martes, 16 de abril de 2013

"Ida y vuelta a Emaús, por favor". Un viaje de cuatro estaciones para encontrarse con Jesús.

El relato de los discípulos de Emaús (Lc 24, 13-35), que en este tiempo de Pascua volvemos una y otra vez a meditar, nos ofrece algunas claves del encuentro con el Resucitado que podemos aplicar no sólo a la Eucaristía, sino también a los demás sacramentos y a toda forma de oración. Lo planteamos con la imagen de un viaje en tren con boleto de ida y vuelta, y que tiene cuatro estaciones bien definidas.


 
Primera estación: “¿De qué hablaban por el camino?” (Lc 24, 17)
 
Los discípulos están dejando la comunidad grande de Jerusalén, y se vuelven a su aldea, a su pequeño mundo, o “lo de siempre”. Es un camino de desilusión: desandar esa aventura de salida de sí mismos hacia el Reino que habían hecho tras los pasos de Jesús, y volver a su rutina, al “más vale malo conocido que bueno por conocer”…
Y Jesús se interesa por su corazón, por qué los preocupa, por cómo están: "¿De qué vienen hablando por el camino?"
El encuentro con Jesús resucitado empieza con una iniciativa de Él. Poder encontrarse con Cristo es un regalo: es gracia. 
Pero la experiencia de Jesús resucitado supone necesariamente abrirle el corazón tal como está. Encontrarse con Dios en cualquier forma de oración, también en la Misa, implica “poner toda la carne en el asador”, entrar a la iglesia, o a la oración, sin dejar nada de nuestra realidad afuera, sino poniendo todo lo que hay en nosotros en manos de Jesús que se interesa por cada detalle de nuestra existencia y que no desecha nada de lo humano.
 
 
Segunda estación: "Les explicó las Escrituras" (cf. Lc 24, 27.32)
 
Después de recibir lo que ellos podían ofrecer –en este caso, su desilusión, su tristeza- Jesús ilumina la realidad con las Escrituras, que en su boca se hacen Palabra viva, capaz de hacer “arder el corazón” (Cf. Lc 24, 32) y de tener ganas de seguir escuchándolo, de invitarlo a quedarse, de no dejar que “siga adelante” (Cf. Lc 24, 28) sin quedarse con ellos, sin entrar en su casa, sin ingresar en lo más íntimo de su corazón.

 
Tercera estación: "Lo reconocieron al partir el pan" (cf. Lc 24, 30-31; Lc 24, 35)
 
Los discípulos sólo reconocen a Cristo Señor al “partir el pan”. “Fracción del Pan” es el primer nombre que recibió la “Misa”, la Eucaristía celebrada en comunidad (cf. Hech 2, 46). Y cuando lo reconocen, Él, que había aceptado su invitación para "quedarse con ellos" (cf. Lc 24, 28) desaparece de “enfrente” para quedarse “adentro”, porque se había hecho alimento justamente para eso: “el que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él" (Jn 6, 56). Por eso no lo “extrañan”, no se lamentan de que haya desparecido de su vista, sino que comparten los frutos que su presencia dejó en el corazón: “¿No ardía, acaso…?” (Lc 24, 32). Es el momento del encuentro y de la intimidad en lo concreto y objetivo de su presencia sacramental.
Sólo reconociendo a Jesús en la Iglesia (la liturgia, la Eucaristía, los sacramentos, la Palabra...) se abren los ojos para que podamos caer en la cuenta de que él venía con nosotros desde antes, desde siempre, acompañándonos en el camino, en lo cotidiano de la vida.
 
“Cuando el sol se vaya y la tarde caiga,
se abrirán los ojos al partir el pan,
y entonces sabremos que por el camino
nos venía arreando el Dios de la Paz”
                                    (Mamerto Menapace, "Los yuyos de mi tierra").
 
Sin ese reconocerlo en la Iglesia, donde Él quiso quedarse, se hace muy difícil reconocerlo en nuestro vivir cotidiano.
 
 
Cuarta estación: “En ese mismo momento, se pusieron en camino” (Lc 24, 33)
 
El encuentro con Jesús los devuelve rápidamente a la esperanza y a la comunidad grande de la Iglesia, a quien ellos escuchan (Lc 24, 34) antes de hablar (Lc 24, 35). La Comunidad de los Apóstoles les confirma su experiencia, los fortalece en la fe común: “El Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón”.
El encuentro de Jesús nunca nos deja iguales: no nos deja aislados, sino que nos abre a los hermanos; no nos deja cómodos y estáticos, sino que nos devuelve al camino del anuncio alegre, de la vida misionera.