Lo propiamente cristiano
En el articulillo anterior nos habíamos preguntado qué elementos eran necesarios para poder, por así decir, "bautizar" una filosofía. Ahora, retomando la metáfora, podemos decir que la exégesis filosófica de Ex 3, 14 ("Yo soy el que soy") había logrado ciertamente "circuncidar" a la filosofía, pero no "bautizarla". ¿Qué es, entonces, lo necesario para que sea propiamente cristiana?
Pues bien, de hecho, el bautismo se hace, desde las alboradas del cristianismo, "en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo" (Mt 28, 19). Éste es un dato para nada menor, que puede servirnos como introducción a lo que sigue.
Hasta el momento habíamos dicho: lo específicamente cristiano ha de venir del misterio de Jesucristo, y por eso de la luz del Nuevo Testamento. Pero no sólo atendiendo a la inmemorial liturgia bautismal, sino apoyándonos en la entera tradición de la Iglesia, redescubierta y fuertemente destacada y desarrollada por la renovación teológica del Vaticano II, podemos afirmar serenamente que la novedad de Jesucristo es la revelación de Dios Padre, del Hijo y del Espíritu Santo: de Dios "unitrino".
"La confesión de un Dios en tres personas se considera con razón como lo propio y específico de la religión cristiana. (…) Así, la confesión trinitaria es el resumen y la suma de todo el misterio cristiano, y de ella depende el conjunto de la realidad soteriológica cristiana." (Walter Kasper, El Dios de Jesucristo, Sígueme, Salamanca, 1985, p. 267).
Se trata de la revelación, en última instancia, de lo que dice ya la primera carta de Juan: "Dios es amor" (1 Jn 4, 8.16). Intentaré explicarlo con más detalle.
En primer lugar, esto significa desechar la idea de que la Trinidad sea una mera especulación teológica –surgida por el contagio de categorías filosóficas helenísticas- que se pegó al Evangelio sólo después, y extrínsecamente, como un abrojo a los pantalones, ahogando la pureza de la verdad evangélica, o, en el mejor de los casos, complicándola innecesariamente. No: la revelación del misterio de Dios "unitrino" es una consecuencia directa –mejor aún, la consecuencia directa- del hecho histórico salvador de Jesucristo. Como dice el joven Ratzinger:
"El tratado sobre la Trinidad no arranca propiamente de la iniciativa eclesiástica. Lo "pone en marcha" el evento único de Jesús de Nazaret" (Introducción al cristianismo, 141).
El que una experiencia histórica concreta -la de Jesús de Nazareth muerto y resucitado- sea la causa de la revelación del misterio de Dios en sí mismo, tiene su fundamento en el principio "Dios es tal como se revela": Dios es como se da, y se da como es.
En segundo lugar, este mismo hecho implica la centralidad del misterio de la Santísima Trinidad: "el evento trinitario" es la cifra de lo "específicamente cristiano". El mismo Magisterio lo dice sin ambigüedades:
"El misterio de la Trinidad es el misterio central de la fe y de la vida cristiana. Es el misterio de Dios en sí mismo. Es, pues, la fuente de todos los otros misterios de la fe; es la luz que los ilumina" (Catecismo de la Iglesia Católica, 234).
Ahora bien, confesar a la Santísima Trinidad en la fe de la Iglesia, decir que el Ser de Dios es una unidad -una comunión- de tres personas distintas, es decir mucho.
En la Antigua Alianza, al único a quien Dios había dado a conocer su nombre fue a Moisés, "a quien YHWH trataba cara a cara" (Dt 34, 10b). Dios, como hemos visto, se lo revela solemnemente en Éx 3, 14: "Este es mi nombre para siempre, por él seré invocado de generación en generación" (Ex 3, 15). Esto justifica que la Torá se cierre con estas elogiosas palabras: "No ha vuelto a surgir en Israel un profeta como Moisés" (Dt 34, 10a). Moisés es, pues, un testigo digno del más alto crédito, y entonces no tiene nada de sorprendente que el "Yo soy el que soy" que Dios le dijo como su propio nombre "para siempre" sea considerado por la Iglesia, hasta el día de hoy, como nombre de Dios.
Pero "la Ley se dio por medio de Moisés; la gracia y la verdad se hicieron por medio de Jesucristo" (Jn 1, 17). Moisés ya no es para nosotros el testigo último, el hombre que más de cerca conoció a Dios, porque nos dice el Evangelio: "A Dios nadie lo ha visto jamás. El Hijo único, el que está en el seno del Padre, ése lo ha contado" (Jn 1, 18). Por lo tanto, es a Jesús y ya no a Moisés a quien ha de dirigirse nuestra mirada para conocer el ser de Dios (cf. Heb 3, 1-6).
Sin embargo, no hay en esto una ruptura drástica con el Antiguo Testamento, ni siquiera con la "metafísica del Éxodo": la novedad cristiana no viene a negar que Dios sea el Ser, pero sí que Dios sea sin más el Ser. Para la metafísica cristiana clásica, el Ser de Dios es pura actualidad, y ese "exceso de positividad" –paradójicamente- "nos esconde el ser de Dios" , así como los rayos del sol, por su excesiva luminosidad, nos encandilan e impiden que veamos. Pues bien: la revelación de Jesucristo nos hace capaces, por así decir, de mirar al sol de frente. En Él podemos ver el rostro de Dios (cf. Jn 14, 9; 12, 45) y no sólo sus espaldas (cf. Ex 33, 20. 23): Él viene a mostrarnos no ya que Dios es el Ser, sino cómo es ese "Ser" de Dios por dentro. En su misterio pascual, Cristo, por así decirlo, ha desgarrado el "Yo soy" del Éxodo, como el velo del Templo (cf. Mt 27, 51), y con autoridad de Sumo Sacerdote nos ha permitido ingresar en el Sancta sanctorum de la intimidad divina (cf. Heb 9, 11-12). Y ya dentro del Santuario, de la mano de Jesús, vemos, en Él, que "Dios es amor" (1 Jn 4, 8. 16).
"[…] Al enviar en la plenitud de los tiempos a su Hijo único y al Espíritu de Amor, Dios revela su secreto más íntimo; El mismo es una eterna comunicación de amor: Padre, Hijo y Espíritu Santo, y nos ha destinado a participar en Él" (Catecismo de la Iglesia Católica, 221).
En efecto: confesar que Dios es trino es confesar que Dios es un misterio de comunión, que Dios es amor. Este es el "misterio central" de la fe y de la vida cristiana.
"El misterio del amor de Dios es el contenido fundamental de la revelación divina. […] "Dios es amor" (1 Jn 4, 8.16) Toda la teología trinitaria puede ser entendida como un comentario a esta frase […]. Del amor que se manifiesta en Cristo la primera carta de Juan llega a insinuar el amor que es Dios en sí mismo. Ahí está la definitiva novedad del concepto del Dios bíblico y sobre todo cristiano" (Luis F. Ladaria, El Dios vivo y verdadero, pp. 9-10).
"Dios es amor". Si estas palabras "expresan con claridad meridiana el corazón de la fe cristiana" , si de veras constituyen la verdad fundamental de la vida cristiana, ¿no deberían asimismo ser el corazón y la verdad fundamental de una filosofía cristiana?
Hacia una nueva filosofía cristiana
Gilson decía que a partir de la revelación del nombre de Dios en Ex 3, 14 surgió toda una filosofía cristiana, riquísima en implicancias, que él llamó "metafísica del Éxodo". El faro que guiaba la elaboración de esa metafísica era la revelación de que Dios, el creador del cielo y de la tierra, es el Ser simpliciter, origen de todo ser.
La propuesta no es echar por la borda, toda entera, la metafísica del ser, como si se tratara de algo vetusto y deleznable. Se trata de darle una vuelta más de tuerca, de profundizarla, de hacerla más penetrante. Dios es el Ipsum Esse Subsistens (el mismo ser subsistente): lo afirmamos rotundamente. Ahora bien, sabemos por la revelación cristiana que este Esse es en sí mismo Caritas –aunque, hablando formalmente, habría que poner, antes que un sustantivo (caritas, amor), un verbo: este Esse es Amare- : es un acto puro de amor, es un "estar amando siempre", porque la fe nos dice que Dios es comunión de tres personas distintas: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.
Por consiguiente, el dato revelado que, como una luna llena, ha de guiar a este pensar que peregrina en la noche de la razón natural es que Dios, el creador del mundo, sin quien nada puede subsistir, es Ipsum Amare Subsistens. Entonces, la metafísica propiamente cristiana parte de la certeza de que en el origen de todo ente en cuanto ente está el Amor, porque "en arché", en el principio, no está el ser sin más, sino el Ser de la Trinidad.
Una filosofía cristiana tendría que ser, por consiguiente, una metafísica del amor, porque el amor es el origen del ser y por lo mismo es, en última instancia, el origen del conocer, la razón de la inteligibilidad:
“El amor es el misterio original, y amando también nosotros comprendemos el mensaje de la creación, encontramos el camino” (Joseph Ratzinger,
Presentazione del
Trittico Romano de Juan Pablo II).