miércoles, 28 de noviembre de 2007

El oculto destino divino del amor

Para José y Vero,
y para mis padres y abuelos
que han sabido querer a muchos hijos.
Un soneto de Juan Carlos Dávalos
Ya no tenemos la costumbre de leer sonetos. Y de escribirlos, menos. Sentimos compasión de ver a esos pobres versos injustamente encorsetados en forzada pleitesía a Petrarca, un ilustre nombre inerte de memorias eruditas. La rigidez formal, la pretendida exactitud, la presumida exhaustividad del soneto no condicen con los inasibles acentos de la poesía, ese inevitable ardid del hombre por expresar lo inefable. Un soneto nos remite (al menos a los seminaristas) al amargado "frío pensar exacto a la verdad sujeto", y no a los apasionantes grandes temas de la vida, que el corazón no sabe encerrar.
Y con todo vengo con un soneto. Pues los sonetos, más allá de su congénita esclerosis, conservan siempre el mérito de ser el difícil arte de decir mucho en pocas palabras. Y en el que traigo hoy, del gran poeta salteño Juan Carlos Dávalos (1887-1959), se cifra, en catorce versos, una de las verdades más fundamentales de la vida.



HOGAR

¿Te acuerdas? Al unirnos ni soñamos que había
un oculto destino divino en el amor.
Éramos egoístas. Nuestra filosofía
nos hubiera colmado los años de dolor.

Llenóse con el tiempo de bulla y alegría
la casa que era inmensa para nosotros dos.
Ni tú ni yo tenemos sosiego en todo el día
con los cinco demonios que nos ha dado Dios.

Me siento derrotado por la pandilla loca
que no sólo me quita los besos de tu boca
si no que hasta me vuelve celoso de tu amor.

Pero tú, madrecita, qué sabes de estas cosas?
tú das estos chiquillos como un rosal da rosas
y me alegras la vida como un rosal en flor.

(Juan Carlos Dávalos, Otoño, Buenos Aires, Tor, 1935)

Comentario a un soneto sapiencial

Quizá fue gracias a que su nieta Julia Elena le puso música y lo cantó que me detuve en estos versos. Lo cierto es que descubro, en su impecable estructura de soneto de alejandrinos (14 de 14), la hondura gozosa de las cosas esenciales. En efecto, ¿hay algo más importante que aquello de lo cual depende la "alegría de la vida" (cf. v.14) o "los años colmados de dolor" (v. 4)? El tema está enunciado con suma claridad desde los primeros versos: es el insospechado, el "ni soñado", el oculto destino divino que hay en el amor. Se trata del amor -del amor humano- y de que este amor parece no ser sólo humano.

¿Te acuerdas? Al unirnos, ni soñamos que había un oculto destino divino en el amor. La obra se presenta como diálogo entre el yo del poeta y el tú de su compañera. Si atendemos al título del soneto, y a su etimología, bien podemos imaginárnoslos charlando en la paz de la noche, cuando los chicos duermen, al calor del fuego, del "hogar". Por otra parte, el verbo nos indica que el poeta está evocando recuerdos que se remontan al inicio de su vida en común ("al unirnos"). En aquel entonces, ni él ni ella podían imaginar lo que hoy sí saben: que había "en el amor", en el amor de ellos dos, "un oculto destino divino". Ahora bien, ¿qué hizo que descubrieran esa verdad que antes ignoraban y ni siquiera "soñaban"?

El autor nos remonta, en primer término, a la situación inicial: Éramos egoístas. Nuestra filosofía nos hubiera colmado los años de dolor. Esta confesión ya nos da un elemento importante de la respuesta: el cambio no habría sido posible si hubiera sido por ellos solos. Y ahora reconoce que el egoísmo -esa "filosofía" tan llena de doctores- les "hubiera colmado los años de dolor". Es muy interesante constatar cómo se puede dar, y se da, un amor que no es incompatible con el egoísmo. Pero no podemos saber bien de qué se trataba esa "filosofía" de vida en común si no seguimos leyendo la estrofa que sigue.

Llenóse con el tiempo de bulla y alegría / la casa que era inmensa para nosotros dos. / Ni tú ni yo tenemos sosiego en todo el día / con los cinco demonios que nos ha dado Dios. Estamos evidentemente ante el acontecimiento central del cambio: del "dolor" del último verso que leímos pasamos ahora al la "alegría" bulliciosa con que se inaugura la segunda estrofa. Y este suceso se presenta precisamente así, como un "acaecer", como una acción velada por el impersonal devenir del tiempo: "llenóse con el tiempo…". Pero al seguir leyendo nos damos cuenta de que ese "acontecimiento" que llenó la casa de "bulla y alegría" se trata nada menos que de cinco hijos… Y entonces empezamos a notar el cambio, la conversión.

En primer lugar, ven algo que antes no veían: "la casa que era inmensa para nosotros dos". Hizo falta que llegaran los hijos para que esa pareja egoísta se diera cuenta de lo grande, de lo cabedora que había sido su casa… El amor crece con su ejercicio, en la medida en que es puesto en práctica: el amor crece amando. Y el corazón humano se va ensanchando y profundizando a medida que ama, de modo que a la vuelta de varios años de amor dado y recibido uno se sorprende, como nuestro poeta, de la gran capacidad de amar que tenía oculta. Y esa casa, esa "casa inmensa para dos" solos, ahora la experimentan "llena": llena de bulla y alegría, llena de vida. El poeta escribe desde una experiencia de felicidad, de plenitud: tiene la sensación de que su corazón está colmado, está "lleno", como su casa.

Por contraste, estamos ahora en condiciones de entender el "dolor" a que les hubiera llevado la "filosofía" egoísta de sus primeros años. El amor crece amando. Pero además el amor está por naturaleza llamado a crecer permanentemente: es dinámico, no se detiene. No sabe poner "pausa". Y cuando no avanza, retrocede. Cuando deja de crecer, está decreciendo. Ése es el "egoísmo del amor" de ese primer tiempo que el poeta nos describe: un amor -ciertamente un amor- entre un hombre y una mujer, pero que pretendió quedarse encerrado en sí mismo, gozando de lo que ya poseía. Un amor al que no se le permitía seguir abriendo caminos nuevos. Un amor que se dejó herir por la fría cuña del egoísmo.

Ahora bien, según el soneto, no fueron ellos dos quienes en virtud de un plan o de su esfuerzo se liberaron de esa vida egoísta. La fuerza que los arrancó de aquel estado fue algo que vino como "de afuera", y de ahí esa impersonalidad: "se llenó…", "con el tiempo…". La prueba de la liberación está patente en el final de la estrofa: "ni tú ni yo tenemos sosiego en todo el día con los cinco demonios que nos ha dado Dios". Es decir, están ocupados y preocupados por sus cinco hijos, de modo que ahora viven "todo el día" fuera de sí mismos, descentrados, sin tiempo ("sin sosiego") para su egoísmo personal o conyugal… Ése fue el remedio a su egoísmo. Y no fue algo que obtuvieran por sí mismos, ni siquiera que buscaran conseguir, sino que les fue dado "con el tiempo", con sus cinco hijos… Y es aquí, en el corazón del soneto, que se nos sugiere la clave última de su interpretación: ese acontecimiento que les cambió la vida y la llenó de alegría no fue el éxito de un plan propio: fue algo dado, y dado por Dios: "los cinco demonios que nos ha dado Dios". Recién ahora entendemos, con el poeta, que esa sensación de ajenidad y extrañeza ante el advenimiento de sus hijos no se debía a la im-personalidad de un sino fatídico sino a la supra-personalidad de Dios providente.

No podemos dejar de celebrar la bien lograda antítesis de los "demonios" que da "Dios". Y con ella la profundidad antropológica que contiene. En efecto, a los ojos del poeta que es arrancado a la fuerza de su vida egoísta (y cuya "filosofía" no puede cambiar de la noche a la mañana), esas creaturas que le impiden el sosiego no pueden ser sino "demonios". De hecho, la estrofa siguiente se detiene un poco más a describir los nocivos efectos que esa "pandilla loca" produce en el abatido padre, que se siente "derrotado" por ella: Me siento derrotado por la pandilla loca / que no sólo me quita los besos de tu boca / sino que hasta me vuelve celoso de tu amor.

Asimismo, adivinamos aquí por dónde pasa parte del desasosiego del poeta: sus "demonios" le han quitado uno de los lugares que era para sosiego de él solo: los "besos de tu boca". Por consiguiente, surge un sentimiento que hasta ahora le era desconocido: los celos de su propia esposa. Pero estos desequilibrios, lejos de ser un factor que oscurezca la "alegría de la vida" del poeta, son parte insoslayable de los nuevos caminos que el amor va abriendo, y que hay que ir aprendiendo, porque ahora es un "amor que quiere seguir amando", y no ya un amor arremolinado en el estrecho corral de lo conocido, de lo resguardado, de lo poseído.

Pero tú, madrecita, qué sabes de estas cosas? / tú das estos chiquillos como un rosal da rosas / y me alegras la vida como un rosal en flor. Aquí se nos brinda el dato fundamental que acompañó nuestro recorrido: "me alegras la vida"… El poeta está contento, y sus descripciones son hechas desde una mirada alegre. Con la alegría desprolija y bullente de la vida sin sosiego, derrotado de cansancio e incluso con celos… Pero alegre, y sin egoísmo.

El soneto se cierra con "flores" para su interlocutora, quien, aun habiendo pasado por las mismas situaciones que él, parece no haberlas vivido con la misma sintonía: ¿"qué sabes de estas cosas?". Deduzco que ella iba un paso adelante en este camino "divino" de descentramiento, de generosidad, de amor… Y por eso podemos aprender de ella el estadio superior en este "camino santo" del amor, en el que se "pasa haciendo el bien" virtuosamente: con gozo, sin esfuerzo, sin error… Santo Tomás decía que la virtud adquirida obra como una "segunda naturaleza" de modo que los actos virtuosos salen "naturalmente", "como un rosal da rosas".

El último verso se me antoja de una hondura enorme. En efecto, es ella quien sigue siendo el objeto principal del amor y de la alegría del poeta. Los cinco hijos no le han quitado ese lugar único. Siguen siendo ellos dos, como al principio, como cuando se unieron para compartir la vida. No se han diluido en las nuevas relaciones. El amor crece y abre caminos, pero antes que nada es fiel hasta la muerte: por eso, a la vuelta de todo este proceso, el amor, habiendo crecido, se revela a la vez nuevo y el mismo: el amor revela su fidelidad siempre novedosa. Pues también ella, el objeto de su amor de siempre, siendo la misma es nueva. Ahora es la cariñosamente llamada "madrecita". La mujer amada de siempre está ahora enaltecida y engalanada con su amor de madre. Y si siempre le alegró la vida al poeta, ahora lo hace como "un rosal en flor", donde (según el verso anterior) las flores son los hijos. Ahora bien, esta imagen supone la plenitud también de su mujer: en efecto, ver un rosal en flor es ver un rosal siendo lo que está llamado a ser, en el punto máximo de su despliegue y su esplendor, lo que supone además admitir que haberse quedado estancado en algún momento previo del camino habría implicado truncar esa plenitud, incluso "colmar los años de dolor". Esta imagen final que Dávalos nos regala guarda otra perla más: el poeta, en su experiencia, ve reunidos sus amores en su amor originario: es en ella donde, por así decir, ama a sus hijos. Por amor a ella, su amor se abrió a esos cinco amores nuevos, y así esos hijos son testigos al tiempo que garantes de su amor por ella. Y al amarla hoy no puede dejar de amarla con el amor enriquecido de los cinco hijos que ella le dio por amor. Se asoma, entonces, otra verdad esencial: el amor es unitivo; sólo lo que el amor une está de veras unido. Se da así una suerte de "mutua inmanencia" de los amores en la enriquecida, en la plural simplicidad de un único amor. Y de este modo vemos colmarse un maravilloso itinerario en que el amor algo "egoísta" de dos crece hasta hacerse amor de comunión en la familia, que por eso es imagen del amor del Padre y el Hijo en el Espíritu.

Un autor medieval, Ricardo de San Víctor, al exponer el misterio de la Trinidad, decía que el amor no es perfecto (ni por tanto digno de Dios) hasta que no aparece un tercero en la relación de dos amantes. Sin un co-amado (un "con-dilecto"), los dos amantes no tienen cómo expresar ni con quién compartir la alegría de tener cada uno el amor del otro. Análogamente, el amor del hombre no crece si pretende cegar el camino de entrega, de servicio y de generosidad que lo abre a la fecundidad del "con-dilecto". El amor quiere seguir amando.

¿Qué es, entonces, ese "oculto destino divino del amor"? Es una genialidad, una "maestría de Dios" que busca la manera de hacernos felices a pesar de nosotros. Puesto que nuestra felicidad, a imagen de la Palabra hecha carne, el verdadero hombre Jesucristo, está no en "guardar la vida" sino en darla por amor (¡somos semillas de esa Palabra!), el Creador puso en lo más íntimo de nuestro corazón la llamada del amor, esa pasión irrefrenable, ese deseo insaciable, esa fuerza incontenible. No hay quien se le resista. Cuando nos enamoramos, como si una gran ola nos arrastrase, entramos en su poderoso dinamismo. Y si bien en nuestro corazón no estamos buscando sino nuestra felicidad, en el camino del amor "acontece" la familia (los hijos, los nietos…), obra maestra del amor de Dios para que al final vivamos cumpliendo aquello de "no vivir para nosotros mismos" y estemos de continuo velando por los demás, y dando la vida con generosidad, que es la manera de alcanzar la felicidad, de vivir eternamente.

Era cierto, pues. El amor humano nunca es sólo humano. Si no reprimimos su dinamismo natural, el amor acaba revelando sus rasgos divinos. Oculto en todo amor humano, hay un designio secreto a través del cual Dios enseña a los hombres el amor verdadero y conduce a todos hacia la comunión eterna de sí mismo. Es verdad: "el amor viene de Dios" (1 Jn 4, 7). Y Juan Carlos Dávalos lo entendió.

miércoles, 14 de noviembre de 2007

Padre Domingo Miner. A su querida memoria.


Ayer, a la llegada de la beatificación de Ceferino Namuncurá, me encontré, de golpe, con la triste noticia de que había muerto el Padre Miner. El querido Padre Miner, a quien ninguna palabra puede describir sino esa cara sonriente que me presta Marcos Maurette. ¡El Padre Miner...! Ese amable receptor de los inconfesables pecados del verano; el mismo que en vez de darte la penitencia -con inconfundible síntoma de santo- te decía: "rezá mucho por mí". La misericordia del Padre Dios a domicilio, paseando por el parque de La Victoria. Creo que no volveré a encontrar a un cura que en sus vacaciones celebre tres misas dominicales y confiese la cantidad de gente que él confesaba.
Miner fue para mí, además, un vínculo con mis antepasados. Si hoy puedo definirme sobre todo como un "heredero" eso ha sido en gran parte gracias a él. El gris árbol genealógico cobraba vida y verdor en su memoria amante. De sus labios conocí quién había sido mi tatarabuelo -su "don Martíng"- y aprendí a quererlo como si yo mismo lo hubiera conocido. Su devoción inocultada por nuestra familia, sin embargo, nunca pretendió competir con el cariño paternal que lo unía a la multitud de sus exalumnos... Porque el Padre tenía esa fineza en el amor (reflejo del Tata) que hacía que cada uno se sintiera un poco su preferido. Como en el corazón de Dios, en el suyo cabía cada uno de nosotros por su nombre. No importaba que yo fuera ya de la quinta generación de Pereyras que conocía. Todos nos sentíamos "de primera" cuando ingresábamos en la partitura orante de su voz tanguera... ¡Con qué ansiedad (e inconfesa vanidad) esperaba el domingo de enero en que mi nombre sonaría en las blancas paredes de la capilla de Cangallo, entre los de los demás parientes que cumplían años! ¿Qué hace, Padre, que nunca haya dejado de resonar en mi corazón ese apodo que una vez pronunciaste en una misa en la casa grande: "Crístian, el nietito de Jaime"...? ¿O, años después, el que le regalaste a mi abuelo Tatá -"Jaime el bueno"- como el mejor de los halagos y el más logrado de sus epitafios...? Y es que las palabras dichas con amor se graban en el corazón. No hay vuelta que darle.

Mil recuerdos se agolpan, pero sobresalen los del oído... Esa manera enfática de pronunciar las oraciones de la Misa que desde chiquito amé imitar: "El Señor esté con vosotros"; "Reconociendo que no sólo nos liamamos, sino que verdaderaménte somos hijos de Dios..."; "el que desee comulgar y todavía no haya colocado la hostia, puede hacerlo en este momento...", y su famosa despedida, que es como un testamento espiritual impreso en el alma: "Hermanos, volvamos a nuestra vida diaria para amar y servir a Dios y al prójimo."

Dios me concedió el haber podido aprovecharlo bastante. Pude tener charlas largas con él, sobre su vida, su infancia, su vocación... Hasta me dí el lujo de hacer algo que creía ser un privilegio de los tíos viejos: llevarlo en auto desde el campo hasta La Plata, en un memorable viaje que hicimos con mi amigo Jara. Y por fin, hace cosa de un mes, cuando me enteré que ya su hora se acercaba de entregarse del todo a Dios, tuve la gracia de verlo en el sanatorio con mi hermano Pato. Y, como la mejor de las despedidas, nos dejó su última bendición en nuestras frentes.

¡Padre Miner...! Hoy que voy a los tumbos, luchando por conservar el don de Dios y peleando mi vocación cada día, pienso en vos y siento que me das desde el cielo una palmada, como después de esas confesiones en el campo... Me acuerdo de la pregunta que me disparaste en el sanatorio la última vez: "Cris, ¿cómo van tus estudios?"; de tus voz quebrada por las lágrimas cuando me llamaste porque entraba al Seminario; del reloj que Abuelo Pereyra pensó para un nieto sacerdote y que vos me regalaste como una confirmación ancestral de mi vocación... Ahora, cada vez que vuelva a mirar esa foto tuya celebrando misa en Tandileofú que tengo en mi cuarto, sabré que estás así, como siempre, rezando por nosotros en el altar del cielo, pronunciando nuestros nombres ante el Padre, que por vez primera los oye con acento de arrabal...

Rezá por mí, Padre Miner. Y, si me ayudás a ser un cura fiel y bueno como fuiste vos, ya que no he podido compartir con vos el altar acá en la tierra, podremos celebrar juntos la gloriosa liturgia celestial, o en el Ayacucho Eterno (¡que se pone lindo...!) compartir un copetín y un vinito bajo la parra de Las Overas, que es como decir lo mismo.