Ahora bien, Jesús no nació sabiendo vivir así. Como todo, lo fue aprendiendo de a poco, en la escuela de María y de José. Fue especialmente de María de quien Jesús "mamó" el arte de vivir pidiendo, esperando y recibiendo la voluntad de Dios. María, la rezadora, la silenciosa, la diligente, fue la que le enseñó a Jesús a buscar, a reconocer y a obedecer la voz del Espíritu de Dios. Podemos constatar cómo el Señor fue madurando en su camino de recepción, desde su temprano "¿no sabían que yo debo ocuparme de las cosas de mi Padre?" (Lc 2, 49) hasta la convicción adulta: "mi alimento es hacer la voluntad de aquel que me envió y llevar a cabo su obra" (Jn 4, 34).
lunes, 17 de diciembre de 2007
"Vivir en recepción": caminar en Adviento con María
Ahora bien, Jesús no nació sabiendo vivir así. Como todo, lo fue aprendiendo de a poco, en la escuela de María y de José. Fue especialmente de María de quien Jesús "mamó" el arte de vivir pidiendo, esperando y recibiendo la voluntad de Dios. María, la rezadora, la silenciosa, la diligente, fue la que le enseñó a Jesús a buscar, a reconocer y a obedecer la voz del Espíritu de Dios. Podemos constatar cómo el Señor fue madurando en su camino de recepción, desde su temprano "¿no sabían que yo debo ocuparme de las cosas de mi Padre?" (Lc 2, 49) hasta la convicción adulta: "mi alimento es hacer la voluntad de aquel que me envió y llevar a cabo su obra" (Jn 4, 34).
miércoles, 28 de noviembre de 2007
El oculto destino divino del amor
HOGAR
¿Te acuerdas? Al unirnos ni soñamos que había
un oculto destino divino en el amor.
Éramos egoístas. Nuestra filosofía
nos hubiera colmado los años de dolor.
Llenóse con el tiempo de bulla y alegría
la casa que era inmensa para nosotros dos.
Ni tú ni yo tenemos sosiego en todo el día
con los cinco demonios que nos ha dado Dios.
Me siento derrotado por la pandilla loca
que no sólo me quita los besos de tu boca
si no que hasta me vuelve celoso de tu amor.
Pero tú, madrecita, qué sabes de estas cosas?
tú das estos chiquillos como un rosal da rosas
y me alegras la vida como un rosal en flor.
(Juan Carlos Dávalos, Otoño, Buenos Aires, Tor, 1935)
Comentario a un soneto sapiencial
Quizá fue gracias a que su nieta Julia Elena le puso música y lo cantó que me detuve en estos versos. Lo cierto es que descubro, en su impecable estructura de soneto de alejandrinos (14 de 14), la hondura gozosa de las cosas esenciales. En efecto, ¿hay algo más importante que aquello de lo cual depende la "alegría de la vida" (cf. v.14) o "los años colmados de dolor" (v. 4)? El tema está enunciado con suma claridad desde los primeros versos: es el insospechado, el "ni soñado", el oculto destino divino que hay en el amor. Se trata del amor -del amor humano- y de que este amor parece no ser sólo humano.
¿Te acuerdas? Al unirnos, ni soñamos que había un oculto destino divino en el amor. La obra se presenta como diálogo entre el yo del poeta y el tú de su compañera. Si atendemos al título del soneto, y a su etimología, bien podemos imaginárnoslos charlando en la paz de la noche, cuando los chicos duermen, al calor del fuego, del "hogar". Por otra parte, el verbo nos indica que el poeta está evocando recuerdos que se remontan al inicio de su vida en común ("al unirnos"). En aquel entonces, ni él ni ella podían imaginar lo que hoy sí saben: que había "en el amor", en el amor de ellos dos, "un oculto destino divino". Ahora bien, ¿qué hizo que descubrieran esa verdad que antes ignoraban y ni siquiera "soñaban"?
El autor nos remonta, en primer término, a la situación inicial: Éramos egoístas. Nuestra filosofía nos hubiera colmado los años de dolor. Esta confesión ya nos da un elemento importante de la respuesta: el cambio no habría sido posible si hubiera sido por ellos solos. Y ahora reconoce que el egoísmo -esa "filosofía" tan llena de doctores- les "hubiera colmado los años de dolor". Es muy interesante constatar cómo se puede dar, y se da, un amor que no es incompatible con el egoísmo. Pero no podemos saber bien de qué se trataba esa "filosofía" de vida en común si no seguimos leyendo la estrofa que sigue.
Llenóse con el tiempo de bulla y alegría / la casa que era inmensa para nosotros dos. / Ni tú ni yo tenemos sosiego en todo el día / con los cinco demonios que nos ha dado Dios. Estamos evidentemente ante el acontecimiento central del cambio: del "dolor" del último verso que leímos pasamos ahora al la "alegría" bulliciosa con que se inaugura la segunda estrofa. Y este suceso se presenta precisamente así, como un "acaecer", como una acción velada por el impersonal devenir del tiempo: "llenóse con el tiempo…". Pero al seguir leyendo nos damos cuenta de que ese "acontecimiento" que llenó la casa de "bulla y alegría" se trata nada menos que de cinco hijos… Y entonces empezamos a notar el cambio, la conversión.
En primer lugar, ven algo que antes no veían: "la casa que era inmensa para nosotros dos". Hizo falta que llegaran los hijos para que esa pareja egoísta se diera cuenta de lo grande, de lo cabedora que había sido su casa… El amor crece con su ejercicio, en la medida en que es puesto en práctica: el amor crece amando. Y el corazón humano se va ensanchando y profundizando a medida que ama, de modo que a la vuelta de varios años de amor dado y recibido uno se sorprende, como nuestro poeta, de la gran capacidad de amar que tenía oculta. Y esa casa, esa "casa inmensa para dos" solos, ahora la experimentan "llena": llena de bulla y alegría, llena de vida. El poeta escribe desde una experiencia de felicidad, de plenitud: tiene la sensación de que su corazón está colmado, está "lleno", como su casa.
Por contraste, estamos ahora en condiciones de entender el "dolor" a que les hubiera llevado la "filosofía" egoísta de sus primeros años. El amor crece amando. Pero además el amor está por naturaleza llamado a crecer permanentemente: es dinámico, no se detiene. No sabe poner "pausa". Y cuando no avanza, retrocede. Cuando deja de crecer, está decreciendo. Ése es el "egoísmo del amor" de ese primer tiempo que el poeta nos describe: un amor -ciertamente un amor- entre un hombre y una mujer, pero que pretendió quedarse encerrado en sí mismo, gozando de lo que ya poseía. Un amor al que no se le permitía seguir abriendo caminos nuevos. Un amor que se dejó herir por la fría cuña del egoísmo.
Ahora bien, según el soneto, no fueron ellos dos quienes en virtud de un plan o de su esfuerzo se liberaron de esa vida egoísta. La fuerza que los arrancó de aquel estado fue algo que vino como "de afuera", y de ahí esa impersonalidad: "se llenó…", "con el tiempo…". La prueba de la liberación está patente en el final de la estrofa: "ni tú ni yo tenemos sosiego en todo el día con los cinco demonios que nos ha dado Dios". Es decir, están ocupados y preocupados por sus cinco hijos, de modo que ahora viven "todo el día" fuera de sí mismos, descentrados, sin tiempo ("sin sosiego") para su egoísmo personal o conyugal… Ése fue el remedio a su egoísmo. Y no fue algo que obtuvieran por sí mismos, ni siquiera que buscaran conseguir, sino que les fue dado "con el tiempo", con sus cinco hijos… Y es aquí, en el corazón del soneto, que se nos sugiere la clave última de su interpretación: ese acontecimiento que les cambió la vida y la llenó de alegría no fue el éxito de un plan propio: fue algo dado, y dado por Dios: "los cinco demonios que nos ha dado Dios". Recién ahora entendemos, con el poeta, que esa sensación de ajenidad y extrañeza ante el advenimiento de sus hijos no se debía a la im-personalidad de un sino fatídico sino a la supra-personalidad de Dios providente.
No podemos dejar de celebrar la bien lograda antítesis de los "demonios" que da "Dios". Y con ella la profundidad antropológica que contiene. En efecto, a los ojos del poeta que es arrancado a la fuerza de su vida egoísta (y cuya "filosofía" no puede cambiar de la noche a la mañana), esas creaturas que le impiden el sosiego no pueden ser sino "demonios". De hecho, la estrofa siguiente se detiene un poco más a describir los nocivos efectos que esa "pandilla loca" produce en el abatido padre, que se siente "derrotado" por ella: Me siento derrotado por la pandilla loca / que no sólo me quita los besos de tu boca / sino que hasta me vuelve celoso de tu amor.
Asimismo, adivinamos aquí por dónde pasa parte del desasosiego del poeta: sus "demonios" le han quitado uno de los lugares que era para sosiego de él solo: los "besos de tu boca". Por consiguiente, surge un sentimiento que hasta ahora le era desconocido: los celos de su propia esposa. Pero estos desequilibrios, lejos de ser un factor que oscurezca la "alegría de la vida" del poeta, son parte insoslayable de los nuevos caminos que el amor va abriendo, y que hay que ir aprendiendo, porque ahora es un "amor que quiere seguir amando", y no ya un amor arremolinado en el estrecho corral de lo conocido, de lo resguardado, de lo poseído.
Pero tú, madrecita, qué sabes de estas cosas? / tú das estos chiquillos como un rosal da rosas / y me alegras la vida como un rosal en flor. Aquí se nos brinda el dato fundamental que acompañó nuestro recorrido: "me alegras la vida"… El poeta está contento, y sus descripciones son hechas desde una mirada alegre. Con la alegría desprolija y bullente de la vida sin sosiego, derrotado de cansancio e incluso con celos… Pero alegre, y sin egoísmo.
El soneto se cierra con "flores" para su interlocutora, quien, aun habiendo pasado por las mismas situaciones que él, parece no haberlas vivido con la misma sintonía: ¿"qué sabes de estas cosas?". Deduzco que ella iba un paso adelante en este camino "divino" de descentramiento, de generosidad, de amor… Y por eso podemos aprender de ella el estadio superior en este "camino santo" del amor, en el que se "pasa haciendo el bien" virtuosamente: con gozo, sin esfuerzo, sin error… Santo Tomás decía que la virtud adquirida obra como una "segunda naturaleza" de modo que los actos virtuosos salen "naturalmente", "como un rosal da rosas".
El último verso se me antoja de una hondura enorme. En efecto, es ella quien sigue siendo el objeto principal del amor y de la alegría del poeta. Los cinco hijos no le han quitado ese lugar único. Siguen siendo ellos dos, como al principio, como cuando se unieron para compartir la vida. No se han diluido en las nuevas relaciones. El amor crece y abre caminos, pero antes que nada es fiel hasta la muerte: por eso, a la vuelta de todo este proceso, el amor, habiendo crecido, se revela a la vez nuevo y el mismo: el amor revela su fidelidad siempre novedosa. Pues también ella, el objeto de su amor de siempre, siendo la misma es nueva. Ahora es la cariñosamente llamada "madrecita". La mujer amada de siempre está ahora enaltecida y engalanada con su amor de madre. Y si siempre le alegró la vida al poeta, ahora lo hace como "un rosal en flor", donde (según el verso anterior) las flores son los hijos. Ahora bien, esta imagen supone la plenitud también de su mujer: en efecto, ver un rosal en flor es ver un rosal siendo lo que está llamado a ser, en el punto máximo de su despliegue y su esplendor, lo que supone además admitir que haberse quedado estancado en algún momento previo del camino habría implicado truncar esa plenitud, incluso "colmar los años de dolor". Esta imagen final que Dávalos nos regala guarda otra perla más: el poeta, en su experiencia, ve reunidos sus amores en su amor originario: es en ella donde, por así decir, ama a sus hijos. Por amor a ella, su amor se abrió a esos cinco amores nuevos, y así esos hijos son testigos al tiempo que garantes de su amor por ella. Y al amarla hoy no puede dejar de amarla con el amor enriquecido de los cinco hijos que ella le dio por amor. Se asoma, entonces, otra verdad esencial: el amor es unitivo; sólo lo que el amor une está de veras unido. Se da así una suerte de "mutua inmanencia" de los amores en la enriquecida, en la plural simplicidad de un único amor. Y de este modo vemos colmarse un maravilloso itinerario en que el amor algo "egoísta" de dos crece hasta hacerse amor de comunión en la familia, que por eso es imagen del amor del Padre y el Hijo en el Espíritu.
Un autor medieval, Ricardo de San Víctor, al exponer el misterio de la Trinidad, decía que el amor no es perfecto (ni por tanto digno de Dios) hasta que no aparece un tercero en la relación de dos amantes. Sin un co-amado (un "con-dilecto"), los dos amantes no tienen cómo expresar ni con quién compartir la alegría de tener cada uno el amor del otro. Análogamente, el amor del hombre no crece si pretende cegar el camino de entrega, de servicio y de generosidad que lo abre a la fecundidad del "con-dilecto". El amor quiere seguir amando.
¿Qué es, entonces, ese "oculto destino divino del amor"? Es una genialidad, una "maestría de Dios" que busca la manera de hacernos felices a pesar de nosotros. Puesto que nuestra felicidad, a imagen de la Palabra hecha carne, el verdadero hombre Jesucristo, está no en "guardar la vida" sino en darla por amor (¡somos semillas de esa Palabra!), el Creador puso en lo más íntimo de nuestro corazón la llamada del amor, esa pasión irrefrenable, ese deseo insaciable, esa fuerza incontenible. No hay quien se le resista. Cuando nos enamoramos, como si una gran ola nos arrastrase, entramos en su poderoso dinamismo. Y si bien en nuestro corazón no estamos buscando sino nuestra felicidad, en el camino del amor "acontece" la familia (los hijos, los nietos…), obra maestra del amor de Dios para que al final vivamos cumpliendo aquello de "no vivir para nosotros mismos" y estemos de continuo velando por los demás, y dando la vida con generosidad, que es la manera de alcanzar la felicidad, de vivir eternamente.
Era cierto, pues. El amor humano nunca es sólo humano. Si no reprimimos su dinamismo natural, el amor acaba revelando sus rasgos divinos. Oculto en todo amor humano, hay un designio secreto a través del cual Dios enseña a los hombres el amor verdadero y conduce a todos hacia la comunión eterna de sí mismo. Es verdad: "el amor viene de Dios" (1 Jn 4, 7). Y Juan Carlos Dávalos lo entendió.
miércoles, 14 de noviembre de 2007
Padre Domingo Miner. A su querida memoria.
jueves, 25 de octubre de 2007
Décima de Completas (estilo "ad completorium")
crece oscuro el horizonte,
y, como un sepulcro, el monte
se quedó mudo y desierto.
Yo, Señor, que vuelvo experto
de cansancios y tristeza,
yo, que bajo esta corteza
traigo el corazón deshecho,
vengo buscando tu pecho
para apoyar mi cabeza.
jueves, 11 de octubre de 2007
Composición tema libre. "Panza arriba y cara al cielo."
En la vida urbana no faltan, para quien sabe encontrarlos, momentos de relativo silencio y soledad que son ocasión espléndida para la contemplación. Pero es necesario estar en la mitad de un potrero no ya para sentirse, sino para saberse solo: solo bajo el silencio del cielo y la voz del viento, mirado únicamente por la hacienda, los bichos del campo y Dios. Es extraño, sin duda, que de pronto algo tan vasto como el cielo y algo tan inmenso como la pampa se conviertan en un sagrario de la intimidad. Es ciertamente raro caer en la cuenta de que en la anchura del campo uno está más al resguardo que tras la puerta cerrada de su propio cuarto. La experiencia única de gozar la intimidad a campo abierto lo hace a uno conocer esa sutil latitud en que se juntan el universo misterioso del propio corazón y el universo insondable del mundo. Uno se detiene azorado ante el infrecuentado cruce del microcosmos y del macrocosmos: el hombre y el mundo. (Fue un día así que lo descubrí: Ayacucho ya no es Ayacucho. Ayacucho es el mundo).
Esta vivencia (de la que hoy tantos hombres están privados) desata en uno reacciones impensadas. Algunas veces me dio por galopar locamente por el potrero y gritar... Rienda suelta, cara al viento, cantando a los gritos la alegría de estar vivo: un poema a la libertad. Otras veces –las más- opté por esa morosidad errante, por esa desidia premeditada que antes describí. Entonces el caballo se frena a comerse una flor de cardo, y yo me permito "tildarme" un buen rato, con la boca abierta, pensando en nada, mirando los líquenes de una varilla rota, o jugando a ver hasta dónde se acercan las vaquillonas a curiosear... Muchas veces me subí a lo alto un molino y me quedé admirando la sedante inmensidad de la llanura, adivinando las certezas del mapa en el misterio del horizonte: acá el arroyo Las Chilcas, allá las mesetas de Balcarce, allí los campos de Napaleofú...
No existe remedio mejor para conseguir una higiene mental exhaustiva: es como una nebulización del alma.
Una de esas veces me fui hasta el fondo del campo, al "Monte de Nietos". En ese potrero había un pastizal tan alto, tan verde, profuso y abundante que -confieso- daba lástima no ser vaca para poder comerlo. El cielo toleraba sólo las poquísimas nubes que bastaban para apreciar justamente su azul purísimo. Corría un viento fresco del sur, que despeinaba la pastura para que en su revés verde clarito brillara más el sol y se destacara mejor el cielo. Era una tarde de diciembre inmejorable: mi sola pena era saber que el tiempo se la estaba comiendo con la inexorabilidad del segundero. Entonces, dispuesto a no dejar que esa felicidad galopante me fuera quitada, bajé de un salto del caballo, lo dejé suelto –seguro de su mansedumbre- y, abriendo los brazos, me dejé caer, cuan largo era, en ese mullido abrazo vegetal.
Echado panza arriba, me dejé estar un rato largo (¡qué relativo es el tiempo de la felicidad!) en esa cama silvestre, envidia de reyes asiáticos. Por momentos cerraba los ojos, respiraba hondo y gozaba con fruición la caricia del viento en mi frente, la frescura blanda de los pastos, el sinfónico perfume de las flores y el rotundo placer –prosaico tal vez- de estar acostado, en posición anatómica, como posando para un nuevo estudio de Leonardo. Luego, abría los ojos, y sumergido en el cenit, me perdía de buena gana en el remolino azul del cielo hondísimo. Y fue esa tarde que entendí, con los antiguos, que hay aguas en el espacio celeste. (Y me reí –me reí fuerte- de Galileo, de Newton y de las ciencias exactas). Fue una experiencia tan densamente linda que melló perennemente el metal de mi recuerdo.
Un hippie del Parque Lezama durmiendo al sol panza arriba no es tal: es un filósofo realista. Cualquiera que se tiende panza arriba en el pasto está diciendo –quiéralo o no- que la tierra es su hogar, que el cosmos es su casa, que el mundo es bueno, que el universo es creación, que todo está, al fin y al cabo, en las manos de Dios. Pues ¿hay, acaso, expresión más grande de confianza que la de estarse echado panza arriba? No hay postura humana en que nos mostremos más vulnerables... Ni siquiera los inermes recién nacidos saben exponerse así, guarecidos instintivamente en el inocente ensimismamiento de su posición fetal. Acostarse boca arriba es un acto de fe, es una profesión pública de que el mundo es bueno, de que la vida es bella, de que Dios está. Panza arriba es la posición del reposo, del descanso, del sueño. Y éstos, en sus mejores ejemplares, son formas de decirle que sí al mundo, de aquiescerse como el Creador en la bondad circundante: "y todo estaba muy bien". Nadie puede dis-tenderse panza arriba, nadie puede descansar cuando no tiene asegurada la confianza. Por eso duerme "cada carancho en su rancho": nadie puede abandonarse indefenso si no se siente realmente "en casa". En la casa de uno, esto es fácil.
Un amigo mío muy querido, casi siempre que viene a visitarme, tiene la pésima costumbre, apenas llega, de sacarse los zapatos y tirarse en mi cama. Después de un tiempo me di cuenta de que su hábito era el mejor de los regalos, el más fino de los halagos. Una de esas veces me dijo que no tenía ganas de hablar, que venía a descansar, nomás. No hace falta decir nada: eso solo es un himno a la amistad. Quiere decir que el amigo es otro "hogar", otro chez moi, un lugar donde uno se sabe aceptado y querido, y entonces un sitio en que uno realmente puede descansar.
Porque es el amor -solamente el amor- el que quita el miedo y da seguridad: sólo cuando uno se sabe querido puede bajar la guardia, tirarse boca arriba y dejarse estar. Así sucede también con el hombre y la mujer en la cumbre del lenguaje corporal del amor: cuando la vergüenza ha sido "absorbida" por el amor (Karol Wojtyla) la mujer puede abandonarse, tendida, a los brazos de su marido.
A la luz de estas ideas podemos también asomarnos a la verdadera gravedad de la inseguridad, tan antigua, tan actual... Si experimentar la belleza de la vida puede hacernos sentir que el mundo entero es "casa", no es menos cierto que experimentar la violación, la inseguridad y la profanación de la intimidad puede llevarnos a existir de modo que no nos sintamos "en casa" ni siquiera en las cuatro paredes de nuestro dormitorio. Así viven miles y miles de personas. Ellas no saben de la belleza de vivir "panza arriba", pero tampoco son culpables si sólo han conocido el "panza arriba" excedido y enfermo de la evasión desesperada. ¿Y con ellos –que mañana podemos ser nosotros- qué hacemos? ¿Qué hacer cuando las seguridades ya no están? ¿Qué hacer cuando ya no queda nadie en quién confiar?
En una tarde oscura de Palestina, hubo un hombre que dio una respuesta definitiva a esta pregunta acuciante, "tan vieja como la injusticia". Ese hombre se llama Jesús de Nazareth. Podemos verlo: también él está panza arriba, con los brazos abiertos, desnudo ante los verdugos y una gentuza vulgar, curiosa, ansiosa de sangre y de show. Lo acusaron y sentenciaron injustamente, por envidia. Es el colmo de la indefensión y de la vulnerabilidad. De hecho, están torturándolo, clavándolo vivo en una cruz. Mira a su alrededor y ve esos miserables rostros que contorsiona el odio y palidece la envidia: no hay miradas de amor en las que pueda descansar: sus amigos, dejándolo solo, se han escapado. Nunca estuvo tan solo. Él, sin embargo, está panza arriba, con ese abandono, con esa entrega, con esa confianza de siempre... La misma seguridad con la que se tiraba a dormir la siesta entre las multitudes, en las colinas verdes de su Galilea; la misma serenidad con la que se dejaba adormecer por las olas en la barca de Pedro... Y con esa mansedumbre inverosímil, Jesús se dejó llevar a la muerte. Sólo se oyó una oración desgarradora que quedó como colgada en el aire de esa tarde: "Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu." Y con esa misma docilidad, tres días después, se dejó levantar por su Padre, como un nuevo sol para un mundo nuevo. Acostándose tendido en la cruz, Jesús hizo del instrumento nefasto de la muerte el lecho nupcial de la alianza de amor entre Dios y los hombres. Jesucristo, que es la Palabra eterna de Dios, nos ha mostrado, sin palabras, un amor que llega hasta la muerte y la atraviesa: un amor más fuerte que la muerte. El Resucitado nos enseña que cuando se disipen todas las seguridades de este mundo, cuando ya nadie sea "hogar" y "descanso" para nosotros, cuando ya no tengamos ni siquiera un mísero "lugar", cuando el universo entero parezca sernos hostil, entonces habrá que animarse al último "panza arriba" de la vida, porque es el momento de descansar en los brazos de Dios -sólo en lo brazos de Dios-, del Padre de Jesús, del "Padre nuestro". Y entonces nuestra "casa", nuestro lugar de reposo - nuestro Ayacucho, por qué no- será para siempre el corazón de Dios.»
Señor Jesús, Palabra viva de Dios, te pido que así como me concediste conocer tu presencia creadora en el descanso gozoso de una tarde campera, me concedas experimentar tu fuerza redentora en el descanso sufriente de la tarde de mi vida, para que pueda compartir tu suerte y gozar para siempre panza arriba en los pastos inefables del Ayacucho eterno. Amén.
domingo, 30 de septiembre de 2007
UN APLAUSO PARA EL ASADOR
domingo, 16 de septiembre de 2007
"Si no es Dios, no te salva. Si no te salva, no es Dios"
domingo, 19 de agosto de 2007
Del silencio que hace hablar
Sin embargo esto no es excluyente: lo cierto es que también conozco el gozo indecible de cantar, tanto que comparto la opinión de Juan Carlos Saravia, que dice que si no pudiera cantar se sentiría el hombre más infeliz del mundo... Sé del placer de cantar sin más, de cantar por el cantar mismo, de cantar fuerte, claro y gratis: derecho que ejerzo principalmente cuando camino por la calle, cuando me baño, o cuando alguna vez me sucede barrer o limpiar o hacer alguna labor manual. Pero si ya en esto encuentro un gozo muy grande, éste se vuelve rigurosamente inefable cuando puedo no ya cantar, sino cantarLE a alguien, cantar para una o más personas que me escuchan. Me acuerdo de haber estado, en no pocas ocasiones, tocando y cantando sin parar por horas y horas (casi siempre, eso sí, en la irresistible comunión de la noche, el fuego y el vino).
Esta contradicción en mi interior muchas veces ocupó mis soliloquios: ¿cómo podían convivir en mí estas tendencias tan opuestas? ¿A qué respondían?
De un tiempo a esta parte empecé a vislumbrar de a poco la respuesta, como empiezan a delinearse las formas con la luz de un amanecer. La explicación a mi canto está en el silencio.
Después de esas guitarreadas de noche entera, volvía a mi casa degustando (junto con alguna retinta borra trasnochada) un intenso sentimiento de gratitud para quienes me habían escuchado. "No, gracias a ustedes... Cantar así sí que da gusto..." Me parecía que ellos, los que me escuchaban, los que me miraban, los que sonreían, los que me pedían este y otro canto, ellos eran los que educían de mí la música, la voz, la intensidad y el color de cada canto. Esa experiencia me enseñó que es rigurosamente cierto eso de que "el artista se debe a su público". De ahí tengo por verdad sabida que el canto es deudor del silencio. Yo, reticente y poco dado, sé que hay un silencio irresistible que es la llave a mi corazón. He oído ese callar expectante, en las miradas, en las manos... Ese silencio es tan indispensable para mi canto como el cielo para el mar, como el fondo para la figura, como la materia para la forma... El silencio atento es sencillamente la condición de posibilidad permanente de la música que brota del corazón. El silencio del otro alimenta ininterrumpidamente la voz del que canta, tanto que cuando ese silencio falta el canto se agosta, se separa de su raíz, se divorcia de su fuente de vida.
Pensando en estas cosas, me remonté al misterio de la palabra misma. Toda palabra, en el fondo, y no sólo la "palabra amante" que es la música, está sostenida por un silencio primordial. Sólo quien hace verdadero silencio le regala al otro el don de la palabra. Sólo callando le permito al otro decir algo y decirse, expresarse tal como es.
Sigo meditando día a día en estas cosas... Pero mi pensamiento va seguido a la Virgen María. Ella fue el Silencio que Dios esperaba para poder decirSe del todo, en su Palabra eterna de amor. Ella, la Señora del silencio, la mujer que callaba y guardaba todo en su corazón, pudo engendrar para nosotros sus hermanos la Palabra de Dios. De ella misma aprendió el niño Jesús a callar para escuchar la voz de su Padre, hasta que llegó el día en que pudo decir categóricamente: "mi alimento es hacer la voluntad del que me envió (Jn 4, 33)". Que de ella aprendamos también nosotros el silencio amante que nos permite oír a Dios y hace hablar a los demás.
sábado, 21 de julio de 2007
El Papa visto por un amigo
Me parece bueno ofrecer otro punto de vista: la mirada de un crítico benévolo, que juzga con la hondura única que da el amor... ¿Quién mejor que un amigo? Es la palabra del cardenal Tarcisio Bertone, actual Secretario de Estado.
La amistad aprendida en la escuela de san Agustín
por el cardenal Tarcisio Bertone
Está escrito en la Biblia que los años de la vida del hombre «son setenta, ochenta para los más robustos» (Salmo 89, 10). Sí, el santo padre Benedicto XVI no solo no aparenta sus ochenta años sino que además entra en la categoría de los “más robustos” por otros motivos. El Señor le ha dotado de una “robustez” realmente excepcional en sentido intelectual y espiritual: no solo por su vasta y profunda cultura teológica, que todos le reconocen, sino también por su exquisita amabilidad que no tiene nada de formal, sino que expresa una extraordinaria atención por cada una de las personas. Es impresionante ver cómo con todas las personas que encuentra, incluso en las audiencias más apretadas, el papa Benedicto XVI intercambia alguna palabra no de circunstancia, sino personalizada. Aún más: el sentimiento de la amistad, que él considera sinceramente sagrada. La amistad con Dios, ante todo, y luego también la amistad humana y fraternal aprendida en la escuela de san Agustín, para quien la amistad ha de ser regada «por la caridad que ha derramado en nuestros corazones el Espíritu Santo, que nos fue enviado y dado» (Confesiones IV, 4, 7). Poseo recuerdos hermosísimos de mi trabajo junto al cardenal Ratzinger ya desde que yo era consultor de la Congregación para la doctrina de la fe, es decir, desde los años ochenta, aún antes de ser secretario de aquel dicasterio. Ante todo quisiera subrayar la claridad de su doctrina, en la siempre elevada nobleza del lenguaje, pero al mismo tiempo su eficaz capacidad de persuasión. Y además su indefectible amistad, una verdadera fuerza, más allá de la volubilidad de los hombres. Como prefecto de la Congregación para la doctrina de la fe, el cardenal Ratzinger solía decir que su tarea era defender la fe de los sencillos de las doctrinas ambiguas y erróneas de los llamados sabios de este mundo. El 15 de septiembre de 2006, Benedicto XVI me llamó a colaborar con él como su Secretario de Estado. Había dos certezas que me daban valor a la hora de emprender esta ardua tarea: me iba a guiar la Divina Providencia, y podría contar con la comunión profunda con el Santo Padre y con su sincera confianza. Una comunión que corrobora el compromiso al servicio de la Iglesia y de la comunidad internacional –y por consiguiente de la dignidad humana y la pacífica convivencia entre los pueblos– y que se traduce en leal y fiel colaboración, reforzada por el espíritu sacerdotal y por la caridad pastoral que siempre ha de animar todas nuestras actividades. Así que acepté de muy buen grado la invitación a ofrecer mi aportación para este número de 30Días, dedicado a los ochenta años del Santo Padre Benedicto XVI. Se me da así la posibilidad de expresar en estas líneas los profundos sentimientos de gratitud que siento hacia él. Benedicto XVI conjuga en sí de manera admirable el papel de Maestro y de Pastor. Las raíces de esto están en la singular armonía con que, a mi modo de ver, se conjugan en su espíritu la Verdad y el Amor, dos inseparables “nombres” de Dios que se entrecruzan entre sí y se iluminan recíprocamente. Si este connubio entre doctrina y caridad pastoral es propio de todos los ministros ordenados de la Iglesia, brilla con mayor esplendor en los hombres de Dios que, por especial don del Espíritu Santo, consiguen realizar una síntesis robusta a nivel de pensamiento, que se irradia por consiguiente en el plano existencial.
Verdad y Amor: en cada época la humanidad vive de estas dos realidades y las necesita más que el pan. Pero los hombres y las mujeres de este tiempo nuestro advierten que son una necesidad aún más aguda. A simple vista parecen estar –y lo están superficialmente– distraídos y dispersos en tantas “cosas”, en tanto “hacer”, en tanto “aparentar”. Pero si se mira en lo profundo se ve que el mundo de este comienzo del tercer milenio no sólo sigue teniendo necesidad de Verdad y de Amor, sino que necesita especialmente su unidad. Este es, creo yo, uno de los motivos por los que la Providencia ha elegido como sucesor de Pedro al cardenal Joseph Ratzinger: porque este enseña, y antes aún, da testimonio con su vida que no hay amor sin verdad y que no hay verdad sin amor. No es casualidad que la primera encíclica salida de su pluma arranque precisamente de estas dos palabras que representan la síntesis de toda la Sagrada Escritura: «Deus caritas est –Dios es amor» (1Jn, 4, 8.16). Además existe otra clave de lectura complementaria de la personalidad del Santo Padre que no puede ser dejada a un lado: el nombre que eligió, Benedicto. ¿Quién sino san Benito de Nursia encarna esa síntesis entre contemplación y acción que ofreció una válida respuesta a la gran crisis del tránsito entre el Imperio romano y lo que iba a convertirse en Europa? Hoy estamos atravesando otra larga transición histórica, culminada de manera trágica en Europa en el siglo XX y que tendrá un final aún no definido, pero que será sin duda global, no eurocéntrico. El Señor se vale de muchos de sus humildes y fieles servidores para guiar el destino de los hombres según su designio de salvación; entre estos hay gigantes como los pontífices Juan XXIII, Pablo VI y Juan Pablo II, pero también santos que vivieron con gran sencillez como la beata madre Teresa de Calcuta, santa Faustina Kowalska, san Pío de Pietrelcina. A ellos se unen innumerables “piedras vivas”, desconocidas para los hombres pero bien conocidas por Dios, que firmemente fundadas en Cristo edifican la humanidad nueva. En este contexto, al frente del timón de la barca de Pedro, después de que el papa Wojtyla la introdujera en el “vasto océano” del tercer milenio, Dios llamó el 19 de abril de 2005 a Joseph Ratzinger, humilde y valiente «servidor de la viña del Señor», como dijo recién elegido, dulce y fuerte «cooperador de la verdad», como reza su lema episcopal. Deseamos de corazón y rezamos para que los frutos de su pontificado sean realmente abundantes, pero ya ahora saboreamos sus primicias y por ello alabamos al Señor.
miércoles, 11 de julio de 2007
Letanías criollas a la Virgen de Luján
todo el cielo en un reflejo,
cruz del sur que desde lejos
señala el rumbo a la nave;
arrullo de brisa suave
en lo alto de la sierra,
sos sin malezas la tierra
que prefirió el sembrador
y sos como el campo en flor
que un alma de miel encierra.
Humilde flor de llanura
que una mañana el patrón
te llevó hasta su balcón
para admirar tu hermosura;
sos remanso de agua pura
donde el sol juega y se baña,
espejo que no se empaña
donde Dios se sabe ver,
tierra que hasta amanecer
tuviste al sol en tu entraña.
Sos la luna que el sol llena
para dejarse mirar,
orilla que al bravo mar
ofreces mansa tu arena;
flor de cardo que en tu pena
al viento ofreces tu herida,
sos la llanura tendida
como un abrazo que espera,
y sos la abierta tranquera
de la tierra prometida.
Sos la música de amor
que el Creador se reservaba
para expresarse sin trabas
en su palabra mejor;
sos del trébol blanca flor
y la estrella matutina,
sos la madre peregrina
que, por brindarnos consuelo,
aunque eres reina del cielo,
quisiste hacerte argentina.