viernes, 4 de octubre de 2013

Las manos más fuertes que las rejas

Siempre me costó rezar "de la mano". Seguramente era por falta de costumbre: en casa ni se nos cruzaba por la cabeza. Era una práctica rara, a la que nos veíamos sometidos únicamente cuando rezábamos el padrenuestro en las Misas de Tandil, en las vacaciones de la infancia. Entonces, rezar agarrados de la mano era una situación por demás incómoda, que salvábamos o resistiéndonos (si podíamos) o riéndonos por lo bajo.
Pasaron ¡tantos años! desde entonces... y nunca, hasta ayer, había entendido la hondura de rezar de la mano.


Como todos los miércoles, fui con mi amigo Cacho de visita a la comisaría IV de Virreyes.
Unos pocos metros separan el calabozo de la calle y de la plaza. Y sin embargo parece que uno se mete en otro mundo.
Ese mundo tiene su propia ley, sus propios códigos, su propio lenguaje, su propia lógica. A poco tiempo de frecuentar este sitio, uno va captando cómo funciona la sociedad de los encarcelados. Se detecta quién es el que, permaneciendo sentado, y ya sin necesidad de levantar la voz, le dice a otro que ponga el agua a calentar, o que vacíe el mate y cambie la yerba... y es obedecido sin mediar palabra. Y uno se empieza a acostumbrar a oír que a ése, tan buenito que parece, lo tuvieron que amansar porque cuando llegó "se sentía zarpado" y quería "pararse de manos" por cualquier cosa. Otras veces, preguntamos qué fue de los que ya no están más, y entre risas -bastante poco contagiosas- nos cuentan que tuvieron que mudarse a otra comisaría porque ellos mismos los habían "echado". A veces, es porque se enteraron -siempre se enteran- del motivo por el que cayeron presos, y se trataba de "violines" o de "transas", o de algún otro rubro que está condenado en sus códigos.
En ese antro, privado de la luz del sol, donde rige la ley del más fuerte y casi no se conoce otro lenguaje que el de la violencia, nosotros pasamos, sin embargo, momentos muy agradables. Ellos nos esperan, nos saludan con alegría, y nosotros los saludamos por su nombre de pila, y preguntamos por los que se fueron o los que llegaron nuevos. En seguida ponen el agua para el mate, que tomamos sentados a la par de ellos, en los improvisados banquitos "tumberos" hechos de tres botellas llenas de agua atadas entre sí. Después de una hora y pico de conversar de noticias y temas irrelevantes, de tristezas confiadas en voz bajita, y de groserías reídas a los gritos, nos preparamos para irnos hasta la siguiente semana. Pero antes de que el oficial de turno nos abra la pesadísima reja para salir del calabozo, les proponemos hacer un momento de oración. Cada uno pide lo que necesita, o da gracias a Dios, y terminamos rezando el padrenuestro y el avemaría.
El último miércoles, al introducir el rezo del padrenuestro, extendí las manos -por pura costumbre- al modo típicamente sacerdotal. Y los dos muchachos que tenía a mi lado, para mi sorpresa, me las tomaron, en un gesto que espontáneamente se contagió hasta que todos estuvimos de la mano.
Ayer, cuando fuimos de visita, no nos dejaron entrar al calabozo, y tuvimos que resignarnos a charlar y pasarnos el mate a través de las rejas. Sin embargo, cuando llegó el momento de rezar, fue César, uno de los muchachos, quien espontáneamente me alargó su mano entre los barrotes, mientras le daba la otra al compañero de al lado. Y así tomado de las manos hizo cada uno su pedido a Dios y a la Virgen... La reja, cuya fría solidez yo sentía en mis muñecas, en ese momento pareció desaparecer, vencida por la más sólida convicción de ser todos hermanos, todos pecadores, todos pobres y necesitados, en presencia de un Dios que nos quiere, y que estaba ahí mismo, tan presente, tan palpable, encadenándonos en ese gesto de humilde hermandad.
Dios no los liberó portentosamente de la prisión, como a san Pedro. Pero en ese lugar de violencia y de agresividad, de soledad y de resentimiento, de oscuridad y de dureza, Jesús hizo un milagro tanto más grande. Esas manos endurecidas por los golpes, insensibilizadas por el frío de los "fierros", acostumbradas a la velocidad del robo y al gesto amenazador del asalto, se unieron en un gesto candoroso y confiado, como prestado de la infancia (la abreviada infancia de los más pobres). Al menos por unos minutos, el más "tumbero" fue tan vulnerable como el "lavataper", nadie fue más que nadie y cada uno se supo hermano de todos los demás en el mismo dolor de la prisión, en la misma esperanza de libertad, bajo el mismo amor del Padre Dios.
Y conmigo Jesús hizo el milagro de ablandarme un poquito más el corazón.

martes, 16 de abril de 2013

"Ida y vuelta a Emaús, por favor". Un viaje de cuatro estaciones para encontrarse con Jesús.

El relato de los discípulos de Emaús (Lc 24, 13-35), que en este tiempo de Pascua volvemos una y otra vez a meditar, nos ofrece algunas claves del encuentro con el Resucitado que podemos aplicar no sólo a la Eucaristía, sino también a los demás sacramentos y a toda forma de oración. Lo planteamos con la imagen de un viaje en tren con boleto de ida y vuelta, y que tiene cuatro estaciones bien definidas.


 
Primera estación: “¿De qué hablaban por el camino?” (Lc 24, 17)
 
Los discípulos están dejando la comunidad grande de Jerusalén, y se vuelven a su aldea, a su pequeño mundo, o “lo de siempre”. Es un camino de desilusión: desandar esa aventura de salida de sí mismos hacia el Reino que habían hecho tras los pasos de Jesús, y volver a su rutina, al “más vale malo conocido que bueno por conocer”…
Y Jesús se interesa por su corazón, por qué los preocupa, por cómo están: "¿De qué vienen hablando por el camino?"
El encuentro con Jesús resucitado empieza con una iniciativa de Él. Poder encontrarse con Cristo es un regalo: es gracia. 
Pero la experiencia de Jesús resucitado supone necesariamente abrirle el corazón tal como está. Encontrarse con Dios en cualquier forma de oración, también en la Misa, implica “poner toda la carne en el asador”, entrar a la iglesia, o a la oración, sin dejar nada de nuestra realidad afuera, sino poniendo todo lo que hay en nosotros en manos de Jesús que se interesa por cada detalle de nuestra existencia y que no desecha nada de lo humano.
 
 
Segunda estación: "Les explicó las Escrituras" (cf. Lc 24, 27.32)
 
Después de recibir lo que ellos podían ofrecer –en este caso, su desilusión, su tristeza- Jesús ilumina la realidad con las Escrituras, que en su boca se hacen Palabra viva, capaz de hacer “arder el corazón” (Cf. Lc 24, 32) y de tener ganas de seguir escuchándolo, de invitarlo a quedarse, de no dejar que “siga adelante” (Cf. Lc 24, 28) sin quedarse con ellos, sin entrar en su casa, sin ingresar en lo más íntimo de su corazón.

 
Tercera estación: "Lo reconocieron al partir el pan" (cf. Lc 24, 30-31; Lc 24, 35)
 
Los discípulos sólo reconocen a Cristo Señor al “partir el pan”. “Fracción del Pan” es el primer nombre que recibió la “Misa”, la Eucaristía celebrada en comunidad (cf. Hech 2, 46). Y cuando lo reconocen, Él, que había aceptado su invitación para "quedarse con ellos" (cf. Lc 24, 28) desaparece de “enfrente” para quedarse “adentro”, porque se había hecho alimento justamente para eso: “el que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él" (Jn 6, 56). Por eso no lo “extrañan”, no se lamentan de que haya desparecido de su vista, sino que comparten los frutos que su presencia dejó en el corazón: “¿No ardía, acaso…?” (Lc 24, 32). Es el momento del encuentro y de la intimidad en lo concreto y objetivo de su presencia sacramental.
Sólo reconociendo a Jesús en la Iglesia (la liturgia, la Eucaristía, los sacramentos, la Palabra...) se abren los ojos para que podamos caer en la cuenta de que él venía con nosotros desde antes, desde siempre, acompañándonos en el camino, en lo cotidiano de la vida.
 
“Cuando el sol se vaya y la tarde caiga,
se abrirán los ojos al partir el pan,
y entonces sabremos que por el camino
nos venía arreando el Dios de la Paz”
                                    (Mamerto Menapace, "Los yuyos de mi tierra").
 
Sin ese reconocerlo en la Iglesia, donde Él quiso quedarse, se hace muy difícil reconocerlo en nuestro vivir cotidiano.
 
 
Cuarta estación: “En ese mismo momento, se pusieron en camino” (Lc 24, 33)
 
El encuentro con Jesús los devuelve rápidamente a la esperanza y a la comunidad grande de la Iglesia, a quien ellos escuchan (Lc 24, 34) antes de hablar (Lc 24, 35). La Comunidad de los Apóstoles les confirma su experiencia, los fortalece en la fe común: “El Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón”.
El encuentro de Jesús nunca nos deja iguales: no nos deja aislados, sino que nos abre a los hermanos; no nos deja cómodos y estáticos, sino que nos devuelve al camino del anuncio alegre, de la vida misionera.