martes, 22 de noviembre de 2011

Música y martirio. En torno a santa Cecilia.

Parece que la mártir santa Cecilia no entendía demasiado de fusas y semifusas, y que terminó siendo patrona de la música por un error en algunos manuscritos del "Acta" de su martirio. El hecho es que Santa Cecilia, para la mayoría de nosotros, es inseparablemente la mujer de la palma y de la lira: virgen y mártir de Cristo, y patrona de los músicos.
Yo le tomé un cariño irrevocable desde mi adolescencia, cuando siguiendo los caminos de la música y el  canto (eran los Torneos Juveniles Bonaerenses de folklore) estuve tres años seguidos en Mar del Plata precisamente para esta fecha de noviembre, en que la querida ciudad costera celebra a su santa patrona.
Desde entonces, como músico y creyente, siempre celebro con mucho cariño los 22 de noviembre a la santa Cecilia, y hoy lo hice por primera vez como sacerdote.
Y me quedé pensando en el misterioso vínculo de la música con el martirio del que ella es, por fortuitas circunstancias, símbolo acabado.
"Martyr", en griego, es el testigo, el que da testimonio de algo. Andando el tiempo, la palabra se fue especializando, y se aplicó a quienes daban testimonio de Dios con la entrega de su propia vida.
Sin embargo, en sentido amplio, a la música le cabe siempre el carácter de "martirio". La música es siempre una forma de dar testimonio de algo, de manifestar externamente algo profundo del corazón humano.
No sabría decirlo con certeza, pero supongo que desde el principio la poesía nació para ser cantada, mucho antes de que a alguno se le ocurriera sólo declamarla. La música le presta a las palabras tantas más dimensiones, que puede hacerles decir mucho más de lo que dicen. Si se da testimonio con la palabra, el dado con el canto es mucho más "testimonial".
No es casual que en todas las épocas se haya elegido la música para hacer "testimonio" del propio credo, de la propia bandera o filosofía, incluso hasta jugarse la vida. ¿En qué historia no ha habido cantores proscritos? Dicen los estudiosos que en la lengua de la Biblia "cantor" y "profeta" pueden escribirse con la misma palabra...
En alguna otra ocasión escribí sobre el sufrimiento que me daba, de chico, que me obligaran a cantar en las reuniones familiares. Y aunque fui venciendo esa resistencia que me habría convertido en un "rogado", me justifico todavía, porque cantar es una manera de darse, de entregarse, de abrir el corazón y descubrir la intimidad. Cantar es, en ese sentido, y más allá del "contenido" de lo que uno cante, dar testimonio ante todo de uno mismo: y ese testimonio muchas veces se cumple con el sudor y el sacrificio del "martirio", porque para cantar o tocar "con el alma" hay a veces que "dejar la vida".
Me viene a la mente una frase rotunda del cantor salteño Ernesto Day: "solamente el tibio jamás podrá cantar" (Si vuela una canción). El canto, de suyo, como cualquier arte hecho de veras, requiere pasión, y por eso es enemigo de la tibieza, de la medianía espiritual, de la racionalidad que quisiera controlar el fervor de los sentimientos. Cosa que ya el mismo Martín Fierro, inaugurando su "vuelta", había afirmado:  "pues sólo no tiene voz el ser que no tiene sangre".
A veces, de hecho, se oyen interpretaciones musicales técnicamente perfectas, pero incapaces de provocar una sola vibración en el alma. En cambio, como dice con maestría Zitarrosa:

"Hay cantos como flores,
mal afinados:
suenan mucho mejores
que bien cantados" (Coplas del canto).

En efecto, el canto y la música hechos "sin sangre" son dolorosamente falsos como un beso sin amor, mentirosos como una moneda sin respaldo. Perdieron justamente ese ser cruento, ese derramamiento de sangre propio de todo "martirio". Por eso, en sentido estricto, no se puede cantar obligado, pues un canto forzado no es música de veras, como no son besos de veras los que se dan por plata. Esa experiencia quedó eternamente canonizada en el salmo que narra la experiencia del pueblo judío desterrado:

"Junto a los canales de Babilonia
nos sentamos a llorar con nostalgia de Sión;
en los sauces de sus orillas
colgábamos nuestras cítaras.
Allí los que nos deportaron nos invitaban a cantar;
nuestros opresores, a divertirlos:
«Cantadnos un cantar de Sión».
¡Cómo cantar un cántico del Señor en tierra extranjera!" (Sal 136, 1-4).

Por eso, porque el canto nace del corazón, sólo puede nacer libremente. Como la sangre, como la vida, desde afuera sólo es posible exigirlo con violencia, provocando heridas y muerte. Y como la sangre y la vida, puede desde adentro elegir darse, y entregarse por amor, hasta la muerte. De ahí la recurrida metáfora del canto del cisne:

"No porque yo estoy cantando
tengo el corazón alegre:
yo soy como el pobre cisne
que canta cuando se muere" (Copla popular argentina).

Porque sólo se da vida dando la vida, porque no se da a luz sin dolor, ni se cría sin sacrificio, ni se ama sin renunciar... justamente por eso la música hecha en serio da vida y es signo de vida. Por eso, todo puede cambiar con sólo "the sound of music".
Así, de lo mucho que esta íntima relación entre el martirio y la música da que pensar, me pareció bueno compartir estos pensamientos en voz alta, para honrar a la querida santa Cecilia. Celebrando en ella a todos los músicos que noche a noche, venciendo la rutina y el hartazgo, dejan el corazón en cada escenario, inmolándose nuevamente ante el siempre nuevo auditorio, y dándoles vida con su pasión; y sobre todo celebrando con la mártir santa Cecilia a tantos más que dejan la vida en el amar y sufrir cotidiano, recomponiendo los prosaicos renglones de cada día en un pentagrama de amor, única clave de la música de Dios.

"Gracias le doy a la Virgen,
gracias le doy al Señor,
porque entre tanto rigor,
y habiendo perdido tanto,
no perdí mi amor al canto
ni mi voz como cantor"
(José Hernández, La vuelta de Martín Fierro).
 
Santa Cecilia, ruega por nosotros.