viernes, 24 de junio de 2011

Noche de junio

Voy con un verso viejo, de hace más de diez años... y que sin embargo, cada vez que empiezan a tocar estas noches frías y hostiles, vuelvo a recordar. Espero que les guste, y si no, el adolescente que fui... que responda.

Noche de Junio

Quiero beber los silencios de la noche
donde düermen todas mis preguntas,
y en silencio contestarlas todas juntas,
aunque giman las estrellas un reproche

por robarles misterios a sus brillos.
Y dormir con el alma más liviana,
más libre, más sabia, más baquiana;
y buscar una almohada entre los grillos,

pues su canto es un etéreo almohadón frío
donde apoya la luna su cabeza.
Grillos, luna y yo somos un trío
cuyo único haber es la tristeza.

El viento va por la calle desolada
barriendo hojas negras que no sienten frío:
tropas inertes de un resero impío
que al fin las deja en la vereda helada.

Noche invernal, hosca y huraña,
no invita al ensueño, no llama al cantor;
su pálido rostro, su gélida entraña
tienen brillo y plata, pero no calor.

Ni los grillos cantan, ni los sapos rezan:
la voz escarchada no puede salir.
Ya no tengo almohada, pero no interesa:
la luna me cuida, me voy a dormir.

Punta Chica, 28 de junio de 1999

sábado, 11 de junio de 2011

Los callados hilos del Espíritu


Muchas veces he aprovechado “la hora de la oración” para agarrar el caballo y salir al campo, a dejar que la pampa y el cielo me ensanchen el corazón. Siempre me pareció una ingratitud no aceptar esa amabilidad del sol, que a la tardecita se pone manso y se entrega, dejándose mirar.
Cuando veo que se acerca ese momento sagrado en que el sol se va a poner, casi espontáneamente me apeo y, con instintivo respeto, presencio de pie esa bellísima tristeza del ocaso.
Algunas de esas tardes en que, sentado en el pasto, degustaba los tintos del cielo atardecido, me sorprendió un detalle antes inadvertido en esa soberbia escenografía, como irrumpe de pronto un primer plano en quien está acostumbrado a mirar el fondo. El sol, como un herido de muerte, desgarraba su último grito de luz antes de ahogarse en la sierra; como un postrero chuzazo sangriento, ese rayo de luz, lanzado desde abajo, al ras de la pampa, daba de lleno en la punta de los pastos, provocando una fiesta de formas y resplandores en los más humildes habitantes de la llanura. Y en medio de aquel inerme incendio de pastos y florcitas, de esa incandescencia sigilosa de panaderos, penachos y colas de zorro, celebrada apenas por los chimangos en retirada, un detalle me dejó extasiado. Sobre la infinita hilera oscura de siluetas vegetales, mecidas por la cadencia de la brisa, cientos, miles, millones de hilitos de oro aparecieron uniendo cada hojita de pasto, cada ínfima ramita, cada mínima flor. No había una sola plantita del campo que no estuviera atrapada en esa dorada cadena, colectiva artesanía de millones de arañitas invisibles. No se trataba de esas espléndidas telas de araña simétricas y redondas, prodigio de alguna antipática araña solterona, sino de simplísimos hilos en que la benigna luz del atardecer sabía reconocer el divino hilo de oro que abrazaba a todos los pastos del campo en su comunión, como una sinfonía de amor que saludaba al astro rey de la naturaleza.


Estos días en que, con toda la Iglesia, pedimos el Don del Espíritu Santo, volví con el pensamiento a esta metáfora que aprendí en esos inolvidables atardeceres de verano.
Pienso que el Espíritu Santo se parece a esas arañitas del campo. Él, a quien muchos autores llaman “el gran Desconocido”, es así porque “ama el esconderse”. El Espíritu teje en silencio y en lo escondido la profunda trama de nuestra comunión. Es un trabajador infatigable, y sin embargo uno casi nunca nota su presencia.
Si, como enseña la teología, el Espíritu Santo es el Amor personal en Dios, es natural que sea más “Desconocido”, porque el verdadero amor “no hace alarde, no se envanece (…) no busca su propio interés” (1 Co 13, 4b-5). Y sin embargo, es el fundamento de todo lo que existe, y lo que mueve el universo. Al Espíritu Santo, como al Amor, lo extrañamos cuando falta, pero nos cuesta agradecerlo cuando está. El Espíritu ama manifestarse no tanto en sí mismo como en sus frutos: en la increíble comunión de lo diverso (paz, amor, alegría, mansedumbre...) más que en la extraordinariedad del viento y el fuego (que quedan puertas adentro).
Sólo se deja ver cuando Dios quiere, y, como las secretas telarañas del ocaso, preferentemente a la hora de la oración...