domingo, 30 de septiembre de 2012

La comunión de la torta

No es cierto que lo ritual sea algo exclusivo de las religiones. Nuestra vida está llena de ritos que podríamos perfectamente llamar "profanos", y que jalonan y embellecen nuestro transcurrir cotidiano.
Desde que vine a vivir a Virreyes en más de una ocasión me descubrí inermemente malhumorado ante la insistencia de personas de la comunidad que se empecinan en hacerme traer a casa un pedazo de torta para el otro cura, que no pudo quedarse al festejo (del bautismo, de la primera comunión, del cumpleaños...). Mis excusas nunca los convencen: "prácticamente no comemos cosas dulces", "Somos solamente dos y comemos casi siempre fuera de la parroquia", "el otro padre nunca come postre".... Inútil. Ellos seguramente no piensan, como yo, en las acrobacias ciclísticas para transportar durante unas cuantas cuadras un frágil pedazo de torta apenas protegido por una bolsita, sin que llegue convertido en un irreconocible engendro de migas y dulce de leche. Tampoco se imaginan que ese platito, o ese táper, o la bandejita donde viene el regalo probablemente jamás volverá a sus hogares (mea culpa), entreverado en el masculino descuido de una cocina de curas. No sospechan que, confinado en la heladera, ese generosísimo trozo de dulzura, bajo la voluptuosa espesura del merengue, es menos tentador que un pan viejo, y que su inexorable destino basurero se verá dilatado tan sólo por el valor afectivo de su carácter de "souvenir", hasta que el moho le gane la pulseada a la lástima...
Más de una vez, cuando llamo a alguien del barrio para felicitarlo y al mismo tiempo le cuento que no podré ir al festejo de ocasión, me consuelan diciendo: "no importa, mañana te llevo un pedazo de torta". (Y vuelta a empezar con mis argumentos, que por teléfono son todavía más impotentes).
El otro día, cuando llegó el momento de comunicarle educadamente al dueño de casa que había decidido irme, su señora me franqueó el paso decididamente y me espetó: "¿cómo te vas a ir antes de la torta?". Y entonces, cuando vio que yo seguía firme en mi resolución de partir, corrió hacia adentro de la casa y volvió al minuto con el consabido platito de torta... que comí de parado y "con un pie en el estribo".
Me llamó la atención: aunque hubiera estado dos horas en ese festejo, irme sin haber comido la torta era un desaire, casi como el de rechazar la invitación. Entonces entendí que la torta no era una torta, sino mucho más. Comer la torta no es lo que indica la materialidad de ese acto... Compartir la torta es un rito. Un rito cabal, aunque no sea religioso, y que viene circundado por una verdadera liturgia: quién la corta, cómo, quién la reparte, a quiénes, en qué orden...
Me sorprendió mi insensibilidad para captar ese rito. Yo conocía y tenía asumido el de prender y soplar las velitas, cantar, etc., pero para mí ahí se acababa la ceremonia. Después de eso, me daba lo mismo irme o quedarme, comer o no la torta, o preferir cualquier otro postre de la mesa.

Esta liturgia hogareña de tantas familias argentinas está muy emparentada con la "comunión" como rito religioso. Ya en la antigüedad, se llamaba "sacrificios de comunión" a aquellos en los cuales las personas que lo ofrecían podían comer parte de la víctima ellos mismos (y no sólo los sacerdotes, encargados de la inmolación). Comer de esa víctima, de esa "hostia", quiere decir implicarse personalmente en la ofrenda, comprometerse con lo que se hizo en el altar.
También la comunión con Jesús en la Eucaristía tiene este sentido. Después de haber vivido el "misterio central" de esta fiesta de la fe (como si hubiéramos sacramentalmente "soplado las velitas" de la muerte y resurrección de Jesús), viene el momento de participar de esa fiesta, de "hacerla nuestra", de incorporarla, de asumirla como propia. Y eso se expresa compartiendo esa comida sacrificial, comiendo todos de un mismo pan que el mismo Señor Jesús corta y reparte en la persona de quien preside la Misa. Rechazar voluntariamente y porque sí esa comunión sería no querer compartir lo que Dios nos ofrece en la Eucaristía: una Alianza de Amor eterna expresada en su Hijo Jesús, muerto y resucitado por nosotros. Aceptar sentarse en esa mesa pascual, por el contrario, quiere decir creer en ese amor de Dios y comprometernos a permanecer en él, viviendo nosotros mismos -los que compartimos esa Comida- en el amor fraterno. Tal vez por eso antes de "probar el bocado" la Iglesia nos pide que digamos "Amén", a ver si estamos seguros de lo que implica comulgar: comprometerse a vivir en Cristo, o sea, amando y sirviendo hasta dar la vida.
Y como la torta, también a la Comunión la llevamos a quienes no pudieron estar en la fiesta de la Eucaristía (los enfermos) para que al recibirla, sepan que el Dueño de la fiesta no sólo no se ofende, sino que les hace llegar de esa manera su abrazo y su alegría, y la certeza de que "son parte" de la fiesta de su Amor.