sábado, 13 de agosto de 2011

La lección del sauce

En la capillita de mi casa, donde rezo a la mañana, hay una ventana que siempre tengo abierta. Así, mientras voy alabándolo a Dios con los salmos matutinos, voy mirando por esa ventana cómo la luz del sol va calladamente devolviendo a cada cosa su forma, y gozo sintiendo cómo crece la luz amable, imperceptible como el avance de una marea, hasta que me doy cuenta de que ya puedo apagar la lámpara. Y a través de esa ventanita cada mañana se me va ganando en el corazón mi barrio de Virreyes, con el rojo de los ladrillos huecos en las paredes nuevas, con los escasos árboles siempre mutilados, con los ya conocidos pajaritos de mi cuadra (la calandria del poste, las torcazas del cable...) y el intermitente desfile de somnolientos delantales que no quieren llegar a la escuela.
Hoy a la mañana, cuando miré por esa ventana, me sorprendió ver que un sauce de allá lejos tenía, al oblicuo resplandor del sol saliente, como un aura verde que envolvía su copa. Evidentemente -filosofé con rudimentaria biología- aunque estemos en pleno agosto, estos apenas dos días de húmedo veranito, con su tormenta consiguiente, le alcanzaron al noble sauce para regalarnos la gratitud de sus renuevos, como una profecía de la vida nueva.
                        
Ayer a la tardecita, en medio de un viento frío muy fuerte y un cielo totalmente encapotado, salía, apurado, de visitar a una familia, pedaleando vacilantemente -mal que le pesara a mi prisa- por entre el barro del barrio San Jorge. Cerca de la salida del barrio, en una de las últimas esquinas por donde iba a pasar, vi a un grupo de como cuatro muchachos en inconfundible postura de estar consumiendo droga. Cuando me fui acercando, creí reconocer, entre las capuchas de los buzos, a dos de ellos. En brevísimos segundos tuve que decidir si hacerle caso a mi apuro o a la voz que me decía que tenía que parar a saludarlos. ¿No era acaso suficiente con decir de pasada: "¡adiós, muchachos! ¿Cómo andan?"?. Sin embargo -tal vez porque al pasar por ahí reconocí tras la sombra de su gorra a un tercero- lo cierto es que paré y los saludé. El primero, para saludarme, se vio obligado a cambiar de mano el  cigarro que estaba armando. Saludé por el nombre a los tres que conocía, y me presenté a los que no. Y después de intercambiar brevísimas palabras, sin bajarme nunca de la bicicleta, me disponía a seguir viaje, cuando uno -el del "porro"- se me acercó, se quitó un gorrito de lana, y me pidió: "Padre, ¿me da una bendición?", y recibió como un chiquito indefenso la mano que puse en su frente inclinada. No había terminado cuando otro de los muchachos, uno que apenas antes había aventurado a media voz: "¿no tiene diez pesos para la coca, padre?" sin que yo me diera por aludido, también se me acercó con la gorrita en la mano y me pidió que lo bendijera.
Creo que es la primera vez que alguien me pide y recibe una bendición con tanta unción, con tanta fe, con tanta devoción.
Un minuto después, salía del barrio, entre emocionado y aturdido, casi olvidado de mi apuro, pensando en las cosas de la vida y dando gracias a Dios.

Esta mañana, cuando alternaba mi mirada entre el sagrario y ese sauce de pronto reverdecido, creí entender que el milagro vegetal era una parábola del corazón humano. ¡Con qué poco -apenitas un saludo de dos minutos- bastó para que dos muchachos de aspecto seguramente temible, semiocultos en una esquina, se desencapucharan por un instante y pidieran espontáneamente, con la cabeza inclinada, la bendición de Dios! Como el sauce de mi ventana, parece que los hombres esperan muchas veces sólo un poquito de calor para mostrar esa vida escondida que tienen helada en el corazón. Debajo de tantas costras, cicatrices y durezas, se encuentra siempre la vida frágil, la vida tierna e inocente que puso Dios al principio.
Seguramente alguna helada venidera se lleve las prematuras hojitas de mi sauce. Seguramente esas "yerbas"  malas sigan ahogando la vida de esos muchachos. Pero yo espero no olvidarme de la lección y no volver a despreciar la pequeñez de un gesto que, con la ayuda de Dios, puede despertar quién sabe qué brotes de vida.