domingo, 19 de agosto de 2007

Del silencio que hace hablar

Tengo, de mis años de guitarrero, una experiencia muy mía: siempre me costó cantar en público, sobre todo estando solo. De chiquito sufría cuando ante mi resistencia me decían que "me hacía rogar"... Es muy feo tener que hacer por obligación algo tan profundo e íntimo como cantar : parece que a uno le arrancaran a la fuerza algo que no está dispuesto a entregar, algo muy suyo, para exponerlo después obscenamente.
Sin embargo esto no es excluyente: lo cierto es que también conozco el gozo indecible de cantar, tanto que comparto la opinión de Juan Carlos Saravia, que dice que si no pudiera cantar se sentiría el hombre más infeliz del mundo... Sé del placer de cantar sin más, de cantar por el cantar mismo, de cantar fuerte, claro y gratis: derecho que ejerzo principalmente cuando camino por la calle, cuando me baño, o cuando alguna vez me sucede barrer o limpiar o hacer alguna labor manual. Pero si ya en esto encuentro un gozo muy grande, éste se vuelve rigurosamente inefable cuando puedo no ya cantar, sino cantarLE a alguien, cantar para una o más personas que me escuchan. Me acuerdo de haber estado, en no pocas ocasiones, tocando y cantando sin parar por horas y horas (casi siempre, eso sí, en la irresistible comunión de la noche, el fuego y el vino).
Esta contradicción en mi interior muchas veces ocupó mis soliloquios: ¿cómo podían convivir en mí estas tendencias tan opuestas? ¿A qué respondían?
De un tiempo a esta parte empecé a vislumbrar de a poco la respuesta, como empiezan a delinearse las formas con la luz de un amanecer. La explicación a mi canto está en el silencio.
Después de esas guitarreadas de noche entera, volvía a mi casa degustando (junto con alguna retinta borra trasnochada) un intenso sentimiento de gratitud para quienes me habían escuchado. "No, gracias a ustedes... Cantar así sí que da gusto..." Me parecía que ellos, los que me escuchaban, los que me miraban, los que sonreían, los que me pedían este y otro canto, ellos eran los que educían de mí la música, la voz, la intensidad y el color de cada canto. Esa experiencia me enseñó que es rigurosamente cierto eso de que "el artista se debe a su público". De ahí tengo por verdad sabida que el canto es deudor del silencio. Yo, reticente y poco dado, sé que hay un silencio irresistible que es la llave a mi corazón. He oído ese callar expectante, en las miradas, en las manos... Ese silencio es tan indispensable para mi canto como el cielo para el mar, como el fondo para la figura, como la materia para la forma... El silencio atento es sencillamente la condición de posibilidad permanente de la música que brota del corazón. El silencio del otro alimenta ininterrumpidamente la voz del que canta, tanto que cuando ese silencio falta el canto se agosta, se separa de su raíz, se divorcia de su fuente de vida.
Pensando en estas cosas, me remonté al misterio de la palabra misma. Toda palabra, en el fondo, y no sólo la "palabra amante" que es la música, está sostenida por un silencio primordial. Sólo quien hace verdadero silencio le regala al otro el don de la palabra. Sólo callando le permito al otro decir algo y decirse, expresarse tal como es.
Sigo meditando día a día en estas cosas... Pero mi pensamiento va seguido a la Virgen María. Ella fue el Silencio que Dios esperaba para poder decirSe del todo, en su Palabra eterna de amor. Ella, la Señora del silencio, la mujer que callaba y guardaba todo en su corazón, pudo engendrar para nosotros sus hermanos la Palabra de Dios. De ella misma aprendió el niño Jesús a callar para escuchar la voz de su Padre, hasta que llegó el día en que pudo decir categóricamente: "mi alimento es hacer la voluntad del que me envió (Jn 4, 33)". Que de ella aprendamos también nosotros el silencio amante que nos permite oír a Dios y hace hablar a los demás.