domingo, 30 de septiembre de 2007

UN APLAUSO PARA EL ASADOR


Hace unos días, en Ayacucho, se murió Pocho Moyano. Un peón de campo jubilado. No sabemos bien cuándo fue; nadie nos lo supo decir: murió tan pobremente que a su muerte sin fecha ya no le corresponderá un aniversario. Pienso, sin embargo, que la intemporalidad oscurísima de su partida se emparenta un poco con la actualidad lucera de la eternidad.

Porque Pocho, en su particular fisonomía, pero al mismo tiempo trascendiéndola, fue además de una persona, un símbolo.

El gaucho argentino, el que quedó cristalizado en el Martín Fierro, se extinguió juntamente con su hábitat original. Con todo, el destino le dio sobrevivir a través de personas-símbolo que han ido encarnando sucesivamente muchos de sus rasgos. Lo de Segundo Sombra, en el novecientos bostezante, se trataba ya de una encarnación poderosa, y por eso tan atractiva, de ese gaucho arquetípico. Pocho, en otros tiempos y en otras proporciones, fue una de esas figuras en las que el gaucho pervivía. Hasta la semana pasada.

Pedro José Moyano -tal era su nombre- decía que había nacido en Labardén, provincia de Buenos Ayres, en los criollos pagos del Vecino, entre Ayacucho y Maipú, y se crió en el campo -decía-, en una familia de trece hermanos. Digo "decía" para que el lector racionalista pare las orejas, porque él decía muchas cosas... muchas cosas la mayor parte de las cuales nunca tenía, ni pretendía tener, un correlato verificable. Claro, eso para la gente se explica diciendo que era medio "bolacero"... Pero no, señor: los hombres que además de personas son símbolos tienen, por derecho propio, la facultad de autoinventarse un poco. Ellos saben que tienen en la vida un personaje por construir, y como realmente son ese personaje, sus bolazos -sobre todo los relativos a su propio origen- son tan reales como el registro civil. Y en rigor, mucho más.

Pocho fue siempre solo y andador. En estos paisanos nunca puede saberse si fueron solteros por ser andadores, o andadores por ser solteros. Nadie le conoció mujer, y sus cosas -decía- estaban dispersas por donde lo había llevado la vida: ese mueble lo tenía en Sevigné; aquella guitarra había quedado en Dolores; la "acordiona" la había dejado en lo de su hermano...

Yo lo conocí de chico, cuando entró a trabajar (primero de mensual, después de peón) en "El Rodeo". Pocho se dedicaba al parque del "chalé", cortaba el pasto, limpiaba la pileta, hachaba leña para sacar las astillas de las estufas y la chimenea, nos hacía los asados, y daba una mano en el campo: con el tractor, recorriendo y ayudando en los trabajos de hacienda. Conocí a Pocho cuando despertaba a mi propia personalidad, y entonces fue él el instrumento elegido por la providencia para dejar en mi ser la huella indeleble del gusto campero, el carácter sacro de la identidad criolla.

Pasé con él días enteros de eneros largos. Uno de esos veranos, cuando mi familia se volvió a Buenos Ayres, me quedé a vivir con él en su casa como dos semanas. Fueron días imposibles de olvidar. Más tarde, cuando crecí y dejé de seguirlo fascinado, y cambié los camperos madrugones por las horas de contemplación, mate y lectura en la galería, me acostumbré a oír su reproche profético: "dejá de lér cosas del Papa, Crí, que vah'a terminar entrando pa' cura..."

Después de los trabajos del día, Pocho volvía a su casita, y ahí parecía otra persona. La cocinita de su rancho era como su lugar en el mundo. Le encantaba quedarse a oscuras tomando mate dulce mientras en la cocina a leña calentaba algún exiguo pedazo de carne (de ésa que nunca comen los "ricos": lengua, cabeza, y algo, sí, de "pulpa"). He ido a visitarlo mil veces justo a esa hora. De afuera, uno creía que ahí no había un alma, hasta que se acercaba mucho y sentía el perenne murmullo de su radio. Entonces le pegaba el grito: "¡Pochito...!". Todavía puedo oír con claridad indefectible el quejido, y después el golpe, de la puerta mosquitero cuando se abría, y tras ella la acostumbrada bienvenida hostil: "¡Quién é!" (Porque a Pocho le encantaba hacerse el hosco, como un perro gruñón. -Era un rasgo esencial de su personaje-.) En la penumbra hermética de la noche, sólo percibía su voz ronca y el parpadeo lento y furioso de su cigarrillo. El pucho -el "cigarro" como él decía- fue el más estable de sus compañeros. Sus labios nunca se vieron privados del beso insaciable del tabaco. Pero yo le conocí otra compañía, que fue un cuzquito negro que un buen día apareció en su casa: "el negrito". Pocho le hablaba cambiando la voz, como las madres les hablan a sus bebitos: le decía, recordando una ranchera vieja: "¿neguito, querés café?" Y cuando en su radio, que no ignoraba un solo programa de folklore de doscientos kilómetros a la redonda, pasaban un chamamé, Pocho lo agarraba de las manos y lo sacaba a bailar, mientras zapateaba. Después el negrito se murió, y no le quedó más que la radio y el cigarro.

Sólo cuando iba a visitarlo, a las cansadas, prendía un farol de gas que había sido del "chalé" (como casi todo su mueblerío, hecho de lo que nosotros tirábamos como inservible). Y, a la magra luz de ese único farol malhumorado, pasábamos horas tomando su vino marca "Gual" (vino sólo potable con "cubitos", como decía él, que siempre sostuvo que el vino puro le "caía mal"). Pocho, con no haber aprendido jamás a tocar un instrumento, guardaba en el ropero de su "pieza" una guitarra bastante decente, con un cuero de víbora adentro "pa' que no se destemple". Con ella yo le cantaba milongas, estilos, cifras, zambas, chacareras y todo lo que me pidiera. Pero como para él cantar bien era cantar fuerte, creo que nunca le parecí buen cantor. (Su máxima ponderación era para su "finao mi hermano", que "la hacía'blar a la guitarra" y tenía una voz que tapaba las guitarras de los que lo acompañaban... ) De hecho, me interrumpía seguido, para comentarme cualquier cosa de las que se habla en el campo: que justo había salido tal número de la quiniela, y él había pensado jugarle a ése porque era el de la chapa del "coche del dotor" (papá): "qué... capaz que si le jugaba no salía nada..."; o del "asidente" que hubo en Mar del Plata (-"¿qué, no lo sentiste, Crí?"-); y por supuesto, que en Tandil "llovieron cuarenta, y acá en lo Rodrígue dice que cayeron veinte, nomás..." Y yo tenía más ganas que él de escucharme a mí mismo... -"¿Y no sentiste, Crí, la milonga que le hizo Carlito Esferra a Favarolo?... ¡Pá...! "

Pocho, el huraño solterón que amaba su cocina oscura, tenía sin embargo el arte de iluminar con su alegría la cara de los demás. Para las fiestas y los asados se empilchaba: se peinaba con un jopo (una verdadera artesanía de canas y gomina), se ponía una camisa blanquísima, bombachas negras, un tirador lleno de monedas y una rastra muy linda de iniciales "emprestadas". El lujo campero de un peón. Solía llevar una bota "pamplona" con vino, y la hacía besar por todos los comensales invitándolos a decir "gregorio" y "chajá" mientras echaban el trago. Su bondad con los chicos, para quienes siempre guardaba caramelos en los bolsillos, creció hasta el heroísmo cuando mi hermana Loli, con apenas dos años, se ahogó en el bañadero abandonado de la manga de vacas. Pocho siempre recordaba cómo aquel 25 de febrero rompió la ventana del cuartito cerrado de la manga para sacar palos y horquillas con los que poder buscarla. En adelante, Loli, que se salvó de milagro, fue para él "la nena", sin más.

Sus asados eran sencillamente únicos. Como dijo mi abuela Isabel, Pocho fue "el rey del cordero al asador". Bajo el imperio de su mano experta, los capones crucificados parecían entregarse de buena gana a la expiación de esa culpa arcana de su raza. Con la pala larga en la diestra, y en la izquierda un vaso de aluminio de contenido indudable, Pocho endomingado, al resplandor de su propio fuego sagrado, era un sacerdote del asado criollo.

Pocho se apagó como morían sus puchos en la noche tiznada de su cocina. Después que se fue de "El Rodeo", cambió las sombras de su casita de la "oriya" del monte por las tinieblas de un ranchito en el pueblo, en las barriadas "del otro lao de la vía", a la altura de la avenida Colón. Luchando con la "prosta" y a la espera de una jubilación irrisoria, compartía sus días con su recia madre, sorda y viejísima, y con una hermanita enferma, a quien los médicos nunca pudieron curar porque "le hicieron un daño, y la que se lo hizo ya se había muerto". Fui a visitarlo allí todas las veces que volví al campo. Terminó su vida en medio de la pobreza. Una de las veces que fui (siempre caía de improviso) se lamentaba de no poder ofrecerme yerba "de marca", mientras la sacaba de una anónima bolsita transparente... Como un tesoro, mostraba orgulloso una foto maltratada del coche de caballos de "El Rodeo", y una foto tamaño carnet de Loli, "la nena", que encontró una vez tirada en el "chalé"... ¿Cuántas y cuántas fotos tenemos de él, de nosotros o del coche de caballos, que habríamos podido regalarle, grandes, enmarcadas....? Pero él, como un nuevo Lázaro, no tenía sino las migas que caían al piso de la mesa de los ricos.

¡Pocho! ¡Cuántos recuerdos se aprietan en la manga del recuerdo! Verte desfilar con paso marcial en "la costa" del alambrado con la máquina de cortar pasto, al compás inconfundible del motor Villa... Mirarte con asombro ordeñar con baquía en esas madrugadas blancas de espuma y escarcha... Sentir tus gritos cuando encerrabas las lecheras, y creer que eran como un canto silvestre más de ese paisaje querido... Oírte cantar esas criollísimas décimas "verdes", redimidas por el vino y la amistad... Escuchar otra vez tu voz querida, como la de otro Adán en el paraíso, nombrando las cosas con el nombre criollo que Dios les pensó: "gorra" en vez de boina, "planta" en vez de árbol, "gajo" en vez de rama, "cerrazón" en vez de niebla... Y los ojos, Pocho, se me "enyenan", preñados de una llovizna tibia.

La última vez que estuve con él, este invierno, entendí que la brasa de su pucho se apagaba definitivamente. Parecía que esta vez la muerte se lo estaba fumando a él a pitadas hambrientas. Lo despedí con un nudo en la garganta y la promesa de volver...

Y no volví, Pocho. No te pude volver a visitar. Quise ir hace tres semanas, y como venía un amigo lo "pateé". Quise ir la semana pasada, y me enfermé. Soñé (lo soñé toda la vida) con arrimar el calor de un Sacramento a tus últimos momentos, y no llegué. Pocho, no cumplí la promesa que me hice más a mí mismo que a vos. No te pude volver a ver. Pero recibí en el corazón la herencia más rica que un hombre, por pobre que sea, puede dejar: el regalo cierto y fiel de tu amistad sincera. Y a ésa la llevo -y la llevaré- "sacramente", al decir de Güiraldes, "como la custodia lleva la hostia".

Queda en toda la familia Achával tu queridísimo recuerdo, como guardamos en el paladar memorioso el gusto sublime de tus corderos. Pocho, el Dios que conozco es un Dios que me quiere feliz: por eso mi cielo, como mi vida, va a ser "Dios y Ayacucho". Y si es cierto (¡claro que sí!) que el "Cordero de Dios" nos prepara un "banquete celestial", yo sé, Pocho, que en el Ayacucho del cielo nos volveremos a ver todos, sentados en ronda con mi abuelo Tatá (tu "Don Jaime") y con Juan, en la comunión de un asado eterno, donde ya no te "caiga mal" el vino flor de la alegría sin soda ni "cubitos". Y hoy, como trepando con el incienso -el "calmante aroma"- de tu noble vida, sé -lo oigo, lo siento- que llega hasta el cielo, y agrada a Dios, el homenaje unánime de todos los que te conocimos: "¡Muy bueno, Pocho! ¡¡Un aplauso para el asador...!!"

domingo, 16 de septiembre de 2007

"Si no es Dios, no te salva. Si no te salva, no es Dios"

Durante las controversias teológicas del s. IV,
los que defendían, contra los arrianos, la divinidad de Jesús, el Hijo de Dios,
tenían como lema: "si no es Dios, no puede salvar".
Creo que también es bueno pensar la contracara de esa verdad: "si no te salva, no es Dios".
Puede no haberlo sido -ni serlo- para otras culturas y religiones,
pero, "en cristiano", ambas realidades son inseparables.


Hace unos días volví a ver a uno de mis exalumnitos. Se le había muerto un amigo, un compañero de colegio. En su cara había casi más de azoramiento que de tristeza. A los veinte años uno apenas si sabe conjugar el verbo "morir". Lo ví a la salida de una misa, la tarde misma del hecho. Después de un abrazo y de las palabras ansiosas del rencuentro, me contó que desde que había terminado el colegio prácticamente se había alejado de la Iglesia. Pero que esa tarde, durante la misa y el espontáneo encuentro de oración que la siguió había sentido como nunca que su dolor era acogido, que sus lágrimas no caían en el vacío. Y que movido por esa renacida convicción había vuelto a confesarse después de años.
"Qué lindo", pensé al principio, "un reencuentro con Jesús". Pero más tarde pensé que no, que en el fondo la palabra "reencuentro" no servía. Este amigo mío se estaba encontrando por primera vez con este Jesús. Este joven amigo mío, desde el fondo de su tristeza, encontró el verdadero rostro de Jesús, el rostro del Dios que salva, del Dios que por haber sabido amar hasta el extremo sabe por experiencia propia qué es sufrir. Y por eso este joven amigo mío sabe mucho más que yo, que no puedo sino aprender de su testimonio. Si es cierto que Jesús es el Salvador -el nombre "Jesús" quiere decir "Yahveh salva"- uno en el fondo sólo conoce al verdadero Jesús cuando experimenta la necesidad de ser salvado. De hecho, cuando los primeros cristianos tuvieron que resumir el Evangelio al mínimo, uno de los dos títulos que le aplicaron a Jesucristo fue el de "Soter", Salvador: "Iesous CHristos THeou Yios Soter" -ichthýs-.
Como dice un salmo: "El Señor es benigno y justo, estando yo sin fuerzas me salvó" (Sal 114), la salvación no puede vivirse sino cuando somos conscientes de nuestra debilidad, de nuestra impotencia. Esta necesidad, esta dependencia es en todos nosotros algo radical, algo congénito... Está ahí. Lo difícil es aguantársela sin taparla, sin vestirla, sin disfrazarla... Pero si nos decidimos a vivir en la verdad de nosotros mismos, seremos tanto más conocedores de nuestra debilidad fundamental, y entonces, ya más cerca de nuestro verdadero rostro humano, encontraremos más fácilmente a Jesús, "rostro divino del hombre, rostro humano de Dios".