viernes, 29 de julio de 2011

Nacer de la compasión de Jesús

"Al ver a la multitud, tuvo compasión, porque estaban fatigados y abatidos, como ovejas que no tienen pastor.
Entonces dijo a sus discípulos: «La cosecha es abundante, pero los trabajadores son pocos. Rueguen al dueño de los sembrados que envíe trabajadores para la cosecha.
Y convocando a sus doce discípulos les dio el poder de expulsar a los espíritus impuros y de curar cualquier enfermedad o dolencia" (Mt 9, 36--10,1).

La compasión de Jesús y el envío de los Apóstoles
La lectura casi continua del evangelio de Mateo que la Iglesia nos ofrece en la liturgia de este año permite que uno se percate de algunos detalles que en una lectura más fragmentarias fácilmente se pasarían por alto.
Leyendo este pasaje me impresionó cómo el primer envío de los doce apóstoles (¡de los "enviados"!) está claramente ligado, en el texto, a la visceral compasión que Jesús siente ante la "multitud" "porque andaban fatigados y abatidos como ovejas que no tienen pastor".
Pareciera que es recién mirando con corazón conmovido a esa muchedumbre que Jesús se hubiera dado cuenta de lo grande de la tarea por hacer en contraste con la escasez de trabajadores: y es en ese preciso momento que el Señor llama y envía a los doce.
El verbo que nosotros sencillamente ponemos como "tener compasión", en realidad quiere decir mucho más. En efecto, el verbo original griego ("splanchnízomai") viene de la palabra "entrañas" ("splanchnon"), de modo que lo que Mateo quiere decir cuando cuenta que Jesús se "esplanchnizó" es que se le retorcieron las tripas, que se le removieron las entrañas de tanta compasión... Esta compasión no es "sentir lástima", sino un estremecimiento potente que sacude hasta la última fibra del corazón, y que por eso no se queda en puro sentir sino que pone en movimiento a la persona, empujándola a comprometerse (como, por ejemplo, el buen samaritano de Lc 10, 33). Cuando la compasión llega al fondo de las entrañas, no puede uno quedarse como está, y de las mismas entrañas nace la acción que pone por obra el sentimiento.
Es interesante que aquí -como después en Mt 14, 14 y 15, 32: "las multiplicaciones de los panes"- Jesús no se "compadece" de alguien puntual (cf. Mt 20, 34), sino de toda la "multitud". Pienso que tal vez fue la mezcla de sentimientos -por un lado, esa potente compasión siempre urgente de acciones concretas y por otro, la impotencia de constatar cuán grande era la tarea por hacer para tan pocos obreros- lo que llevó a Jesús a convocar en ese momento a los doce y a enviarlos a esa multitud "fatigada y abatida".
Lo cierto es que, según el evangelio de Mateo, la primera misión de los discípulos nace de la compasión de Jesús. El ministerio apostólico tiene su origen en las entrañas conmovidas del "Dios con nosotros".

Por eso, la preparación para la misión en nombre de Cristo -y con más razón, la preparación para el ministerio apostólico (y los ministerios diaconal y presbiteral como participaciones de él)- debería consistir fundamentalmente en poder "participar" en esa "compasión" entrañable del Señor. Si el envío nació de esta fortísima compasión por la gente abatida de tristeza y sinsentido, el enviado cumplirá tanto mejor su misión cuanto más esté sintonizado con la compasión de su Señor.
Esto implica, por una parte, una exigencia llamémosle "objetiva" (¡me sale el escolástico de adentro!): debemos tener experiencia de Jesús, conocer personalmente su corazón misericordioso. Sin ese haber gustado en la propia vida el amor de Cristo no se puede vibrar con lo que él vibra, alegrarse con lo que él se alegra, llorar con lo que él llora, indignarse con lo que él se indigna. Por otra parte, esto conlleva una exigencia "subjetiva", que no por obvia es menos importante: nuestro corazón debe ser capaz de compasión. Esta condición, que podría pensarse previa, sin embargo es fruto del encuentro con el amor compasivo de Jesús. Sólo el amor de su Corazón puede hacernos capaces de compadecernos (un poquito al menos...) como él. O sea: "todo es gracia". En la comunión personal con Jesús, por la cual nos descubrimos comprendidos, perdonados y queridos incondicionalmente, y en la misión, encuentro con Jesús realmente presente en cada hermano necesitado (cf. Mt 25, 31-46), se va silenciosamente cumpliendo el milagro: el Espíritu Santo va transformando nuestro corazón de piedra en un corazón de carne, capaz de sufrir y de llorar -¡capaz de amar!- donde puede Dios grabar a fuego la Ley Nueva del amor.
Por eso san Marcos, en el pasaje paralelo (3, 13-14), dice que antes de enviarlos Jesús llamó a sus discípulos "para que estuvieran con él". El "seminario" de los Doce consisitió en hacer experiencia de Jesús: del amor compasivo y misericordioso de su corazón.
Esta comunión de sentimientos con el Señor -esta sintonía con su compasión- no es sólo una condición "previa" al ministerio (un "seminario" del que después se sale, enviado) sino una condición permanente. El ministro de Cristo, el misionero debe nutrirse de la compasión de Jesús  permanentemente, como el racimo de la parra. ¿Comulgar no es eso: comer el amor de Jesús dando la vida hasta el fin? Esa es la oración del apóstol: no perder nunca la sintonía con las entrañas heridas de Jesús, no dejar que el corazón vuelva a encallecerse, no permitir que el ardor se enfríe... ¡Esa es la Misa de los cristianos!
Roguémosle a Dios, como Jesús nos pide, que envíe obreros a la cosecha, y pidamos que nos permita tener algo, alguito, de la compasión de su Hijo, de su estremecimiento, de sus lágrimas, ante nuestra gente que también hoy anda arrastrada y herida por el desamor y la falta de sentido.