martes, 30 de julio de 2019

Una santa inconciencia


Pensamientos vocacionales en el día del Apóstol Santiago

El pasaje en que Nuestro Señor se encara con los hijos de Zebedeo (Mt 20, 20-23; Mc 10, 35-40) porque le habían pedido sentarse a su derecha e izquierda en el Reino encierra, a mi ver, una profunda enseñanza acerca del camino de la felicidad humana. O del seguimiento de Cristo, que es lo mismo.
“Jesús les dijo: Ustedes no saben lo que están pidiendo” (Mc 10, 38).
Pues de eso se trata esta reflexión. Quiero hacer una apología de esa ignorancia santa, de esa inconciencia corajuda que lleva a tantas almas generosas a entregarse para siempre. Y no estoy sólo pensando en quienes se consagran a Dios en la vida religiosa o el sacerdocio, sino también en quienes emprenden la aventura del matrimonio. Y también, por qué no, en quienes se comprometen con idéntico empeño y fidelidad en otras altas causas, quemando, como Cortés, las naves que permitirían volverse atrás.
“¿Podrán ustedes beber la copa que yo voy a beber o recibir el bautismo que yo recibiré?” (10, 38). Y ellos, Santiago y Juan, sin saber ni preguntar de qué copa o de qué bautismo hablaba el Señor, se apresuraron a responderle: “¡sí, podemos!” (10, 39).
¿Y no fue San Pedro quien también le gritó un día lleno de fervor: “¡Yo daré mi vida por ti!” (Jn 13, 37).
¿No será justamente por esta impetuosa audacia, por esta noble temeridad que Cristo los amaba especialmente a ellos tres, tanto que los hizo privilegiados testigos de la resurrección de la hija de Jairo y del Tabor y sus compañeros del Getsemaní?
Nuestro Señor sabía demasiado bien que ninguno de ellos sabía lo que implicaban sus solemnes palabras y, sin embargo, las recibió como expresiones sinceras de su ambicioso y osado amor. Los hijos de Zebedeo tuvieron que ver cómo se deshacía su vana ambición de gloria mundana; Pedro negó tres veces a su Señor y atravesó el drama de su pecado. Sin embargo, al cabo cumplieron sus “primeros votos”: Juan compartió la copa de la Pasión del Señor al pie de su Cruz y fue rociado con el bautismo de su Sangre y Agua allí derramadas; Santiago fue el primero de los doce en derramar la sangre por Cristo; Pedro siguió a Cristo literalmente hasta la muerte en cruz.
Claro que en la aceptación de Jesús -en la voluntad de Dios, y solo en ella- está el motivo de la perseverancia final: “Yo he rogado por ti para que tu fe no desfallezca” (Lc 22, 32) le dice a Pedro; y a los Zebedeos: “La copa que yo he de beber la beberán y también recibirán el bautismo con que yo seré bautizado” (Mc 10, 39). Y por eso la única "pastoral vocacional" que propuso el Señor es la oración: "Rueguen al dueño de los sembrados que envíe trabajadores para la cosecha" (Lc 10, 2).

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       Dicho esto, pienso que cabe preguntarse si nuestras actuales prácticas pastorales respecto a las vocaciones sacerdotales o religiosas, e incluso respecto a los matrimonios, dan cuenta de la legitimidad de este santo arrojo a la hora de elegir el estado de vida.  Por supuesto que los fracasos matrimoniales, y sobre todo la crisis escandalosa del clero pervertido empujan a una entendida reacción que lleva a extremar las precauciones en el discernimiento eclesial de los candidatos. Lejos de mí propiciar ni de lejos un fanatismo irracional e irresponsable que atraiga la rapacidad de los manipuladores de conciencias y que sofoque las legítimas preguntas (“¿Cómo puede ser esto si no conozco varón?” [Lc 1, 34]) que el discernimiento espiritual requiere para saber -ante todo- si es Dios el que está llamando (cf. 1 Sam 3, 4-10). Pero sí busco que se haga siempre lugar a la magnanimidad  generosa dispuesta a tener que “guardar y meditar en el corazón” (Lc 2, 19) todo lo impensado -e impensable- que sobrevendrá después de dado el “hágase” (Lc 1, 38). 
     Sería sencillamente imposible que uno tomara una sola decisión que comprometiera su propio futuro si le fuera dado conocer todas las consecuencias que ella traerá aparejadas… ¿Es conducente, pues, que a la vuelta de muchos años, se evalúe la validez de esos "primeros votos" con "el diario del lunes" ante los ojos, exigiendo extemporáneamente al "sí" inicial una madurez que sólo la experiencia puede dar...? 
Creo que hay algo profundamente humano que se pone en juego cuando un hombre o una mujer, trascendiendo las prevenciones y los cálculos que su pobre razón le opone, se entrega “con todo su ser” -también con su futuro- a una santa causa, dispuesto a no mirar para atrás. Las cargas se irán - o no- acomodando al andar, a medida que el horizonte se va haciendo más lejano y uno, caída tras caída, es a pesar de todo fiel al amado camino que a un mismo tiempo nos marca el destino y nos lo aleja. Por el contrario, una vida sin entrega, sin arrojo, sin confianza en una palabra, encerrada en la asepsia de la temerosa mentalidad “aseguradora contra todo riesgo” deja de ser vida para ser apenas, como dice la canción, “permanecer y transcurrir”.
En tiempos de frío racionalismo y de egoísta pusilanimidad, más que nunca es fácil ahogar los ideales, y con ellos a los quijotes que alucinados se disponen a seguirlos. Las modernas ciencias humanas… “demasiado humanas”, deudoras las más de las veces de una estrecha antropología iluminista, que cercena la humanísima “capacidad de Dios” en que fuimos constituidos, no hace muchas veces más que alentar o justificar las fáciles opciones de vida burguesa y hedonista en que se evanece, aburrida y estéril, la civilización posmoderna, como engullida por un gigantesco bostezo existencial.
Pero muy distinto es dejar que sus limitados criterios nos corten las alas  a “nosotros” que hemos decidido, “teniendo en torno tan grande nube de testigos, sacudiendo todo lastre y el pecado que nos asedia, correr con fortaleza la prueba que se nos propone, fijos los ojos en Jesús, caudillo y consumador de la fe, quien en lugar del gozo que se le proponía soportó la cruz sin miedo a la ignominia, y está sentado a la derecha de Dios” (cf. Heb 12, 1-2), a quien sea la gloria por los siglos de los siglos. Amén.

Aparición de Santiago matamoros durante el cerco de Cuzco, anónimo peruano.

viernes, 31 de mayo de 2019

Las alas de la paloma

"Paloma de la Paz", Pablo Picasso

             “La paz les dejo, mi paz les doy; no se la doy como la da el mundo” dijo Cristo en la última Cena (Jn 14, 27). 
               En ese contexto, vale aclarar, Jesús se refiere al “mundo” como esa realidad cuyo “príncipe” es el mismo Demonio (cf. Jn 14, 30), y que representa todas las fuerzas que se oponen a Dios, y que por eso “odia” a Cristo y a sus discípulos (cf. Jn 15, 18-19).
           La paz… ¿Quién no quiere la paz? ¿Quién no desea vivir en paz? Hasta los que hacen la guerra hablan de la paz… Pensemos, si no, en la sangre que costó establecer la famosa “pax” del imperio romano, o el nombre “peace keeper” que el actual imperio angloamericano le puso hace unos años a uno de sus misiles. En efecto, el mundo también propone una “paz”. Pero ésa no es la de Cristo. Ahora bien, ¿qué diferencia hay entre la paz de Dios y la paz del mundo?

            Se me ocurre una imagen que puede quizá ayudar a verlo de forma didáctica.
Inspirada sin duda en aquella que soltó Noé desde el arca y volvió trayendo en su pico una rama de verde olivo, signo de que Dios había hecho las paces con el mundo (cf. Gén 8, 10-11), la paloma blanca es hoy el símbolo universal de la paz. Podríamos decir, entonces, que así como la paloma vuela merced a sus dos alas, la paz verdadera sólo se sostiene gracias a la verdad y a la justicia.
La paz del mundo es muy seductora por su blancura y candidez, pero no puede volar pues tiene cortadas las alas de la verdad y la justicia. La paz que ofrece el mundo es una paloma de alas cortadas.

Paz sin justicia
          Los caminos falsos de la paz, siguiendo la imagen del Evangelio, diríamos que son “caminos anchos que llevan a la perdición”. Parecen atajos, y por eso atraen, pero son desvíos que nos descarrilan al precipicio.
Una de las formas de la falsa paz es la paz que nace de la injusticia. Serían ejemplos de ella las “pacificaciones” de los imperios. Es la paz del violento, del que hizo callar por la fuerza a su adversario, del que eliminó el conflicto eliminando al opositor. Es la “paz” que sobrevino, por ejemplo, después de Hiroshima y Nagasaki: una paz edificada en muerte. Los “tratados de paz” en estos casos son un triste eufemismo; no hay respeto al otro, ni siquiera hay sitio para la verdadera alteridad: sólo habla el vencedor. Con todo, su “orden” y su “tranquilidad”, malcimentados en las frágiles arenas del miedo, suelen ser atractivos.
Una forma menos “fuerte” de esta paz sin justicia -y más acorde a los tiempos que corren- es la que busca saltear los conflictos e ignorar los problemas, echando piadosos “mantos de paz” para evitar resolver de verdad las desaveniencias. Propia de una sociedad pusilánime y evasiva, que prefiere “mirar para otro lado” y no comprometerse con la realidad.
En nuestra patria hemos recorrido sucesivamente estos dos derroteros. Después de años de violencia guerrillera las Fuerzas Armadas lograron, con una violencia más fuerte, “pacificar” el país. La fragilidad de esa “solución final” no tardó en quedar de manifiesto. Años más tarde, quiso ponerse fin, con una paz por decreto, con un solemne “ya pasó”, a las heridas abiertas por esas décadas de violencia. Era otro falso atajo. Sin justicia verdadera, la paz no puede tener lugar.

Paz sin verdad
       Para el espíritu del “mundo”, la verdad es enemiga de la paz. La falsa paz de las vidas anestesiadas y de los corazones indiferentes se rompe, efectivamente, ante la percepción de la verdad. Para los cultores de esta pseudo paz no hay mayor adversario que la verdad. Su sola idea, nos dicen, engendra intolerancia y violencia. La única condición para poder convivir pacíficamente es que todos renuncien a la pretensión de la verdad. Sin esta “pluralidad” basada en el escepticismo no podría haber diálogo y respeto. O la verdad, o la paz.
Por supuesto que este pacifismo relativista, hoy tan vigente, en seguida enseña los dientes. La violencia con que busca erigirse e imponerse como “discurso hegemónico” revela su profunda contradicción interior. Pero sobre todas las cosas, deja a las claras su absoluta impotencia para servir de base a una convivencia social digna del ser humano. Por el contrario, al intentar erigir en sólido fundamento la natural liquidez del subjetivismo, abre las tranqueras a la desorientación más absoluta, al caos, y de este modo se se corta a sí misma las manos con que podría subsanar las mil injusticias que se siguen.
No es casual que el responsable de la mayor injusticia de la historia, por buscar -lavándose las manos- la falsa paz del “no te metás”, haya sido quien un poco antes dijera con displiscencia: “¿qué es la verdad?”.
Esta paz sin verdad es una paloma muy tierna y blanca. Es difícil no ceder a su arrullo encantador. De hecho, una de las peores tentaciones que tenemos como Iglesia de Cristo es la de renunciar a las verdades políticamente incorrectas (p. ej.: Jesús es Dios y el único Salvador, el aborto es un asesinato) por defender el diálogo todobienista y la sociedad plural.

La paz de Cristo
Pero el hecho es que Jesucristo es al mismo tiempo el “Justo” (Hech 3, 14) y la “Verdad” (Jn 14, 6), y por eso “Él es nuestra paz” (Ef 2, 14).
La paz les dejo, mi paz les doy” (Jn 14, 27). La paz de Cristo, ante todo, es un don. Es algo que Él “da”. Ahora bien, la paz es, por excelencia, el don del Resucitado: las primeras palabras de Cristo para sus apóstoles la mañana de la resurrección fueron “la paz esté con ustedes” (Jn 20, 19). Es decir, que Cristo da la paz después de haber pasado por la pasión y la cruz. De ahí que su paz sea precisamente la fuerza y el coraje para enfrentar -hasta dar la vida incluso- la mentira y la maldad. ¿Podríamos imaginarnos a Jesús “dejando para el lunes” la sanación sabatina de uno de esos miserables leprosos, con tal de evitar el encono y la persecución de los fariseos? ¿Seguiríamos a un Cristo que, ante sus jueces del Sanedrín, a la pregunta “¿eres tú el Mesías, el hijo del Bendito?” hubiese empezado con dulces ademanes a negociar, a bajarse el precio, a transigir…?
La paz no es flor, sino fruto. Y el solo árbol que lo da es la Cruz. Por eso, más que buscar la paz, lo nuestro pasa por “buscar el Reino de Dios y su justicia”, y lo demás -la paz también- se nos dará “por añadidura” (cf. Mt 6, 33). Así no andaremos en pos de atajos ficticios para la paz, porque ella viene “de lo alto”, “de yapa”, como regalo de Dios. A nosotros nos toca comprometernos hasta el tuétano en la búsqueda de la verdad y en la práctica de la justicia, “realizando la verdad en el amor” (Ef 4, 15). Y entonces sí, "la paz de Cristo reinará en nuestros corazones" (Cf. Col 3, 15).


martes, 15 de enero de 2019

La epifanía escondida

"Los magos", xilografía de Pedro Hasperué

El "día de Reyes" es en realidad, para la Iglesia, la solemnidad de la "Epifanía", es decir, la brillante y alta manifestación de Dios.
Lo sorprendente es que hay alguna dificultad en encontrar luz y brillo en la noche de Belén, y en ese pobre bebito envuelto en pañales, nacido en un galpón de animales, junto a una Madre en el desamparo de estar fuera de su casa y de su gente...
Y sin embargo, así Dios se reveló a los pueblos paganos, representados por nuestros queridos Reyes Magos.
Es tan cierto lo que dice un himno del breviario: "[Dios] más se nos manifiesta cuanto más hondo se esconde" (Himno del Oficio de Lecturas de la Epifanía del Señor).
Parece que, en la Epifanía, sólo al apagar las otras luces se puede ver la Luz de Dios. 
Los sabios magos orientales, en efecto, debieron acallar las luces de su razón, de su sentido común y de sus expectativas -largamente alimentadas en ese azaroso periplo- para encontrar a un nacido "rey de los judíos" de quien ningún judío de Jerusalén había oído hablar pues, por lo demás, tenían a un rey tranquilamente reinante... Luego tuvieron que abandonar las luces de la capital y del palacio de Herodes con rumbo a una oscura aldea serrana; también fue preciso que se detuviera la luminosa estrella de su sapiencia astrológica para que pudieran reconocer a la Luz del mundo en ese Niñito junto a su Madre, ignorado de todos.
Las dos luces a la vez condujeron a los pueblos paganos hasta el umbral de la Verdad: primero la ciencia humana; después, el Antiguo Testamento, la sabiduría bíblica de los escribas judíos. Pero llegados allí, ambas tuvieron que menguar hasta ocultarse. Ahora, habiendo ingresado en esta humilde Luz nueva, ya no es posible "volver por el mismo camino": y los magos regresaron, felices, con la luz de la Fe para su corazón sediento.