domingo, 24 de diciembre de 2017

La fiesta de lo concreto

En estos días se ven por todos lados carteles coloridos y luminosos que nos desean paz, amor, y felicidades. Todas palabras abstractas. Las más fáciles de decir.
Pero hete aquí que justamente la Navidad es la fiesta de lo concreto. Si hay una fiesta que no tiene nada de abstracto es precisamente ésta. La Navidad es el Nacimiento (Natividad) de Jesús. La Navidad es el Niño Dios. Tan concreto, tan palpable, tan asible como ese bebito que llora en la noche de Belén.
Todo Dios cabe en ese tembloroso cuerpito indefensísimo. Todo Dios, envuelto en pañales. Todos los universales, todas las  abstracciones se han cuajado en ese chiquito, porque el mismo Creador eligió hacerse criatura.
Para los cristianos ya no existen las verdades abstractas: todas han cobrado carne y rostro en Jesús. "En Él quiso Dios que residiera toda la Plenitud" (Col 1, 39) porque Él es la Palabra y el Sentido que se han hecho carne (cf. Jn 1, 14), Él es la Verdad (cf. Jn 14, 6) y "Él es nuestra paz" (Ef 2, 14).
Muy bellamente lo dice el profeta Isaías: "¡Cielos, destilen desde lo alto el rocío y que las nubes lluevan la justicia! ¡Que se abra la tierra y que produzca la salvación y que haga germinar la justicia!" (Is 45, 8). Pero más certeramente lo traduce la Liturgia cristiana, cuando aplica esa profecía al nacimiento de Cristo: "¡Cielos, dejen caer el rocío, que las nubes lluevan al Justo y de la tierra brote el Salvador!" (segunda antífona del oficio de Laudes del sábado anterior al 24 de diciembre). Para los que celebramos la Navidad, ya no hay justicia que no sea el Justo, y ya no hay salvación que no sea el Salvador... Todo se ha personificado en el Señor Jesucristo, en el Niñito de Belén.
Se ha cumplido de manera maravillosa la intuición del salmista: "la verdad brota de la tierra" (Sal 85, 12). Ya no hay abstracciones posibles: por voluntad de Dios todo lo grande y lo alto y lo bello ha de brotar de la tierra, desde abajo, desde la contundente oscuridad de la carne.
Por eso, no hay Navidad sin el Niño. No hay Navidad sin Pesebre. Es decir, no hay Navidad sin esa dolorosa concretez del establo, de la noche y del frío, sin esa intemperie del egoísmo humano y ese desarraigo de las órdenes imperiales. Hay que mirar al Niño en el pesebre: ésa es la única "señal" (Lc 2, 12) que el Ángel da a los pastores. Y ésa es la única señal también para nosotros, que corremos en medio de las ansiedades del consumismo.
No llenemos nuestra noche de deseos abstractos: nada pueden esas bonitas palabras vacías contra el dolor de la ausencia de ese ser querido, contra el frío de una familia dividida, contra la incontrastable violencia del barrio. Sólo si las palabras de felicidad, amor y paz se hacen carne esta noche en el Niño del Pesebre, tendremos esperanza de que broten para nosotros, desde abajo, la Justicia y la Paz. Sólo así habrá esperanza de que todo puede cambiar, empezando por nosotros. Sólo así habrá algo que festejar.
¡Feliz y Santa Navidad de Jesús!



"Y esto les servirá de señal..." Lc 2, 12

martes, 21 de noviembre de 2017

Resistencia cultural


Anoche fui al teatro a ver a Rodrigo de la Serna y el Yotivenco. Hacía apenas unos días que había descubierto que este gran actor tenía su grupo musical. Lo escuché de casualidad en Internet, cantando en vivo en la radio de Pergolini, y defendiendo la vigencia del tango y la milonga, y me pareció que valía la pena apoyar su propuesta. Ciertamente no me arrepiento.



Rodrigo de la Serna no tiene una gran voz. Llega con lo justo, sin técnica, apenas impostando la voz en una que otra sílaba exigente. Pero canta lindo, como quien canta entre amigos en el patio de su casa. No hay afectación de ningún tipo, ni cuando canta, ni cuando habla.
De esa manera, de la Serna le está devolviendo al tango la posibilidad de ser cantado por gente normal, sin los embelecos líricos a los que el género se aficionó casi dogmáticamente después del irrepetible Gardel.
Esta peculiaridad no es un mero detalle, pues a mi ver se inscribe coherentemente en un contexto más amplio: Rodrigo de la Serna retoma la senda que recorrieron Gardel, Corsini y sobre todo Rivero y levanta con orgullo la bandera del cantor criollo, el que, guitarra en mano, sin cambiar de postura ni de traje, pasa del tango a la milonga campera, y del gato cuyano a la chamarrita.
De la Serna no se esconde detrás del actor. Propone música pura. En el escenario, de hecho, casi nunca suelta su guitarra, punteando a la par de los altísimos guitarreros que lo apadrinan. Éstos se lucen en varias piezas instrumentales, tocando con fineza  sus guitarras, que en nada ven distorsionado el prístino sonido criollo. Un guitarrón y tres violas criollas: nada más... Al final, como pidiendo permiso, hizo su ingreso el bandoneón para acompañar unos tangos que cerraron eficazmente el recital.

Me fui con ganas de darle un abrazo, y de decirle: ¡no aflojes! ¡Yo te banco, Yotivenco! O de repetirle las palabras de Zitarrosa que él mismo cantó: "no cambiés nunca de trillo, aunque no tengas pa' fumar". Pero sé que no hacía falta. De hecho, él mismo empezó su espectáculo diciendo: "esto es resistencia cultural" y, después de un instante, mirando a la gente: "Ustedes se ríen, pero es verdad".

domingo, 11 de junio de 2017

Versos en guaraní para la Virgen de Itatí


"Madre Selva" pintura de Consuelo Vidal
Tupâsý, rohechasénte,
upévare che ayú
ovy'aháme che gente:
Tupaó marangatú.

Co’ápe avy’á manté
ne ma’ê porâité güýpe.
Tanguahé tapiaité
aicóramo pytûvýpe.

Che mbo’é co'â hasýva
mba'éicha añemboé 'arâ:
quirirîme ohayhú asýva
hetaité he’í cuahá.

Cóvante ayeruréva,
Itatípe, Tupâsý:
che co ne rembiayhuetéva
árayá tayú yevý.


Y traducido libremente:

Sólo porque quiero verte
he venido hoy hasta aquí
a tu iglesia de Itatí
donde se halla nuestra gente.

Soy feliz únicamente
bajo tu pura mirada;
cuando mi alma esté nublada
haz que vuelva nuevamente.

Tus pobres, Madre, me inspiran
a rezar del mejor modo:
sin palabras dicen todo
los que sufriendo te miran.

Volver de nuevo hasta Ti
es sólo lo que ha pedido
éste tu hijo querido,
Virgencita de Itatí.

jueves, 1 de junio de 2017

Un soneto de Castellani

Creo que bien podría ser el epígrafe de este entero blog, si no le quedara tan grande. ¡Inacabable Castellani, como una vertiente sin fin...! ¡Gracias a Dios!



                QUIJOTISMO

Pues todo aquel que vive sin locura
es menos cuerdo que lo que él se piensa
y pues princesa prometida inmensa-
mente es mejor que esclava bien segura.

Pues la llaga de amor nunca se cura
sino más honda haciéndose y extensa
con la renuncia de la recompensa
y el tomar por presencia la figura.

A fuer de don Ignacio y san Quijote
dejando el viejo pájaro-en-mano
escogí los cien pájaros en vuelo

y se me puede ver al estricote
pisoteando de la tierra el guano
que es mi manera de mirar el cielo.


Leonardo Castellani
8 de mayo de 1943
"El libro de las oraciones"

Extraído de:
http://padreleonardocastellani.blogspot.com.ar/2008/11/quijotismo-pues-todo-aquel-que-vive-sin.html

sábado, 25 de febrero de 2017

El álamo de la Sargento Díaz

Esa mañana Hipólito estaba, como de costumbre, sentado en la vereda de su casa, mate en mano, mirando pasar la vida. Es que Hipólito es uno de esos viejos vecinos de San Fernando que sigue teniendo la temeraria manía de desafiar, con la puerta abierta, la inseguridad que grita la televisión. 
De pronto se entremezcló al caluroso chillido de las chicharras una voz parecida, pero más fuerte. Más insistente.
Por curiosear -para eso había sacado su silla, después de todo- se levantó y fuese siguiendo el ruido. Al llegar a la esquina entendió todo, pero lo que vio no le gustó nada. Un camioncito municipal estacionado. Una escalera portátil y, sobre ella, una motosierra que vorazmente iba abatiendo, una por una, las cansadas ramas de un árbol. 
Ahora el grito de la sierra le abrió una herida en el pecho. Era el viejo árbol de su cuadra, el único digno de ese nombre en "la Sargento Díaz"... El viejo álamo de su calle, testigo solo de cuando en las calles de tierra del San Fernando pobre no crecían sino álamos o sauces. ¡Todo había cambiado tanto...! Pero el álamo venerable permanecía ahí, en su sitio. Había resistido con sinigual heroísmo las siempre extemporáneas podas municipales (ésas que les quitan a los pobres hasta el derecho a la sombra) y ahora, con el oscuro tronco todo deformado, desplegaba como en un bostezo final sus brazotes soñolientos sobre los temerosos techos de chapa.
Hipólito juntó coraje, respiró hondo y entró a su casa. La maldita chicharra parecía gritarle al oído, cada vez más fuerte. Cada vez más hiriente. Revolvió ruidosamente unos cajones, procurando acallar su dolor con el barullo, y cuando encontró la foto que buscaba, salió nuevamente a la calle y dobló la esquina.

Volvió a oírse la queja de las chicharras cuando la motosierra se apagó. El hombrón de la poda municipal, con una remera verde anudada en la cabeza, y la melena emergiendo por la espalda, se disponía a descansar un rato. Acomodó en una horqueta del tronco su máquina y se pasó el revés de la mano por la frente. Pero al mirar hacia abajo se sobresaltó. A más o menos diez metros, un hombre mayor lo miraba fijo detrás de unos vetustos anteojos semioscuros. No se movía. No decía nada. Y tenía algo así como un papel en la mano derecha.
Le hizo señas a su compañero del camioncito para que le preguntara qué quería.
-Buen día, don. ¿Pasa algo?
Sin decir nada, Hipólito le alargó la mano con una vieja fotografía de cartón.
-¿Ve? Éste soy yo, el día que cumplí los dieciocho años, y ese árbol donde estoy abajo es éste que su compañero está cortando. 
-¡Toda una vida! ¿no? Qué va ser, don, tenemo orden de sacarlo ¿vio? É una planta muy añosa ¿se da cuenta? y ta poniendo en riesgo la vivienda de los vecino...
-Y sí, así es la vida. Yo quería mirar, nomás, si no les molesta.
-Sí, no hay problema, señor, cómo no.

Algunas palomas asustadas se dieron a la fuga cuando el muchachote de la municipalidad retomó su labor. Hipólito, con los labios apretados, enhiesto, parecía querer reemplazar la solidez de su viejo álamo, mientras éste cedía, derrotado, ante los certeros embates de la motosierra. Pero al ya desgarrador sonido de la sierra se sumó ahora el estrépito de la rama más grande al desplomarse en el asfalto. Hipólito sintió que su firmeza claudicaba. Transido por el estruendo de esa rama caída, decidió abandonar la escena y volver a su casa. 
Pero antes de que pudiera dar un paso, erguido como estaba, percibió que sobre el viejo tronco la motosierra ya no se movía, y que un silencio repentino dejaba oír las voces de los dos "municipales" que, encaramados al álamo, parecían discutir entre sí.
-¡Venga, don! -le hizo señas el del camión, desde arriba de la escalera.
Hipólito salió de su letargo y caminó rápidamente al pie del álamo.
-¿Se anima a subir la escalera?
-Sí, no hay problema. Pero ¿qué pasa?
-Usté suba, don, hágame caso.
En un hueco que habían formado las ramas más grandes al estirarse, el hombrón de la remera en la cabeza le señaló algo así como una maraña de hojas y palitos.
-¿Qué? -preguntó el viejo, impaciente.
-Mire bien, amigo -lo invitó el otro.
Entonces Hipólito oyó, más que vio, los minúsculos quejidos de varios piquitos triangulares que se abrían en la penumbra del horcón. ¡Un nido lleno de pichoncitos!

Hipólito desanduvo en seguida los peldaños hasta alcanzar la vereda. Lo siguió el muchachón de pelo largo, que bajó también la motosierra. Hipólito quedó mirándolos mientras juntaban las ramas caídas en la vereda y cargaban la máquina en el acoplado.
-¿Qué, se van? -les preguntó.
-Y sí, don, que Dio me perdone pero yo no los voy a dejar a eso pichone sin techo, qué quiere que le diga.
Y sin decir más, se subieron al camioncito y se perdieron al doblar en la ruta 202.

Esa misma tarde (me contó Hipólito) unos vecinos le habían puesto un cajón de fruta y unos cartones al nido para que no quedaran tan a la intemperie...



Y así sigue pasando la vida en estos barrios de San Fernando. Y hay gente, como Hipólito, que se anima -gracias a Dios- a mirarla pasar. Por eso él pudo contarme la historia de estos pichoncitos que le salvaron la vida al viejo álamo, para que él pueda seguir salvándoles la vida a muchos pajaritos más.
Al álamo lo podrán ver en Sargento Díaz casi esquina Perdriel.
Y a esos pesados muchachones de corazón puro, incapaces de voltear un nido... ésos están por todas partes, pero son invisibles. O tal vez los puedan ver, como Hipólito, si se animan a sacar su silla a la vereda.