miércoles, 16 de septiembre de 2009

Pasos de ayer en una noche linda

A Florencia de las Carreras, sanisidrense de ley
Hacía una noche de esas lindas... Tal vez la primera noche bien de primavera. Estas noches -cuña de octubre en la herida del invierno- tienen la emoción de un reencuentro antes de lo previsto. Y a eso le agregan un gozo de primicias, ese pregusto de que lo bueno acaba de empezar, de que lo mejor está por venir.
La noche estaba tranquila, bien azul, tan fresquita que tenía ganas de tomármela a tragos. Entonces decidí darme el gusto de salir a caminar un rato.
Las calles que rodean el Seminario son un mundo aparte. De día llenas de movimiento por los colegios, a la noche es como si el ángel de la espada de fuego cerrara el paso a los ruidos urbanos e impidiera cualquier perturbación. Cuando cae la noche, sin que nadie lo sepa, las cuatro o cinco manzanas de Libertador hasta la barranca y de Alem hasta la Catedral se transforman, y parecen despertarse en ella los antiguos moradores del Pago de la Costa. San Isidro vuelve a ser, por unas horas, ese pueblo apartado en la paz de la campaña.
Salí furtivamente a la calle Becar Varela -que es como el prefacio de ese tomo edilicio de historia colonial- y tomé la dirección de Los Ombúes, dejando atrás los últimos reclamos vocingleros de la ciudad, que corría aún su apuro por la avenida.
Casi al llegar al fondo, metros antes de la barranca, los paredones de dos quintas viejísimas se alzan de pronto flanqueando la calle, como si quisieran marcar la entrada a ese confín de lo pretérito. La calle se angosta y la vereda desaparece, comida por una ventana enrejada.
Los invisibles grillos, ensayando sus primeros acordes después del invierno, parecían modular un viejo minué del tiempo de Mariquita.
Cuando estuve en el balcón de la barranca, me paré a mirar esa larga sombra tendida a lo lejos, sólo interrumpida por las enigmáticas luces náuticas. Ladridos sin dueño llegaban desde el bajo, como reminiscencias inciertas. Mirando para el lado del río, la noche se muestra como es, desnuda de la impúdica luz urbana. El Río de la Plata le devuelve la noche a la ciudad. Pude detenerme a sondear el azul hondísimo del cielo sin nubes y vi que se habían abierto sin vergüenza las cuatro flores blancas de la Cruz del Sur.
Después seguí el camino por la calle Belgrano. Frente a las paredes de Los Naranjos, hileras de bastos “paraisos” se yerguen como oscuras columnas vegetales. En las heridas de sus troncos viejos se madrigan las comadrejas, y de sus brazos cansados cuelgan helechos y enredaderas.
Doblé a la izquierda por la calle Vernet. La prosa del asfalto se volvió poema en los adoquines. Empecé a caminar más lento, mientras leía esa poesía a la luz de los faroles. La noche le contagiaba encanto a cada elemento. Cada detalle recobraba su vocación metafórica: las veredas derrotadas por las raíces, los charcos olvidados contra el cordón, los pastos audaces entre los adoquines, el eco de mis pasos en la calle desolada, el murmullo compañero en las radios de las garitas…
Cuando estaba por pegar la vuelta, me envolvieron los naranjos con un pañuelo de azahares. Fue como un baldazo de primavera que me obligó a parar. ¡Qué densidad en el perfume de los naranjos de la calle en flor! ¡Qué gravidez de recuerdos en esa leve constelación de los azahares! Hay voces de mi infancia, horas lejanas de mi Punta Chica tan lindas que resisten el tiempo... y perviven en el olor siempre nuevo de los azahares. Lástima que esa felicidad a la vez arcaica e inmortal sólo perdure en la fugacidad de una breve florcita blanca. O tal vez ése sea su secreto. Quién sabe.