lunes, 30 de junio de 2008

Rezar: seguir al Caminante

"Al verse rodeado de la multitud, Jesús mandó ir hacia la otra orilla. Entonces, se aproximó un escriba y le dijo: Maestro, te seguiré a donde vayas. Jesús le respondió: Los zorros tienen sus cuevas y los pájaros del cielo sus nidos, pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza" (Mt 8, 18-20).

El escriba que nos relata Mateo tiene un espontáneo y lindísimo deseo: seguir a Jesús. Muchas veces, nuestras mejores intenciones son como la de él. Queremos, en efecto, seguir a Jesús. Creemos ciertamente que él es nuestro Maestro. Y quisiéramos decirle, nosotros también: "te seguiré a donde te vayas". ¿Qué es ese "dónde"? No parece, por el final de la historia, que el escriba pensara en un "adondequiera"… sino más bien en un lugar concreto. El contexto y la repetición, en griego, del mismo verbo (apérjomai), ayudan a entenderlo así. Un versículo antes, de hecho, Jesús había ordenado irse del sitio donde estaba, hacia la orilla.
La respuesta de Jesús es sencillamente negar todo "donde". "El Hijo del hombre no tiene dónde…". El seguimiento de Jesús, por lo tanto, es un seguir continuo, sin descanso, sin "reclinar la cabeza". "Caminar, caminar, caminar…", como los reseros de Don Segundo Sombra. Seguir a Jesús supone la des-instalación permanente.
Quien tiene por identidad seguir a Jesús, necesita saber, cada día, a dónde va. Rezar es, justamente, el silencio que hacemos en nuestra vida para escuchar la voz de este Maestro, Jesús, que nos dice la voluntad, las "palabras" del Padre (cf. Jn 3, 34; 14, 10). Y la búsqueda de la voluntad de Dios es un elemento esencial de la oración cristiana ("Hágase tu voluntad"). Por eso la oración pide el pan cotidiano: ese alimento de cada día es hacer la voluntad de Dios (cf. Jn 4, 34).
La oración, entonces, es mirarnos en el espejo de la Palabra de Dios –donde quien nos habla es Jesús- y renunciar, cada día, a esos "dondes" en que hemos terminado, una vez más, reclinando nuestras cabezas. El único sitio donde el discípulo apoya la cabeza es Jesús mismo (cf. Jn 13, 23). ¡Pero el caso es que Jesús mismo está siempre en camino y "no tiene dónde reclinar la cabeza"! Por eso, el descanso del discípulo nunca pasa por decir: "¡Hasta acá llegué! ¡No sigo más!", porque en la medida en que se detiene y deja que el Maestro se aleje, se queda sin ese "seno" donde recostarse, sin ese "yugo liviano" que lo alivia de la fatiga.
La vivencia del profeta Elías nos enseña que para experimentar la presencia de Dios hay que estar dispuestos a dejar la cueva de nuestras seguridades y atreverse a "salir y exponerse ante el Señor" (cf. 1 Re 19, 9 ss.). Lo mismo se aplica a la oración. Para que la oración sea de veras el espacio en que escuchar la voz del Maestro, se necesita, como condición previa, la disponibilidad de querer seguir caminando y de dejar la comodidad en que uno está instalado. "¡Sígueme!". Sin esta actitud premisa, la oración es estéril. Si Jesús -que es el Maestro- está siempre andando, nadie puede oír y entender sus palabras si se queda quieto al costado del camino. Para poder entender la Palabra es necesario haberse puesto en camino como el Señor… Sólo entonces, yendo siempre al tranco a la par de Jesús, podemos oír la explicación del Maestro que toca nuestra vida y hace "arder el corazón" (cf. Lc 24, 13 ss.).
Caminar, caminar, caminar...

viernes, 27 de junio de 2008

El rostro de Jesús (II)



El "anonimato facial" de Jesús

"Oigo en mi corazón "busquen mi rostro";
tu rostro buscaré, Señor, no me escondas tu rostro." (Sal 26, 8-9)


Todos nos habremos preguntado más de una vez cómo es el rostro de Jesús. Tal vez yo me lo planteo seguido porque casi no hay imágenes de Jesús que me convenzan. El rostro de Jesús es un aspecto esencial de esa genialidad inaudita que es la encarnación, y acaso una de sus consecuencias más sugerentes... En efecto, la cara de Jesús de Nazareth es "el rostro humano de Dios". "Todo un Dios" reside en y se expresa con una mirada, con una sonrisa, con unos gestos humanos únicos, concretos, singulares... ¿Qué discípulo del Resucitado no quiere ver la cara de Jesús?
Y sin embargo si hay algo que el Nuevo Testamento justamente no hace es dejarnos una descripción física de Jesús. ¡Qué misterio! Ningún evangelista recogió tradiciones que nos hablen de cómo era el rostro de Jesús, de cómo era su sonrisa, del color de su mirada. Esa mirada fulminante de amor hondo que encontramos en Mt 9, 9: la que solita hizo que un publicano dejara todo y lo siguiera como hipnotizado...
¡Qué ganas de haber sido uno de los contemporáneos de Jesús, de haberlo visto así, en primera fila...! Pero siempre me consuelo de esta insatisfacción congénita pensando que, a fin de cuentas, al Resucitado no puede nadie reconocerlo de entrada o por su propia cuenta, y que si estuviera allá me pasaría como a la Magdalena, que creyó que era el jardinero, o como a los discípulos, que lo creyeron un fantasma o un caminante mal informado...
Creo que si le preguntáramos a quienes vieron a Jesús el porqué de este silencio nos hablarían de inefabilidad. Si Santo Tomás de Aquino, después de una experiencia mística, quiso en un arranque quemar todas sus quaestiones y quaestiúnculas porque eran como paja comparadas a lo que había visto, pienso que lo mismo les pasaría a los discípulos ensayando una descripción de Jesús... Al final, deben de haber dicho: ¡Es imposible! ¡Es inútil! ¿Cómo atrapar en palabras su mirada? ¿Cómo fosilizar su sonrisa en adjetivos? ¿Cómo congelar la frescura de sus gestos?
Pero también pienso en por qué Dios en su plan revelador no habrá querido dejarnos en su Palabra los rasgos físicos de su Hijo. Y entonces me acuerdo de Mateo 25... Tata Dios hizo que, por la encarnación, el rostro de cada hombre necesitado (y ¿qué hombre no lo es?) fuera también el "rostro divino" de Cristo. La identificación es estricta: "¿pero cuándo te vimos (...)?" preguntan los hombres en el juicio. Y Jesús les asegura que él estaba en cada hermano pequeño: "a mí me lo hicieron".
Por eso para quienes se toman en serio el Evangelio esta pregunta por el rostro de Jesús no tiene sentido. Ellos (pienso, una vez más, en la Madre Teresa) son los "puros de corazón" que "verán a Dios" (Mt 5, 8). Los mismos que pueden de verdad "reconocerlo en la fracción del pan" (Lc 24, 35), y por eso, viviendo en su mismo Espíritu, se parten ellos mismos y se entregan cada día haciéndose prójimos del Jesús pequeño en los hermanos.
No hay tal "anonimato facial" de Jesús. En el rostro de Jesús, Hombre perfecto, Hijo e Imagen del Padre, cabe el rostro de cada hombre, creado a imagen de la Imagen y llamado a ser hijo en el Hijo.

viernes, 13 de junio de 2008

El rostro de Jesús

A la heredera de Tío Pico, bendiciendo a Dios por cada una de sus arrugas.
El rostro de Jesús y nuestro propio rostro
“Muchos quedaron horrorizados a causa de él, porque estaba tan desfigurado que su aspecto no era el de un hombre y su apariencia no era más la de un ser humano.” “Despreciado, desechado por los hombres, abrumado de dolores y habituado al sufrimiento, como alguien ante quien se aparta el rostro, tan despreciado, que lo tuvimos por nada. Pero él soportaba nuestros sufrimientos y cargaba con nuestras dolencias, y nosotros lo considerábamos golpeado, herido por Dios y humillado.” (Is 52,14, 53,3-4)

Aquel mediodía de Jerusalén, una mujer, sin pensarlo demasiado tal vez, se abrió paso audazmente entre la multitud y secó el rostro ensangrentado de Jesús, sin hacer caso de las reacciones de la gente. La osadía de compasión de la Verónica la impele a acercarse a la cara de Jesús desfigurada por el dolor y las afrentas, ante la cual todos apartan los ojos. Es el rostro del que nos habla Isaías, "tan desfigurado que su aspecto no era el de un hombre". ¿Qué vió ella en ese condenado, para hacer lo que hizo?

Ese mismo hombre desfigurado por los azotes, la corona de espinas y los golpes, había sido poco antes presentado al pueblo por el procurador romano. Según el evangelio de Juan, Pilato presentó entonces a ese Jesús con estas solemnes palabras: "Ecce homo", "He aquí al hombre". Pilato no sabía la gran verdad que pronunciaba, pero el evangelista (y nosotros), sí. Y es que, en efecto, ese Jesús es "el hombre" sin más, el hombre nuevo presentado a los hombres, el verdadero hombre que viene a restaurar y a mostrarnos, con su vida entregada, nuestro auténtico rostro, nuestra verdadera identidad.

Esa mujer valiente entendió que ahí había un hombre, que "ése era el hombre". La corajuda compasión de la Verónica supo ver adentro lo que no vio afuera la exquisita pusilanimidad de Pilato. Su sensibilidad desempañó el espejo frío de la hermosura meramente externa. Verónica descubrió en esa cara desfigurada al "más bello de los hombres" -como dice el salmo 44, que la liturgia del Lunes Santo le aplica al Cristo "sin aspecto atrayente, sin gracia ni belleza"-.

Sería difícil que salieran mujeres así de nuestras multitudes de hoy. De hecho, muchas veces el culto a la superficialidad en que vivimos nos impide esta hondura. Aquella Verónica, podríamos decir, trascendió la "cultura de la imagen". En cambio, pareciera que esta imagolatría de la belleza de nuestra sociedad termina deshumanizándonos: hace que no respetemos nuestra propia identidad ni la de muchos hermanos nuestros, a quienes finalmente dejamos de lado.

Es el caso de las cirugías estéticas (no, claro está, las más "terapéuticas"), contra las cuales esto puede considerarse una especie de manifiesto. Quienes se someten a ellas hacen gala, la mayoría de las veces, de una gran pobreza: han perdido la sensibilidad que les permitiría ver la belleza surcando sus rostros añejados. No han aprendido a leer su propia vida en las arrugas, en los frunces y en las heridas de su propio semblante. Por el contrario, persiguiendo fútilmente una juventud que literalmente ya fue, tensionan y endurecen sus rostros, quedándose con una caricatura de piel joven -que habrá que seguir recauchutando cada vez más-, a cambio de la renuncia de la frescura irrecuperable de sus gestos, de su sonrisa, de sus guiños, en fin, de lo más propio que Dios les ha dado. Gracias a Dios, hemos podido contemplar hermosos ejemplos de gente que lleva altiva su cara avejentada, que nos enseñan una belleza desacostumbrada. Pienso concretamente en la Madre Teresa de Calcuta y en el último Juan Pablo II.

Si no somos capaces de trascender nuestra propia exterioridad, difícilmente podremos hacerlo con los demás. Habría que estudiar la relación que sin duda existe entre una exaltación de la imagen según un determinado y exclusivo tipo de belleza exterior y las tendencias discriminatorias, que viven y colean incluso en medio del mendaz universo de lo políticamente correcto.

La Verónica (esa mujer que el Evangelio ignora y que nos fue regalada por una anciana tradición) puede enseñarnos a encontrar la hermosura del rostro de Cristo ("Ecce homo"). Pero Jesús, que asumió en sí mismo todas nuestras fealdades y todas nuestras impurezas, nos hace a su vez descubrir la imagen de Dios en el rostro de los enfermos, de los discapacitados, de los excluidos y discriminados por su raza o por su aspecto diferente. Contemplando el rostro de Cristo aprendemos de manera nueva la dignidad de toda persona, sea cual sea su situación o su estado, y comprendemos definitivamente que la belleza auténtica no es la de un cuerpo perfecto o siempre joven sino la que nace del amor, de la vida entregada a los hermanos.