jueves, 24 de diciembre de 2009

Llega Dios... como una lluvia

Hoy me despertó una lluvia gozosa cayendo en la ventana que tengo sobre mi cabeza y que, empotrada en el techo, mira directamente al cielo.
Tal vez a algunos el "mal tiempo" les fastidie el día frenético de compras y de quehaceres. Pero a mí se me hace que no hay nada más expresivo del misterio que celebramos en la Navidad que esta lluvia mansa que nos regala el cielo.
Durante todo el Adviento la Iglesia nos hizo pedir con misteriosas palabras de Isaías: "Cielos, destilen el rocío; nubes, lluevan al Justo; que la tierra se abra y germine al Salvador y que con él brote juntamente la justicia...". Jesús, el Justo anhelado, es la lluvia de las nubes y el rocío del cielo. Jesús quiere venir hoy como lluvia sobre el polvaredal sediento de nuestros corazones.
El obrar de Dios en la historia se puede expresar con mil imágenes. Se podría hacer un riquísimo elenco de los símbolos presentes en las teofanías de la Biblia: fuego, viento, temblor, luz, tempestad... Pero no es tan fácil describir lo propio de la Navidad, que es la paradoja increíble del amor de un Dios "que siendo grande se hace pequeño; que siendo rico, se hace pobre; que siendo fuerte, se hace débil"... La Navidad, siendo el culmen de la Revelación -Dios diciéndoSe del todo y definitivamente a los hombres- es a la vez tan escondida, tan recóndita, tan oscura... Dios naciendo en un establo perdido entre las montañas de Judá, en lo más denso de la noche, prácticamente solo... La luz de la Navidad (la"gran luz" que ha visto "el pueblo que caminaba en tinieblas") es cualquier cosa menos encandilante. Dios ya no eligió manifestarse en los grandes signos sino en la sencillez más rotunda y en la pobreza más absoluta.
La Palabra que Dios pronuncia en la Navidad no es el diluvio del salmo 28: es la llovizna serena que llega silenciosa y que uno encuentra al despertarse, como hoy, sin saber bien cuándo empezó. Tiene la humildad del rocío que riega cuando nadie lo ve, pero también su generosidad que siempre nos precede, que siempre nos gana de mano. En efecto, cuando los únicos testigos del milagro, los humildes pastores, llegan al pesebre, ya el Cielo "había llovido al Salvador".

Mirar la Navidad como un misterio de lluvia me da una inmensa esperanza, porque el mismo Isaías dice: "Como la lluvia y la nieve bajan del cielo y no vuelven sin haber empapado la tierra, sin haberla fecundado y hecho germinar, dando semilla al que siembra y pan al que come, así será mi Palabra, que sale de mi boca: no volverá a mí vacía, sino que hará mi voluntad y cumplirá mi encargo". La lluvia de hoy ha venido para quedarse, va a regar eficazmente nuestro corazón y va a dar el fruto que Dios quiere.
Por eso, cuando también nosotros, como los pastores, nos acerquemos esta noche a Belén para encontrarnos por fin con el agua tan ansiada, con la luz tan prometida, y reconozcamos en ese chiquito "envuento en pañales" a nuestro Rey y a nuestro Dios, tal vez nos demos cuenta de que esa Lluvia divina, ese Rocío celestial que hoy agradecemos con el gozo del final de la sequía ya estaba desde antes, desde siempre, regando nuestra vida, sin que nos diésemos cuenta. La Luz hecha llamita en la noche oscura, el Señor de la tormenta hecho mansa llovizna temprana, el Dios hecho Niño nos va a decir que él ya estaba con nosotros en cada lucecita, en cada gota de agua de nuestro camino cansado. Y, tal vez, -ablandada nuestra tierra dura por esta lluvia de humildad- conmovidos ante Jesús, se abran nuestros ojos y empecemos a reconocerlo presente "en cada hombre y en cada acontecimiento" de nuestra vida, y con el corazón agradecido, aprendamos a ser también nosotros lluvia que alivia, que riega, que alegra y que amansa, para quienes nos rodean.
¡Feliz Navidad!