domingo, 16 de septiembre de 2007

"Si no es Dios, no te salva. Si no te salva, no es Dios"

Durante las controversias teológicas del s. IV,
los que defendían, contra los arrianos, la divinidad de Jesús, el Hijo de Dios,
tenían como lema: "si no es Dios, no puede salvar".
Creo que también es bueno pensar la contracara de esa verdad: "si no te salva, no es Dios".
Puede no haberlo sido -ni serlo- para otras culturas y religiones,
pero, "en cristiano", ambas realidades son inseparables.


Hace unos días volví a ver a uno de mis exalumnitos. Se le había muerto un amigo, un compañero de colegio. En su cara había casi más de azoramiento que de tristeza. A los veinte años uno apenas si sabe conjugar el verbo "morir". Lo ví a la salida de una misa, la tarde misma del hecho. Después de un abrazo y de las palabras ansiosas del rencuentro, me contó que desde que había terminado el colegio prácticamente se había alejado de la Iglesia. Pero que esa tarde, durante la misa y el espontáneo encuentro de oración que la siguió había sentido como nunca que su dolor era acogido, que sus lágrimas no caían en el vacío. Y que movido por esa renacida convicción había vuelto a confesarse después de años.
"Qué lindo", pensé al principio, "un reencuentro con Jesús". Pero más tarde pensé que no, que en el fondo la palabra "reencuentro" no servía. Este amigo mío se estaba encontrando por primera vez con este Jesús. Este joven amigo mío, desde el fondo de su tristeza, encontró el verdadero rostro de Jesús, el rostro del Dios que salva, del Dios que por haber sabido amar hasta el extremo sabe por experiencia propia qué es sufrir. Y por eso este joven amigo mío sabe mucho más que yo, que no puedo sino aprender de su testimonio. Si es cierto que Jesús es el Salvador -el nombre "Jesús" quiere decir "Yahveh salva"- uno en el fondo sólo conoce al verdadero Jesús cuando experimenta la necesidad de ser salvado. De hecho, cuando los primeros cristianos tuvieron que resumir el Evangelio al mínimo, uno de los dos títulos que le aplicaron a Jesucristo fue el de "Soter", Salvador: "Iesous CHristos THeou Yios Soter" -ichthýs-.
Como dice un salmo: "El Señor es benigno y justo, estando yo sin fuerzas me salvó" (Sal 114), la salvación no puede vivirse sino cuando somos conscientes de nuestra debilidad, de nuestra impotencia. Esta necesidad, esta dependencia es en todos nosotros algo radical, algo congénito... Está ahí. Lo difícil es aguantársela sin taparla, sin vestirla, sin disfrazarla... Pero si nos decidimos a vivir en la verdad de nosotros mismos, seremos tanto más conocedores de nuestra debilidad fundamental, y entonces, ya más cerca de nuestro verdadero rostro humano, encontraremos más fácilmente a Jesús, "rostro divino del hombre, rostro humano de Dios".

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