo de espera": si "hacer tiempo" es hacer cualquier cosa para llenar un tiempo vacío, quiere decir que el "tiempo de la espera" es, de por sí, un "tiempo muerto", y que dedicarse a esperar sin hacer nada importante es, en el mejor de los casos, "matar el tiempo".
Y sin embargo, la Iglesia nos abre un explícito "tiempo de espera", donde no se puede esperar de cualquier modo. De hecho, en el Evangelio "inaugural" de este Adviento (Mc 13, 33-37), Jesús nos invitaba a ser como el portero que vigila la casa mientras espera a su patrón, y nos decía: ¡velen, estén despiertos, estén prevenidos! Es decir: no "hagan tiempo", sino más bien "esperen".
La espera del Adviento de Jesús es una espera que se "dedica a esperar"; es una espera vigilante, que combate las distracciones que nos invitan a pensar en otra cosa "mientras tanto". Es una espera que "aguanta la tensión" -a veces enorme- que supone anhelar la presencia de alguien mientras "no está viniendo". Por eso sería más propio llamar a esta acción "atender" que "esperar" (como lo hace el francés attendre), porque "atender" (ad tendere) es "estar tenso hacia" aquello que esperamos: esperar consiste justamente en mantener y sostener esa tensión del deseo insatisfecho. Sin duda, no es fácil reconocer y "bancar" así nomás esta tensión. Y por eso le sacamos tanto el bulto a las esperas...
* * *
Estos días, pensando en la exhortación de Jesús a esperar atentos, sin dormirse y sin distraerse, me vino a la memoria, desde lejos, un lindo recuerdo de mi niñez.
En esa época pasábamos todos los veranos en el campo. Cuando a mi padre se le terminaban las vacaciones, él se volvía a trabajar a Buenos Aires, y mi madre y nosotros nos quedábamos allá. Pero Papá venía siempre los fines de semana, y cuando llegaba era una fiesta. Nosotros sabíamos que iba a llegar el viernes a la tardecita, en algún momento, pero nunca sabíamos la hora exacta (no había celulares...). Me acuerdo de esas veces que, ya bañados y tal vez en pijama, le pedíamos a Mamá: "¿podemos ir a esperar a Papá a la tranquera?"
La tranquera de entrada a "El Rodeo" queda a dos o tres cuadras de la casa, ya afuera del monte. Desde esa loma, subido a la tranquera, se puede ver cómo el camino se estira y se pierde, derechito, como si se hundiera en el monte de "San Martín". El sol aquerenciado del verano se iba cayendo lento atrás de las sierras, como alargando su mirada cómplice de nuestra ansiedad. Los ojos y los oídos estaban bien atentos: cualquier murmullo nos parecía el ruido de un motor, y en cualquier nubecita baja creíamos ver la polvareda del auto de Papá. Mamá venía seguramente con nosotros, y acaso, por el camino, nos enseñaba el nombre de las flores. Quizá abríamos la tranquera y jugábamos a hamacarnos arriba -diversión terminantemente prohibida por mi abuelo-, pero eso sí, sin dejar nunca de mirar el horizonte deseado, amansado por la luz apacible de la tarde.
¡Qué momentos lindos! Y sin embargo, era un momento de auténtica "espera", con toda su tensión. Nada impedía que nos quedáramos jugando en el parque o en la casa -total Papá iba a llegar igual-. Pero preferíamos "ir a esperar" a la tranquera, ese emblema del paisaje campero, símbolo del corazón humano que puede recibir o atajar.
¿Por qué era tan linda esa espera, que para muchos podría ser tensa y aburrida? Porque lo que nos hacía esperar era el amor. Las ganas locas de que llegara Papá (y con él los "programas distintos": salidas en el coche de caballos, idas a cazar, tal vez algún regalito) nos hacían gozar de esa espera ansiosa. En el fondo, lo que hacía posible la "espera vigilante y atenta" era el deseo profundísimo del amor. "El amor", dice San Pedro Crisólogo, "no descansa mientras no ve lo que ama" (Lectura del oficio del jueves II de Adviento). Solamente el amor sabe esperar bien.
No hay, entonces, otra manera de "estar preparados", de "estar vigilantes" que el amor. La "fuerza de voluntad" no nos alcanza. Viviremos bien la espera del Adviento sólo si queremos mucho a Jesús, si deseamos ardientemente que venga a nuestras vidas, si estamos con ganas de abrirle la tranquera de nuestro corazón. Por eso la liturgia nos hace rezar: "Concédenos, Señor Dios nuestro, anhelar de tal manera la llegada de tu Hijo Jesucristo, que cuando llame a la puerta nos encuentre velando en oración (...)" (Colecta del lunes I de Adviento). Sólo el deseo que nace del amor engendra la buena espera.
Si es así, este Adviento -y el gran adviento que es nuestra vida en la tierra- podrá ser un gozoso "ir a esperar a Dios a la tranquera".

lunes, 1 de diciembre de 2008

¿Qué cielo esperamos?


Los últimos días del año litúrgico que acabamos de terminar nos invitaron a mirar al cielo, a pensar en la vida eterna. Ya hemos hablado de la secularización y de cómo ella influye en que no nos preocupemos mucho de estas realidades "menos reales" del más allá... Hoy, en cambio, podríamos hacer un pequeño esfuerzo en tratar de entender por qué nuestra cultura eligió "secularizarse": por qué primero dejó de mirar para arriba y buscó el cielo en la tierra (época de las grandes utopías) y por qué finalmente dejó de buscar el cielo y se contentó con vivir sólo en la tierra (muerte de las utopías o, dicho menos académicamente, cultura del "es lo que hay"). Es muy probable que el cielo haya dejado de ser importante y significativo en nuestra vida porque tenemos, quizá, una idea muy desfigurada y empobrecida de él.
Cuando pensamos en el cielo, lo primero que suele venírsenos a la imaginación es una persona vestida de blanco tocando el arpa, sola, en una nube. De hecho, cuando alguien está muy viejito o muy enfermo, solemos decir que "está más cerca del arpa que de la guitarra". Esto parece una pavada, pero sin embargo estas imágenes de nuestra cultura nos influyen mucho inconscientemente. ¿Qué tiene de fascinante un cielo así?
Quienes aprendimos algo de catequesis o de teología fuimos enterándonos de que el cielo en realidad no era así, sino que era "gozar eternamente de la visión de Dios": el cielo es la "visión beatífica"… ¡Ah! Pero ¿cómo? ¿Vamos a estar mirándole la cara a Dios por los siglos de los siglos, sin poder hacer nada más? Al final, estamos peor que antes: la catequesis no hace más que confirmar nuestra sospecha de que más vale que nos divirtamos acá abajo, porque en el cielo se acaba la fiesta… ¡Con razón oímos muchas veces la idea de que el infierno es mucho más atractivo que el cielo, porque está lleno de gente divertida!
En la Primera Carta de Juan encontramos la ayuda necesaria para enriquecer un poco esta imagen del cielo: "sabemos que cuando se manifieste [lo que seremos], seremos semejantes a [Dios], porque lo veremos tal cual es" (1 Jn 3, 2).
Es cierto que el cielo consiste en ver a Dios. Pero esa visión no se queda en visión, nomás… Cuando veamos a Dios, nos dice Juan, vamos a ser semejantes a Él. Y aquí ya cambia el panorama: el cielo no consiste tanto en ver a Dios sino en "ser semejantes a Dios": la visión es el medio, no el fin. "Seremos semejantes a Dios". Pues bien: ¿cómo es Dios? El mismo autor de esta carta nos lo responde unos versículos después: "Dios es amor" (1 Jn 4, 8. 16). Nosotros creemos, gracias al Evangelio de Jesucristo, que Dios no es un solterón, sino que es un Padre que se da por entero a su Hijo, y ese Hijo, de tan agradecido y feliz, se entrega todo al Padre, y que entre los dos gozan tanto de este amor que comparten, que estallan en la alegría y el don que es el Espíritu Santo. En el cielo vamos a ser semejantes a este Dios, que es una comunidad de personas que se aman. Por lo tanto, en el cielo también nosotros vamos a ser una comunidad: la comunidad de los Hijos de Dios.
Por eso Juan no dice: "seré semejante a él", sino "seremos semejantes a él"… Durante mucho tiempo, la Iglesia hizo hincapié en la dimensión individual de la salvación. Se insistió en que cada uno se esforzara por "salvar su alma". Todavía hoy, los títulos de algunas obras de espiritualidad (hay un libro, p. ej., que se llama "Para salvarte") siguen reflejando esta mentalidad. Sin embargo, nuestra esperanza no es individualista. Nadie se salva a sí mismo y nadie se salva solo. La santidad no es ante todo un premio particular, sino un don de Jesucristo para la Iglesia; es un don para cada uno pero en cuanto miembro del Cuerpo, es un don "eclesial". De hecho, el Papa, en su última encíclica, nos recuerda que "la salvación es una realidad comunitaria" (Spe salvi, 14). La vida eterna es la comunión con todos, y así lo rezamos también en la Misa: "que podamos gozar todos juntos de la plenitud eterna de tu gloria" (Plegaria eucarística III).
La vida eterna es una realidad "social". Por eso en muchos lugares de la Escritura se habla del cielo como de una "ciudad", como de una "asamblea" o "congregación". Por ejemplo, en el Apocalipsis se describe "una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, raza, pueblo y lengua..." (Ap 7, 9). El cielo es la alegría de la asamblea de todos los santos, la unión de todos los hijos de Dios junto a Jesucristo.
No obstante, la comunidad del cielo no supone que nosotros, por así decir, nos perdamos en la muchedumbre "social" de los santos. Los santos tienen nombre y apellido. En la asamblea celestial que el Apocalisis nos muestra no están todos igualitos y uniformes, como en las liturgias totalitarias de los dictadores, sino que se mantiene y radicaliza la diversidad de cada uno: "una muchedumbre inmensa (...) de toda nación, raza, pueblo y lengua". Y en esto también "seremos semejantes a Dios", porque ¡en Dios hay diversidad! Dios es la comunión de tres personas distintas, cada cual con su nombre propio. ¡Dios es pluralidad unida en el amor!
Así, el cielo será la conjunción perfecta de nuestras experiencias más plenas de la vida, que a mi juicio se inscriben siempre en dos grandes vertientes: la identidad y la comunión. Cuando tengo que expresar mi sensación interior de esos momentos (o instantes) en que me he sentido absolutamente a gusto, libre, desplegado y pleno suelo decir que "fui yo mismo". Con eso indico que estuve libre de miedos, de trabas, lleno de una confianza radical: es la experiencia de la plenitud de la identidad, de estar siendo lo que uno debe ser. La otra gran fuente de alegrías en la vida es la experiencia de la comunión con otros, que tiene distinto color según de quién se trate (el amor es siempre irrepetible: es lo más personal y lo más personalizador). Una conversación profunda con un amigo, el gozo de la presencia del enamorado, un momento de unión inefable con Dios en la oración, una fiesta en que uno celebra y agradece de corazón la vida... Son esos instantes de plenitud increíble en que a uno le sale decir: "¡quisiera que esto dure para siempre!", o, como Pedro, "hagamos tres carpas..." Es el momento, dolorosamente pasajero, en que el amor nos "hace tocar el cielo con las manos". Si es auténtica, en esta experiencia las dos vertientes saben confluir: en ese instante de unión impresionante con el otro sentimos, al mismo tiempo, que somos más que nunca libres, que estamos siendo lo que debíamos ser, que para eso existimos, que somos "nosotros mismos". Éxtasis y personalización coinciden. La mirada de amor del otro es la que nos hace crecer, la que nos hace henchirnos y desplegarnos, la que nos permite vivir libres y con la frente en alto.
Eso va a ser el cielo: la mirada de Dios amándonos va a ser tan grande que nuestra libertad no va a tener freno alguno: se dará una cadena de amor tan contagiosa y fuerte entre todos nosotros que esos instantes que acá son fugaces allá no terminarán nunca. Por eso, todo lo bueno de esta vida no se acaba, sino que sigue. Serán los "cielos nuevos", sí, pero también la "tierra nueva". Será la ciudad eterna de todos los que queremos: en la Biblia a esta "ciudad nueva" se la llama "Jerusalén del cielo". Pero como la identidad nuestra allá no se pierde sino que se acentúa, esa ciudad puede ser campo: el cielo va a ser también "Ayacucho para siempre", "Ayacucho eterno". ¿Cómo no mirar al cielo? ¿Cómo no esperar en la vida eterna?