sábado, 22 de diciembre de 2012

Navidad saqueada (I)

Ayer, 21 de diciembre, corría en mi barrio de Virreyes un vientito fresco y agradable. Sin embargo, hacia el mediodía el día se puso pesado... Muy pesado.
Al principio, los comentarios en cada esquina: que estaban cerrando todas las tiendas de cerca de la estación, que iba a haber un saqueo como el de Bariloche, que estaban robando en el "Carrefour". Y las caras se ponían ansiosas, unas, de miedo; otras, de curiosidad.
La pantalla de la televisión, siempre lejana, empezó a mostrar los carteles celestes de nuestro municipio, los colectivos de nuestras calles, y la violencia de nuestro barrio. Unos pocos policías intentaban disuadir a varias decenas de jóvenes encapuchados que tiraban un diluvio de piedras para copar el supermercado Carrefour de la ruta 202.
Después, empezaban a caer al teléfono, como otros cascotes, los mensajes y las llamadas dando o pidiendo más información.
Después de una siesta imposible de dormir, decidí salir con la bicicleta a la calle. Grupos de chicas pasaban, muy orondas, con los brazos llenos de mercadería: "¡muy bien, las felicito!", se me ocurrió decirles, con indignación en los ojos. Unos vecinos me advirtieron que tuviera cuidado con los autos, que andaban como locos; un 371 lleno de ojos muy abiertos en las ventanas pasó por mi calle, escapado de la avenida Avellaneda, sumida en el caos. Estaban saqueando masivamente el supermercado chino.
 
Me aventuré unas cuadras más para el fondo. Las motos pasaban a las disparadas, llevando gente con mochilas llenas, y hacían un viaje, dos viajes, tres viajes... "¿Vio, padre, lo que está pasando?" - pregunta retóricamente una adolescente, indignada. Grupos de jóvenes pasaban a los gritos, casi corriendo, con carritos llenos de carbón y cerveza. "¿Vamo a saquear, padre?" -ensayó un chico enancado a una de las motos, como un chiste de mal gusto. Decenas de vecinos, parados en sus casas, miraban el panorama, ciertamente más entretenido que el de los programas de la media tarde. "¡Mirá lo que rescaté!" -mostraba uno su oprobioso trofeo, mientras volvía a su casa, con dos o tres compañeros.
De pronto pasó lo que temía:  reconocí a una señora, que volvía con sus dos hijos de nueve y once años, todos con las manos llenas de bolsas de supermercado, con la misma normalidad que si volvieran de hacer las compras un día cualquiera. Tenían que pararse cada tanto para reacomodar su triste mercancía. El mayor de sus hijos recibió de mis manos la primera comunión el año pasado; ella recibe permanentemente ayuda de Cáritas... Pasó y me miró, sin decirme nada. Después, la alcancé con la bicicleta, la miré a los ojos, y le dije: "¡Qué vergüenza!
Uno pasó en otra moto "recargada"  y me saludó "¡Padre!" como un día cualquiera. Me fui de ahí después de escuchar unos estruendos y de notar que mis ojos empezaban a picarme de una manera extrañísima: en Avellaneda habían tirado gases lacrimógenos. La policía había llegado, después de por lo menos tres horas de saqueo.

A la noche, recorrimos la avenida. Vidrios rotos, piedras, basura... Una tristeza densa quedaba en el aire, enrareciendo la noche, que estaba como ajena a todo, fresca y estrellada. Algunos comerciantes podían contar cómo habían logrado defenderse de los atacantes, mientras soldadores reparaban las cortinas metálicas destrozadas. Cada uno de los propietarios montaba guardia frente a su local, dispuesto a pasar la noche entera como un granadero defendiendo la fuente de su trabajo y el fruto de décadas de esfuerzo. Otros electrocutaban las rejas de sus kioskos, para amedrentar a los aprovechadores nocturnos.
Una grúa municipal se llevaba, entre los comentarios jocosos de varios chismosos, el auto destrozado del chino dueño del mercado. Muchos dicen que su dueño se suicidó, otros que lo mataron...
María, la jovencita paraguaya que atiende día a día en una carnicería que despojaron incluso de la balanza y de la góndola, tenía la mirada perdida, cansada de llorar, incapaz de digerir no sólo su seguro desempleo, sino el haber visto entrar a los vecinos de siempre, los mismos que la saludan todos los días, los que piden fiado, a aprovecharse y sacar lo que podían...

Tristeza, vergüenza ajena, vergüenza propia, bronca, indignación...
 
En medio de la corrida de la tarde, por una de esas calles, sentí un grito, una voz solitaria que se destacaba del ruido de las motos que desfilaban cargadas de desvergüenza. Interrumpí el diálogo que tenía con uno de los vecinos, y busqué con la mirada. Al rayo del sol, un señor no tan joven gritaba su ristra de ajos y su bolsita de limones, mientras seguía caminando, caminando... ¿Desde dónde vendría? ¿Cuántas horas al día pasaría tratando de sacar esos poquísimos pesos? Ese vendedor ambulante me cambió la tarde. A medida que se perdía hacia el fondo, igual que el sol, su figura me pareció agigantarse. Él era el otro Virreyes, tan o más numeroso que el del miserable saqueo. El de tantos varones y mujeres que saben en carne propia lo que es haber tenido hambre, aquí o en el medio del campo, y que no por eso han tocado jamás algo ajeno. Tras las huellas de ese señor, siguiendo su voz, me pareció que se ponían de pie tantísimas personas de nuestro mismo barrio que por pobres que sean o hayan sido, no han perdido jamás su honestidad. Y la ristra de ajos alrededor de su cuello se me antojó un silencioso galardón de honradez, una elocuente distinción de la dignidad de los pobres. Y pensé, algo aliviado, que mientras la bajeza humana rompía y robaba en la avenida, la dignidad seguía andando por las calles de mi barrio.

domingo, 30 de septiembre de 2012

La comunión de la torta

No es cierto que lo ritual sea algo exclusivo de las religiones. Nuestra vida está llena de ritos que podríamos perfectamente llamar "profanos", y que jalonan y embellecen nuestro transcurrir cotidiano.
Desde que vine a vivir a Virreyes en más de una ocasión me descubrí inermemente malhumorado ante la insistencia de personas de la comunidad que se empecinan en hacerme traer a casa un pedazo de torta para el otro cura, que no pudo quedarse al festejo (del bautismo, de la primera comunión, del cumpleaños...). Mis excusas nunca los convencen: "prácticamente no comemos cosas dulces", "Somos solamente dos y comemos casi siempre fuera de la parroquia", "el otro padre nunca come postre".... Inútil. Ellos seguramente no piensan, como yo, en las acrobacias ciclísticas para transportar durante unas cuantas cuadras un frágil pedazo de torta apenas protegido por una bolsita, sin que llegue convertido en un irreconocible engendro de migas y dulce de leche. Tampoco se imaginan que ese platito, o ese táper, o la bandejita donde viene el regalo probablemente jamás volverá a sus hogares (mea culpa), entreverado en el masculino descuido de una cocina de curas. No sospechan que, confinado en la heladera, ese generosísimo trozo de dulzura, bajo la voluptuosa espesura del merengue, es menos tentador que un pan viejo, y que su inexorable destino basurero se verá dilatado tan sólo por el valor afectivo de su carácter de "souvenir", hasta que el moho le gane la pulseada a la lástima...
Más de una vez, cuando llamo a alguien del barrio para felicitarlo y al mismo tiempo le cuento que no podré ir al festejo de ocasión, me consuelan diciendo: "no importa, mañana te llevo un pedazo de torta". (Y vuelta a empezar con mis argumentos, que por teléfono son todavía más impotentes).
El otro día, cuando llegó el momento de comunicarle educadamente al dueño de casa que había decidido irme, su señora me franqueó el paso decididamente y me espetó: "¿cómo te vas a ir antes de la torta?". Y entonces, cuando vio que yo seguía firme en mi resolución de partir, corrió hacia adentro de la casa y volvió al minuto con el consabido platito de torta... que comí de parado y "con un pie en el estribo".
Me llamó la atención: aunque hubiera estado dos horas en ese festejo, irme sin haber comido la torta era un desaire, casi como el de rechazar la invitación. Entonces entendí que la torta no era una torta, sino mucho más. Comer la torta no es lo que indica la materialidad de ese acto... Compartir la torta es un rito. Un rito cabal, aunque no sea religioso, y que viene circundado por una verdadera liturgia: quién la corta, cómo, quién la reparte, a quiénes, en qué orden...
Me sorprendió mi insensibilidad para captar ese rito. Yo conocía y tenía asumido el de prender y soplar las velitas, cantar, etc., pero para mí ahí se acababa la ceremonia. Después de eso, me daba lo mismo irme o quedarme, comer o no la torta, o preferir cualquier otro postre de la mesa.

Esta liturgia hogareña de tantas familias argentinas está muy emparentada con la "comunión" como rito religioso. Ya en la antigüedad, se llamaba "sacrificios de comunión" a aquellos en los cuales las personas que lo ofrecían podían comer parte de la víctima ellos mismos (y no sólo los sacerdotes, encargados de la inmolación). Comer de esa víctima, de esa "hostia", quiere decir implicarse personalmente en la ofrenda, comprometerse con lo que se hizo en el altar.
También la comunión con Jesús en la Eucaristía tiene este sentido. Después de haber vivido el "misterio central" de esta fiesta de la fe (como si hubiéramos sacramentalmente "soplado las velitas" de la muerte y resurrección de Jesús), viene el momento de participar de esa fiesta, de "hacerla nuestra", de incorporarla, de asumirla como propia. Y eso se expresa compartiendo esa comida sacrificial, comiendo todos de un mismo pan que el mismo Señor Jesús corta y reparte en la persona de quien preside la Misa. Rechazar voluntariamente y porque sí esa comunión sería no querer compartir lo que Dios nos ofrece en la Eucaristía: una Alianza de Amor eterna expresada en su Hijo Jesús, muerto y resucitado por nosotros. Aceptar sentarse en esa mesa pascual, por el contrario, quiere decir creer en ese amor de Dios y comprometernos a permanecer en él, viviendo nosotros mismos -los que compartimos esa Comida- en el amor fraterno. Tal vez por eso antes de "probar el bocado" la Iglesia nos pide que digamos "Amén", a ver si estamos seguros de lo que implica comulgar: comprometerse a vivir en Cristo, o sea, amando y sirviendo hasta dar la vida.
Y como la torta, también a la Comunión la llevamos a quienes no pudieron estar en la fiesta de la Eucaristía (los enfermos) para que al recibirla, sepan que el Dueño de la fiesta no sólo no se ofende, sino que les hace llegar de esa manera su abrazo y su alegría, y la certeza de que "son parte" de la fiesta de su Amor.

viernes, 22 de junio de 2012

Un verso de Pemán

Muchas veces quise publicar este verso del grandísimo poeta español José María Pemán, que me parece una enseñanza de hondísima sabiduría, tan sabia que no teme vestirse de la sencillez e inocencia que sabía componer como nadie el autor de "Las flores del bien".

Para Juan Ignacio Ortiz Greco

ROMANCE DEL RAYO DE SOL


Era, al caer de la tarde,
todo el pinar un rumor...
Entre el dosel de las hojas
un rayo de sol se entró.
Y el pinar negro fue todo
un sonrisa: el rumor
de las hojas, parecía
de más dulce y claro son,
se abrieron las florecillas,
el aire se embalsamó,
y entre las ramas, los pájaros
cantaron más y mejor.

¡Todo el milagro se ha hecho
con sólo un rayo de sol!
Al pinar bueno y humilde
¡con qué poco le bastó!
¡Qué clara fue su sonrisa
para tan corto favor!

Señor: yo que tengo el alma
llena de loca ambición,
yo que busqué tantas cosas
vanas e inútiles, yo
que vi al pinar sonreírse,
no he perdido la lección...

He aprendido a agradecer
en mi camino, Señor,
el agua de cada fuente,
el pan de cada mesón,
el cantar de cada pájaro
y el olor de cada flor...

Esta es vida de limosnas,
vida de abundancias, no;
y cualquier poco es un mucho
para quien nada ganó.

Entre sus dedos de rosa,
enjoyados por el sol,
trae cada aurora guardada
su alegría o su dolor...
Y hay que tomar lo que traiga
con mansa resignación,
bendiciendo cada aurora,
y con cada aurora, a Dios.
No he de olvidar la enseñanza
que el manso pinar me dio...
Todo el arte de vivir
con paz y resignación
está en saber alegrarse
con cada rayo de sol...

lunes, 4 de junio de 2012

El abrazo anónimo de Buenos Ayres

Muchas veces sentí unas ganas fuertes, como una atracción poderosa, de escaparme de la cotidianidad, de huir del mundo... Pero no como quien "huye del mundanal ruido" hacia la paz del campo... Ése es un sentimiento muy otro, si se quiere mucho más frecuente. No. Me refiero a un impulso cuasi ciego de refugiarme en el medio, bien en el medio de la ciudad inmensa, de la Buenos Ayres desconocida, que entonces se me antoja como un regazo gigante y lleno de recodos, como una madre mística que con toda su gente, con todas sus calles, con todos sus edificios, existe sólo para abrazar mi melancolía y mi deseo de soledad.
En mis primeros años de estudiante universitario, cuando me empalagaba con la libertad de no "tener que" ir al colegio y de manejar como quisiera mis tiempos, varias veces me dejé llevar por el galope de esta huída melancólica, y me sumergía en el anonimato de alguna confitería ignota de San Telmo. Allí, abría algún libro  para no confesar mi soledad, y entonces me entregaba a un gozoso letargo consciente. Miraba el lugar, la gente, los mozos, las casas viejas... y dejaba que el pensamiento divagara en asociaciones libres.


Después de los veinte años, reconocí que esa costumbre podía volverse un deporte peligrosísimo para mi espíritu. Probé el imán mortífero de la depresión consentida, y supe que esas escapadas no deberían ser en lo sucesivo más que un lujo esporádico.
Hace unos días, decidí darme ese lujo nuevamente. Quise ir a esconderme en los barrios del Sur, contra el Riachuelo. Los nombres de Barracas, Pompeya, La Boca, se me hacían irresistibles. Veía los planos de calles, y me moría de curiosidad por ver el Riachuelo desde la avenida Pedro de Mendoza arriba, o conocer la "calle Pepirí", o algún "callejón en Pompeya". Esos lugares me seducen poderosamente, porque en mi imaginación tienen una cuota de antigüedad y abandono, como de penumbra, que favorece perfectamente el abrazo de anonimidad que justamente iba a buscar.
Un jueves a la mañana, después de haber dormido en lo de mi abuela, me subí al 102 en Uruguay y Santa Fé hasta alejarme de cualquier mundo previamente conocido. Necesitaba ver cosas por primera vez. Por eso, dejé que hiciera algunas cuadras por la antigua Calle Larga de Barracas, y me bajé cuando vi la Parroquia Santa Lucía, en cuyas inmediaciones cantaba “como una calandria” la pulpera de ojos celestes. Y caminé... Con morosidad moderada -para evitar las sospechas de estar siendo un turista- recorrí toda la avenida Montes de Oca, deteniéndome en la gente, en las calles que se perdían para adentro, en las molduras de los edificios.... Y fui quedándome más solo en mi vereda, hasta dar con el ansiado Riachuelo, a cuya vera, efectivamente, venían a morir, olvidadas y extenuadas, las calles envejecidas cuadras atrás, con su gris cortejo de barracas viejas y galpones nuevos, terminales de colectivos y salidas de camiones. El Riachuelo negrísimo, hirviente de misteriosísimas burbujas, amedrentaba todo asomo de vida, pero por sobre su cauce me llegaba un aire fresco y fuerte, que se ignora ciudad adentro: el viento antiguo del Río de la Plata. Anduve solísimo, al solcito de esa mañana, subido a una suerte de anchísimo andén con la calle Pedro de Mendoza a mi izquierda y el Riachuelo a mi derecha, mirando cómo se miraban, sin verse, el fondo invisible de la Capital Federal y el fondo invisible de Dock Sud y Avellaneda.
Como sano y premeditado límite a este impulso nostalgiófilo, o más bien como una excusa que redimiera esta concesión a mi melancolía, al mediodía llegué por el Riachuelo a la concurrida Vuelta de Rocha, y ahí, en La Boca colorida y visitada, me encontré con mi madre, mi abuela y dos de mis tías, para almorzar amablemente.
Creo que sólo Buenos Ayres puede darme ese gusto. Cuando se está solo en un "café" de una ciudad completamente extranjera, la soledad es aplastante, y el umbral a la depresión, breve como un "cortado". No le veo consuelo al dolor perenne de ser extranjero, “sapo de otro pozo”. En cambio, hundirse en la rutina ajena de un bar de la avenida Montes de Oca, proporciona una combinación exquisita de anonimato y comodidad. De soledad y de compañía. Por “perdido” que esté, estoy siempre al calor de mi propia ciudad, de mi propia manera de hablar, de mi propia gente.
En todo caso, perderme en Buenos Ayres hizo que me diera cuenta de que sólo gracias a la certeza de no estar solo puedo darme el lujo de jugar a estarlo.

lunes, 30 de abril de 2012

Un pastor que se deja conocer

En el capítulo 10 de san Juan Jesús afirma que él es el buen pastor. Ésta era una imagen conocida en el pueblo judío para referirse a sus reyes. Sin embargo, coherente con su estilo radicalmente distinto de "los que son considerados jefes de la tierra" (Mc 10, 42), los rasgos del pastor Jesús nos rompen los esquemas tradicionales.
"Yo soy el buen pastor. Conozco a mis ovejas..." Hasta aquí todo va bien. Pero Jesús sigue: "... y mis ovjeas me conocen a mí". La relación de conocimiento entre el jefe y su pueblo es de una perfecta reciprocidad.
Para los dictadores humanos, basta que "el rebaño" obedezca, en todo caso "reconozca" la voz del amo, pero ciertamente no que lo conozca. El conocimiento "unilateral" que el líder tiene de sus súbditos es precisamente una herramienta preciosa de poder y de control. No seré yo quien tenga que convencer a nadie del estrecho parentesco entre el "saber" y el "poder".
Por ello mismo me parece luminoso el hecho de que nuestro Señor ataque el virus perversor del poder allí mismo donde está su raíz: en el conocimiento, la información, el "saber".
Por eso, el Pastor ciertamente conoce bien a sus ovejas, pero en la misma medida se deja conocer por ellas, y esto supone, para el pastor, todo un camino de abajamiento, de "ponerse a tiro" y hermanarse... Un camino de humildad y de sencillez que sólo los que están muy poco temerosos de "perder el poder" pueden encarar.
¿No es el mismo evangelio de San Juan el que nos dice que este mismo Jesús es el "cordero de Dios"?

sábado, 31 de marzo de 2012

Como un "chorro" más

“Jesús, cargando sobre sí la cruz, salió de la ciudad para dirigirse al lugar llamado «del Cráneo», en hebreo «Gólgota»” (Jn 19, 17). “Con él llevaban también a otros dos malhechores, para ser ejecutados” (Lc 23, 32).
Estamos acostumbrados, en el viacrucis, a mirar a Jesús solo llevando la cruz. Sin embargo, el evangelista Lucas nos dice que en el camino del Calvario Jesús iba a la par “con otros dos malhechores”.
En la escena de la crucifixión, solemos mirar en primer plano una cruz grande, la de Jesús, y en segundo, casi siempre más chiquitas, más "atrás", las de los ladrones.
Sin embargo, destacando a nuestro Señor con estas miradas -por cierto piadosas-, perdemos de vista que este "ser contado entre los malhechores" (Isaías 53, 12) es parte esencial del abajamiento de nuestro Señor, de su "vaciamiento", de su humildad sin par, esa que lo llevó a hacerse no sólo hombre, sino "esclavo, pasando por uno de tantos" (Flp 2, 7).
Ni siquiera en su humillación Jesús se destacó: también en su calvario Jesús fue "uno más", un condenado entre otros dos.
Despojado de todo, Jesús estaba compartiendo así el destino de los últimos de los últimos, los que fueron al exterminio siendo tan sólo un número sin rostro, los pobres a quienes nadie siquiera les dirige la mirada la cara para no tener que verlos, los excluidos a los que las estadísticas mintientes impiden ser siquiera un número que llora...
Esa lógica nuestro Señor ya la había anunciado en su bautismo, cuando hizo la cola como uno más entre los tantos que reconociéndose públicamente pecadores se acercaban al Jordán para ser lavados por el Bautista. Renunciando a cualquier asomo de privilegio y de acomodo, eligiendo la fila de la "última clase" con los que nunca podrán soñar con una tarjeta "VIP" para la vida. Éste es el Rey a quien aclamamos, éste el Señor a quien adoramos, éste el Maestro a quien seguimos.
 Creo que en la Semana Santa nos haría bien contemplar un viacrucis y un Calvario "compartidos", como seguramente fueron, que nos ayuden a conmovernos una vez más ante este Dios, que desnudo de toda dignidad, elige incluso en la muerte la suerte anónima y oprobiosa de los más pobres entre los pobres... como un "chorro" cualquiera.

viernes, 3 de febrero de 2012

La privatización de lo público

De un tiempo a esta parte se ha impuesto una nueva moda en la política argentina: cuando  tiene lugar un cambio de gobernante, sobre todo cuando el funcionario electo pertenece a un partido político distinto del de su antecesor, el flamante mandatario no sólo renueva su gabinete con gente de su confianza y procura poner en práctica sus proyectos y promesas, lo cual es esperable, sino que antes que nada cambia la "estética" entera de toda la publicidad gráfica oficial y crea una suerte de "logotipo" que desde entonces será como el símbolo de su gestión.
La primera vez que registré esta costumbre fue durante el gobierno de Aníbal Ibarra en la ciudad de Buenos Ayres. Luego, la llegada de Macri supuso cambiar el logotipo de la gestión de Ibarra ("gobBsAs") por otro y pintar toda la ciudad del color de su propio partido político. 
En la zona donde vivo, en los últimos años, nos hemos acostumbrado a este fenómeno: el partido de Tigre no sólo cambió de "logo" y de color, sino que dejó de ser "municipalidad" para ser "municipio" (¿?), y lo mismo acaba ahora de ocurrir en mi partido de San Fernando.

Ahora bien, esto que a primera vista no parece ser más que una curiosidad estética, a mi humilde ver tiene, como toda estética, raíces más profundas. Esta moda del cambio de color gubernamental, de hecho, me alarma como síntoma inequívoco de una enfermedad social solapada.
En efecto, lo público, por naturaleza, se contrapone a lo privado. Consúltese si se quiere cualquier diccionario de antónimos. Desde el momento en que el candidato de un partido político obtiene un cargo público, ejerce su función y su ministerio para todos, y no sólo para sus correligionarios. Justamente porque es "público", es "de todos", más allá de que provenga de esta o aquella facción política.
Por ejemplo, cuando Cristina Fernández ganó las elecciones nacionales, pasó a ser la presidenta no del Frente para la Victoria sino la "presidenta de todos los argentinos", como a ella misma le gusta decir.
Las instituciones públicas tienen sus símbolos legítimos y reconocidos: nuestro país tiene su bandera y su escudo. También cada provincia, municipio o ciudad tiene sus propios emblemas distintivos. Ellos identifican al total de las personas que pertenecen a sus jurisdicciones, sin excepción. La bandera de la provincia de Buenos Aires -recientemente creada- o su escudo me simbolizan a mí y a todos los que viven en ella.
Por eso es llamativo que los titulares de las adminstraciones provinciales o municipales estén optando por dejar de lado los símbolos institucionales para acuñar otros alternativos... Se podrá decir en su defensa que no se intenta ciertamente reemplazar los emblemas públicos sino significar la propia gestión en tal o cual cargo público. En todo caso lo cierto es que la gestión se ve, siente y expresa como algo "privado", como algo perteneciente a la persona o al grupo político que la detenta, y no como algo que merezca ser significado con los símbolos "de todos". 
A mí esta tendencia me preocupa bastante: ¿no debería ser un orgullo del funcionario elegido por los ciudadanos poder estampar junto a cualquier obra llevada a cabo por él el escudo de la institución que representa? ¿No es acaso un privilegio para quien tiene un ministerio "oficial" poder rubricar sus actos y sus ordenanzas con los símbolos que identifican a toda su gente?
Eso debería ocurrir si lo "público" tuviera sentido. Es lamentable que los gobernantes prefieran un logotipo "personalizado" o en el mejor de los casos "partidizado" en lugar de los símbolos públicos. Esta "moda" de entender y vender las instituciones públicas como empresas privadas no es banal: está expresando que nuestro pueblo (y lamentablemente también sus representantes) ya no sabe qué es lo público. Ya no siente que lo público tenga que ver con lo que es "de todos": empezando por los baños públicos, pasando por los paseos públicos, los colegios y hospitales públicos... evidentemente alguna vez se iba a llegar hasta las más altas instituciones públicas. No son de todos: son "de nadie"... Y cuando no son de nadie, quedan libradas al más fuerte, y así acaban por "privatizarse". De este modo, podemos constatar que el sentido de lo público recorre un itinerario degenerativo que comienza por su enajenación ("no es de nadie") y finaliza en su privatización ("es del que tiene el poder").

 Será por eso que en nuestro país no hablamos de "administración" para referirnos al gobierno. Se administra lo que no es propio, sino que es de otro, y en el caso de la administración pública, "de todos". Los logotipos privatizados de nuestras gestiones "públicas" expresan cabalmente la manera que tenemos los argentinos de entender el poder político: no como un servicio honorabilísimo de servicio responsable a la sociedad, sino como un medio para alcanzar los propios intereses de quien lo ejerce.
Tal vez mi ponderación sea un tanto trágica, pero me llama la atención cuán benignamente la sociedad acepta estas "modas" tan poco inocentes, y por eso me animo a echar esta leña medio verde al fogón de la reflexión sobre nuestra patria, en el marco del Bicentenario.
Al menos, todavía la presidenta utiliza nuestra bandera y nuestro escudo nacionales... ¿Quién sabe? Si hasta ahora no nos han privatizado la mismísima república, quizá podremos tener motivos de esperanza.