jueves, 31 de marzo de 2011

Ser buena samaritana para ser buen samaritano



Es el mediodía. El contorno de los escasos arbustos se desdibuja a lo lejos por el calor que todo lo aplasta. "Fatigado del camino" aparece Jesús, que se sienta, solo, en el pozo solo. Y llega una mujer samaritana. No es difícil ponernos en el lugar de ella, delante de aquel forastero, en quien los que escuchamos el Evangelio reconocemos a la Palabra de Dios hecha carne.
Lo primero que Jesús hace es apelar a la generosidad: "dame de beber", sin decir buendía... No es una actitud esperable, y en esto lleva la marca registrada de Dios: descoloca... "¿Cómo tú, que eres judío, me pides de beber a mí, que soy samaritana?" (v. 9). Pero Jesús le revela su intención verdadera: "si conocieras... quién es el que te dice: "dame de beber", tú le habrías pedido y él te habría dado agua viva" (v. 10). Jesús tiene sed de la sed de la mujer. El Señor quiere a toda costa, imperativamente, encontrarse con nuestra sed. "Te quiero saciar, pero pedime". Pero la mujer no puede, porque falta "conocer el don de Dios"...
En el capítulo anterior, Juan ya nos contaba que el don de Dios es el mismo Jesús: "tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único para que todo el que crea en él no muera sino tenga vida eterna" (3, 16). Pero conocer el don de Dios es "tener experiencia" de él... Resuena en nuestros oídos el despechado reproche divino: "Yo conozco a Efraím... y no conocen al Señor" (Oseas 5, 3a.4b). Esta mujer es inteligente e instruida, pero hay veces que los conocimientos impiden "conocer" de veras: ella sabe perfectamente la historia del pozo, la de los patriarcas, las diferencias teológicas entre judíos y samaritanos, incluso la misión y venida del Mesías... Pero estando delante de él, no puede siquiera elevarse al plano de conversación más espiritual al que quiere llevarla Jesús, y su pensamiento se queda anclado en la realidad del agua material.
Todo pasa por su corazón, sepultado bajo esas razones racionalizadoras... Su corazón, como el nuestro, tan acostumbrado a beber, a tomar, a buscar... imperado por la necesidad de saciar su sed. Jesús, como ella no le pide todavía nada, la busca por algún resquicio de debilidad, de fragilidad, de "sed", de deseo: "el que beba del agua que yo daré nunca más volverá a tener sed" (v. 14). A la samaritana se le ilumina el rostro: "¡basta de venir cada día al pozo a sacar agua...!" (cf. v. 15). El Señor, con maestría, puso al descubierto una primera fibra del corazón de la mujer: la fatiga de tener que saciar su sed. En efecto, hay dos tipos de sed... Una es la del deseo -cuando uno sabe y busca qué es lo que necesita- y otra es la de la necesidad no reconocida. Calmar la sed de una necesidad no reconocida no es una tarea gozosa, sino una esclavitud ciega y siempre frustrante. ¡Cuántas veces nuestros corazones, sin saberlo, se van desangrando así...!
Pero entonces, punzada en su debilidad, la samaritana dice la palabra mágica: "dame de esa agua..." (v. 15), y entonces, con la puerta abierta por la libertad, empieza el milagro.
Me imagino que Jesús, "saciado" por este pedido, olvidado del calor y del cansancio, y puesto de pie entusiasmado, casi frotándose las manos del gusto,  la habrá mirado con la dulce incisividad del amor, que descubre las profundas heridas del corazón: "Bien, empecemos: traete a tu marido"... "No tengo marido" (v. 17), respuesta "racional" que el Señor desnuda de inmediato: "tienes razón [...] has tenido cinco y el que ahora tienes no es tu marido [....]" (v. 18). Al sentirse descubierta, ella apela nuevamente a la racionalización y contesta rápidamente: "Señor, veo que eres un profeta" (v. 19) y trata desesperadamente de poner distancia entre ella y su interlocutor con una disquisición teológica acerca de lo que los separa: acerca de los lugares de culto de judíos y samaritanos... Jesús, Maestro paciente, se sube al tren hasta que en un momento clave le revela toda la verdad, como quien saca un as escondido bajo la manga: "el Mesías [...] soy yo, el que te está hablando" (cf. vv. 25-26).
¡Es el momento de la verdad! Pero justo entonces, rompiendo todo el clima, caen los discípulos, que volvían de hacer las compras. Se ve que entonces Jesús se distrae y por primera vez le quitó los ojos a la mujer. Ella aprovecha la ocasión y huye a contar que vio, casi con seguridad, al Mesías… ¿Cómo sabe? La prueba es la verdad: “me dijo todo lo que hice” (v. 29). Ahora sabemos de sus propios labios que aquellas palabras de Jesús a las que ella había fingido no dar importancia (“veo que eres un profeta”…) le habían calado hondo, muy hondo, tan hondo desde donde puede brotar la vertiente del agua viva… El Señor la había “llevado al desierto” y le estaba “hablando al corazón” (cf. Os 2, 16) pero al mismo tiempo la había “desnudado por completo” (Os 2, 5). Ella, que todavía no conocía el “don de Dios”, era sin embargo totalmente conocida por Jesús, que sabía de sus cinco maridos y de su actual concubino… Pero Jesús no le dijo esa verdad para dejar al descubierto su inmoralidad, sino para asegurarle que conocía a fondo las heridas sedientas de su corazón, las dolorosas grietas de su desdichado cántaro, al que “el agua se le escapa cada dos por tres”, como a los “pobres coladores” de María Elena Walsh. El Señor se mostraba perfectamente al tanto de su afán obsesivo de afecto, que no había hecho más que acumularle fracasos amorosos. Iban seis, y ella déle ir al pozo…
Aquí el evangelista nos regala un detalle precioso, porque pone: “La mujer, dejando allí su cántaro, corrió a la ciudad” (v. 28). El milagro ya está hecho, ya la samaritana es una mujer nueva.
Entonces volvemos a recordar que todo había comenzado con un “llamado a la solidaridad”, con una invitación a la generosidad: “dame de beber” (v. 7). Y lo cierto es que ella, al final, no le dio nunca a Jesús ni un trago de agua, pero sí había ya respondido de corazón al segundo “pedido” del Señor: “Créeme, mujer…” (v. 21). Porque los pasos de este camino nuevo se dan de a poco: una vida entera dedicada a la desecante gimnasia de “absorber” no se transforma tan rápidamente. Pero lo fundamental está hecho: ella dejó olvidado su cántaro, esas sus pobrecitas necesidades insaciables que le secaban la vida a ella y a los hombres que se dejaban absorber por su febril seducción…
Sin darse cuenta quizá, su corrida a la ciudad era el cumplimiento de la promesa de Jesús y la coronación del proceso: ella había “conocido el don de Dios”, le había “pedido agua”, él le dio entonces a beber toda su misericordia, con una mirada de amor que la hizo encontrarse a un tiempo con su propia verdad y con la verdad sobre Él, y ahora ella tenía adentro una “fuente que brota hasta la vida eterna” (v. 14), que empapaba a sus paisanos y los conducía al Camino, a la Verdad, a la Vida…
¡Cuántas verdades sobre Dios y sobre nosotros nos revela este misterio de Jesús y la samaritana!
Para quienes somos discípulos de este Maestro, y queremos, como Él, ser “buenos samaritanos” que pasen por la vida haciendo el bien, el itinerario de la samaritana nos llena de esperanza. De hecho, no podríamos ser como “el buen samaritano” (cf. Lc 10, 25-37) si no somos antes bien “la samaritana”. ¡Qué lindo es pensar que la tan difícil abnegación que Cristo nos exige (cf. Lc 9, 23-24), y que nos sabe a muerte (cf. Jn 12, 24), puede hacerse efectiva con la misma espontaneidad con que la samaritana dejó su cántaro olvidado! Éste es el verdadero camino de la cruz, ésta es la genuina vida cristiana, que surge, abundante como el agua, del amor de Dios, y no de los imperativos extrínsecos y voluntaristas. Únicamente cuando uno “gusta y ve qué bueno es el Señor” (Sal 33, 9), cuando puede decir “encontré al amor de mi alma” (Ct 3, 4), cuando la sed más profunda del amor más profundo encuentra por fin la “fuente de agua viva” (Jer 2, 13a), sólo entonces puede dejar olvidado el inconformable cántaro del propio yo, esa “cisterna agrietada que no retiene el agua” (Jer 2, 13b), esa angustiada aspiradora afectiva que demanda, reclama y absorbe sin nunca calmar su ansiedad, y dedicarse por entero a que otros “vengan a ver” (Jn 4, 29; cf. Jn 1, 39.46) a Jesús, nuestro Dios y nuestro Señor.

Señor Jesús, misterioso peregrino del mediodía
que en los desiertos de la vida nos sales al encuentro,
gracias por hacernos conocer la verdad sobre nosotros mismos,
gracias porque a la luz de tu rostro vamos también descubriendo el nuestro,
gracias por darnos esa Agua viva, el Espíritu que nos enseña la verdad (cf. Jn 7, 39),
porque esa verdad nos va haciendo libres,
libres para decir “sí”,

libres para derramar en nuestros hermanos
el amor de Dios que tú derramas en nuestros corazones (cf. Rom 5, 5).

domingo, 20 de marzo de 2011

¡Recen por mí!


Aunque no suelo escribir cosas directamente personales en el blog, hagamos una excepción para compartir esta linda noticia, sobre todo con quienes me une sólo este misterioso vínculo cibernáutico.
A todos pido oraciones, para que pueda ser fiel servidor de nuestro Señor, quien dijo de sí mismo que "no ha venido a ser servido sino a servir" (Mc 10, 45).
Este camino de servicio a la Iglesia requiere que, como discípulo, cada día "me niegue a mí mismo y tome la cruz": es un camino de muerte y resurrección, como el de nuestro Maestro. De aquí el lema, tomado de las mismas palabras de Jesús, que me acompaña en este paso fundamental de vida consagrada.
Pídanle a la Virgen, a Ella que pronunció el "amén" más fecundo de la historia ante la anunciación del Ángel, que en esta solemnidad de la Anunciación sea también ella, como Madre y Hermana, la que me enseñe a dar un "sí" generoso y fiel al Buen Dios que me quiere, me llama y me envía a su Pueblo.