miércoles, 28 de octubre de 2009

Libertad de mentira

“Prefiero mil millones de mentiras antes que ser responsable de cerrar la boca de alguien. Es la verdadera forma en que entiendo la libertad, los derechos humanos y la participación democrática."
(Cristina Fernández de Kirchner, Acto de homenaje a los miembros de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos -CIDH-, en la ex ESMA, 11-09-2009).

La presidente de todos los argentinos, rodeada de militantes de organizaciones de derechos humanos, en medio de las acusaciones que se le hacían por la “ley de medios”, explicaba, con estas palabras, su decisión de eliminar el delito de injurias y calumnias. “Prefiero mil millones de mentiras a ser la responsable de haberle cerrado la boca a alguien”... ¿Fue sólo una exageración retórica o lo dijo en serio?
Como fuera, lo cierto es que cuando leí esta sentencia sentí un escalofrío. Peor me sentí más tarde, cuando noté que la frase que disparó la presidente había entrado sin provocar reacción alguna...
Intentemos comprender, con benignidad, el mensaje de la señora presidente. Ella nos dice, muy expresamente, que ésta es su “manera de entender la democracia, la libertad y los derechos humanos”... ¿Cuál es, entonces, su idea de “libertad”? ¿Qué derechos son “derechos humanos”? Intentemos pensar la respuesta.
Primera hipótesis: en su escala de valores la libertad parecería ser un valor absoluto. Si esto es así, no hay nada que justifique limitar la libertad de una persona. Ahora bien, la señora Cristina y quienes aplaudían sus palabras defienden la democracia. Podemos suponer, entonces, que ella adhiere a esta suerte de axioma básico de la cultura democrática: “todo ciudadano tiene derecho a ser libre en tanto que no lesione los derechos de los demás ciudadanos”. De aquí que se oponga con todas sus fuerzas a la impunidad de los militares que violaron gravemente derechos humanos de otros (y no sólo el derecho a la libertad, sino también el fundamental derecho a la vida). Por eso, existen leyes y prohibiciones: no hay libertad para matar, ni para torturar, ni para robar, etc. Pero por lo que se ve, para la presidente sí puede haber libertad para injuriar y libertad para calumniar.
Si perseveramos en nuestro intento de deducir alguna idea que rija todo esto, y no cedemos a la tentación de pensar que la ideología ha cegado la razón, desarmado toda coherencia y hecho estallar cualquier lógica, nos queda concluir que, evidentemente, para nuestra suprema gobernante, mentir es algo inocuo –o, por lo menos, algo “mil millones de veces” más inocuo que poner límites a la libertad-. Y eso es lo falaz, y eso es lo grave.
¿Por qué condenar el robo y la violencia y no la calumnia? ¿Será tan ingenua la señora Cristina de pensar que por ser "palabras" y no "hechos" las mentiras son menos dañinas? La verdad y la mentira nunca son sólo palabras. Aunque ahora parezca una cuestión teórica o de palabras, abrirle las canillas a la mentira puede producir ríos de sangre. Las palabras no son inofensivas: la palabra humana -sobre todo donde se desprecia y pisotea la verdad- puede sembrar el odio y desatar la guerra.
Aquí no se trata sencillamente de “libertad de expresión” o de “libertad de prensa”. El legítimo derecho a sostener y expresar las propias convicciones no tiene nada que ver con un pretendido derecho a mentir, y menos a calumniar públicamente a otra persona. ¿Es posible abrirle así las tranqueras a la mentira sin ofender gravemente los fundamentos de la sociedad? Tener derecho a injuriar y calumniar públicamente no es defender, sino pervertir la libertad de expresión.
Lo más inquietante del asunto es la falta de inquietud: nadie reaccionó. El proceso de descrédito de la verdad ha llegado a una altura notable. Está presente y operante por todas partes la idea de que el relativismo es una condición necesaria de la vida democrática. Quien habla de “la verdad” es un sujeto sospechoso. Cuantas menos convicciones firmes, más pluralismo; cuantas menos verdades, más democracia. “Verdad” es igual a uniforme, a censura, a represión. Tanto ha penetrado esta noción de “verdad” como archienemiga de la libertad que ahora la señora Cristina Fernández puede muy serenamente establecer el derecho a faltar directamente a la verdad, el derecho a mentir abiertamente, y nadie dice nada.
Pero por más anestesiadas que estén nuestras conciencias no deja de ser cierto que estamos hechos para la verdad, y que es fundamental en cualquier persona el derecho de buscar libremente la verdad y de expresar abiertamente sus convicciones sobre ella. Decía el viejo Cicerón: “Antes que todo, es propia del hombre la búsqueda y la investigación de la verdad” (De officiis, I, V). De aquí justamente emana el derecho inalienable a la libertad de pensamiento, de expresión, de prensa, etc. Es el deber y el derecho a “pensar sobre el sentido de la existencia tal como [a cada uno] le parezca justo, a dar su juicio sobre la vida y la muerte, el trabajo y la propiedad, la familia y el Estado (...); decir su propia opinión y vivir conforme a ella, dentro de las fronteras que establece el derecho análogo de los demás” (Romano Guardini, Dicurso en el Ayuntamiento de Munich, 10 de julio de 1960) . “Pero” -sigue diciendo Guardini- “para que se pueda reclamar el derecho a la propia convicción, para que se pueda fomentar la posibilidad de vivir conforme a ella, ha de existir tal convicción. La libertad no es el derecho a la despreocupación ni a la arbitrariedad en la opinión”. Mucho menos, a la mentira.
No es cuestión de determinar e imponer desde afuera el contenido de esa convicción. Se trata de que “exista en general esa actitud que se llama "convicción": que haya una conciencia de que existe la verdad, un deseo de encontrarla y un empeño en defender lo reconocido”. En este sentido, pues, la libertad “descansa en una auténtica relación con la verdad” (Ídem).
La libertad no es algo absoluto o autónomo: necesita una referencia. Supongamos que la libertad es como una “puerta abierta”... ¿Abierta a qué? ¿Abierta para qué? La puerta abierta pierde toda su razón si no lleva a ninguna parte, si no hay orientación ni sentido, si no se sabe adónde entrar o de dónde salir. La libertad está siempre al servicio de un “para qué”. La verdad, por lo tanto, no sólo no es la enemiga de la libertad sino que es su fundamento y su razón de ser. Dijo recientemente el Papa: “La libertad busca un objetivo y por eso exige una convicción. La verdadera libertad presupone la búsqueda de la verdad” (Benedicto XVI, Discurso a las autoridades civiles y al Cuerpo diplomático de la República Checa, Praga, 26 de septiembre de 2009).
Subordinar la verdad a la libertad es ya un grave desorden; sacrificarla en aras de la libertad es un tremendo despropósito. La libertad vive y se alimenta de verdad. Atentar contra la verdad es dejar desnutrida a la libertad, matarla de inanición. “Juntos debemos comprometernos en la lucha por la libertad y en la búsqueda de la verdad: ambas van juntas, mano a mano, o juntas perecen miserablemente” (Ídem, Cf. Juan Pablo II, Fides et Ratio, 90).
La confusión es tan grande que esta relación entre libertad y verdad no se ve. De hecho, asistimos perplejos a discursos como éste en que explícitamente se afirma la una en desmedro de la otra. El propósito de la presidente era demostrar, contra las acusaciones de tantos medios periodísticos, que nunca en la historia del país “la libertad de prensa había sido tan absoluta”... Para mostrarlo, Cristina Fernández eliminó los delitos de calumnia e injurias. Pero no: con el derecho a acusar falsamente a otra persona no gana nadie, y tampoco la libertad. La libertad "absoluta" se autodestruye. Sin la verdad, la libertad queda ella misma esclavizada.
Una sociedad en la que la verdad está tan desacreditada que ni sus leyes más básicas la protegen no es una sociedad de libres, sino de ignorantes. Y la ignorancia es el caldo de cultivo de las dictaduras. Un pueblo que ignora sus derechos no tiene capacidad de reclamarlos ni de luchar por ellos. Eliminar el delito de calumnia es violar directamente el derecho fundamental humano de buscar y seguir la verdad. ¿Qué clase de humanidad es la del supuesto derecho a imputarle públicamente a otro un delito, a sabiendas de que no lo cometió? ¿Qué humanidad estamos construyendo con medidas de este tipo?
¿De qué podrá servir, estos días, gritar la verdad del varón y de la mujer o la verdad del matrimonio ante el proyecto de “matrimonio” entre homosexuales, si para la ley da lo mismo seguir la verdad o mentir abiertamente? Si la presidente puede decir lo que dijo en un discurso emitido en “cadena nacional”, está abierta la puerta para sancionar por ley “mil millones de mentiras”.
Da miedo constatar que la confusión haya llegado a cuestiones tan fundamentales. Si permitimos que se viole el derecho humano a la verdad estamos dejando corroer los cimientos de la sociedad.

* * *
"Para ser libres nos liberó Cristo" (Ga 5, 1). Quienes seguimos a Cristo, el Hombre libre, siempre tenemos algo que decir cuando se trata de la libertad. Sabemos por experiencia que la libertad nos viene de él, que es la Verdad. Él mismo nos enseñó que "la verdad los hará libres" (Jn 8, 32). En una sociedad confundida, vivir y enseñar estas palabras de Jesús es un auténtico servicio: es "amar al mundo" y ayudar a los hombres.

martes, 13 de octubre de 2009

Lo que el signo muestra (IV parte)

Amor sin ruido
"El amor ha de ponerse más en las obras que en las palabras", escribió san Ignacio de Loyola. De puro buen español, él sabía bien que "obras son amores, y no buenas razones". Pero fue sobre todo de su Maestro Jesús que Ignacio había aprendido esta verdad.

En efecto, Cristo nos enseñó -y nos enseña- el amor de Dios más con las obras que con las palabras.

Él mismo enseñó insistentemente que para entrar en el Reino de Dios no basta con "escuchar" la Palabra, sino que hay que "practicarla".

Pero esta pedagogía del "amor concreto" la descubrimos fundamentalmente en su misma manera de vivir y de enseñar. En efecto, la fascinación, el encanto, la fuerza de sus palabras no residían en su brillo o en su abundancia, "como los escribas y fariseos", sino, a diferencia de ellos, en la "autoridad" y en el "poder" que tenían. La palabra tiene autoridad cuando es capaz de tranformar la vida. En las obras brilla la verdad de las palabras. Jesús hablaba con autoridad porque vivía lo que enseñaba, porque enseñaba de lo que vivía.

Jesús enmarcó de silencio sus tres años de intensa predicación. Como preparación a su ministerio público, él vivió calladamente los treinta años de su vida oculta; como rúbrica y testimonio de sus enseñanzas, padeció calladamente sus últimos tres días. La Buena Noticia de Cristo no son sólo sus palabras -como se deduciría de algún evangelio apócrifo- sino su vida entera: el silencio de Belén y Nazaret, el callar de la cruz y de la resurrección, y también sus palabras de vida eterna, entrelazadas siempre con miradas, caricias y milagros.

Una de las últimas palabras de Jesús en su vida terrena fue "hagan esto en memoria mía". Así quedaba instituido el recuerdo obrante y permanente del acto de amor más grande de la historia: la muerte y la resurrección del Hijo de Dios hecho hombre. Pues bien, si lo "recordado" en este "memorial", si lo "contenido" en este "sacramento" fue "amor sin ruido", es lógico que también sea silencioso el signo que lo "contiene" y produce: los signos eucarísiticos hablan, incluso al callar.

Efectivamente, en el humilde Pan de cada misa no hay nada extraordinario, no hay grandes palabras, y sin embargo ahí está el "amor de los amores", sin ruido, recreando los corazones, edificando la Iglesia, reconciliando al mundo.

A veces Dios regala fuertes "experiencias" de su amor: son momentos, horas, tal vez días, de gracia y de plenitud. Vivencias interiores patentes de su cariño, de su misericordia, de su llamada, de su elección para con nosotros. Experiencias tan intensas como pasajeras, pero que dejan una huella muy difícil de borrar. Es como pastar en las cumbres del Horeb, la montaña santa de Dios, después de tanto caminar y caminar por el desierto. Estas experiencias de amor, como pasa también en las relaciones humanas, muchas veces van de la mano con palabras extraordinariamente tiernas e íntimas: vibramos y gozamos con las palabras de amor que el Espíritu sembró en los profetas, en los salmos, en el Cantar...

Pero reducir las "experiencias de Dios" a estos encuentros extraordinarios, a estas "tranfiguraciones" del camino, puede hacernos olvidar que el amor de Dios -igual que el amor humano- no es sólo el que se manifiesta en las cumbres gozosas de la comunión íntima. Si la Eucaristía es el "sacramento del amor", entonces el amor de Dios, como el de un padre o de una madre, es el que se manifiesta principalmente en el "pan de cada día". En la eucaristía, la Palabra nunca se queda en palabras, sino que se vuelve obra: Dios nos da de comer en la boca cada día, cada semana, como nuestros padres cuando éramos chiquitos. Antes, durante y después de las palabras lindas de amor, Dios nos ha dado un amor fiel, un amor que está siempre, un amor que da lo mejor sin esperar ningún tipo de retribución -ni siquiera la del recuerdo agradecido-. Es un amor que sin hacer nada extraordinario hace posible la vida misma. Es un amor que no dice casi nada y que hace todo, que edifica todo, que construye todo. Es el amor de Dios que obra "sin ruido".

Es la Eucaristía. Es el mismo Jesús, LA Palabra de Amor del Padre que, como en la Cruz, sigue diciendo todo no con los labios, sino con la vida entregada, y que nos invita, cada día, cada semana, a poner el amor más en las obras que en las palabras.