jueves, 30 de abril de 2009

Nuestro verdadero nombre

"María se había quedado afuera, llorando junto al sepulcro. Mientras lloraba, se asomó al sepulcro y vio a dos ángeles vestidos de blanco, sentados uno a la cabecera y otro a los pies del lugar donde había sido puesto el cuerpo de Jesús. Ellos le dijeron: "Mujer, ¿por qué lloras?". María respondió: "Porque se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto". Al decir esto se dio vuelta y vio a Jesús, que estaba allí, pero no lo reconoció. Jesús le preguntó: "Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?". Ella, pensando que era el cuidador de la huerta, le respondió: "Señor, si tú lo has llevado, dime dónde lo has puesto y yo iré a buscarlo". Jesús le dijo: "¡Mariam!". Ella lo reconoció y le dijo en hebreo: "¡Raboní!", es decir "¡Maestro!". Jesús le dijo: "No me retengas, porque todavía no he subido al Padre. Ve a decir a mis hermanos: 'Subo a mi Padre, el Padre de ustedes; a mi Dios, el Dios de ustedes'". Mariam Magdalena fue a anunciar a los discípulos que había visto al Señor y que él le había dicho esas palabras." (Jn 20, 11-18)

En las apariciones de Jesús resucitado, nunca los discípulos pueden reconocer de entrada a su Maestro. Es Él mismo el que de alguna manera tiene que revelarse ante ellos y decirles "soy yo" o provocar con algún gesto el grito lleno de alegría: "¡es el Señor!". Y es siempre muy interesante detenerse a ver la manera en que Jesús se deja reconocer cada vez.
En este relato, la Magdalena sólo reconoce a Jesús cuando Él la llama por su nombre. Es Jesús el que inicia la conversación cuando le pregunta: "Mujer, ¿por qué lloras?", pero ella no se da cuenta de quién es y cree estar con el jardinero. Sólo cuando oye pronunciar su nombre se le abren los ojos, y reconoce a su Señor. ¡Cómo habrá sido el tono, cuál habrá sido la dulzura con que Jesús la llamó...!
El evangelista, a este respecto, nos regala un detalle precioso, del que lamentablemente nuestras traducciones no dan cuenta. Jesús no le dice simplemente "María" o "María Magdalena" (como la nombra el narrador en los versículos 1 y 11): Jesús dice "Mariám" y eso basta para todo lo demás. El Resucitado la nombra en su lengua materna, que es, por ser materna, la única lengua con que se puede expresar el amor más grande. Eso es lo que conmueve a la Magdalena, ese amor hecho nombre es el que la despierta de su angustia y de su dolor y le permite ver a su Señor. Y, como al amor sólo puede responderse con más amor, María le contesta en la misma lengua: "Rabbuní", que es una forma cariñosa de decir "Rabbí", Maestro.
Eso no es todo: Juan nos reserva otra alhajita. Al final del relato, nos dice que la que se va a dar el anuncio a los discípulos -la apostola apostolorum- no es ya "María la Magdalena" como en el versículo 1, sino "Mariám la Magdalena" (v. 18). La Magdalena ya no es la misma después de su encuentro con el Resucitado: su ser quedó marcado por el amor con que Jesús la nombró. Al nombre de "Mariám", al mismo tiempo se le revelaron Jesús y su verdadero yo, el rostro de su Señor y su verdadero rostro. En adelante, ella será para siempre Mariám, aquella "mujer" a quien Jesús nombró y convirtió en su discípula.


No hay encuentro con Jesús que no nos "cambie": Jesús nunca nos deja iguales. Este encuentro, sin embargo, no nos "transforma", no nos cambia en otra cosa: no es destrucción de lo previo (María - Mariám), sino una profundización, una confirmación de la identidad más honda.
Esto me lleva a pensar en cómo nombramos y en cómo somos nombrados. El nombre es la primera tranquera de nuestra intimidad: nosotros mismos empezamos a conocernos mediante el nombre que nos vino dado, y que aprendimos a balbucear escuchando a nuestros padres pronunciarlo, llamándonos con amor. Ese nombre primero, el que pronuncian nuestros padres, de alguna manera nos constituye como personas.
En efecto, lo que nos constituye, lo que nos confirma, lo que nos asegura y permite caminar es precisamente el amor que recibimos (y esto es patente en los chiquitos). De ahí que sólo quienes nos aman con este amor casi creador (diríamos estrictamente: "procreador") tienen el derecho de "llamarnos", de ponernos un nombre. Y puesto que quien en realidad nos quiere con un amor tan total que nos crea de la nada es Dios, en rigor a Él solo corresponde nombrarnos (por eso el nombre en el Bautismo).
En mis años de profesor tuve una experiencia que me quedó grabada: una vez uno de mis alumnitos, un chico de quince años, buen alumno pero que en la clase pasaba bastante inadvertido, se acercó a agradecerme... ¡porque lo llamaba por su nombre! No pude nunca olvidarme de eso. ¡Qué fuerza tiene la palabra! Pero ese poder es tanto para el bien como para el mal. Todos, alguna vez, experimentamos el agudo dolor de ser "malnombrados", de ser descalificados con sobrenombres hirientes, de ser insultados, de ser burlados... A veces uno se asombra de cómo pueden caer la autoestima y el ánimo heridos de muerte por un sólo dardo verbal, por una única palabra envenenada, pero así es. Las palabras saben ganarse bien adentro del corazón y, por consiguiente, las heridas que provocan son muy profundas.
Esto que vale para la palabra en general, vale sobre todo para el nombre, porque el nombre, por ser la palabra que expresa a la persona, es de alguna manera el "culmen" de la palabra (de hecho, la Palabra más perfecta, la que es a un tiempo la primera y la última, es un Nombre). Por eso es tan grande la diferencia entre un nombre "impuesto" de afuera, manoseado por quienes nos tratan -o maltratan- y un nombre dicho con amor -como nombran las madres-, un nombre dirigido a los ojos, un nombre que es "decir bien", un nombre que es una auténtica "bendición".
En última instancia, sólo Jesucristo, en quien fuimos pensados y amados, puede "decir nuestro nombre" de esa manera; sólo Él puede querernos con ese amor eterno y entrañable de Dios. Por eso, sólo Jesucristo puede revelarnos nuestra verdadera identidad (como dice el Concilio Vaticano II -Gaudium et spes, 22- "el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado"): sólo Él puede revelarnos nuestro nombre.
Y nosotros, amando con este amor con que somos amados, podemos hacer que muchos puedan ir descubriendo a la vez su verdadero nombre y el Nombre de Jesús.

sábado, 11 de abril de 2009

El sepulcro nuevo

"Al atardecer, vino un hombre rico de Arimatea, llamado José, que se había hecho también discípulo de Jesús. Se presentó a Pilato y pidió el cuerpo de Jesús. Entonces Pilato dio orden de que se le entregase. José tomó el cuerpo, lo envolvió en una sábana limpia y lo puso en su sepulcro nuevo que había hecho excavar en la roca; luego, hizo rodar una gran piedra hasta la entrada del sepulcro y se fue. Estaban allí María Magdalena y la otra María, sentadas frente al sepulcro." (Mt 27, 57-61)

“Todo se ha cumplido” (Jn 19, 30). Jesús entregó todo: sus vestiduras, su sangre, su Espíritu… hasta dio a su propia Madre. Aquel que, “siendo rico, se hizo pobre”, fue pobre “hasta el extremo”; aquel que en la vida “no tuvo lugar donde reclinar su cabeza” (cf. Lc 9, 58), tampoco en la muerte se procuró una tumba, sino que es puesto en un sepulcro ajeno.
Pero la providencia de Dios le preparó a Jesús "una tumba nueva" (cf. Jn 19, 41). ¿Por qué es nueva la tumba? No sólo porque “nadie había sido sepultado todavía en ella”, como dicen Juan y Lucas. Es nueva también porque nunca antes la muerte había recibido a la Vida misma en su seno; nunca antes Dios había descendido hasta este abismo de compasión. En efecto, ningún hombre antes había muerto como murió el Hijo de Dios, asumiendo, en el infinito regazo de su confianza (cf. Lc 23, 46), toda la negrura y la soledad y la angustia de la muerte de un pecador (cf. Mc 15, 34).
Creemos que, con Jesús, también nuestros sepulcros se vuelven "sepulcros nuevos". Ya no son el oprobioso lugar de la condena, el confín tenebroso de la muerte, el fin absurdo de una vida sin sentido… Con Jesús, nuestros sepulcros son el lugar donde, por no poder nosotros hacer nada, Dios puede hacerlo todo. Son el nuevo tabernáculo donde el Dios de los vivos quiere manifestar su gloria.
El Sábado Santo tiene carácter propio: es un día de espera, de expectativa. Sabemos que es muy fácil caer en la tentación de evitar esta tensión de la espera, sea desquitándonos del ayuno en una suerte de Pascua anticipada, sea recayendo en el activismo, o simplemente distrayéndonos... Hoy la Iglesia nos regala un tiempo para, sencillamente, "estar sentados frente al sepulcro", como las santas mujeres. Sentados en silencio, como ellas, delante de la enorme piedra de nuestras impotencias. Ellas supieron esperar porque realmente querían a su Maestro. Si permanecemos en oración (es decir, amando a Jesús), el silencio acongojado de la cruz se irá mudando, poco a poco, en silencio de esperanza ante la tumba.
* * *

Jesús, Señor y hermano nuestro,
que podamos ofrecerte tantos sepulcros
que hay en nuestras vidas
–tantos rincones oscuros de pecado,
de tristeza, de dolor y de muerte-
para que hagas de ellos sepulcros nuevos,
lugares de entrega y descanso
donde el Padre pueda engendrar
la resurrección y la vida. Amén.