jueves, 30 de octubre de 2008

De la admiración

A mi hermano Pato.
A mis amigos.
El asombro, se dice con razón, es el origen de la filosofía. De la filosofía en el más genuino de sus sentidos, en cuanto "sabiduría de vida". Parafraseando a la Biblia, me atrevería a decir: "Principio de la sabiduría es el asombro de las cosas". Muchas veces se ha hablado de las bondades del asombro, y también lo hemos hecho aquí.
Hoy, sin embargo, quisiera referirme a la admiración, que es el más alto de los asombros.
En nuestra lengua madre hay un parentesco muy estrecho entre los verbos "asombrarse" (mirari) y "admirar" (admirari), tanto que a veces son sinónimos. Sin embargo, se hacía en el uso una interesante distinción, como atestigua Beda el Venerable: "Miramur opera, admiramur virtutes" -"Nos asombramos de las obras, admiramos las virtudes"- (De ortographia). La admiración está referida, en primer lugar, a las personas. El prefijo "ad" (a, hacia) sugiere, por un lado, un asombro "dirigido", que mira a los ojos; un asombro con nombre, "personalizado". (Distinta es la mirada -más vaga y panorámica- de quien pasea y repasea los ojos embelesados por un paisaje imponente). Por otro lado, esta "dirección", este "blanco" implica una intención y una actividad en el sujeto. De ahí que en castellano el verbo "admirar" se use casi siempre como activo y transitivo: "yo admiro a alguien", en tanto que los verbos "asombrarse" y "maravillarse" revisten una forma más bien pasiva y no pueden volverse transitivos sin alterar su sentido. A diferencia del mero asombro, donde prevalece la pasividad fugaz de la sorpresa, en la admiración el asombro de un momento se convierte en una actitud permanente. La admiración es un asombro decidido. Admirar es elegir asombrarse.
La admiración, habíamos dicho, es el más alto de los asombros. Y lo es en razón de su objeto, que es la persona humana. Ahora bien, si las razones lingüísticas -siempre un poco pedantescas- no bastaron para probarlo, me gustaría hacerlo con un precioso texto de la liturgia, tomado del Prefacio común IX: "...Tú eres el Dios vivo y verdadero; el universo está lleno de tu presencia, pero sobre todo has dejado la huella de tu gloria en el hombre, creado a tu imagen."
Resulta muy normal y lógico que nos maravillemos contemplando la naturaleza: que nos asombremos unas veces de su imponente grandeza y otras nos extasiemos de su milagrosa pequeñez. Pero con más razón deberíamos asombrarnos del hombre, que es la obra más gloriosa de Dios, como dijo Ireneo: "la gloria de Dios es el hombre viviente". Esto es, precisamente, la admiración. Pero admirar muchas veces nos cuesta.
Las cataratas del Iguazú o el glaciar Perito Moreno no ofrecen ningún tipo de "resistencia" a nuestro asombro. Distinto es cuando tenemos delante a una persona, a alguien como nosotros. Ahí se hace más grande y arduo el salto entre el "mirar" y el "admirar"... El problema, pues, parece ser el hecho de que en la admiración se trata de nuestros semejantes. En esto, precisamente, radica la dificultad de la admiración, pero también su grandeza.
De hecho, la admiración es tanto menos costosa cuanto más "desemejanza" existe entre el que admira y el admirado.
La más fácil de las admiraciones -pero también la más infecunda, por extrínseca (y a veces incluso alienante)- es la tributada a esas personas que consideramos como "extraordinarias", como "fuera de serie", a quienes experimentamos tan lejanas que ya casi no las sentimos como "semejantes" sino como "sobrehumanas": de hecho, las llamamos "ídolos"...
Hay otra admiración que no por común es menos importante. Es una admiración natural y hasta constitutiva de la persona, y que "sale sola": el hijito que admira a su padre, la hermanita a la hermana mayor, el discípulo al maestro, etc. En efecto, no se puede crecer como persona sin alguien "más grande", sin estas figuras de autoridad que son a la vez objeto de admiración.
No obstante, la admiración empieza a ser más rara cuando el hijo o el discípulo crecen y se acorta sensiblemente esa distancia que los separaba de sus mayores. Con la cercanía y la paridad aparecen la emulación, la competencia, los celos y la envidia.
Por eso, la admiración más difícil es la que se da entre auténticos "pares" (hermanos con poca diferencia de edad, compañeros de trabajo o de estudio, etc.).
La "paridad" es de por sí muy ardua: requiere un fatigoso equilibrio, siempre pronto a quebrarse. Ver "parejamente" a nuestros "pares" exige el empeño constante de sostener y soportar esa tensión. Las más de las veces, cedemos al simplismo: a algunos, tendemos a "sobrevalorarlos", a otros a "infravalorarlos". En este último caso, el ejercicio de la admiración es el más eficaz de los remedios para dejar de mirar al hermano por sobre el hombro, para permitirle recobrar sus dimensiones, para permitirnos aprender de él y alegrarnos con lo que nos da.
A pesar de su intrínseca dificultad, pocos sentimientos hay tan altos y humanizantes como la admiración por un "par". ¡Qué alegría, qué gozo, qué milagro de paz cuando, en el lugar mismo donde brotaron las malezas -acaso inevitables- de la competencia y los celos, nace la buena semilla de la admiración!
Si de suyo el simple asombro expande el corazón, eleva el espíritu y por un momento nos libera del enredo de nuestras propias preocupaciones y autocuidados y nos hace perdernos en la belleza y estallar en canto agradecido, ¡qué caudal de gozo, qué fuerza liberadora tiene la admiración!
* * *
Quienes tendemos peligrosamente al narcisismo y la soberbia, la admiración no es un gusto que nos demos demasiado frecuentemente. Con todo, he tenido -gracias a Dios- algunas intensas conversaciones "admiradas" entre amigos, que guardé como "perlas" en el corazón, y cuya frecuente rumia me ha conducido a estas reflexiones.
Porque -hay que decirlo-, las bondades que tiene el admirar se multiplican cuando la admiración florece en la "confesión" abierta. Una admiración inconfesa es como una buena planta que todavía está muy cerca de esas malezas que mañana mismo pueden ahogarla o secarla.
Poder charlar entre amigos y dedicarse un buen rato a ponderar, admirados, al amigo en común; poder, entre hermanos, admirar al hermano es un acto que enaltece, libera y humaniza. Es como un lavaje de corazón, como una purificación psíquica que deja al alma agradecida y contenta. Por esto mismo, la admiración recíproca es acaso uno de los ingredientes más excelentes y saludables de toda amistad.
* * *
Ésta me parece una de las grandes enseñanzas contenidas en las densas palabras de San Pablo en la Carta a los Romanos. Describiendo la nueva vida en Cristo y los carismas de la comunidad, Pablo quiere asegurarse, por un lado, de que los cristianos se vean entre sí como "pares", como "miembros los unos de los otros" (12, 5) "en Cristo". De aquí que comience su exhortación pidiéndoles: "no se estimen más de lo que conviene; tengan entre ustedes una estima razonable". Esto supuesto, Pablo, el padre, el amigo, el experto en humanidad, quiere regalarle a su comunidad de Roma la preciosa experiencia de la admiración mutua. Y por eso les dice unos versículos más adelante: "Ámense cordialmente los unos a otros, estimando cada uno a los otros como más dignos" (12, 10).
Que Jesús nos enseñe su humildad de corazón, para poder admirarnos cada vez más entre nosotros. Así tendremos cada día la alegría de los agradecidos, porque, si vivimos admirados, vamos a estar realmente amando a nuestros hermanos, pues estaremos diciéndoles sin necesidad de palabras: ¡Qué maravilla que existas! (Cf. Josef Pieper, "Amor", Las virtudes fundamentales).

sábado, 18 de octubre de 2008

La verdad en las latitudes del amor

Hace poco más de una semana, en su monasterio de Punta Chica, murió la Madre María Leticia Riquelme OSB, abadesa de Santa Escolástica. Sólo Dios sabe cuánto de lo que hay en mí de bueno se debe a sus oraciones y a las de sus monjas, las "benes" tan queridas. Tuve el priviegio de conocerla y de que me honrara desde chico con su amistad, que me manifestó siempre con muchos pequeños gestos de cariño. Su lema abacial -una suerte de programa de vida-, estaba tomado de la carta a los Efesios 4, 15: "Veritatem facientes in caritate". Hoy, agradecido, quisiera dedicarle a ella esta pequeña reflexión, que podría tener como título, su lema, y como ícono, su vida.

Madre M. Leticia Riquelme OSB (1943-2008)

La verdad en las latitudes del amor

En nuestro idioma, y en muchos otros, hay una diferencia antigua entre los verbos "conocer" y "saber". La raíz originaria del primero (* gno-), refiere a una actividad fundamentalmente intelectual, gnoseológica. En cambio, tanto en griego como en latín, la raíz de "saber" (*Soph-, *Sap-) es la misma que la de "sabor". "Saber", en castellano, es tanto del intelecto como del gusto. Fulano "sabe" mucho; una salsa "sabe" bien. La arcaica verdad latente en el esqueleto de las palabras nos enseña que existe una íntima y misteriosa relación entre el "saber" y el "sabor".
Nos damos cuenta, entonces, de que mucho de lo que llamamos "sabiduría" no es tal. No tiene "sabor". Es, ciertamente, ciencia ("scientia") pero sabiduría ("sapientia") no. Lo mismo pasa con los "sabios": nos vemos obligados, como los franceses, a usar distintas palabras para el sabio "sabelotodo" o "sabihondo" ("savant") y otra para el sabio "sabroso" ("sage").
Es un hecho que no cualquier pensador es "sabio": no es lo mismo estudiar que adquirir sabiduría. En efecto, las más de las veces (comenzando por la literatura sapiencial de la Biblia), se reserva esta palabra no para el "intelectual" sino más bien para el anciano, para el que sabe no por haber estudiado sino por haber vivido bien, por haber experimentado (o sea, por ser un "experto" o "perito", en sentido etimológico). Bien lo dice nuestro refrán: "el diablo sabe por diablo, pero sabe más por viejo". También en la literatura cristiana encontramos frecuentemente escritos que nos presentan la auténtica sabiduría como algo distinto de la sabiduría del "mundo". Me gusta ver la cifra de este pensamiento en una vieja copla castellana:

"La ciencia calificada
es que el hombre en gracia acabe,
porque, al fin de la jornada,
aquel que se salva, sabe,
y el que no, no sabe nada".

Es decir: la sabiduría es algo práctico, en cuanto que tiene todo que ver con la vida concreta. Si no muerde la existencia, si no incide en las opciones, si no se traduce en lo cotidiano, aquello será un conocimiento, una ciencia, una doctrina, un teorema, pero jamás sabiduría. Será una "palabra muerta", al decir del de Aquino: "Así como cuando un hombre cree y no practica se dice que su fe está muerta (cf. Sant 2), a veces el hombre tiene una palabra muerta: piensa en lo que debe hacer pero no tiene la voluntad de hacerlo" (In Symbolum Apostolorum expositio, 112). Es un conocimiento muerto, porque no atrae hacia sí la afectividad, el amor.
Refiriéndose a la Eucaristía, en una frase genial, el Papa resume -a mi juicio- toda esta cuestión: "Si el mundo antiguo había soñado que, en el fondo, el verdadero alimento del hombre -aquello por lo que el hombre vive- era el Logos, la sabiduría eterna, ahora esta logos se ha hecho para nosotros verdadera comida, como amor" (Benedicto XVI, Deus caritas est, 13).
La lógica del Evangelio y la dinámica de la Eucaristía vienen, en efecto, a echar mucha luz sobre nuestro asunto. Dios nunca se reveló en solas palabras: nuestro Dios es Yahvé, el Dios liberador, el Padre de "mano poderosa y brazo extendido"... En Jesucristo, Dios es Palabra que se identifica con el acontecimiento: el Logos que se hace carne. Es todo lo contrario a la "palabra muerta": es "verdad y Vida" (cf. Jn 14, 6). En él, que es la Palabra eterna de Dios, la Sabiduría de que hablaban Salomón y Ben Sirá vuelve a ser -más que nunca- sabrosa, porque se hace literalmente alimento.
¿Cómo? Dice el Papa: "como amor". La Eucaristía es Verbum almum, Palabra nutritiva, la Sabiduría que nos prepara el vino y la mesa (cf. Prov 9, 2), porque es Amor.
Vemos, por consiguiente, cómo Jesucristo nos devuelve (con nueva y altísima profundidad) esa inmemorial verdad de "los antiguos que pusieron nombres a las cosas" (Platón): que "saber" era algo que daba gusto y hacía crecer.
Pero ahora nos devela el secreto de ese vínculo antiguo. ¿Cómo el conocimiento llega a ser sabroso? Como amor. ¿Cómo el saber se hace alimento? Como amor. ¿Cómo la verdad puede ser digerible? Como amor.
De esto que nos enseña la pedagogía de Dios en Cristo podemos extraer la siguiente conclusión: si queremos que una verdad "llegue", si pretendemos que una palabra "edifique" y enriquezca, esa verdad debe reunir dos condiciones: por un lado, debe estar "encarnada"; por otro, debe darse "como amor". Es decir, debe ser una verdad "martirial", que se expone no sólo en nuestros labios sino ante todo en nuestro testimonio de vida; y debe ser una verdad que se transmite en la firme suavidad del amor. Ésta es la verdad de los santos, que son los verdaderos "sabios".
El famoso "relativismo" actual, ese descrédito que, desde hace años, pesa sobre cualquier pretensión de una verdad que trascienda al individuo y llega a descalificar no sólo la idea de verdad sino incluso su misma palabra, hace necesario que quienes creemos en Jesucristo (el que dijo "Yo soy el camino, la verdad y la Vida" -Jn 14, 6-) aprendamos a reformular la verdad del Evangelio con el mismo lenguaje con que nuestro Maestro anunció el Reino de Dios: con el estilo humilde del amor fiel hasta la muerte. Las circunstancias de nuestra hora exigen de nosotros la valentía de proponer -de vivir- una "verdad crucificada", como dice el teólogo italiano Adolfo Russo.
Ciertamente, no es fácil "practicar la verdad en la caridad" (cf. Ef 4, 15). Día a día padecemos las tensiones y las incoherencias que tantas veces nos llevan a radicalizar todavía más el divorcio existente entre verdad y amor... Ya nos rendimos a amores fáciles y amorfos, ya nos anestesiamos con verdades rígidas e impermeables. El desafío es poder achicar cada día un poco más esa distancia, aprendiendo a conjugar la verdad en la "sinfonía" de la comunión.
A fin de cuentas, es en la Vida eterna donde se consumará la reconciliación entre palabra y obra, entre verdad y amor. Y por eso es tan lindo lo que dice San Agustín hablando -con ansias- del Cielo: "Que en ti, Señor, me encuentre con todos aquellos que se alimentan de tu verdad en las latitudes de la caridad" (Confesiones, XII, 24, 33).