sábado, 20 de septiembre de 2014

"Pueblo pobre, ¡qué grande es tu fe!"

La curación de la hija de la mujer cananea, narrada los evangelios de San Mateo (15, 21-28) y de San Marcos (7, 24-30), siempre me pareció  un episodio fascinante de la vida de Cristo, lleno de dramatismo y tensión y por eso también muy denso en enseñanzas.
Pero cuando leo estos textos hoy entiendo que me hablan casi exclusivamente de la fe sencilla de los pobres.
Pobre es esa mujer, por cierto, en su desesperación de madre que tiene la hija endemoniada, y que como toda madre, siente el dolor del hijo como si fuera suyo propio: "¡Señor, socórreme!" (Mt 15, 25). Doblemente pobre es esa mujer, además, en su condición de pagana y extranjera frente al "Hijo de David".


Repasemos la escena: Jesús y sus discípulos estaban probablemente descansando un poco de sus agotadores días de ministerio en Galilea. Y, puesto que la misión era entendida por Jesús como destinada "a las ovejas perdidas del pueblo de Israel" (Mt 15, 24) -de hecho, a los discípulos directamente les había prohibido "entrar a regiones paganas"  (Mt 10, 5)-, qué mejor para descansar que irse a la "región de Tiro" (Mc 7, 24), antigua Fenicia. En efecto, Marcos añade que al entrar en una casa "no quería que nadie lo supiera": su deseo era "permanecer oculto" (cf. Mc 7, 24). El Maestro no estaba "predispuesto" a hacer milagros. No había ido ahí para eso. Por eso el solo hecho de que una mujer de la región le pidiera una curación era imprevisto y desconcertante. Y Jesús ni le contestó. Dice el P. Castellani: "¿Por qué lo hizo Cristo? Supongo que porque andaba de incógnito y de malhumor: los hombres lo habían cansado. [...] Cristo era hombre; y tenía motivos de sobra entonces para estar cansado de los hombres" (Las parábolas de Cristo, Buenos Aires: Itinerarium, 1959, p. 191).
Entonces comienza la mujer a desplegar una indomable insistencia, bien reflejada por el relato de San Mateo. Al no hallar respuesta en Jesús, comenzó a atosigar con sus gritos a los discípulos que, hartos, interceden ante Jesús para que la atienda. Éste le explica a la cananea el motivo teológico de su negativa: "he sido enviado a las ovejas perdidas del pueblo de Israel", pero ella, que poco o nada sabe de esas cosas, se arroja a sus pies y le suplica ya sin vueltas: "¡Señor, socórreme!" (Mt 15, 25). Pero Jesús tampoco accede, y le repite su motivo, esta vez con la imagen más casera de que el pan de los hijos no debe ser tirado a los perros. Y entonces la mujer, hablando ahora de lo que sí sabe, por experiencia, le canta la "contraflor al resto": también los cuzquitos, aunque no reciban el pan por derecho propio, saben rescatar sus miguitas que caen de la mesa de los patrones.
Cristo se rinde: la cananea ganó la cinchada. Pero su reacción no es de fastidio, como la de los apóstoles, ni como la del juez ante la viuda insistente (Lc 18, 1-5) o como la del hombre frente a su amigo inoportuno (Lc 11, 5-8). En la respuesta de Jesús hay los indicios de una bien pensada decisión: "A causa de lo que has dicho, vete, el demonio ha sido expulsado de tu hija" (Mc 7, 29). Mateo va un poco más allá y nos hace ver que detrás de esas palabras de "retruco" audaz y persistente, Jesús vio la fe de esa pobre madre: "¡Oh, mujer, qué grande es tu fe!" (Mt 15, 28).

Ahora bien, ¿en qué sentido se puede hablar de fe en una mujer que "era pagana, de raza sirofenicia" (Mc 7, 26)?
El evangelista Marcos, de hecho, no disimula en nada el paganismo de esta mujer. El conocimiento que ella tenía de Jesús se reduce a que "oyó hablar de él" (7, 25). Por lo demás, y según un serio estudioso de los Evangelios, "no significa mucho que la mujer sirofenicia se dirija a él llamándolo "Señor"" (R. Schnackenburg, La persona de Jesucristo. Reflejada en los cuatro Evangelios, Barcelona: Herder, 1998, p.102); es decir que "Señor" no está usado por ella aquí (7, 28) en el sentido fuerte que usaban los judíos para referirse sólo a Dios. Pero el que más pone de manifiesto esa distancia que había entre ellos es el mismo Jesús, haciéndole saber que no pertenecía al rebaño de Israel, ni siquiera como oveja perdida (título a que quizá hubiera podido aspirar un samaritano, pero nunca un cananeo), y sobre todo aplicándole la tan poco simpática comparación en que ella venía a ocupar el lugar de los "cuzcos", fuera de la mesa de los "hijos".
Es innegable que san Mateo se preocupó de pulir en las palabras y gestos de la mujer toda heterodoxia, inclusive cualquier incorrección litúrgica: en efecto, lo invoca como "Señor, Hijo de David" (15, 22) y no se "echa delante de sus pies" sin más (cf. Mc 7, 25) sino que se le "prosterna" con toda la propiedad adoratriz de la "proskynesis" (cf. Mt 15, 25). Pero tan cierto como eso es que el halago de Cristo no lo gana con la ortodoxia de su estilo sino con la audacia casi insolente de su perseverancia. 

Pero entonces, ¿qué vio Jesús en esta pagana cananea, que apenas "había oído hablar de él"? ¿Qué, en el centurión romano, otro gentil, de quien dijo que nadie en Israel tenía una fe tan grande (cf. Mt 8, 10)? ¿En qué consiste esa fe de la que Jesús dice: "tu fe te ha salvado" (cf. Mt 9, 22), y sin la cual no puede hacer milagros (cf. Mc 6, 5)?
Evidentemente no se trata de que "supieran bien el Credo", el contenido de la fe: ¿qué podían saber dos paganos acerca de la fe de Israel? Además, con saber el Credo no alcanza: los demonios mismos se lo saben bien, y antes que nadie: "sé quién eres: ¡el santo de Dios!" (Mc 1, 24, cf. 5, 7) y no por eso creen en Jesús.
La fe que Jesús pide, y la fe que encuentra con sorpresa en estos paganos es una fuerza (virtud) que los mueve a lanzarse hacia él, a encomendarse a él con toda su energía vital, con todo lo que tienen y son, depositando en él toda su confianza (y de ahí la perseverancia de la sirofenicia). Es lo que san Agustín y muchos otros doctores de la Iglesia llaman "credere in Deum" (como si dijéramos "creer hacia Dios") donde se destaca más el asentimiento, la firmeza con que se cree, que el enunciado que explicita lo creído ("credere Deum", que sería "creer que Dios... existe, creó el mundo, etc."). La fe que Jesús exige es la que "toca" la voluntad, la que nos pone en movimiento. "¿Qué es, entonces, creer "hacia" (in) Él? Creyendo amar, [...] creyendo ir hacia Él [...]. No se trata de una fe cualquiera, sino de la fe que actúa por el amor" (San Agustín, In Ioannis Evangelium Tractatus, tr. 29, 6; Obras completas, XIII, Madrid: BAC 1968, p. 627).
La fe que Jesús necesita se reduce simplemente a la pregunta que Él mismo les hace a los dos ciegos que le piden ver: "¿Ustedes creen que puedo hacer eso? Y le responden: "sí, señor" (Mt 9, 28). No les "tomó examen" del Catecismo. Pero sí les pidió que confiaran en Él, o mejor, que se confiaran a Él.

Muchos Padres de la Iglesia han visto en la mujer cananea una figura de la Iglesia. Lo es, sin duda, en cuanto que ella, viniendo del paganismo, recibió de Dios las promesas (el pan) que al principio estaban destinadas a solo Israel (los hijos); pero pienso que también lo es por su fe.
El Papa Francisco muchas veces ha hablado de la "fe del Pueblo de Dios", común a todos los bautizados (y no prerrogativa de los que tienen en la Iglesia la función de enseñar o de los que han sido mejor instruidos). Dice que "el Pueblo de Dios es santo por esa unción que lo hace infalible "in credendo"" (Evangelii Gaudium -en adelante EG- 119). Y en los más pobres e ignorantes, que "no encuentran palabras para explicar su fe" o "no tienen el instrumental adecuado para expresar con precisión las realidades divinas" (cf. íd.), se puede descubrir cómo esa fe "no se equivoca" (íd.), porque "no está vacía de contenidos, sino que los descubre y expresa más por la vía simbólica que por el uso de la razón instrumental" (EG 121). En efecto, es una fe al modo de "instinto [...] -el sensus fidei-" a través de la cual el Espíritu Santo "les da una cierta connaturalidad con las realidades divinas y una sabiduría que les permite captarlas intuitivamente" (EG 119). De ahí que en la fe de los sencillos, como en la cananea del evangelio, "se acentúa más el credere in Deum que el credere Deum" (EG 124). En consecuencia, "un hombre de cultura popular puede, por la Fe, buscar o tender más hacia Dios que otro muy "formado"", y por eso tener "más perseverancia", como dice el P. Rafael Tello (Pueblo y cultura popular, Buenos Aires: Ágape - Fundación Saracho - Patria Grande 2014, p. 256). Y ésa es la humildad, la "pobreza de espíritu" (Mt 5, 3), que lleva a "encomendar a Dios su camino, sabiendo que él actuará" (cf. Sal 36), pidiendo "sin vacilar en su interior, sino creyendo que sucederá lo que dice" (Mc 11, 23), como pide Cristo.

Por eso pienso en la gente que hace esa larguísima cola para san Cayetano en la helada noche del 7 de agosto; en tantos que caminan y caminan y caminan para llegar a Itatí, a Luján, a tantos santuarios; o pienso en esas madres dolorosas de chicos enfermos, o víctimas de las drogas, o presos, "que se aferran a un rosario aunque no sepan hilvanar las proposiciones del Credo" (EG 125), o en tantos varones que como nuevos publicanos, no se atreven siquiera a entrar en la iglesia de su barrio, pero que no dejan de prender cada día esa vela en el santo de su altarcito casero o de santiguarse en el Gauchito Gil del camino a su changa... y creo que Jesús, en el Cielo, rodeado de la Virgen y de todos los santos, se sigue revolviendo de compasión, y rendido de amor una vez más, exclama, como ese día en la región de Tiro: "¡Pueblo pobre y sufrido, qué grande es tu fe! ¡Que se cumpla lo que tanto deseas!"