lunes, 24 de mayo de 2010

Yo estuve en Buenos Ayres en el Bicentenario

Hace hace varios meses me comprometí a pasar el 24 y el 25 de mayo guitarreando en los pagos entrerrianos de Nogoyá. Y así será. Pero cuando esa decisión tomó cuerpo, me dí cuenta de que el día del bicentenario no iba a poder estar en mi amada Buenos Ayres, la que me vio nacer, mi tierra madre, la ciudad de todos mis antepasados. Hubiera querido amanecer guitarreando bajo las arcadas del Cabildo... y adivinar la salida del "Sol del 25" por un destello más rosado en la cúpula de la Casa rosada, o por un costado más puro en la punta de la Pirámide de Mayo... Me hubiera gustado ser testigo de ese nuevo amanecer para nuestra Patria en el mismísimo lugar que hace doscientos años la vio decidir su primera junta de gobierno. Pero no.
Entonces, hoy, el único día que me quedaba libre, con la compañía de mi ahijado Nacho, me fui apurado a Buenos Ayres, alentado por una lluvia deliciosa llena de reminiscencias históricas, tan a propósito para ilustrar el clima interior de mi corazón argentino y porteño.
Entramos a la 9 de Julio a eso de las cuatro de la tarde, desde el Norte, y después de dejar el auto mojado en un garage de la calle Viamonte caminamos hasta el Obelisco, donde se veía de lejos congregada la multitud. ¡Qué sorpresa linda sentir a la distancia que la música que rezaban los parlantes era la del Himno Nacional! Sentí que los pulmones se me inflaban de un aire nuevo...
La enorme bandera del Obelisco, pesada por el agua, descansaba de su vuelo, pero a sus pies revoloteaban incesantemente las banderitas de los miles se argentinos que, a pesar de la lluvia, se habían congregado desde las cuatro puntas de la república para homenjear a la Patria.
En seguida nos vimos envueltos por la muchedumbre y por un clima unánime de fiesta, de gratitud, de alegría...
Todos procurábamos avanzar hacia el Sur, a pesar de la cantidad de gente. Cualquier porteño está hecho al tráfico y a los embotellamientos: pero a lo que no está acostumbrado es a contemplar una verdadera marejada humana que no profiere gritos, ni bocinazos, ni protesta o se da empujones, sino que mira, y sonríe, y agita sus banderas. Pero eso sucedió hoy, bajo la llovizna de este domingo de mayo. Viejos y niños, ricos y pobres... gorras y piercings, boinas y chales, mates y cocacolas, todos decían "presente". Nadie faltaba a la fiesta. Espontáneamente, uno se sentía hermano de todos, a pesar de la gritona diversidad; todos nos sabíamos compañeros de camino y heredero del mismo destino.
Cuando pudimos pasar al oto lado del Oblesico, llegamos al desfile central del Bicentenario, y oímos las voces eufóricas que desde el escenario anunciaban a las colectividades que desfilaban por el pasillo central. ¡Cuál no fue mi emoción al escuchar que las comunidades representadas eran las mías, las de esos que llevo en mi sangre: Escocia, Irlanda, Italia, Portugal...!
Después recorrimos la avenida, donde abrían las puertas los stands de las provincias. No pude entrar en el de mi provincia por la excesiva cola, y me llamó la atención no encontar uno de la Ciudad de Buenos Aires...
Cuando llegamos a la Avenida de Mayo, nos tiró, como un imán, el horizonte de la Plaza, con el Cabildo y la Catedral... En la Avenida de Mayo, ya fuera del desfie central, se podía caminar libremente, más aliviados del gentío de la 9 de Julio. Sin embargo, conmovía verla llena de gente que iba y venía: familias, parejas, chicos vestidos con atuendos típicos, niños agitando banderas. No había coches: la calle estaba abierta para los argentinos y argentinas que caminábamos libremente sobre el asfalto sorpendido, bajo las banderas que -como de costumbre-decoraban la avenida desde la Plaza hasta el Congreso. La caminé con fruición, porque es un recorrido que nunca en mi vida había hecho entero, y menos en ese sentido.
Me detuve a mirar de afuera los lugares que mis mayores vivieron desde adentro: el Café Tortoni (donde mucha gente hacía cola para tomarse el chocolate caliente soñado en esa tarde de lluvia) y el bazar inglés Wright, y me dejé conmover por la encantadora arquitectura de los edificios, llenos de "molduras", entre los cuales me paré para admirar el de La Prensa, ya llegando a la Plaza.
Llegar al cielo abierto de la Plaza de Mayo fue sin dudas lo más lindo de la tarde. Para quienes la rutina del trabajo no les limó la sensibilidad, entrar en esa plaza y ver la Casa Rosada, la Pirámide de Mayo, la Catedral y el Cabildo juntos es siempre una emoción muy difícil de transmitir. Pero mucho más hoy, cuando todo estaba limpio, todo sonreía con su mejor cara: el Cabildo y la pirámide blanquísimos, sin pintadas ni divisas; la Plaza abierta para todos, sin carpas ni dueños políticos... A las banderas negras y coloradas de caligrafías agresivas las habían reemplazado cientos de banderas argentinas, que engalanaban cada balcón y enaltecían cada ochava.
Hoy vi a Buenos Ayres abrazando al país: dejando que todos los argentinos pisaran sus calles, invitando a todos los que quisieran caminar en paz por su asfalto, libre de autos, libre de cornetazos, libre de humo, libre de todo lo que grita y pisotea su belleza. No hacía falta otro stand de Buenos Ayres que ella misma, enorgullecida por la visita de los hijos de esa aventura incierta que justamente ella soñó en 1810.
Toda esa gratitud patriótica terminó donde correspondía: en la casa de Dios, la humilde Catedral, que miraba de reojo la fiesta del pueblo, y desde donde Tata Dios sonreía a sabiendas de que si no hubiera sido por él no habría nada que festejar. Por eso -después de dejarle un avemaría al Gral. San Martín-, hice una oración en la reja de capilla del Santísimo, en medio de muchos visitantes piadosos o curiosos, pidiéndole una vez más a Jesús por nuestra Patria querida.
Antes de pegar la vuelta por Diagonal Norte y por Florida, nos paramos un buen rato en la Plaza a mirar el Cabildo, el mismo de aquel día lejano, que recortaba inconfundible su querida silueta memoriosa contra el tiempo, contra todas las adversidades de la historia. Fue en ese momento que dije: "¡qué bueno que vine! ¿Cómo no ib a venir? ¿Cómo iba a perdonarme no haber estado en este lugar querido en el Bicentenario del 25 de Mayo?" Y, después de respirar una vez más ese aire impegnado de llovizna, como preñado de una nueva esperanza, pensé satisfecho: "sí, yo también estuve en Buenos Ayres en el Bicentenario".

domingo, 16 de mayo de 2010

¿Qué tan cristiana es la filosofía cristiana? (II)


Lo propiamente cristiano
En el articulillo anterior nos habíamos preguntado qué elementos eran necesarios para poder, por así decir, "bautizar" una filosofía. Ahora, retomando la metáfora, podemos decir que la exégesis filosófica de Ex 3, 14 ("Yo soy el que soy") había logrado ciertamente "circuncidar" a la filosofía, pero no "bautizarla". ¿Qué es, entonces, lo necesario para que sea propiamente cristiana?
Pues bien, de hecho, el bautismo se hace, desde las alboradas del cristianismo, "en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo" (Mt 28, 19). Éste es un dato para nada menor, que puede servirnos como introducción a lo que sigue.
Hasta el momento habíamos dicho: lo específicamente cristiano ha de venir del misterio de Jesucristo, y por eso de la luz del Nuevo Testamento. Pero no sólo atendiendo a la inmemorial liturgia bautismal, sino apoyándonos en la entera tradición de la Iglesia, redescubierta y fuertemente destacada y desarrollada por la renovación teológica del Vaticano II, podemos afirmar serenamente que la novedad de Jesucristo es la revelación de Dios Padre, del Hijo y del Espíritu Santo: de Dios "unitrino".

"La confesión de un Dios en tres personas se considera con razón como lo propio y específico de la religión cristiana. (…) Así, la confesión trinitaria es el resumen y la suma de todo el misterio cristiano, y de ella depende el conjunto de la realidad soteriológica cristiana." (Walter Kasper, El Dios de Jesucristo, Sígueme, Salamanca, 1985, p. 267).

 Se trata de la revelación, en última instancia, de lo que dice ya la primera carta de Juan: "Dios es amor" (1 Jn 4, 8.16). Intentaré explicarlo con más detalle.
En primer lugar, esto significa desechar la idea de que la Trinidad sea una mera especulación teológica –surgida por el contagio de categorías filosóficas helenísticas- que se pegó al Evangelio sólo después, y extrínsecamente, como un abrojo a los pantalones, ahogando la pureza de la verdad evangélica, o, en el mejor de los casos, complicándola innecesariamente. No: la revelación del misterio de Dios "unitrino" es una consecuencia directa –mejor aún, la consecuencia directa- del hecho histórico salvador de Jesucristo. Como dice el joven Ratzinger:

"El tratado sobre la Trinidad no arranca propiamente de la iniciativa eclesiástica. Lo "pone en marcha" el evento único de Jesús de Nazaret" (Introducción al cristianismo, 141).

El que una experiencia histórica concreta -la de Jesús de Nazareth muerto y resucitado- sea la causa de la revelación del misterio de Dios en sí mismo, tiene su fundamento en el principio "Dios es tal como se revela": Dios es como se da, y se da como es.
En segundo lugar, este mismo hecho implica la centralidad del misterio de la Santísima Trinidad: "el evento trinitario" es la cifra de lo "específicamente cristiano". El mismo Magisterio lo dice sin ambigüedades:

"El misterio de la Trinidad es el misterio central de la fe y de la vida cristiana. Es el misterio de Dios en sí mismo. Es, pues, la fuente de todos los otros misterios de la fe; es la luz que los ilumina" (Catecismo de la Iglesia Católica, 234).

Ahora bien, confesar a la Santísima Trinidad en la fe de la Iglesia, decir que el Ser de Dios es una unidad -una comunión- de tres personas distintas, es decir mucho.
En la Antigua Alianza, al único a quien Dios había dado a conocer su nombre fue a Moisés, "a quien YHWH trataba cara a cara" (Dt 34, 10b). Dios, como hemos visto, se lo revela solemnemente en Éx 3, 14: "Este es mi nombre para siempre, por él seré invocado de generación en generación" (Ex 3, 15). Esto justifica que la Torá se cierre con estas elogiosas palabras: "No ha vuelto a surgir en Israel un profeta como Moisés" (Dt 34, 10a). Moisés es, pues, un testigo digno del más alto crédito, y entonces no tiene nada de sorprendente que el "Yo soy el que soy" que Dios le dijo como su propio nombre "para siempre" sea considerado por la Iglesia, hasta el día de hoy, como nombre de Dios.
Pero "la Ley se dio por medio de Moisés; la gracia y la verdad se hicieron por medio de Jesucristo" (Jn 1, 17). Moisés ya no es para nosotros el testigo último, el hombre que más de cerca conoció a Dios, porque nos dice el Evangelio: "A Dios nadie lo ha visto jamás. El Hijo único, el que está en el seno del Padre, ése lo ha contado" (Jn 1, 18). Por lo tanto, es a Jesús y ya no a Moisés a quien ha de dirigirse nuestra mirada para conocer el ser de Dios (cf. Heb 3, 1-6).
Sin embargo, no hay en esto una ruptura drástica con el Antiguo Testamento, ni siquiera con la "metafísica del Éxodo": la novedad cristiana no viene a negar que Dios sea el Ser, pero sí que Dios sea sin más el Ser. Para la metafísica cristiana clásica, el Ser de Dios es pura actualidad, y ese "exceso de positividad" –paradójicamente- "nos esconde el ser de Dios" , así como los rayos del sol, por su excesiva luminosidad, nos encandilan e impiden que veamos. Pues bien: la revelación de Jesucristo nos hace capaces, por así decir, de mirar al sol de frente. En Él podemos ver el rostro de Dios (cf. Jn 14, 9; 12, 45) y no sólo sus espaldas (cf. Ex 33, 20. 23): Él viene a mostrarnos no ya que Dios es el Ser, sino cómo es ese "Ser" de Dios por dentro. En su misterio pascual, Cristo, por así decirlo, ha desgarrado el "Yo soy" del Éxodo, como el velo del Templo (cf. Mt 27, 51), y con autoridad de Sumo Sacerdote nos ha permitido ingresar en el Sancta sanctorum de la intimidad divina (cf. Heb 9, 11-12). Y ya dentro del Santuario, de la mano de Jesús, vemos, en Él, que "Dios es amor" (1 Jn 4, 8. 16).

"[…] Al enviar en la plenitud de los tiempos a su Hijo único y al Espíritu de Amor, Dios revela su secreto más íntimo; El mismo es una eterna comunicación de amor: Padre, Hijo y Espíritu Santo, y nos ha destinado a participar en Él" (Catecismo de la Iglesia Católica, 221).

En efecto: confesar que Dios es trino es confesar que Dios es un misterio de comunión, que Dios es amor. Este es el "misterio central" de la fe y de la vida cristiana.

"El misterio del amor de Dios es el contenido fundamental de la revelación divina. […] "Dios es amor" (1 Jn 4, 8.16) Toda la teología trinitaria puede ser entendida como un comentario a esta frase […]. Del amor que se manifiesta en Cristo la primera carta de Juan llega a insinuar el amor que es Dios en sí mismo. Ahí está la definitiva novedad del concepto del Dios bíblico y sobre todo cristiano" (Luis F. Ladaria, El Dios vivo y verdadero, pp. 9-10).

"Dios es amor". Si estas palabras "expresan con claridad meridiana el corazón de la fe cristiana" , si de veras constituyen la verdad fundamental de la vida cristiana, ¿no deberían asimismo ser el corazón y la verdad fundamental de una filosofía cristiana?

Hacia una nueva filosofía cristiana

Gilson decía que a partir de la revelación del nombre de Dios en Ex 3, 14 surgió toda una filosofía cristiana, riquísima en implicancias, que él llamó "metafísica del Éxodo". El faro que guiaba la elaboración de esa metafísica era la revelación de que Dios, el creador del cielo y de la tierra, es el Ser simpliciter, origen de todo ser.
La propuesta no es echar por la borda, toda entera, la metafísica del ser, como si se tratara de algo vetusto y deleznable. Se trata de darle una vuelta más de tuerca, de profundizarla, de hacerla más penetrante. Dios es el Ipsum Esse Subsistens (el mismo ser subsistente): lo afirmamos rotundamente. Ahora bien, sabemos por la revelación cristiana que este Esse es en sí mismo Caritas –aunque, hablando formalmente, habría que poner, antes que un sustantivo (caritas, amor), un verbo: este Esse es Amare- : es un acto puro de amor, es un "estar amando siempre", porque la fe nos dice que Dios es comunión de tres personas distintas: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.
Por consiguiente, el dato revelado que, como una luna llena, ha de guiar a este pensar que peregrina en la noche de la razón natural es que Dios, el creador del mundo, sin quien nada puede subsistir, es Ipsum Amare Subsistens. Entonces, la metafísica propiamente cristiana parte de la certeza de que en el origen de todo ente en cuanto ente está el Amor, porque "en arché", en el principio, no está el ser sin más, sino el Ser de la Trinidad.
Una filosofía cristiana tendría que ser, por consiguiente, una metafísica del amor, porque el amor es el origen del ser y por lo mismo es, en última instancia, el origen del conocer, la razón de la inteligibilidad:

“El amor es el misterio original, y amando también nosotros comprendemos el mensaje de la creación, encontramos el camino” (Joseph Ratzinger, Presentazione del Trittico Romano de Juan Pablo II).

sábado, 8 de mayo de 2010

La Patria nació en Luján

El nacimiento de un pueblo es algo demasiado grande como para caber en las estrecheces científicas de la exactitud histórica. Por eso las grandes naciones han descubierto y expresado su origen en una fundación mítica (por ejemplo, Rómulo y Remo en Roma).
Pues a mí me gusta pensar que el día del milagro de Luján es la fecha mítica del nacimiento de nuestra Patria. Nuestra historia como pueblo no empieza con la emancipación de España, como la vida de un hombre no empieza cuando deja la casa paterna. 2010 ó 2016 no son el "Bicentenario de la Patria" como hoy se oye decir, sino el Bicentenario de la Independencia.
Para 1630, más o menos cien años después de la llegada de los españoles a estas latitudes, ya había -además de indios y españoles- un buen número de mestizos y de criollos, al que se sumaba la sufrida presencia de los negros. Cuando esas líneas de la identidad estuvieron suficientemente esbozadas, la Virgen, en una imagen ella misma criolla, quiso quedarse a orillas del río Luján para manifestar que, desde adentro de esa humanidad nueva que nacía en las “Indias” australes ella quería engendrar a su Hijo, Jesucristo nuestro Señor.
Parafraseando lo que dice la “rayera”,  para mí lo cierto es que: “es la Virgen de Luján la verdadera fundadora de esta Patria”.
Por eso me alegro de que, como ciudadanos creyentes de nuestra Argentina,
iniciemos hoy el Bicentenario poniendo a la Patria en las manos de su Patrona.
¡Nuestra Señora de Luján, ruega por nosotros!