jueves, 25 de octubre de 2007

Décima de Completas (estilo "ad completorium")

Ya la luz del día ha muerto;
crece oscuro el horizonte,
y, como un sepulcro, el monte
se quedó mudo y desierto.
Yo, Señor, que vuelvo experto
de cansancios y tristeza,
yo, que bajo esta corteza
traigo el corazón deshecho,
vengo buscando tu pecho
para apoyar mi cabeza.

jueves, 11 de octubre de 2007

Composición tema libre. "Panza arriba y cara al cielo."

A Pablo.
«Cada vez que voy al "Rodeo", hay por lo menos dos horas de mi estada (por lo general, el último día) que me las reservo para salir a caballo por el campo, solo. "El Rodeo" es un campo chico, y bien puede recorrérselo, usando la huella habitual, en muy poco tiempo y al tranco, sin recurrir al "galopito". No obstante, en estas deliciosas salidas mías, me aparto del camino de siempre, y me dedico a ir al paso, costeando algún alambrado, las manos juntas sobre la cruz de mi caballo, casi dejándome llevar según los antojos del animal, preferentemente por esos potreros – ¡ay! cada vez más raros- que el arado perdona y Dios bendice de pajonales, flores y mil yuyos. Y mi espíritu, como acoplado al errar caprichoso del matungo, flota a rienda suelta por el aire como una flor de cardo a la deriva. En realidad nunca sé bien si mi ánimo se adapta al andar del caballo, o es el caballo el que obedece a la voz de mi alma.
En la vida urbana no faltan, para quien sabe encontrarlos, momentos de relativo silencio y soledad que son ocasión espléndida para la contemplación. Pero es necesario estar en la mitad de un potrero no ya para sentirse, sino para saberse solo: solo bajo el silencio del cielo y la voz del viento, mirado únicamente por la hacienda, los bichos del campo y Dios. Es extraño, sin duda, que de pronto algo tan vasto como el cielo y algo tan inmenso como la pampa se conviertan en un sagrario de la intimidad. Es ciertamente raro caer en la cuenta de que en la anchura del campo uno está más al resguardo que tras la puerta cerrada de su propio cuarto. La experiencia única de gozar la intimidad a campo abierto lo hace a uno conocer esa sutil latitud en que se juntan el universo misterioso del propio corazón y el universo insondable del mundo. Uno se detiene azorado ante el infrecuentado cruce del microcosmos y del macrocosmos: el hombre y el mundo. (Fue un día así que lo descubrí: Ayacucho ya no es Ayacucho. Ayacucho es el mundo).
Esta vivencia (de la que hoy tantos hombres están privados) desata en uno reacciones impensadas. Algunas veces me dio por galopar locamente por el potrero y gritar... Rienda suelta, cara al viento, cantando a los gritos la alegría de estar vivo: un poema a la libertad. Otras veces –las más- opté por esa morosidad errante, por esa desidia premeditada que antes describí. Entonces el caballo se frena a comerse una flor de cardo, y yo me permito "tildarme" un buen rato, con la boca abierta, pensando en nada, mirando los líquenes de una varilla rota, o jugando a ver hasta dónde se acercan las vaquillonas a curiosear... Muchas veces me subí a lo alto un molino y me quedé admirando la sedante inmensidad de la llanura, adivinando las certezas del mapa en el misterio del horizonte: acá el arroyo Las Chilcas, allá las mesetas de Balcarce, allí los campos de Napaleofú...
No existe remedio mejor para conseguir una higiene mental exhaustiva: es como una nebulización del alma.
***
Una de esas veces me fui hasta el fondo del campo, al "Monte de Nietos". En ese potrero había un pastizal tan alto, tan verde, profuso y abundante que -confieso- daba lástima no ser vaca para poder comerlo. El cielo toleraba sólo las poquísimas nubes que bastaban para apreciar justamente su azul purísimo. Corría un viento fresco del sur, que despeinaba la pastura para que en su revés verde clarito brillara más el sol y se destacara mejor el cielo. Era una tarde de diciembre inmejorable: mi sola pena era saber que el tiempo se la estaba comiendo con la inexorabilidad del segundero. Entonces, dispuesto a no dejar que esa felicidad galopante me fuera quitada, bajé de un salto del caballo, lo dejé suelto –seguro de su mansedumbre- y, abriendo los brazos, me dejé caer, cuan largo era, en ese mullido abrazo vegetal.
Echado panza arriba, me dejé estar un rato largo (¡qué relativo es el tiempo de la felicidad!) en esa cama silvestre, envidia de reyes asiáticos. Por momentos cerraba los ojos, respiraba hondo y gozaba con fruición la caricia del viento en mi frente, la frescura blanda de los pastos, el sinfónico perfume de las flores y el rotundo placer –prosaico tal vez- de estar acostado, en posición anatómica, como posando para un nuevo estudio de Leonardo. Luego, abría los ojos, y sumergido en el cenit, me perdía de buena gana en el remolino azul del cielo hondísimo. Y fue esa tarde que entendí, con los antiguos, que hay aguas en el espacio celeste. (Y me reí –me reí fuerte- de Galileo, de Newton y de las ciencias exactas). Fue una experiencia tan densamente linda que melló perennemente el metal de mi recuerdo.
***
"Panza arriba". Últimamente, de tanto insistir con ella, un amigo me ha hecho pensar mucho en esta frase. "Panza arriba". No suena bien, no. Pero un placer auténtico, una experiencia "trascendental" (si eso quiere decir "verdadera-y-buena-y-bella") puede redimir esa expresión, en apariencia tan vulgar. "Panza arriba" es otra manera de decir "cara al cielo". Aquella tarde de primavera y viento sur en Ayacucho permite que veamos resplandecer el oro oculto de esta frase injustamente ennegrecida, manoseada groseramente por la holgazanería, por el vicio, por el exceso y la resaca, por la heliolatría impúdica de los veranos, por la violencia, por el egoísmo, por la depresión.
Un hippie del Parque Lezama durmiendo al sol panza arriba no es tal: es un filósofo realista. Cualquiera que se tiende panza arriba en el pasto está diciendo –quiéralo o no- que la tierra es su hogar, que el cosmos es su casa, que el mundo es bueno, que el universo es creación, que todo está, al fin y al cabo, en las manos de Dios. Pues ¿hay, acaso, expresión más grande de confianza que la de estarse echado panza arriba? No hay postura humana en que nos mostremos más vulnerables... Ni siquiera los inermes recién nacidos saben exponerse así, guarecidos instintivamente en el inocente ensimismamiento de su posición fetal. Acostarse boca arriba es un acto de fe, es una profesión pública de que el mundo es bueno, de que la vida es bella, de que Dios está. Panza arriba es la posición del reposo, del descanso, del sueño. Y éstos, en sus mejores ejemplares, son formas de decirle que sí al mundo, de aquiescerse como el Creador en la bondad circundante: "y todo estaba muy bien". Nadie puede dis-tenderse panza arriba, nadie puede descansar cuando no tiene asegurada la confianza. Por eso duerme "cada carancho en su rancho": nadie puede abandonarse indefenso si no se siente realmente "en casa". En la casa de uno, esto es fácil.
Un amigo mío muy querido, casi siempre que viene a visitarme, tiene la pésima costumbre, apenas llega, de sacarse los zapatos y tirarse en mi cama. Después de un tiempo me di cuenta de que su hábito era el mejor de los regalos, el más fino de los halagos. Una de esas veces me dijo que no tenía ganas de hablar, que venía a descansar, nomás. No hace falta decir nada: eso solo es un himno a la amistad. Quiere decir que el amigo es otro "hogar", otro chez moi, un lugar donde uno se sabe aceptado y querido, y entonces un sitio en que uno realmente puede descansar.
Porque es el amor -solamente el amor- el que quita el miedo y da seguridad: sólo cuando uno se sabe querido puede bajar la guardia, tirarse boca arriba y dejarse estar. Así sucede también con el hombre y la mujer en la cumbre del lenguaje corporal del amor: cuando la vergüenza ha sido "absorbida" por el amor (Karol Wojtyla) la mujer puede abandonarse, tendida, a los brazos de su marido.
A la luz de estas ideas podemos también asomarnos a la verdadera gravedad de la inseguridad, tan antigua, tan actual... Si experimentar la belleza de la vida puede hacernos sentir que el mundo entero es "casa", no es menos cierto que experimentar la violación, la inseguridad y la profanación de la intimidad puede llevarnos a existir de modo que no nos sintamos "en casa" ni siquiera en las cuatro paredes de nuestro dormitorio. Así viven miles y miles de personas. Ellas no saben de la belleza de vivir "panza arriba", pero tampoco son culpables si sólo han conocido el "panza arriba" excedido y enfermo de la evasión desesperada. ¿Y con ellos –que mañana podemos ser nosotros- qué hacemos? ¿Qué hacer cuando las seguridades ya no están? ¿Qué hacer cuando ya no queda nadie en quién confiar?
En una tarde oscura de Palestina, hubo un hombre que dio una respuesta definitiva a esta pregunta acuciante, "tan vieja como la injusticia". Ese hombre se llama Jesús de Nazareth. Podemos verlo: también él está panza arriba, con los brazos abiertos, desnudo ante los verdugos y una gentuza vulgar, curiosa, ansiosa de sangre y de show. Lo acusaron y sentenciaron injustamente, por envidia. Es el colmo de la indefensión y de la vulnerabilidad. De hecho, están torturándolo, clavándolo vivo en una cruz. Mira a su alrededor y ve esos miserables rostros que contorsiona el odio y palidece la envidia: no hay miradas de amor en las que pueda descansar: sus amigos, dejándolo solo, se han escapado. Nunca estuvo tan solo. Él, sin embargo, está panza arriba, con ese abandono, con esa entrega, con esa confianza de siempre... La misma seguridad con la que se tiraba a dormir la siesta entre las multitudes, en las colinas verdes de su Galilea; la misma serenidad con la que se dejaba adormecer por las olas en la barca de Pedro... Y con esa mansedumbre inverosímil, Jesús se dejó llevar a la muerte. Sólo se oyó una oración desgarradora que quedó como colgada en el aire de esa tarde: "Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu." Y con esa misma docilidad, tres días después, se dejó levantar por su Padre, como un nuevo sol para un mundo nuevo. Acostándose tendido en la cruz, Jesús hizo del instrumento nefasto de la muerte el lecho nupcial de la alianza de amor entre Dios y los hombres. Jesucristo, que es la Palabra eterna de Dios, nos ha mostrado, sin palabras, un amor que llega hasta la muerte y la atraviesa: un amor más fuerte que la muerte. El Resucitado nos enseña que cuando se disipen todas las seguridades de este mundo, cuando ya nadie sea "hogar" y "descanso" para nosotros, cuando ya no tengamos ni siquiera un mísero "lugar", cuando el universo entero parezca sernos hostil, entonces habrá que animarse al último "panza arriba" de la vida, porque es el momento de descansar en los brazos de Dios -sólo en lo brazos de Dios-, del Padre de Jesús, del "Padre nuestro". Y entonces nuestra "casa", nuestro lugar de reposo - nuestro Ayacucho, por qué no- será para siempre el corazón de Dios.»
***
(Y hablando de Ayacucho, terminé hablando de Dios...)
Señor Jesús, Palabra viva de Dios, te pido que así como me concediste conocer tu presencia creadora en el descanso gozoso de una tarde campera, me concedas experimentar tu fuerza redentora en el descanso sufriente de la tarde de mi vida, para que pueda compartir tu suerte y gozar para siempre panza arriba en los pastos inefables del Ayacucho eterno. Amén.