martes, 2 de noviembre de 2010

Dime lo que miras y te diré quién eres

"Queridos míos, desde ahora somos hijos de Dios, y lo que seremos no se ha manifestado todavía. Sabemos que cuando se manifieste seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es" (1 Jn 3, 2).
Alguna vez hemos comentado este pasaje de la carta de san Juan, que la Iglesia nos propone en la solemnidad de Todos los Santos, para que pensemos en la vida eterna. Sin embargo, ayer me quedé meditando no en lo que esta Palabra dice del cielo, sino en lo que implica ya en la tierra.
"Seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es". Más allá de la visión de que se trata, la afirmación es rotunda: habrá una mirada tan profunda, tan transparente y diáfana, que hará que el que ve se haga semejante a lo visto. Pareciera que entre la visión y la vida hay un vínculo secreto y profundo: existe, en efecto, una relación causal y efectiva entre el ver y el ser.
A partir de esto, me gustaría, como el pescador que tira líneas al agua, sugerir algunos caminos de reflexión.
  • Mirada comprometida. Por un lado, aquí hay un "ver" que involucra a la persona que ve. No se trata de un "ver" pasivo, como el del que permite que se le ganen las imágenes mientras "ve televisión". Es, por el contrario, una visión en la que la persona está tan comprometida que incide en el propio ser. Por eso, no es cualquier ver, sino que es un "ver" por haber "mirado", por haber puesto atentamente el corazón.
  • Fecundidad de la mirada. En el caso que dice 1 Jn 3, 2, la semejanza con Dios se da ciertamente por la excelencia del objeto visto -que es Dios-, pero también porque la mirada fue purificada para poder verlo "tal cual es". Entonces, no debería extrañarnos que tantas veces nuestras miradas no sean fecundas... Uno puede viajar, leer, conocer culturas y gente, tener mucho "mundo", y volver siempre igual. No importa sólo qué miramos, sino cómo miramos. Si en la mirada no está puesto el corazón, lo que vemos tampoco deja huella en el corazón: entra y sale como por un tubo.
  • Mirada que digiere y asimila. Por eso se da un cierto paralelismo entre la mirada y la nutrición: así como puede haber desnutrición aunque se lleven cosas a la boca, hay maneras de mirar que impiden asimilar lo visto. El zapping, por ejemplo, es una mirada que de suyo impide la digestión de lo ingerido. Esta dispersión total de la mirada lleva, incluso, a perder sensibilidad, a no poder "degustar" lo que estamos "consumiendo". Es la misma diferencia que hay entre la "cata" y el "fondo blanco". El contenido se desdibuja a tal punto que ya no importa qué vemos, sino el hecho de "estar viendo", en una pasividad cada vez más abúlica. "Voy a ver tele", y no un programa en particular. El "eterno retorno" del zapping provoca un tedio típico: "no hay nada para ver"... ¡pero desde el principio no había nada que buscar! La pasividad, en ese caso, ha llevado a la imposibilidad incluso de formular positivamente el capricho: "quiero ver esto".
  • Mirada que discierne y jerarquiza. Otro factor que impide la buena asimilación de lo que vemos es la confusión (o sea, "todo es igual, nada es mejor"). Cuando lo que vemos viene tan mezclado ya no sabemos bien a qué debemos prestar más o menos atención, qué tenemos que tomar y qué dejar. El ejemplo cotidiano es el de los noticieros, que no siguen otro orden que el que convenga para mantener en vilo al televidente, sin ponderar qué es más o menos importante, ni clasificar las noticias (como todavía hacen los diarios): por lo tanto, tenemos vistos los talentos actorales -o la esquizofrenia facial- de los conductores que nos sonríen -con musiquita de fondo correspondiente- para contarnos el nacimiento de un nuevo tigre en el zoológico y sin solución de continuidad se ponen serios para hablarnos del asesinato de un jubilado, y acto seguido nos cuentan la última novia de Brad Pitt, y así toda la hora. Esto dificulta una de las tareas fundamentales de la mirada, que es la jerarquización, esa "discreción" o "juicio" que le permite digerir las cosas, o por lo menos evitar la indigestión espiritual.
  • Mirar al otro en cuanto otro. Esta analogía con la alimentación nos hace pensar en que muchas veces nuestras miradas, nacidas desde la insatisfacción, son miradas hambrientas, absorbentes y desesperadamente posesivas. La mirada que benignamente llamamos curiosa y comedida, si se "desboca" puede ser capaz de desnudar y violar, de pisotear y profanar las más sagradas intimidades. La primera carta de Juan nos presenta otra mirada: ya no se trata de "asimilar", fagocitar al otro, sino de respetarlo tanto que es el que mira el que se torna semejante al "mirado". "Seremos semejantes a él, porque lo veremos..." La mirada que Juan propone es una mirada pura, porque es una ventana al otro, a través de la cual uno puede finalmente descentrarse y salir de sí mismo. Esta mirada ya es parte  integral de la única dinámica del amor. El fruto de este mirar no es la unión posesiva y forzada, sino la unión fluida y mansa de la semejanza.
  • Mirada libre y liberadora. Poder mirar al otro en sí mismo, sin querer consumirlo ni apropiárselo, es mirar con libertad. Sólo esa mirada puede bajar la guardia, sosegarse, descansar. Así es la mirada del amor, como lo dice el poeta: "Me miráis, ojos de mi alma, / con la calma / con que mira el cielo al mar" (Miguel de Unamuno, "¡A sus ojos!"). La energía que se gastaba en absorber, en atrapar, ahora se reconduce a la atención al otro en tanto que otro. El que ama está atento a las necesidades verdaderas del amado, busca el bien propio del otro. Por eso su mirada, redimida del narcisismo, no sólo es libre sino que es liberadora. En efecto, no intenta insertar al otro en los propios esquemas sino que lo ama "tal como es"... No hay mejor mirada que la del que nos ama: su mirada -que nos acepta radicalmente- nos reafirma, nos hace lugar, nos despliega, nos hace crecer, nos da alas.
  • Contemplación y transformación. La mirada del amor es la que mejor conoce, como decía Adela Sáenz Valiente de Grondona: "el amor es la retina más perfecta que existe". Esta mirada tiene nombre propio: se llama "contemplación". ("La contemplación -dijo Josef Pieper- es un percibir amante"). Es precisamente la contemplación la que tiene esa capacidad de transformar al sujeto que contempla, justamente por mirar amando. Entonces el conocimiento que se da no es conceptual, sino un conocimiento "por connaturalidad" (Santo Tomás de Aquino): el amor hace que lo extraño se haga semejante, y así lo semejante conoce a lo semejante, familiarmente, como por instinto. Esta transformación del contemplante en lo contemplado, en cuanto a la relación con Dios -donde por la excelencia del Otro esto es más patente-, está presente ya en el Antiguo Testamento: "mírenlo y quedarán resplandecientes, sus rostros no se avergonzarán" (Salmo 33; cf. Ex 34, 29 ss. 33 ss., retomado por san Pablo en 2 Co 3, 12-18). San Lucas nos dice que mismo Jesús fue transfigurado "mientras oraba" (Lc 9, 29). Por eso puede decir 1 Jn que "porque lo veremos tal cual es, seremos semejantes a él". Muchos autores han aprovechado este misterioso vínculo para vivir la espiritualidad de la contemplación, por ejemplo, en la adoración eucarística. Mirar con amor el Cuerpo entregado de Jesús -además de "comulgarlo"- nos va haciendo "eucaristía" a nosotros, nos va contagiando el estilo del Maestro, nos va "pegando su tonada" de humildad, de servicio, de amor total...
  • Por una ascética de la mirada. Pero no debiéramos pensar que sólo la "contemplación mística" nos va transformando en lo que miramos... Si el que ve a Dios queda radiante, también la Biblia nos advierte que "el que honra ídolos vanos, se vuelve vano él mismo" (cf. 2 Re 17, 15; ver también Sal 115, 8). No da igual qué miramos o qué dejamos de mirar: "La lámpara del cuerpo es el ojo. Si el ojo está sano, todo el cuerpo estará iluminado; pero si el ojo está enfermo, todo el cuerpo quedará en tinieblas" (Mt 6, 22-23). Uno es un poco lo que mira, porque mira lo que ama y en el fondo uno es lo que ama. Por eso "dime cómo miras y te diré cómo eres; dime qué miras y te diré qué eres; dime a quién miras y te diré quién eres".
    Creo que en un tiempo en que la "cultura de la imagen" es tan fuerte que el "homo sapiens" corre el riesgo de volverse el "homo videns" (Giovanni Sartori), es necesario reeditar una auténtica "ascética de la mirada". Lo que vemos deja huella en nuestra imaginación, en nuestra memoria, en nuestro corazón. Así como no nos llevamos a la boca todo lo que nos ponen delante, tampoco debemos "tragarnos" todo lo que está ante nuestros ojos. De hecho, las consecuencias negativas de las malas miradas son harto más duraderas que una indigestión. Habrá que aprender de nuevo a hacer "ayunos de la vista" y "silencios de la mirada" (no tener la televisión prendida porque sí, no someternos a sus imágenes "inconscientemente", evitar el zapping ocioso, etc.), pero sobre todo habrá que educarnos en el ejercicio positivo del mirar bien: saber ser contemplativos en medio de la vida cotidiana, permitirnos ver la luz del día, detenernos a mirar el cielo, poder pasear un poco por la calle mientras caminamos y reconocer dónde puso nido aquel hornero, y gozar con los nuevos brotes en los plátanos, o apreciar las flores de un balcón, o los encantos de una moldura. Cuando nos animemos a hacerlo, y notemos cómo eso nos "transforma", nos vamos a asombrar...