domingo, 21 de febrero de 2010

Un consejo de Jesús para la Cuaresma

El evangelio que la liturgia nos propone el jueves después de ceniza, es decir, el primer día “ordinario” del tiempo cuaresmal, resume en pocas líneas lo esencial de la Cuaresma: después de “anunciar” su pasión a los discípulos, Jesús invita a todos: “Si alguien quiere venir detrás de mí, niéguese a sí mismo y tome su cruz cada día y sígame” (Lc 9, 23).
Al escuchar una vez más esta frase, fácilmente nos quedamos con la idea de la cruz: la Cuaresma es un tiempo de “tomar la cruz”, un tiempo de penitencia. Entonces nos proponemos, quizá, algún tipo de ayuno para estos cuarenta días, o tal vez nos hacemos un plan de mortificaciones cuaresmales, etc.
Pero es posible que nos estemos pasando por alto un consejo que el Señor nos está dando nada más empezar este tiempo de conversión.
En efecto, antes de hablar de tomar la cruz, Jesús dice: “si alguien quiere venir detrás de mí, niéguese a sí mismo...”. No basta con tomar una cruz cada día para seguir a Cristo: es preciso, primero, negarse a uno mismo. Antes de “tomar” la cruz hay que “dejar” el propio yo. Tomar la cruz y no negarse a uno mismo es no haber entendido el consejo del Señor.
Y sin embargo, esto muchas veces nos ocurre. De hecho, cuando no seguimos este consejo, nuestro egocentrismo de siempre nos boicotea hasta la más santa de las intenciones, y hace que incluso algo tan bueno como las penitencias de Cuaresma se perviertan y se vuelvan estériles. Los mismos “sacrificios cuaresmales” pueden ser la expresión de un Yo poderoso que quiere controlar, medir y planificar todo, incluso “la cruz de cada día”. Se da así que, incluso cuando estamos “negándonos” algo, seguimos buscándonos a nosotros mismos.
Jesús nos da una ayuda más para salir de este círculo vicioso. Él habla de “la cruz cada día”. Esta expresión sugiere algo de rutinario, y algo de novedoso. A mí me parece que Jesús no nos propone solamente el hecho de repetir una misma acción todos los días, sino sobre todo dejarnos sorprender por lo que cada día nos tiene reservado en su novedad. Entonces, la actitud que se nos pide cambia radicalmente: llevar la cruz de cada día ya no quiere decir atenerse cabalmente a un plan prefijado, sino estar atento a reconocer, en las circunstancias de cada jornada, la cruz que hay que abrazar.
Ahora bien, ¿cómo reconocer la cruz de cada día? Muchas veces, reconoceremos la cruz verdadera por el hecho de que da vuelta totalmente nuestros planes y desarma completamente nuestras previsiones. Usando expresiones corrientes, podríamos decir que la verdadera cruz es la que “se nos cruza” inesperadamente, la que de improviso nos “sale al cruce”: esa visita inesperada, ese favor que nos piden, aquel pobre que encontramos en la calle... o un simple cambio de planes que tengo que aceptar. Parecería, entonces, que la cruz auténtica viene “de afuera”, de un plan y una voluntad que no son los propios. Una vez más, la clave está en la renuncia de sí mismo. Si en una cruz no estoy “negándome” sino “buscándome”, entonces “ya habré tenido mi recompensa” (cf. Mt 6, 16): esa no es la cruz de Jesús.
En efecto, para tomar su propia cruz, Jesús tuvo que renunciar a sí mismo. Antes del Monte Calvario estuvo el Monte de los Olivos. La entera Pasión estaría desprovista de sentido sin el amor obediente, sin la entrega interior que Cristo hizo de sí mismo en la oscura soledad de Getsemaní. La cruz, por lo tanto, es el Amor del Hijo hecho hombre que obedece a Dios y da la vida por todos. La cruz es amor: amor de hijo y de hermano, amor “hasta el extremo” (Jn 13, 1). Por eso, “hasta el final”, Jesús crucificado no piensa en sí mismo, sino en su Padre y en quienes lo rodean (sus verdugos, los ladrones, el discípulo y su madre...).
Sólo es “cristiana”, por consiguiente, la cruz que nos arranca del propio yo, que nos abre a Dios y nos vuelca a los hermanos. De ahí la insistencia de la liturgia de estos días en proponernos una penitencia que nos obligue a salir de nosotros mismos. “Este es el ayuno que yo amo –oráculo del Señor-: soltar las cadenas injustas, desatar los lazos del yugo, dejar en libertad a los oprimidos y romper todos los yugos, compartir tu pan con el hambriento y albergar a los pobres sin techo, cubrir al que veas desnudo...” (Is 58, 6-7). La cruz de Jesús nos enseña ese amor que “no busca su propio interés” (1 Co 13, 5).

Pidamos, en este “tiempo favorable”, que el Espíritu Santo nos regale un corazón de carne, manso y humilde como el de Jesús, un corazón de hijo amado que es capaz, cada día, de reconocer la voz de Dios y de seguir su voluntad. Entonces podremos, durante esta Cuaresma, seguir a Cristo hacia la Pascua.