sábado, 31 de diciembre de 2022

Gracias, Papa Benedicto XVI, servidor de la Verdad



Joseph Ratzinger, q. e. p. d.
(27-IV-1927 -- 31-12-2022)

  Hoy ha muerto el Papa Benedicto XVI.
  Le pedimos a Dios que descanse en su paz y que reciba el premio eterno que por gracia merecen sus servidores buenos y fieles.
  Sólo Dios sabe cuánto le debemos. 
  Fue el profeta que la Providencia divina regaló a su Iglesia en estos momentos de tremenda confusión.
  Fue hasta el final el "humilde trabajador en la viña del Señor" como se definió el día de su elección como Obispo de Roma.
  Su lema episcopal resume perfectamente su misión: "cooperatores veritatis", colaboradores de la Verdad. En tiempos de oscuridad intelectual y de relativismo moral, Joseph Ratzinger, sin levantar el dulce tono de su voz, supo anunciar y denunciar las doctrinas y prácticas que queriéndolo o no, lesionaban, en el creer, en el celebrar y en el vivir, la pureza de nuestra fe cristiana.
   Gracias por sus tempranísimas advertencias sobre el falso "espíritu del Concilio" y por enseñarnos la "hermenéutica de la continuidad". 
   Gracias por su humildad para disimular su talla de gigante intelectual y ponerla al servicio de la Iglesia.
     Gracias por el Catecismo de la Iglesia Católica.
     Gracias por la Declaración Dominus Iesus.
     Gracias por los tres libros sobre Jesucristo.
     Gracias por sus últimos años de oración escondida desde el corazón de la Iglesia universal.
     Gracias porque con su fe cumplió la misión que Cristo le dio de confirmar a sus hermanos.
    Y le pedimos al Señor que, con su oración desde el Cielo, "no seamos confundidos para siempre" (non confundar in aternum!)



 

martes, 18 de octubre de 2022

Lo hermoso de no entender

 Tarde lloviznosa y fría en el barrio de Las Tunas, agradable sólo porque es de octubre. Estoy confesando en el patio vacío del jardín de infantes parroquial, que parece no entender el por qué de tanto silencio.

  Tras las puertas del salón contiguo, una señora está hablando con fe y con dulzura de Dios a unos cuantos adultos, electos padrinos de confirmación, que se preparan así para recibir ellos también el sacramento. 

  De pronto se acerca a confesarse uno de ellos. Se trata de un muchacho amigo mío, varón mucho más dado a la calle que a las cosas de Iglesia, pero de fe sincera, como que caminó peregrinando más de una vez hasta la Virgen de Luján.

  "¿Y, amigo?" -le pregunté para iniciar la "conversa"... "¡Vas a confirmarte! ¿Cómo estás viviendo todo esto?"

   "No entiendo nada", me contestó al punto. Y sin darle tiempo a mi rostro para acusar la sorpresa, con una sonrisa grande y tranquila y los ojos lagrimosos agregó: "Pero es hermoso no entender nada".

    Creo que nunca alguien me había expresado con tanta sencillez y contundencia lo que quiere decir "misterio" y lo que genera entrar de verdad en contacto con él. 

    Algo así tendría yo que sentir después de cada bautismo, de cada absolución, de cada Misa, de cada bendición, de cada minuto de mi existencia sacerdotal... 

   Sólo me queda agradecer por la fe de los pobres, y decir con el Señor: "Te alabo, Padre, porque ocultaste estas cosas a los sabios y las has revelado a los pequeños. Sí, Padre, porque así lo has querido".

viernes, 23 de septiembre de 2022

Desierto y profecía

Mirándome al espejo como sacerdote que soy, y mirando a la Iglesia jerárquica, creo que hoy, en la Iglesia, nos falta casi del todo el carácter profético. Parecemos, como ya advertía el profeta Isaías, “perros mudos” (Is 56, 10) incapaces de torear a los lobos del rebaño… que se nos han metido por los cuatro costados adentro del corral...


DESIERTO Y PROFECÍA

 "Yo soy la voz del que grita en el desierto" (Jn 1, 23)


San Juan Bautista arquetipo de profeta

El Evangelio de San Marcos empieza con la presentación de la misteriosa y fascinante figura del Bautista. El “más grande entre los nacidos de mujer” (Lc 7, 28) atrae, incluso a quienes, ayer y hoy, detestan o desprecian su estilo tan radical y tajante. Como el mismo Herodes, víctima pública de sus denuncias, quien, sin embargo, “lo escuchaba con gusto” (Mc 6, 20).

San Juan Bautista es el arquetipo de la profecía. Su prédica incisiva invitaba a la conversión concreta de la conducta, diciendo a cada cual lo que le tocaba según su estado. Su osadía en defender la verdad no se arredró ante los poderosos, y pagó por ello con su vida. El martirio selló su profecía, refrendándola y eternizándola.

Ahora bien, la figura y la misión del Precursor de Cristo no pueden separarse del definidísimo contexto en que se presentó: el desierto. “Vestido con piel de camello y alimentándose de langostas y de miel silvestre” (cf. Mt 3, 4) Juan es, sin más, “la voz del que clama en el desierto” (Jn 1, 23). Sin el desierto, Juan el Bautista deja de ser Juan el Bautista.

Y dado que él encarna -como un Elías redivivo (cf. Mt 17, 12)- la misión profética, no es desacertado decir que toda profecía requiere un desierto. También la Iglesia, en la medida en que ejerce la misión profética de Cristo, también debe ser, hoy y siempre, “vox clamantis in deserto”.

Alguien podrá objetar a esto que el profetismo de la Iglesia no proviene de la figura veterotestamentaria del Precursor, sino de Jesucristo. Y que, por consiguiente, el modelo de la dimensión profética en la Iglesia no debe buscarse primariamente en San Juan Bautista ni en ninguno de los antiguos profetas.

Sin embargo, en la medida en que Nuestro Señor Jesucristo (que se presentó no sólo como profeta, sino también como servidor del Señor, Hijo de Dios, hijo del hombre, Maestro, Mesías…) hizo suyos los rasgos de los profetas, es legítimo buscar en los que han sido profetas por antonomasia el modelo puro de una de las dimensiones -no la única- de la misión cristiana. De hecho, la opinión común de la gente sobre Cristo en los primeros años de su vida pública lo identificaba con los profetas: Juan el Bautista, Elías u otros (cf. Lc 9, 7-8; Mc 8, 28).

La profecía es esencialmente, entonces, una voz que grita en el desierto. Podríamos decir, esquematizando un poco, que en la historia de Israel el desierto es la situación de “exilio” voluntario o forzoso que distingue al verdadero profeta (el que habla palabras de Dios) del profeta urbano y “profesional”, cortesano del rey (que dice no lo que Dios le pide, sino lo que el poderoso quiere escuchar).

Ahora bien ¿qué es lo que el desierto le da a la voz del profeta? Vamos a resumirlo en cuatro cosas. 

Cercanía con Dios

En primera instancia, el desierto le da cercanía con Dios (es el lugar del “retiro”, del encuentro íntimo con el Señor) y ocasión para escucharlo y confiarse a Él.

Distancia con el mundo

El desierto, además, como lugar retirado, le da al profeta la capacidad de mirar las cosas desde una distancia donde puede ver el todo. Ve las cosas como quien mira desde lo alto, desde Dios. Y así, lejos de quedar desconectado de la realidad, el profeta conoce las cosas tal como son.

Independencia de las cosas

            El desierto es pobreza (forzosa), o austeridad (voluntaria). El desierto es escasez de vestido, comida y bebida. Es la condición de vida donde, por haber perdido (o renunciado a) todo, no ya hay nada que perder. Y es una suerte de ensayo del martirio: la disposición a perder lo único que se tiene todavía: la salud y la vida. Y por eso el desierto le da al profeta su fortaleza, su insobornabilidad. El desierto es para el profeta, como lo fue para el pueblo elegido, el precio y la condición de la libertad. Sólo en la libertad que da la pobreza pueden gritarse las verdades.

Independencia de los afectos

            El desierto es destierro, ruptura y separación del hogar, de la familia. Es la soledad radical. En este sentido, el desierto le garantiza al profeta la libertad frente a los condicionamientos “de la carne y de la sangre”, frente al peso de los afectos, de la honra, de la estima social, de los prejuicios de la propia clase… Esta libertad frente a los lazos humanos para anteponer a todo el Reino de Dios resplandece en la vida y en las enseñanzas del Señor: “¿Quiénes son mi madre y mis hermanos?” (cf. Mt 12, 46-50). “Vine a enemistar a un hombre con su padre, a la hija contra su madre [...] y así el hombre tendrá por enemigos a los de su propia casa. El que ame a su padre o a su madre más que a mi no es digno de mi” (Mt 10, 35-37).      

                                                                                  § § §

 Mirándome al espejo como sacerdote que soy, y mirando a la Iglesia jerárquica, creo que hoy, en la Iglesia, nos falta casi del todo el carácter profético. Parecemos, como ya advertía el profeta Isaías, “perros mudos” (Is 56, 10) incapaces de torear a los lobos del rebaño… que se nos han metido por los cuatro costados adentro del corral. Policías panzones durmiendo la siesta sin intentar siquiera subir los peldaños de nuestros abandonados mangrullos espirituales. Profetas “ñoquis”, viviendo en las cortes de hoy de la plata de los poderosos y en las plazas de la corrección política del “like” de las “multitudes”. Nuestras bocas, cuchillitos mellados, no saben ya pronunciar la espada de doble filo de la Palabra de Dios. Nuestras banderas, las que no hemos arriado todavía, están tan desteñidas de tanto querer incluir a todos que ya no representan a nadie; y ante los enemigos, que nos empeñamos en no ver, expresan algo sí, bien definido: rendición.

Quisimos acercarnos tanto al mundo que ya no nos distinguimos de él. Ya no hay levadura para mezclar con la masa. La sal ha perdido su sabor. Por eso, en general, este planteo de lo profético ni siquiera se hace: porque directamente no se ve el problema, de tan metidos que estamos en él. Denunciar ¿qué? Oponernos ¿a qué? Crisis de fe ¿dónde? Y al desasosiego profundo, que es inevitable a todo ser enfermo, oponemos altas dosis de anestesias ideológicas, llamando bien al mal y mal al bien, y así adormecemos la cabeza, y tranquilizamos el corazón. Pero el cáncer avanza.

¿Qué hacer? Si hemos perdido la voz profética, tendremos que recuperarla en el desierto. Desde donde -le pedimos- nos atraiga San Juan Bautista.

Como Iglesia tenemos que animarnos a “huir” una vez más de Babilonia ("¡Pueblo mío, salgan de ella!" -Ap 18, 4-) y adentrarnos al desierto. Tomar distancia de la cómoda esclavitud del imperio (ajos y cebollas) en un nuevo Éxodo que nos permita renovar la Alianza con Dios y saber qué somos: la Iglesia, Su Pueblo. Y no un pueblo más en el guiso pluralista del mundo globalizado.

Para tomar esa distancia lo primero es poner a Dios por sobre nosotros mismos:  “Si alguien viene a mí y no me ama más que [...] a su propia vida, no puede ser mi discípulo” (Lc 14, 26). O sea: amar a Dios sobre todas las cosas. Recuperar el teocentrismo frente al antropocentrismo sofocante que padece la Iglesia.

Lo segundo es desaburguesarnos. Difícilmente la Iglesia será profética (voz que grita, y no que enuncia por lo bajo) frente a los poderosos de la política mientras su obra más preciada sean unas instituciones sociales (colegios, guarderías, comedores) que literalmente dependen para su subsistencia de las arcas del Estado; ni será profética frente a los usureros y a los ricos ambiciosos mientras ellos sean sus principales socios. La austeridad personal e institucional son condiciones necesarias para la hora en que, a causa de nuestra palabra audaz, nos sean mezquinadas las ubres bajo las cuales llevamos plácida existencia.

Lo tercero es dejar de mendigar los aplausos y los “megusta” del público, de obsesionarnos por nuestra propia imagen y estar más dispuestos a perder la amistad, la buena prensa, la honra, si lo requiere nuestra fidelidad a Cristo, a la verdad, a la justicia.

San Juan el Bautista no encerró su luz bajo un cajón. Las multitudes acudían a él para escuchar sus terribles diatribas (cf. Lc 3, 7 ss)… "El pueblo entero" (Mc 1, 5) iba a buscarlo al desierto y se dejó bautizar por él. No fue atrayente por decir cosas lindas, sino por decir la verdad.

No se trata, por lo tanto, de que la Iglesia se "enguete" ni se esconda, sino de que esa luz de Cristo que la habita vuelva a brillar desde lo alto, iluminando todo y a todos. Se trata de que la Iglesia vuelva a ser atractiva. Pero antes tiene que volver a ser lo que es.

lunes, 18 de julio de 2022

CHE PROMESA

 


CHe PROMESA


El alma te di
¿a quién sino a ti,
Virgen de Itatí?

De niño en forma fortuita
hallé tu imagen bendita
en una antigua estampita.
Desde el día que te vi
el alma te di
¿a quién sino a ti,
Virgen de Itatí?


Lleno de fervor mariano
copié esa estampita a mano
y desde aquel día lejano
te tuve cerca de mí,
y el alma te di
¿a quién sino a ti,
Virgen de Itatí?

Casi veinte años después
de aquella primera vez,
me puso Dios a tus pies,
cuando el Orden recibí;
y el alma te di
¿a quién sino a ti,
Virgen de Itatí?

 Y en un agosto sin frío,
a orillas del ancho río,
para regocijo mío
tu santuario conocí,
y el alma te di
¿a quién sino a ti,
Virgen de Itatí?

Lucían, enamoradas,
las flores anticipadas
de mil lapachos, rosadas,
pero tu flor yo elegí;
y el alma te di
¿a quién sino a ti,
Virgen de Itatí?

Al fin pude celebrar
una misa ante tu altar,
y al terminar de rezar,
promesero me sentí
y el alma te di
¿a quién sino a ti,
Virgen de Itatí?

Y aquel día, antes de irme,
al entrar a despedirme
te hice la promesa firme
de volver cada año allí,
y el alma te di
¿a quién sino a ti,
Virgen de Itatí?

Los años han transcurrido
y porque Dios lo ha querido
desde entonces he cumplido
la promesa que ofrecí,
que el alma te di
¿a quién sino a ti,
Virgen de Itatí?

Y la alegría es tan fuerte
cada vez que vuelvo a verte
que en zapucai se convierte,
¡y aprendí a rezar así!
El alma te di
¿a quién sino a ti,
Virgen de Itatí?

Me conmueve cabalmente
cómo te reza la gente
con esa fe transparente
que quisiera para mí…
El alma te di
¿a quién sino a ti,
Virgen de Itatí?

Sólo un pedido he de hacerte
que en la hora de mi muerte
recuerdes con qué amor fuerte
cuántas veces dije así:
El alma te di
¿a quién sino a ti,
Virgen de Itatí?


San Miguel, 18 de mayo - Itatí, 14 de julio del año del Señor 2022

viernes, 25 de febrero de 2022

Los reyes magos y lo que debemos a Dios

"Ofrecemos a Dios honor y reverencia no para bien suyo, que en sí mismo está lleno de gloria y nada pueden añadirle las criaturas, sino para bien nuestro; porque, en realidad, por el hecho de honrar y reverenciar a Dios, nuestra alma se humilla ante El, y en esto consiste la perfección de la misma, ya que todos los seres se perfeccionan al subordinarse a un ser superior, como el cuerpo al ser vivificado por el alma y el aire al ser iluminado por el sol" (Santo Tomás de Aquino, Suma de Teología, II-II, 81, 7).




Cuando, para la Epifanía del Señor de este año, me puse a meditar en el evangelio de la visita de los magos de Oriente al Niño Dios, me quedé pensando en este simple hecho: “le ofrecieron dones” (Mt 2, 11).

Algo tan obvio y tan sencillo, de pronto, se me antojó muy profundo y novedoso. Como cuando uno vuelve a oír una melodía largamente olvidada  que, al empezar a recobrar forma en la memoria, genera la profunda alegría de un reencuentro.

En la cultura popular, la fiesta de Reyes es sinónimo de “regalos”. Los Reyes Magos vienen cada año a recordarnos la importancia que tienen en nuestra vida los regalos, tanto el darlos como el recibirlos. En efecto, para expresar el amor, que es espiritual, necesitamos dar algo material, que en ese mismo acto de ser obsequiado se carga de sentido, casi diríamos que se transfigura. Lo poco, lo neutro, lo fragmentario y relativo de un regalo está preñado de un sentido grande, rotundo, total, absoluto: “yo -todo yo- te quiero a vos, tal como sos”.

Pues bien, este año Melchor, Gaspar y Baltasar me trajeron de regalo una vieja verdad olvidada: a Dios también, si lo queremos, tenemos que darle algo.

El relato de la visita de los magos se demora refiriendo todos los sucesos previos a la llegada al pesebre: vienen de lejos siguiendo la estrella, llegan a Jerusalén, preguntan por el rey, los recibe Herodes, que hace una consulta a los sabios; vuelven a ponerse en camino hacia Belén… Al escucharla, uno se siente parte de esa larga búsqueda, de esa paciente ansiedad de los misteriosos peregrinos… Sin embargo, desde que por fin llegan a la meta de su camino, todo ocurre muy rápido: “La estrella […] se detuvo en el lugar donde estaba el niño. Cuando vieron la estrella se llenaron de alegría, y al entrar en la casa, encontraron el niño con María, su madre, y postrándose, lo adoraron. Luego, abriendo sus cofres, le ofrecieron dones: oro, incienso y mirra. Y […] volvieron a su tierra” (Mt 2, 9-12).

Los Reyes, llenos de alegría por haber llegado, hacen sólo dos cosas. Apenas dos verbos describen el larguísimamente anhelado propósito de la más famosa peregrinación de la historia: “lo adoraron” y “le ofrecieron dones”. Estas dos acciones de los magos -adoración y ofrenda, homenaje y oblación- en el fondo provienen de una única actitud, que es la actitud primordial que el hombre debe tener cuando se pone frente a Dios. Ésta puede tener distintos nombres: fe, obediencia, culto, reverencia, temor, religión, adoración… amor a Él sobre todas las cosas.

“Postrándose, lo adoraron y le ofrecieron dones”. Esta actitud, casi espontánea en los hombres y mujeres de todos los tiempos y todas las culturas y expresada en todas las religiones del mundo hoy parece llamativa por lo inusitada y por lo ausente (incluso ¡ay! en el ámbito de la Iglesia).

Se enseña con razón que la liturgia cristiana tiene como una doble dirección: de arriba hacia abajo, de abajo hacia arriba. Gloria a Dios, gracia a los hombres. En la liturgia “Dios es perfectamente glorificado y los hombres santificados” (Concilio Vaticano II, Const. Sacrosanctum Concilium, 7). Porque, tratándose de la actualización del misterio de la Cruz del Señor, el culto cristiano comparte las características que tuvo el “misterio pascual” de Cristo, “obra de la redención humana y de la perfecta glorificación de Dios” (Ídem, 5). El Señor Jesús se ofreció en la Cruz como Hijo obediente al Padre: “No mi voluntad, sino la tuya” (cf. Mt 26, 39); “Padre, a tus manos encomiendo mi Espíritu” (Lc 23, 46); y en favor de los hombres: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc 23, 34). Los ojos mirando a Dios, las manos tendidas a sus hermanos. Ambos aspectos son inseparables.

Y sin embargo, hoy, incluso en nuestras Misas, el peso casi siempre está unidireccionalmente puesto en el sentido “de arriba abajo”. Pareciera que vamos a Misa no para dar, sino para recibir: no para darle algo a Dios, sino para que Dios nos satisfaga una necesidad. Esta unilateralidad, llevada al extremo, conduce a la actitud egocéntrica que expresa la conocida frase: “voy a Misa cuando lo siento”.

La mínima referencia al deber de dar culto a Dios, la noción misma de precepto dominical, la conciencia de tener que cumplir con el tercer mandamiento están tan poco presentes en el lenguaje y la vida de nuestras comunidades que prácticamente son incomprensibles, están sencillamente fuera de lugar.

La dimensión “vertical” y “ascendente”, la propiamente cultual, queda muchas veces prácticamente diluida también en el modo de celebrar la Misa. ¡Cuántas veces -mea culpa- los sacerdotes con su mirada y con todos sus gestos se dirigen a los fieles mientras con los labios están invocando a Dios!

Ahora bien, si es por cierto lastimosa la tendencia de acercarse a Dios sólo para recibir, más triste es constatar que en nuestras celebraciones se desdibuja incluso toda dimensión “vertical”, incluso descendente. No pocas veces, de hecho, ni los fieles ni el celebrante pareciera que estuvieran rezando, sino dialogando entre ellos, compartiendo, sí, cosas de Dios (su Palabra, sus sacramentos) pero mencionándolo en tercera persona, y no como si Él estuviera allí presente como un verdadero interlocutor…

La confirmación de esta tendencia queda patente en la renuencia incluso explícita de muchos curas a celebrar la Misa cuando no hay fieles presentes. Si no hay, por un lado, oración que suba, si no hay oblación que ascienda, si no hay sacrificio que se ofrezca, y por otro lado no hay fieles a quienes dar algo o con quienes encontrarse (señal de que se pierde también la fe en la comunión de los santos) … ¿qué sentido puede tener la Misa?

No se trata de desconocer la profundísima novedad que ha traído el “culto según el Logos” (Rom 12, 1) cristiano con respecto al “do ut des” (toma y daca) de las religiones paganas o de sus tantas supervivencias mágicas y supersticiosas, e incluso respecto de los sacrificios de la antigua Alianza. Estamos convencidos de que en la vida cristiana amar a Dios es, en última instancia, “dejarse reconciliar por Él” (cf. 2 Cor 5, 20), que “nos amó primero” (1 Jn 4, 10. 19).

Pero no por eso se pueden evaporar de nuestra religión y de nuestra liturgia la alabanza, la adoración, la acción de gracias, los sacrificios, las promesas, los votos, en fin, la ofrenda de la propia vida. El culto a Dios es una profunda necesidad inscrita en la naturaleza humana. Cuando a esta potente tendencia espiritual no se le asegura un cauce en que expresarse, se opera una verdadera represión, se ejerce una violencia, y termina desbordando por alguna parte, desmadradamente.

De hecho, en nuestro medio, quienes se benefician de nuestra horizontalización de la liturgia son las sectas pentecostales, en las que la alabanza tiene un sitio preminente. No en vano ellos conservan para sus celebraciones una palabra que la Iglesia ha desechado: “culto”.

Hoy es más oportuno que nunca, entonces, que recibamos este “regalo de Reyes” y desenterremos del olvido el tesoro de la virtud de la religión. Que volvamos a ofrecerle a Dios el homenaje de nuestras alabanzas, de nuestros gestos corporales, de nuestros bienes materiales como signos insoslayables de nuestra propia entrega (fe, obediencia, amor, servicio) a Él.

La misma liturgia de la Misa de Epifanía resuelve magistralmente todas estas cuestiones en la Oración sobre las ofrendas. Toda la teología del culto cristiano se resume en el sacrificio pascual de Nuestro Señor, quien es, desde la Cruz, el lugar de encuentro en que se reconcilian la gracia y la libertad, Dios y los hombres.

“Señor, mira con bondad las ofrendas de tu Iglesia que ya no son oro, incienso y mirra, sino Jesucristo mismo que en estos dones se manifiesta, se inmola y se nos da como alimento, que vive y reina por los siglos de los siglos. Amén”.