domingo, 31 de enero de 2010

La fidelidad de las cosas


"Los primeros días de esas vacaciones, pasados en la estancia,
fueron para Judith una permanente alegría.
No esperaba hallar los mismos detalles en el amado paisaje
y la enternecía la fidelidad de las cosas".
Hugo Wast, La que no perdonó.

Desde hace varios años a esta parte tengo, cada vez que vuelvo al campo, la extraña sensación de que estoy yendo por última vez. Esto se explica, por un lado, por la “libertad condicional” en que vivo desde que entré al seminario, y por otro, por el fantasma de la venta del campo, que es un sentimiento casi idéntico al miedo inmotivado que uno a veces tiene de que se le muera su padre, o un amigo, o un hermano...: el temor de perder el bien amado, que es la contracara de cualquier amor.
Entonces, cada vez que voy a “El Rodeo”, lo miro sedientamente, como si cada imagen tuviera que quedar grabada para siempre en mi retina; lo aspiro, lo siento, lo vivo con la ansiedad devoradora de la mirada postrera.
Volver al lugar donde pasé infinitas horas de toda mi vida, desde la primerísima infancia, pobre de conciencia pero rica de sensaciones, hasta esta reflexiva adultez, me genera una serie de emociones tan densas, tan arcaicas, que sólo alcancé a balbucirlas un mes atrás, al reencontrarme con esa frase tan certera del gran Hugo Wast: “Como si en los años de ausencia todo hubiera debido cambiar, no esperaba hallar los mismos detalles en el amado paisaje y la enternecía la fidelidad de las cosas”.
La “fidelidad de las cosas”. Cada detalle del camino me va dando la bienvenida: la misma ruta 74, el mismo asfalto vencido, los mismos montes a lo lejos, amados en las distintas formas que toman según de dónde se los mira; las mismas estancias vecinas, con sus mismas entradas; los mismos carteles viejos en el camino del deslinde, guardando celosamente la distancia con Cangallo, La Constancia e Iraola... y sobre todo, la misma fidelidad precámbrica de la sierra -de mi sierra-, verdadera alma de mi pago chico.
Ciertamente, es conmovedor volver a un paisaje que es el mismo, exactamente el mismo que quiero sin saber desde cuándo, desde que lo vi con los ojos asombrados y el corazón virgen de la niñez, y sin querer ni saber cómo ha quedado como estampado en el alma, de modo que casi no se puede distinguir de mi propia identidad. ¿No dijo Atahualpa Yupanqui que “el hombre es paisaje que anda”?
El amor a este paisaje querido es tan primario, tan natural, tan espontáneo como el amor a la madre o el amor a uno mismo. Con todo, en ese lugar amado, en esa “querencia”, hay algo que está ahí delante, algo objetivo, algo que es distinto de mí mismo. Con ser profundamente mío, sin embargo yo no soy el dueño de ese paisaje, ni el señor de ese horizonte.
Volver a ver lo que vi toda mi vida desde la galería -ese serpenteo verde que hacen los mimbres del arroyo Tandileofú y los eucaliptus de “Las Coloradas”, esos recortes en el horizonte que podría reconstruir con los ojos cerrados- tiene la contundencia y el gustazo de un verdadero encuentro: no es puro narcisimo. Mi paisaje querido tiene identidad propia: es mío, pero no soy yo. Por eso le puse un nombre: “Ayacucho”.
(Que no es el Ayacucho de los mapas, porque la querencia es algo mucho más chico y acotado que el partido o el cuartel. El “pago chico” es esa porción del pago que uno incorporó a la retina sin necesidad de mirarla, sino a fuerza de verla, nomás, y de tanto dejarla entrar por los ojos, sin esfuerzo, durante toda una vida, hasta que se ganó en el corazón).
Ese encuentro borrascoso, ese abrazo mitad lúcido y mitad atávico entre el paisaje y yo se da cada vez que vuelvo a “El Rodeo”. Y tiene el gusto raro del desfasaje entre su fidelidad y la mía. Él es siempre el mismo: me recibe cada verano con el mismo olor a menta en el campo y el mismo olor a jazmín en la galería, y cada invierno con la misma fiesta en el chispear de la chimenea; me sostiene cada año con las mismas baldosas coloradas, cuarteadas por el paso y el peso de la vida; me renueva cada vez con esa agua inmejorable, que ceba mejor que ninguna aunque haga lavarse la yerba al tercer mate... Yo, en cambio, no soy siempre el mismo: vuelvo cada vez más cambiado, porque mi paisaje interior se renueva cada año, incorpora nuevos aires y nuevos cielos, y, sobre todo, se puebla de nuevas personas.
Pero ¿no es eso, justamente, lo lindo de volver? ¿No es acaso lo propio de cualquier regreso este reencuentro del que se fue, del que cambió de pago, con su paisaje primero? Volver tiene mucho de encuentro con lo que uno había perdido, de restitución de un bien robado, acaso, por el olvido. Uno recibe “desde afuera” cosas que, sin embargo, no podrían ser más “de adentro”...
Si las cosas no fueran “fieles”, si el paisaje perdiera identidad, ya no tendría sentido volver, como lo dice magistralmente la zamba de Marta Mendicute:

“La casa ya es otra casa;
el árbol ya no es aquél...
Han volteado hasta el recuerdo,
entonces ¿a qué volver?

La magia ya se ha perdido
¿quién la pudiera encender?
Ni la tierra ya es de tierra,
entonces, ¿a qué volver?”

Volver, en ese caso, ya no sería volver a ninguna parte, porque uno vuelve siempre al niño que fue, a la propia identidad olvidada y que el paisaje guarda, celosamente, como un tesoro...
Muchas veces uno tiene la experiencia de volver. Puede volver a su escuela, a la casa en que vivió de chico, a la iglesia de su barrio... Pero no es fácil volver después de casi treinta años a un lugar y que esté tal cual uno lo recuerda, igual a como uno lo dejó. Siempre los lugares cambian un poco, son como uno, que sigue, sí, siendo el mismo, pero no... Hay un poco de gozo por el reencuentro y otro poco de tristeza por la ausencia, por la irrevocabilidad de lo que ya no vuelve más. La vuelta, entonces, tiene una medida de dulzura y una de amargor.

En “El Rodeo”, en cambio, todo está como siempre. Los árboles viejísimos, la casa sencilla, los muebles, los colores, hasta las fotos de la casa que siguen diciendo la novedad del primer casamiento de la familia o que se estancaron en la infancia de los primeros nietos... Eso, que quizá sea un indicio de muerte, para mí es fuente de vida. Todo es igual en el campo. Es verdad que los vientos han cambiado apenas los montes desde la galería: éste está más desdentado, aquél se desflecó un poquito; el nuestro ya deja pasar la luz del sol y se han muerto de pie las lambertianas añosas que eran nuestras guaridas de infancia. Pero cuando me siento en la vieja hamaca, respiro eucaliptus puro y miro ese mismo horizonte que sube y que baja, me dejo mecer por la borrachera del recuerdo, y ya no sé si soy yo hoy o si soy ese chiquito despreocupado jugando en el arenero, esperando que alguna voz querida me llame para almorzar.