lunes, 28 de junio de 2010

Juirle a la confusión

"La  lucha por la claridad es una primera tarea del filosofar"
Emilio Komar
De un tiempo a esta parte se oprime mi corazón con una gran tristeza, a causa de la confusión que cunde en nuestra sociedad: el proyecto del pseudo "matrimonio homosexual" es en sí mismo efecto y causa de la confusión. El "debate" en torno al tema constituye las más de las veces un activísimo palabrerío que no hace más que seguir empantanando la inteligencia de la gente con eufónicas falsedades y rimbombantes falacias. Mi tristeza, sin embargo, se vuelve exasperación cuando percibo que la confusión se gana en algunos ámbitos eclesiales, llamados por el Señor a ser "luz del mundo".
¡Hay que juirle a la confusión como al mesmo demonio! El maestro Emilio Komar nos repetía que "confusión" es uno de los nombres del infierno. La confusión, en efecto, es la obra maestra del "padre de la mentira".
Por eso, estoy convencido de que mi deber como cristiano algo pensante es el de "cooperar con la verdad", como dice el lema episcopal de Don Joseph Ratzinger. Echar lo más que pueda el agua clara de la sensatez, del sentido común y de la verdad en tanto barrial masivo.
Hace poco escuché a un sacerdote que hablaba de los "nuevos modelos de familia", y que después de hacer un diagnóstico (muy poco gnóstico) de la realidad actual, exhortaba -comentando el Documento de Aparecida-, con dulces palabras, a "habitar la incertidumbre y el no saber, relativizar nuestros absolutos, dejarnos conmover". ¡Qué lindo dejarse conmover! Pues a mí lo que más me conmueve es tanta, tanta confusión... "Habitar la incertidumbre y el no saber", amén de una bella metáfora, es en este contexto una especie de canonización de la confusión. Muchos pastoralistas parecen hoy regodearse en la perplejidad y en las incertidumbres del "cambio de paradigma".
No se trata de defender sistemas de pensamiento racionalistas y cerrados, donde ya no haya preguntas ni misterios... Pero tampoco hay que olvidar que ninguna "apertura" genuina se funda en la confusión y en la ignorancia.
La Buena Noticia de Jesucristo nos regala muchísimas certezas, desde las cuales tenemos sobradas herramientas para hacer un suficiente discernimiento espiritual de los "signos de los tiempos".
En cuanto a la familia, el invocado Documento de Aparecida nos dice, con certeza, que "entre los presupuestos que debilitan y menoscaban la vida familiar, encontramos la ideología de género, según la cual cada uno puede escoger su orientación sexual, sin tomar en cuenta las diferencias dadas por la naturaleza humana. Esto ha provocado modificaciones legales que hieren gravemente la dignidad del matrimonio, el respeto al derecho a la vida y la identidad de la familia" (DA 40).
Los cristianos no tenemos las soluciones prácticas para todo, pero tenemos al Espíritu de Jesucristo, la Palabra de Dios hecha Hombre, que bastantes certezas nos da. No hay que habitar la incertidumbre, sino la certeza de que Dios nos ama con un amor eterno y más fuerte que la muerte. Eso es "permanecer en Jesucristo" y ser sus discípulos misoneros para tener y dar vida plena.

De toda confusión ¡líbranos, Señor!

martes, 8 de junio de 2010

El gavilán que no sabía cantar

A Papá, de quien aprendí a mirar los pájaros
Me encanta volver cada mes a San Isidro, cuando tengo un día de retiro en el seminario, y salir a la hora de la siesta a mirar el río, a recorrer las calles de adoquines y a pasear un rato con el Creador mientras voy rezando el rosario.
Hoy, cuando estaba volviendo de mi paseo meridiano, embriagado de otoño, sentí un silbido fuerte y muy extraño. Me paré en seco y busqué un ratito a ver de dónde venía. Entonces lo descubrí: era un gavilán de color pardo, medio bataraz el pecho, que se había asentado en la rama más alta de un ombú enorme que hay en la calle Beccar Varela. Siempre me fascinaron los pájaros "falconiformes", esa familia imperial de las aves a la que pertenecen las estirpes reales de las águilas y los aguiluchos, los chimangos y caranchos, los halcones y gavilanes. El gavilán, como el que vi hoy, es mucho más difícil de ver que el carancho, sobre todo porque es más chico y menos vistoso. De hecho, nunca antes había podido mirar a uno con detenimiento. Cuando a veces siento el revuelo y el griterío espantado de cotorras y demás pajaritos que huyen por el aire, miro bien y pronto reconozco a alguno de estos gavilanes que acaba de pasar rasante por la copa de un árbol... Pero cuando lo sigo con la mirada, en seguida lo pierdo, porque vuelve a planear muy alto en el cielo.
Pero ahí estaba hoy el gavilán: solemne, soberano, señor de la copa más alta, recortando con premeditada elegancia su altivo perfil contra el celeste brumoso del cielo otoñal. Me quedó claro que los reyes de la tierra, en sus ademanes de majestad y altanería, no han hecho más que remedar a las águilas del cielo.
Sin embargo, el gavilán seguía lanzando repetidamente ese grito medio silbado, un chillido agudo y lastimero. Me quedé como herido por ese grito, constante como un respiro que doliera. ¿Qué le pasaría? ¿Llamaría a alguien? ¿Tendría hambre? Un rato después, su grito me hizo acordar al del chimango, y creí comprender...
Estas aves altivas, de belleza regia y porte majestuoso, son objeto de admiración y respeto: su poder las vuelve invulnerables, y su invulnerabilidad les da una seguridad y un aplomo que las hace todavía más admirables. Cuando quieren ir a posarse, basta que las demás aves sientan pasar el frío de su sombra imponente para que abandonen temerosas el árbol, dejándoles todo el sitio libre. Para el momento en que el gavilán llega a la rama, ya no hay trinos gozosos ni cotorreos alegres a su lado.
Por eso gritaba el gavilán: todos los pájaros del cielo lo admiran y lo respetan, pero nadie lo quiere. Su grandeza exige el tributo del miedo; la soledad es el precio de su poder. Y por eso de su pico ganchudo no puede brotar sino una queja lastimada: su pecho engreído no ha aprendido nunca a cantar. La melancolía agresiva y gritona es lo único que les queda a estas aves rapaces como consecuencia de su grandeza solitaria, porque en su orgullo tampoco saben llorar como las palomas.
Sólo los pájaros buenos saben cantar. Los que se alimentan de la humildad de las lombrices o de los bichitos, y no atemorizan a sus semejantes. Ellos, en su vulnerabilidad, no han perdido la sencillez de disfrutar de la vida, y conservan la libertad de pararse cada tanto en una rama y de improvisar a los cuatro vientos la belleza de su canto. Quizá no son las aves más bellas, ni las más grandes, ni las más elegantes. Pero acaso su misma pequeñez les hace gozar a lo grande de las cosas chiquitas de cada día: la sombra de las hojas y el perfume de las flores, los bichos del suelo, cada gota de agua y cada rayo del sol. Nadie huye de ellos: pueden compartir la rama o el potrero con los demás pájaros, hermanados por la misma bondad que los hace a la vez tan libres como vulnerables.
Después de un rato, tuve que dejar al gavilán en aquel ombú de la calle Beccar Varela y volver al seminario, para seguir con el retiro. Mientras me alejaba, seguía oyendo su grito hiriente...
Entendí entonces que su grito me quería decir algo, que su triste historia valía también para nosotros, y me convencí de que tenía que contar este sucedido del gavilán que no sabía cantar.