sábado, 7 de mayo de 2011

Una misa de domingo

El domingo amaneció sin ganas de amanecer. Había que tomar coraje para salir a la calle vacía, cuyo solo dueño era un viento fuerte y frío que, para terminar de disuadir a los timoratos, escupía aquí y allá una helada lluvia pinchuda. Con toda su fuerza, ese "pampero sucio" no sólo no lograba romper la cortina gris de nubarrones, sino que parecía apelotonar unas contra otras las nubes, profundizando todavía más el negror del cielo. El otoño estaba gritando fuerte su demorada venida.
Más allá de la vía del tren, arrinconadas por el cauce viejo del río Reconquista y la ruta 202, se amuchan las casas de "la Perón", el barrio donde está la capilla más lejana de nuestra parroquia: San Ramón, en los mismos confines del partido de San Fernando.
Como todos los domingos, fuimos con el párroco a San Ramón para celebrar la Misa. Cuando llegamos a la entrada de la iglesita, nos encontramos las rejas cerradas y un grupúsculo de fieles desafiando el frío parados en la puerta. Eran tres señoras, un par de chicos jóvenes y la monjita que traía la guitarra. Y algunos perros, cómo no. Ateridos, pero entre francas sonrisas, se preguntaban por la doña que tiene la llave, que qué raro que no hubiera aparecido, que habían golpeado en su casa y nada, que si alguien tiene otro juego, que qué iban a hacer...
Al final otra de las señoras ofreció su casa, y decidimos ir para allá a celebrar la eucaristía.
Quienes esa inhóspita mañana hayan pasado por ahí se habrán preguntado por esa ínfima caravana que costeaba la ruta, y que casi en fila india sorteaba los mil desniveles de la maltrecha vereda. En el camino se sumó una familia que estaba viniendo a Misa y se cruzó con la improvisada procesión dominical. Habremos hecho tres cuadras, casi hasta la otra punta del barrio, hasta que alcanzamos a la doña que nos esperaba sonriente en la puerta de su casa.
Después de cruzar el patiecito de adelante, entramos. No bien pasada la puerta, vimos las mesas arrimadas puestas en el medio de esa pieza, las sillas y banquitos acomodados alrededor y los santitos de la casa en el centro, junto con sus respectivas velas, sobre un mantelito. Una vez congregados alrededor del doméstico altar, fueron apareciendo otros moradores de la casa -hijos y nietos de nuestra anfitriona- que completaron la asamblea.
Prendidas las velas, la hermanita dio los primeros acordes de una canción, y la Misa empezó, como todos los domingos... No teníamos cirio pascual, pero ¡qué lindo brillaban esas velitas en la penumbra de esa mañana oscura, mientras afuera el viento hacía sacudir las trémulas ventanas!

"Todos se reunían asiduamente para escuchar la enseñanza de los Apóstoles y participar en la vida común, en la fracción del pan y en las oraciones (...) se mantenían unidos y ponían lo suyo en común (...) partían el pan en las casas y comían juntos con alegría y sencillez de corazón (...)" (Hch 2, 42.44.46).
Tal vez fue porque tenía todavía grabadas en mis retinas las imágenes de la solemne liturgia multitudinaria, universal y grandiosa de la beatificación de Juan Pablo II, esa misma madrugada... Lo cierto es que a medida que iba escuchando la Liturgia de la Palabra de ese II Domingo de Pascua no podía ocultar mi profunda emoción: la Palabra se estaba cumpliendo de manera patente... Dos mil años más tarde, estaba este pequeño grupo de discípulos de Jesús, desafiando el frío y la lluvia, reunido para "partir el Pan" en una casa.  La misma tarde de Pascua (cf. Jn 20, 19 ss.), los discípulos, reunidos "el primer día de la semana", se encontraron con el Resucitado en medio de ellos y él les regaló su Espíritu y su paz, y volvieron a hacerlo "ocho días más tarde": "desde entonces, la Iglesia nunca ha dejado de reunirse para celebrar el misterio pascual" (Concilio Vaticano II, Sacrosanctum Concilium, 6).
¡Qué lindo saber con certeza firme que ahí, entre nosotros, en ese rincón de Virreyes, estaba presente el mismo Señor, el mismo Jesús Resucitado del día de Pascua, tan presente en la Plaza de San Pedro como en esta casa del barrio Perón! Pocas veces palpé de modo tan vibrante el misterio de la Única Iglesia, capaz de manifestarse en el esplendor de la Misa del Papa y en la sencillez apostólica de nuestra eucaristía casera en San Ramón. ¡Qué  grande y misteriosa trascendencia el que, aunque seamos "dos o tres", los cristianos nos reunamos cada domingo "en el nombre del Señor"! Quizá en la Comida del cielo, en ese "domingo sin ocaso", nos demos cuenta del todo. Mientras tanto, seamos nosotros "felices por creer sin haber visto" (cf. Jn 20, 29) y sigamos, de domingo a domingo, uniéndonos para celebrar la Palabra y el Pan, porque Cristo está donde está su Iglesia.