jueves, 11 de junio de 2015

Ricardo Dodds (1928-2015). La verdadera grandeza de un grande

"Que tu vida no sea una vida estéril. -Sé útil. -Deja poso. 
-Ilumina, con la luminaria de tu fe y de tu amor. 
Borra, con tu vida de apóstol, la señal viscosa y sucia 
que dejaron los sembradores impuros del odio. 
—Y enciende todos los caminos de la tierra 
con el fuego de Cristo que llevas en el corazón."
(San Josemaría, Camino, 1)

Hace unos días, en su casa de Punta Chica, rodeado del cariño de su familia, murió mi abuelo Ricardo.
Médico de raza y de alma, apasionado por su nobilísimo oficio y entregado en cuerpo y alma a su vocación, era para todos el Dr. Ricardo A. Dodds, oculista eminente y famoso.
Pero para mí fue simplemente "Papapa".
Y aunque en la voz de sus parientes y amigos de infancia él era siempre "Ricardito" -y a pesar de su estatura más bien menuda-, la grandeza era la más notoria de sus características personales. Por eso se me hace tan difícil hablar de él. Como es difícil reflejar el cielo, o como es difícil abrazar el mar. ¿Cómo se hace para describir la grandeza sin empequeñecerla en el intento?

Papapa era de veras un grande. Una gran persona, un gran médico, un gran padre de familia. Y lo fue no porque todo le saliera bien, sin querer, sino porque se lo proponía y se esforzaba. "No tenía pereza para nada", dijo mi abuela por todo panegírico... Tenía una capacidad de sacrificio, una disciplina y una abnegación verdaderamente heroicas.
Me sale definirlo como un hombre que se tomó la vida en serio: todo lo que hacía lo hacía así, con seriedad, "con todo el corazón y con toda el alma, con todo el espíritu y con todas las fuerzas" (Mc 12, 30). Argentino de ley y porteño cabal, nadie estuvo más alejado que él de nuestros penosos prototipos del "vivo" y del "chanta", del "chamuyero" y del "fanfarrón". Por eso le costaba muchísimo tolerar la mediocridad: a él, sencillamente, no le entraba en la cabeza.
Me acuerdo que una vez yo estaba escuchando un disco de José Larralde en su casa, y él, que estaba por ahí aparentemente abstraído, me llamó la atención sobre una frase: "la tierra es grande o es chica de acuerdo con los anhelos" (José Larralde, Cimbreando). Y es que él era en ese sentido como Martín Fierro, cuando dice: "para mí la tierra es chica y pudiera ser mayor", porque sus anhelos eran grandes, bien grandes. Siempre tuvo horizontes altos. Como lo dijo su hijo Cristián el día del entierro: "veía en lo invisible, y por eso se animó a lo imposible".


Ahí estaba el verdadero secreto de su vida. Veía en lo invisible. O más bien, vivía "como si estuviera viendo al Invisible" (Heb 11, 27). No se puede entender a Papapa sin su fe en Dios. Un Dios a quien él, como todo, se tomó en serio, acaso desde que descubrió existencialmente que era precisamente Dios quien primero se había tomado en serio -muy en serio- su vida y la vida de cada uno de nosotros, hasta en sus más pequeños detalles de cada día. Para este descubrimiento encontró ayuda en las fervorosas enseñanzas del sacerdote Josemaría Escrivá, que en Buenos Aires apenas comenzaban a conocerse. Desde entonces entendió familia y trabajo como su camino de santidad, y sirvió a la Iglesia en el Opus Dei con una fidelidad inconmovible, a pesar de todos los pesares, hasta el día de su muerte.
Él deseaba que los demás conociéramos a Dios como él lo conocía, que lo quisiéramos como él lo quería, que lo tuviéramos en el centro de la vida como él lo tenía. Y aunque en esto tampoco mi abuelo nunca escatimó esfuerzos, heroicos incluso, me animo a decir que esta dimensión misionera sí le salía casi sin querer, como el calor y la luz de un fuego amable, que siempre estaba ahí. Que lo digan si no tantísimos hombres y mujeres que encontraron en él a la vez al apóstol de la formación integral, de la rectitud, del trabajo serio, de la primacía de la persona humana y de la familia... y al apóstol de Cristo, probablemente sin poder reconocer en qué momento un apostolado daba paso al otro.

En la intimidad de la familia, sin embargo, a Papapa lo queríamos no por ser un señor, ni por ser heroico en su religiosidad, ni por ser intachable en su trabajo o eminente en su profesión... Lo queríamos por ser Papapa, el abuelo que nos recibía siempre sonriente, el que nos "sacaba las tripas", o el que accedía a nuestros desesperados pedidos cuando en las tardes de pileta escuchábamos que un delicioso pregón de "¡helado-ooo!" rompía desde lejos el monótono quejido de las chicharras...
Y lo conocimos y quisimos con sus defectos y debilidades. Éstos eran, a mi ver, derivaciones casi necesarias de su misma grandeza. 
Tenía, por ejemplo, un fuerte amor propio: no era fácil disentir o discutir con él, como no fue fácil ayudarlo a la hora de la vejez y la debilidad. Por otro lado, somos varios en la familia los que heredamos de él ese carácter flemático, que nos hace tan remisos a mostrar y expresar las necesidades y los sentimientos y la propia intimidad... 
Creo que el riesgo más grande de Papapa era el de tomarse la vida demasiado en serio, de no darse ni dar concesiones, de no permitirse un recreo, de medir con la temible medida que usaba para sí mismo... Pero Dios lo salvó de este riesgo, una y otra vez, sobre todo, a través de las mujeres.

La primera, su madre Elsa. Hija del escocés "Jimbo" Croll (de quien Papapa heredó esa capacidad de hacer reír a los demás sin cambiar de cara) y de una potente criolla, Sarita Fragueiro, "Elsita" combinaba genialmente su papel de mujer culta, elegante -hasta el último día de su vida no salió a la calle sin guantes blancos, aunque se cayeran los pájaros- y de activísima "vida social", con una personalidad muy divertida, pícara, peligrosamente espontánea. ¡Tan diferente de su hijo, incapaz de decir una palabra fuera de lugar...!
"No hay un día en que no me acuerde de ella", solía decir Papapa. Siempre me pareció algo especial escucharlo pronunciar "mamá". Nunca lo oí llamarla de otra manera. Lo decía de un modo tal que uno intuía que de pronto el gran Dr. Ricardo se había permitido volver a ser "niño", y por un fugaz instante uno se asomaba a otra dimensión, muy íntima y misteriosa, de él. De hecho, "Ricardito" -ya siendo abuelo- fue un ejemplo de hijo. Pendiente permanentemente de Elsita, se ocupó de que nunca le faltara nada. La llevaba y la traía de Buenos Aires a Punta Chica cada domingo de su vida para los infaltables asados, como una liturgia filial... Y cuando ella ya no pudo seguir viviendo sola, la recibió en su casa hasta que murió, después de más de dos años de internación domiciliaria.
Tuve la gracia de conocerla y quererla mucho. Ella me hizo su bisnieto preferido, objeto de mil malacrianzas. Conversábamos horas enteras de los temas más variados, porque me hacía sentir su amigo y su "par"... Ella, con noventa años cumplidos; yo, con menos de diez.
Y este amor por Elsita me unió muy especialmente a Papapa. Bastaba que al saludarme me dijera "Críst" -como ella me llamaba- para establecer una profunda complicidad afectiva entre nosotros, en que holgaban todas las palabras.

Pero el mejor regalo que Dios le dio a Papapa fue su mujer Margot O'Farrell, mi abuela "O". No podía ser más diferente, y por eso fue su complemento perfecto. Y decir Margot es decir los once hijos que tuvo con él. No hay estructura que no se caiga, como murallas de Jericó, frente a ese inmanejable estruendo vital que es una familia tan numerosa. Y por eso creo que entre mi abuela y sus hijos siempre lo salvaron a Papapa de ese tomarse las cosas demasiado en serio... Diría que ella fue como la soda indispensable para que tanta grandeza concentrada en Papapa se hiciera potable.
Bastaba que mi abuela pusiera un tonito burlón en su voz para relativizar instantáneamente todos sus absolutos... Una comida formal con un médico importante, un congreso en Europa, una distinción académica, una conversación sobre historia o música clásica, la exclusiva pertenencia a un club, o inclusive un retiro espiritual... todo se desinflaba ante las pequeñas ironías de "O", que desde afuera nos hacían matar de risa. Con su arrollador sentido común y práctico, y tal vez sin proponérselo, mi abuela le hizo cariñosamente entender a Papapa que su casa y su familia no eran un lugar para ser admirado, sino para ser amado. Aunque además todos lo admiráramos tanto, y ella más que todos.
¡Qué lindo era cuando ella o alguno de sus hijos más opuestos a él lograban desarmarlo y hacer que se riera de sí mismo! Se ponía colorado como un tomate, hundía la pera en el pecho y se ahogaba en esas carcajadas entre dientes que tanto vamos a recordar...

Hay una tercera mujer que Dios puso a su lado como constante ayuda. La Virgen María. Sin esa delicada devoción que Papapa le tuvo siempre, su religiosidad hubiera sido dura y fría. Y fue sin duda el amor a la Virgen de Luján el infalible punto de encuentro entre su espiritualidad y la de mi abuela, habitualmente tan paralelas. De hecho, dos semanas antes de su muerte, me pidió si podía llevarlo con "O" a Luján, pero ya no era posible. Y murió así, con ese anhelo de ver a la Virgen. Por eso no me sorprende que haya sido ella, su Madre, quien lo vino a buscar para el Cielo, justamente en el momento en que su nuera Isabel rezaba en voz alta el Rosario con él.


¡Papapa querido! Siempre supe que eras un regalo que Dios me había dado, y que tenía que aprovechar. No me cansé nunca de visitarte, de gozar ese arte de conversar que tenías como nadie (y que me hacía disfrutar de la misma anécdota contada cien veces como si fuera la primera vez);  de quedarnos charlando horas -siempre con el tinto y algún quesito, amables como vos- de la historia de la familia, de los cuentos de tu infancia y del viejo Buenos Ayres, de las andanzas camperas en lo de tu tío Esteban Bouquet, de tus tiempos de rugbier en CUBA, de la audaz resistencia al peronismo, de tu admiración por el "viejo Malbrán" y de mil anécdotas de tu vida de médico... ¡Todo era interesante cuando lo contabas vos!

¡Qué grande te hiciste en tu ocaso! ¡Qué heroico fue tu sufrimiento sin una queja y sin descanso! Nunca fui tan consciente de lo grande que eras como al final, cuando te miraba doblado sobre vos mismo, tiritando en la silla de ruedas, apretando la cruz y la medalla de la Virgen, o haciendo un esfuerzo enorme por leer, mientras celebraba la Misa en tu casa. ¡Me inspirabas más reverencia vos que el Dios que tenía en mis manos!
Poco a poco, al tenaz ritmo de tus dolores, tuviste que entregar tus obras, tu equipo médico, la fundación que soñó tu generosidad, tu inmensa familia... Y finalmente te entregaste vos.

¡Cuánto te vamos a extrañar! Eras el anfitrión perfecto, la garantía de la casa abierta, del asado listo, del cotidiano milagro de la multiplicación de los chorizos y los helados, del esfuerzo sea cual sea para que la familia se reuniera... 
¿Cómo entonces no iba a quererte Nuestro Señor allá en Cielo, recibiendo a la gente, preparándole incansablemente el copetín, haciendo más casa la casa de Dios? ¡Dormí, Sanpedro, que ahí llegó Ricardo! 
Y si algún día llego a llegar yo también, sé que vas a estar así, como te he visto acá: la copita del "vino nuevo" en la diestra, la sonrisa en los ojos y mi abuelo Jaime -tu amigo- al lado. Y diciéndome: "¡Críst! ¡Pero qué sorpresa! ¿Un vinito...? ¡Pasá!"