Contra lo que a alguno le gustaría pensar, no faltan sitios del Evangelio en que Jesús habla del infierno. Hoy en día, sin embargo, se oye rarísima vez hablar de la "condenación eterna". En la práctica, muchos curas rodean o evitan abiertamente esos pasajes de la Escritura.
En todo caso, creo que si a un joven o adolescente posmoderno le habláramos de la gehenna con su "llanto y rechinar de dientes" eternos, no se le movería un pelo. Ni siquiera -se me ocurre- protestaría contra el discurso "oscurantista" de la Iglesia, como seguramente harían sus padres. Le sería lisa y llanamente indiferente; a lo sumo, le resultaría un poco antipático, nada más.
En última instancia, no me parece que el problema sea tanto el conflicto de los predicadores con la idea del infierno y con su compatibilidad con el Dios amoroso de Jesucristo: de hecho, pasa exactamente lo mismo con el Cielo, de quien ya casi nadie nos habla -a veces, ni siquiera en los entierros-. Más bien, creo que el tema de fondo es que la última generación -no sólo de "feligreses" sino también ¡ay! de predicadores- ya viene totalmente "secularizada". Y los que no vienen secularizados de fábrica, se han -nos hemos- secularizado después. Ahora bien, si hay algo que define la tan mentada secularización es precisamente el no concebir más realidad que hoc saeculum: esta tierra y esta hora, este mundo y este tiempo. Fuera de esto no existe nada.
Reflexionábamos hace poco sobre cómo la persistencia de las utopías hablaba, en el fondo, de esa tendencia ingénita en el hombre a la infinitud, a lo eterno. Pues bien, el fenómeno contrario -la "muerte de las utopías"- que hoy nos toca ver, es igualmente elocuente: el hombre posmoderno ha anestesiado su deseo más hondo, ha renunciado a la plenitud, ha desertado de la magnanimidad y de esa manera ha desistido de una felicidad última, total, universal. Con el pragmatismo del refrán: "más vale pájaro en mano que cien volando", se afana por comprar ya su bienestar aquí, y todo lo demás... ¿qué importa?
Cuando, por todo esto, la eternidad está sencillamente fuera del horizonte mental, "Cielo" e "infierno" no dicen absolutamente nada.
(Esto no quiere decir que en cada posmoderno y en cada posmodernito no esté la capacidad de eternidad y la sed de infinitud y trascendencia: la cuestión es precisamente cómo hacer para desempolvarlas, despertarlas y hacerlas crecer. Hay en esto todo un camino por pensar y hacer, de lo que no me ocupo aquí. Es, por lo demás, muy interesante que en su última encíclica Spe salvi Benedicto XVI haya querido hablarnos justamente de estas cosas...).
El hombre de hoy, entonces, no parece temerle a las llamas del infierno ni desvelarse por ese "lugar del consuelo, de la luz y de la paz", en quien "nadie estará triste, nadie tendrá que llorar". En cambio, tiene un horror congénito, un espanto visceral y atávico: el miedo a estar solo. Pero no -en primer término- a ese estar solo introspectivo y amable de Pascal y Agustín, ni a esa soledad entibiada por el Espíritu, la soledad habitada de los hombres de Dios. El hombre posmoderno tiene un miedo muy real y fundado: le tiene terror a una soledad terrible, horror a una soledad horrenda. Tiene pánico de la más desolada de las soledades: la de no tener a nadie en el mundo que lo quiera. Nadie está libre del vértigo de ese vacío. ¿Quién puede decir que no tiemble con este temor? ¿Quién está salvado del riesgo de esta soledad?
Hace poco, leyendo un interesante artículo que describía el fenómeno de las tribus urbanas, me quedé impactado con la profunda confesión de uno de esos adolescentes: "Antes era emo. Me había hecho por problemas personales. En la primaria nadie me hablaba, hasta que me hice emo y encontré amigos" (La Nación, 15-09-2008, p. 16). Con tal de no quedarse solos, muchos chicos son capaces de identificarse con alguna de estas tribus, lo cual supone, sí, conseguir amigos, pero también auténticos enemigos (están los floggers y los antifloggers, los emos y los antiemos, etc.). Queda de manifiesto que les es preferible padecer corporativamente burlas, e incluso golpes, a estar solos. Y esto no es más que un botón de muestra, como la punta del iceberg de nuestra situación cultural.
Jesús, acaso pensando en sus oyentes "secularistas" (que entonces los había -tampoco nos creamos originales...-) no sólo habló de las consecuencias eternas -buenas o malas- de la opción vital de creer en él y de seguirlo o no; también se refirió a las consecuencias "seculares", al "ahora, en este tiempo" (Mc 10, 30): "En verdad, en verdad les digo que si el grano de trigo que cae en tierra no muere, se queda solo; pero si muere, da mucho fruto" (Jn 12, 24).
"Se queda solo". Será que se me ganó la posmodernidad por la ventana, porque a mí estas solas palabras, que no son ni siquiera una exhortación, me hacen estremecer más que las amenazas del infierno. "Se queda solo"... Es, rigurosamente, la explicitación del miedo más hondo y primitivo del hombre -también del hombre de hoy-, dado que es la contracara del deseo de los deseos, que es amar y ser amado ("quid autem volebat nisi amare et amari?", confiesa San Agustín).
Pienso, por eso, que con esta enseñanza, de la entraña del Evangelio, Jesús alcanza la entraña misma de la posmodernidad secularista, hiriéndola y sanándola a la vez.
Fiel a sí misma, la Palabra de Dios que se hizo carne nos habla en un lenguaje que podemos entender. Les habla a nuestros miedos y a nuestros deseos más vivos y concretos. Nos toca y nos hace "arder el corazón". De este modo, con pedagogía de buen Maestro, antes de darnos recetas, nos inquieta y suscita en nuestros corazones la pregunta: "¿Qué debemos hacer?" (Hech 2, 37). "Señor, tenemos mucho miedo. ¿Qué hacemos para no quedarnos solos?"
La respuesta de Jesús no es una frase más de alguno de sus discursos. Está en el meollo dramático del Evangelio de Juan, en el momento justo en que él, finalmente, descubre que "ha llegado la hora" (Jn 12, 23), esa hora "para la que ha venido" (cf. Jn 12, 27). La imagen del grano de trigo es la manera como Jesús entendió esa "hora" suya; el modo como concibió su "glorificación" (cf. Jn 12, 23). En el fondo, es el testimonio de cómo asumió y encaró su misión en el mundo. La imagen del grano de trigo es como la autobiografía de Jesús.
Si admitimos, entonces, que, tocando el tema de la soledad, Jesús alcanza y conmueve el corazón del secularismo posmoderno, no es menos cierto que con su paradójico proyecto ("morir para dar fruto") "mete el dedo en la llaga": hiere la fibra acaso más íntima de la cultura actual.
Un lúcido analista de nuestra sociedad "posmoral", Gilles Lipovetski, dice: "Ya no es verdaderamente inmoral pensar sólo en uno mismo. (...) La nueva era individualista (...) ha desculpabilizado el egocentrismo y ha legitimado el derecho de vivir para uno mismo. (...) El individualismo contemporáneo no es antinómico con la preocupación de beneficencia, sino con el ideal de la entrega personal: se quiere ayudar a los otros pero (...) sin dar demasiado de sí mismo" (El crespúsculo del deber, Anagrama, pp. 131-133).
La propuesta de Jesús, enunciada con la imagen del grano que muere y reforzada a continuación, es la oposición más cabal que cabe a esta "posmoralidad": "El que ama su vida la perderá, y el que odia su vida en este mundo la conservará para la Vida eterna" (Jn 12, 25). La ecuación que Cristo nos ofrece hace estallar nuestra lógica: el que ya en este mundo no quiera quedarse solo, que "odie" su vida de este mundo. Sólo perdiéndola conservará su vida en una Vida más plena, eterna. El "yo" no es conservado con el "egocentrismo" sino solamente con la audacia de vivir como Jesús: de hacer de la existencia "pro-existencia", de "renunciar a sí mismo" y ser todo para Dios y todo para los demás.
De este modo, con admirable pedagogía, el Maestro nos lleva, desde nuestro temor actual de "quedarnos solos" en este mundo, a la perspectiva de una vida fecunda ya aquí pero que va abriéndose a la eternidad.
A fin de cuentas, Jesús nos invita, dándonos su Espíritu, a que hagamos propio su camino. Él nos propone la única verdadera solución al terror del vacío y la soledad: una vida llena de sentido. Sin embargo, se levanta aquí una objeción preocupante: la "muerte" que él nos muestra como camino conlleva también una gran soledad. ¿Quién nos asegura que por huir de una soledad no vayamos a dar a otra peor? Pero justamente Jesucristo, el Crucificado, tiene la autoridad moral para señalarnos la senda. Pues ¿quién como él compartió hasta el extremo nuestra angustia? Él, que fue traicionado hasta por sus mejores amigos y se sintió abandonado incluso de Dios (cf. Mc 14, 34), vivió de tal manera que, incluso en medio de la soledad más dura, la de la muerte, sabía en todo momento que no estaba solo, porque el Padre estaba con él (cf. Jn 16, 32).
Y hoy, resucitado y lleno de fruto, nos repite una y otra vez al oído, al corazón un poco asustado: "No estás solo. No te quedes solo... Yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo" (Mt 28, 20).