sábado, 25 de diciembre de 2010

Nochebuena en Buenos Aires

Tú que con ansias recorres
la noche de Navidad
buscando por Buenos Aires
a quien te vino a salvar,
mira bien qué puerta empujas
y qué umbral vas a pisar,
porque aunque está en todas partes
 y en todas lo sentirás,
sólo en las casas más puras
al niño Dios hallarás.

No lo busques en los sitios
donde la luz brilla más
y donde es más poderoso
el poder de la ciudad;
deja las calles del centro,
entra en las del arrabal,
y allí donde la pobreza
linda con la oscuridad,
en la casa más humilde
al Niño Dios hallarás.

No lo busques en los libros
que gritan en vez de hablar,
ni en la música que quiere
pero no puede cantar;
apártate del bullicio
que en todos los barrios hay
hasta hundirte en el sosiego
que comienza más allá,
y en el fondo del silencio
al Niño Dios hallarás.

Tú que en Buenos Aires buscas
a quien te vino a buscar
para convertir en día
tu noche de Navidad:
aléjate de ti mismo,
acércate a los demás,
y abriendo con toda el alma
las almas de par en par,
en la más sola y más triste
al Niño Dios hallarás.

Francisco Luis Bernárdez.

miércoles, 1 de diciembre de 2010

A desear también se aprende

Cuando el domingo a la mañana empecé a rezar la Liturgia de las Horas, sentí una alegría especial, como un ensanchamiento del corazón. Después de todo el año litúrgico, me estaba reencontrando con esas antífonas conjugadas en futuro: "Aquel día, los montes destilarán dulzura...", "Los árboles del bosque aplaudirán..., vendrá el Señor...". Había empezado el Adviento, este tiempo litúrgico dedicado a cultivar la esperanza. 
"Aquel día"... Estas dos palabras fueron para mí como una ventana que se abría mirando al horizonte, y que invitaba a galopar impunemente, rienda suelta y campo afuera. La liturgia del Adviento es como si nos invitara a desbocar nuestros sueños y deseos. En efecto, en estas primeras semanas, la liturgia nos llama a mirar lo que vendrá en el futuro: "Miren: el Señor viene...". Es una mirada que a quienes venimos enredados en la fatigada madeja del año nos saca de nosotros mismos con la tensión de lo que deseamos. El Adviento es todo él una gran "expectativa", un deseo hecho liturgia.
Sin embargo, también la época en que vivimos se caracteriza por una gran "exacerbación de los deseos", a tal punto que podría ser calificada como una "cultura del deseo". ¿Por qué entonces el Adviento me supo tanto a novedad, por qué me tomó por sorpresa? ¿Qué tiene de distinto este deseo?
Creo que la clave la da la etimología de la palabra "expectativa", que es otra manera de decir "deseo" o "esperanza". Efectivamente, "ex specto" significa mirar (specto), pero mirar fuera de sí (ex), tenso hacia afuera, hacia aquello que se espera ver. Es un mirar que desea, y que porque desea espera.
Ahora bien, creo que aquí está la gran diferencia: la expectativa del Señor que viene es un deseo que sabe esperar, y que por eso nos tiene como "lanzados hacia lo que está adelante" (Flp 3, 13), fuera de nosotros mismos. En cambio, si bien es cierto que nuestra cultura es una cultura del deseo, es mucho más todavía una cultura del consumo, y del consumo inmediato -"ya"-, al alcance de un clic. De ahí que nuestra sociedad, en el fondo, no nos fomenta tanto desear cuanto consumir, y el deseo está al servicio del consumo. Nuestros deseos no llegan a ser "ex-spectativas", porque no tienen la fuerza suficiente para sacarnos de nosotros mismos. Al contrario, la manía de tener siempre, y ya, y todo lo que deseamos no nos vuelca hacia afuera, sino que transforma nuestro "Yo" en una especie de aspiradora omnipotente e insatisfecha. Deseamos, pero como no esperamos, consumimos mucho y no consumamos nada.
Por eso, con el Adviento la Madre Iglesia nos educa el deseo, podría decirse que nos enseña a desear. Esto lo hace de dos maneras: primero, mostrándonos qué debemos desear, y luego enseñándonos a esperar ese deseo.
En el primer domingo de Adviento, la Iglesia nos señala qué debemos desear. "Sucederá al fin de los tiempos... Todas las naciones afluirán hacia la Casa del Señor... Él será el juez de las naciones... Con sus espadas forjarán arados, con sus lanzas, podaderas. No levantará la espada una nación contra otra ni se adiestrarán para la guerra" (Cf. Isaías 2, 2-5). En esto, la Iglesia es muy exigente: nos invita a "levantar la mirada", a anhelar con todo, a desear a lo grande. "De esto tenemos mucha necesidad en estos tiempos, en que muchas cosas en las que se confía para construir la propia vida [...] se demuestran efímeras" (Benedicto XVI, Verbum Domini, 10). Todos "tenemos esperanzas -más grandes o más pequeñas- que día a día nos mantienen en camino" (Benedicto XVI, Spe salvi, 31); pero como "antes o después, el tener, el placer y el poder se manifiestan incapaces de colmar las aspiraciones más profundas del corazón humano" (Verbum Domini, 10), en el Adviento se nos invita a una expectativa mayor, a la más grande de las esperanzas: "esta gran esperanza sólo puede ser Dios, que abraza el universo y que nos puede proponer y dar lo que nosotros por sí solos no podemos alcanzar [...], pero no cualquier dios, sino el Dios que tiene un rostro humano y que nos ha amado hasta el extremo" (Spe salvi, 31). El Adviento nos pide soñar con la paz universal, con un mundo de hermanos, con los cielos nuevos y la tierra nueva... Desatar los deseos utópicos, a lo "Imagine" de Lennon o "A wonderful world" de Armstrong, tiene mucho más que ver con la esperanza cristiana que resignarnos pusilánimemente a las pedestres esperanzas que tenemos "a tiro". Dice Larralde por ahí que "la tierra es grande o es chica de acuerdo con los anhelos": pues bien, la Iglesia nos enseña a anhelar la felicidad sin alambrados del Cielo, de modo que podamos decir como Martín Fierro: "para mí la tierra es chica, y pudiera ser mayor".
Lo segundo que hace la Iglesia para educarnos el deseo es ayudarnos a esperar: hay que "aguantar" mientras ese deseo no se cumple... Esta "escuela del deseo" fue explicada genialmente por San Agustín (In 1 Joannis 4, 6) y retomada por el Papa: "El hombre ha sido creado [...] para Dios mismo [...] Pero su corazón es demasiado pequeño para la gran realidad que se le entrega. Tiene que ser ensanchado. "Dios, retardando su don, ensancha el deseo; con el deseo, ensancha el alma, y ensanchándola, la hace capaz de su don"." (Spe salvi, 33). Por eso Jesús nos exhorta con fuerza: "estén despiertos", "estén preparados" (Mt 24, 42.44): aguanten el hueco, soporten el vacío, dilaten la capacidad de desear mientras se dilata el cumplimiento... No "coman y beban" (cf. Mt 24, 38) -"basta de excesos en la comida y en la bebida" (Rom 13, 13)- para distraer la ansiedad, que eso no los va a saciar; por el contrario, ansíen "los bienes de arriba, donde está Cristo sentado a la derecha de Dios" (Col 3, 1). El programa de la "pedagogía del deseo" podría resumirse así: "desear sin consumir para poder consumar".
Desear y esperar el Reino de Dios (¡venga a nosotros tu reino!) nos hace vivir de otra manera, porque sabemos que la historia está en manos de Dios, y que pase lo que pase, "el Señor viene", y aquél día... todo terminará bien. Y, siguiendo a Jesús, que "pasó haciendo el bien" (Hech 10, 38), los hombres que creemos y esperamos en el "Dios de la esperanza" (Rom 15, 13), llenos de alegría, vamos entregando nuestras vidas como semillas y primicias de ese Reino que está y que viene. "¡Ven, Señor Jesús!"

"Ven, y caminemos a la luz del Señor"
 Isaías 2, 5


martes, 2 de noviembre de 2010

Dime lo que miras y te diré quién eres

"Queridos míos, desde ahora somos hijos de Dios, y lo que seremos no se ha manifestado todavía. Sabemos que cuando se manifieste seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es" (1 Jn 3, 2).
Alguna vez hemos comentado este pasaje de la carta de san Juan, que la Iglesia nos propone en la solemnidad de Todos los Santos, para que pensemos en la vida eterna. Sin embargo, ayer me quedé meditando no en lo que esta Palabra dice del cielo, sino en lo que implica ya en la tierra.
"Seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es". Más allá de la visión de que se trata, la afirmación es rotunda: habrá una mirada tan profunda, tan transparente y diáfana, que hará que el que ve se haga semejante a lo visto. Pareciera que entre la visión y la vida hay un vínculo secreto y profundo: existe, en efecto, una relación causal y efectiva entre el ver y el ser.
A partir de esto, me gustaría, como el pescador que tira líneas al agua, sugerir algunos caminos de reflexión.
  • Mirada comprometida. Por un lado, aquí hay un "ver" que involucra a la persona que ve. No se trata de un "ver" pasivo, como el del que permite que se le ganen las imágenes mientras "ve televisión". Es, por el contrario, una visión en la que la persona está tan comprometida que incide en el propio ser. Por eso, no es cualquier ver, sino que es un "ver" por haber "mirado", por haber puesto atentamente el corazón.
  • Fecundidad de la mirada. En el caso que dice 1 Jn 3, 2, la semejanza con Dios se da ciertamente por la excelencia del objeto visto -que es Dios-, pero también porque la mirada fue purificada para poder verlo "tal cual es". Entonces, no debería extrañarnos que tantas veces nuestras miradas no sean fecundas... Uno puede viajar, leer, conocer culturas y gente, tener mucho "mundo", y volver siempre igual. No importa sólo qué miramos, sino cómo miramos. Si en la mirada no está puesto el corazón, lo que vemos tampoco deja huella en el corazón: entra y sale como por un tubo.
  • Mirada que digiere y asimila. Por eso se da un cierto paralelismo entre la mirada y la nutrición: así como puede haber desnutrición aunque se lleven cosas a la boca, hay maneras de mirar que impiden asimilar lo visto. El zapping, por ejemplo, es una mirada que de suyo impide la digestión de lo ingerido. Esta dispersión total de la mirada lleva, incluso, a perder sensibilidad, a no poder "degustar" lo que estamos "consumiendo". Es la misma diferencia que hay entre la "cata" y el "fondo blanco". El contenido se desdibuja a tal punto que ya no importa qué vemos, sino el hecho de "estar viendo", en una pasividad cada vez más abúlica. "Voy a ver tele", y no un programa en particular. El "eterno retorno" del zapping provoca un tedio típico: "no hay nada para ver"... ¡pero desde el principio no había nada que buscar! La pasividad, en ese caso, ha llevado a la imposibilidad incluso de formular positivamente el capricho: "quiero ver esto".
  • Mirada que discierne y jerarquiza. Otro factor que impide la buena asimilación de lo que vemos es la confusión (o sea, "todo es igual, nada es mejor"). Cuando lo que vemos viene tan mezclado ya no sabemos bien a qué debemos prestar más o menos atención, qué tenemos que tomar y qué dejar. El ejemplo cotidiano es el de los noticieros, que no siguen otro orden que el que convenga para mantener en vilo al televidente, sin ponderar qué es más o menos importante, ni clasificar las noticias (como todavía hacen los diarios): por lo tanto, tenemos vistos los talentos actorales -o la esquizofrenia facial- de los conductores que nos sonríen -con musiquita de fondo correspondiente- para contarnos el nacimiento de un nuevo tigre en el zoológico y sin solución de continuidad se ponen serios para hablarnos del asesinato de un jubilado, y acto seguido nos cuentan la última novia de Brad Pitt, y así toda la hora. Esto dificulta una de las tareas fundamentales de la mirada, que es la jerarquización, esa "discreción" o "juicio" que le permite digerir las cosas, o por lo menos evitar la indigestión espiritual.
  • Mirar al otro en cuanto otro. Esta analogía con la alimentación nos hace pensar en que muchas veces nuestras miradas, nacidas desde la insatisfacción, son miradas hambrientas, absorbentes y desesperadamente posesivas. La mirada que benignamente llamamos curiosa y comedida, si se "desboca" puede ser capaz de desnudar y violar, de pisotear y profanar las más sagradas intimidades. La primera carta de Juan nos presenta otra mirada: ya no se trata de "asimilar", fagocitar al otro, sino de respetarlo tanto que es el que mira el que se torna semejante al "mirado". "Seremos semejantes a él, porque lo veremos..." La mirada que Juan propone es una mirada pura, porque es una ventana al otro, a través de la cual uno puede finalmente descentrarse y salir de sí mismo. Esta mirada ya es parte  integral de la única dinámica del amor. El fruto de este mirar no es la unión posesiva y forzada, sino la unión fluida y mansa de la semejanza.
  • Mirada libre y liberadora. Poder mirar al otro en sí mismo, sin querer consumirlo ni apropiárselo, es mirar con libertad. Sólo esa mirada puede bajar la guardia, sosegarse, descansar. Así es la mirada del amor, como lo dice el poeta: "Me miráis, ojos de mi alma, / con la calma / con que mira el cielo al mar" (Miguel de Unamuno, "¡A sus ojos!"). La energía que se gastaba en absorber, en atrapar, ahora se reconduce a la atención al otro en tanto que otro. El que ama está atento a las necesidades verdaderas del amado, busca el bien propio del otro. Por eso su mirada, redimida del narcisismo, no sólo es libre sino que es liberadora. En efecto, no intenta insertar al otro en los propios esquemas sino que lo ama "tal como es"... No hay mejor mirada que la del que nos ama: su mirada -que nos acepta radicalmente- nos reafirma, nos hace lugar, nos despliega, nos hace crecer, nos da alas.
  • Contemplación y transformación. La mirada del amor es la que mejor conoce, como decía Adela Sáenz Valiente de Grondona: "el amor es la retina más perfecta que existe". Esta mirada tiene nombre propio: se llama "contemplación". ("La contemplación -dijo Josef Pieper- es un percibir amante"). Es precisamente la contemplación la que tiene esa capacidad de transformar al sujeto que contempla, justamente por mirar amando. Entonces el conocimiento que se da no es conceptual, sino un conocimiento "por connaturalidad" (Santo Tomás de Aquino): el amor hace que lo extraño se haga semejante, y así lo semejante conoce a lo semejante, familiarmente, como por instinto. Esta transformación del contemplante en lo contemplado, en cuanto a la relación con Dios -donde por la excelencia del Otro esto es más patente-, está presente ya en el Antiguo Testamento: "mírenlo y quedarán resplandecientes, sus rostros no se avergonzarán" (Salmo 33; cf. Ex 34, 29 ss. 33 ss., retomado por san Pablo en 2 Co 3, 12-18). San Lucas nos dice que mismo Jesús fue transfigurado "mientras oraba" (Lc 9, 29). Por eso puede decir 1 Jn que "porque lo veremos tal cual es, seremos semejantes a él". Muchos autores han aprovechado este misterioso vínculo para vivir la espiritualidad de la contemplación, por ejemplo, en la adoración eucarística. Mirar con amor el Cuerpo entregado de Jesús -además de "comulgarlo"- nos va haciendo "eucaristía" a nosotros, nos va contagiando el estilo del Maestro, nos va "pegando su tonada" de humildad, de servicio, de amor total...
  • Por una ascética de la mirada. Pero no debiéramos pensar que sólo la "contemplación mística" nos va transformando en lo que miramos... Si el que ve a Dios queda radiante, también la Biblia nos advierte que "el que honra ídolos vanos, se vuelve vano él mismo" (cf. 2 Re 17, 15; ver también Sal 115, 8). No da igual qué miramos o qué dejamos de mirar: "La lámpara del cuerpo es el ojo. Si el ojo está sano, todo el cuerpo estará iluminado; pero si el ojo está enfermo, todo el cuerpo quedará en tinieblas" (Mt 6, 22-23). Uno es un poco lo que mira, porque mira lo que ama y en el fondo uno es lo que ama. Por eso "dime cómo miras y te diré cómo eres; dime qué miras y te diré qué eres; dime a quién miras y te diré quién eres".
    Creo que en un tiempo en que la "cultura de la imagen" es tan fuerte que el "homo sapiens" corre el riesgo de volverse el "homo videns" (Giovanni Sartori), es necesario reeditar una auténtica "ascética de la mirada". Lo que vemos deja huella en nuestra imaginación, en nuestra memoria, en nuestro corazón. Así como no nos llevamos a la boca todo lo que nos ponen delante, tampoco debemos "tragarnos" todo lo que está ante nuestros ojos. De hecho, las consecuencias negativas de las malas miradas son harto más duraderas que una indigestión. Habrá que aprender de nuevo a hacer "ayunos de la vista" y "silencios de la mirada" (no tener la televisión prendida porque sí, no someternos a sus imágenes "inconscientemente", evitar el zapping ocioso, etc.), pero sobre todo habrá que educarnos en el ejercicio positivo del mirar bien: saber ser contemplativos en medio de la vida cotidiana, permitirnos ver la luz del día, detenernos a mirar el cielo, poder pasear un poco por la calle mientras caminamos y reconocer dónde puso nido aquel hornero, y gozar con los nuevos brotes en los plátanos, o apreciar las flores de un balcón, o los encantos de una moldura. Cuando nos animemos a hacerlo, y notemos cómo eso nos "transforma", nos vamos a asombrar...

viernes, 22 de octubre de 2010

El fuego amable de Jesús

"Yo he venido a traer fuego sobre la tierra ¡y cómo desearía que ya estuviese ardiendo!" (Lc 12, 49).

¡Fuego! Sin certeza de qué es lo que el Señor haya querido decir con esta frase, hay algo que está claro: Jesús tiene un fuego para dar. Jesús tiene adentro de su corazón un amor que le quema en ganas de compartirlo, de contagiarlo, de entregarlo. Jesús tiene un corazón de carne (como había prometido Ezequiel), y ese corazón es un corazón ardientemente apasionado por el Reino. Tiene tantas ganas de incendiar la tierra con ese fuego... pero sabe íntimamente que para poder quemar todo tiene que primero dejarse quemar él del todo.
Estoy convencido de que esa pasión de Jesús, ese fuego de su corazón es el mismo Espíritu Santo, que lo "llena", que lo "arrastra" (cf. Lc 4, 1), que "lo estremece de gozo" (Lc 10, 21)... Es el mismo Espíritu que en su bautismo era como una paloma, pero que después de su otro bautismo (cf. Lc 12, 50) -la muerte y resurrección- fue un fuego imparable para el incendio de Pentecostés.
El propio Lucas juega con las dos imágenes -la paloma y el fuego- para referirse al Espíritu Santo. Y el gran san Agustín nos ayuda a entender por qué: "Cuando [Dios] envió el Espíritu Santo, lo hizo visible de dos maneras: por medio de una paloma y por medio del fuego: [...] en esta mostró la sencillez; en éste, el fervor.[...] Para que la sencillez no quedara como algo frío, lo mostró en el fuego. [...] También ustedes sean sencillos, pero de modo tal que sean  fervientes" (In Ioan. evang. tr. VI, 3-4).
Creo que, como cristianos llamados a la "sabiduría del diálogo", esto bien puede servirnos de discernimiento. En efecto, también la vida cristiana requiere un "termómetro"... No hay amor verdadero que sea frío. "Porque hay algunos que se dicen sencillos, y son vagos; se llaman mansos, y son apáticos" (San Agustín, Idem). Si nuestra sencillez, nuestra mansedumbre, nuestra amabilidad y tolerancia no son compatibles con un corazón apasionado por el bien y la verdad, entonces no son tolerancia sino apatía, "indiferentismo" y qué-más-dá. La apertura al diálogo, si no es compatible con la "valentía de la libertad de los hijos de Dios",  ni es sabia ni es virtuosa. Hay una mansedumbre que viene de la muerte, como dice por ahí Larralde: "suelen ser las más podridas las aguas que están más calmas".
Por eso, Señor Jesús, quemanos con el fuego amable de tu Espíritu, para que nuestro corazón aprenda a ser manso y humilde como una paloma, ardiente y apasionado como el fuego.

martes, 5 de octubre de 2010

La incierta certidumbre de Dios

"Conozcamos, corramos al conocimiento del Señor,
cierta como la aurora es su salida;
vendrá a nosotros como la lluvia temprana,
como la lluvia tardía que riega la tierra" (Oseas 6, 3)

¡Corramos, esforcémonos por conocer a Dios! Vale la pena todo el aguante agotador de la noche, todo ese gemir sobrecargado, vale la pena pedir ayuda sin parar y no cansarse de querer salir, querer salir...
Dios cumple los deseos del corazón siempre (porque él desea más que nosotros); Dios cumple sus promesas siempre. Por larga que sea la noche, la aparición de Dios es "cierta como la aurora".
"Cierta como la aurora"... La venida de Dios es segura con esa "necesidad física" del sol que vuelve a salir... Esto es estrictamente así: la necesidad física es expresión y efecto de la libertad amorosa de Dios, y no al revés. La inexorabilidad de los cielos -de las leyes naturales- está creada por la inexorabilidad del amor eterno de Dios: "Él hizo sabiamente los cielos porque es eterna su misericordia" (Sal 135, 5). La certeza de la aurora no es más cierta que la certeza del amor de Dios, sino su fruto y su espejo.
Ahora bien, él vendrá "como la lluvia que riega la tierra"... Estotra imagen habla más bien de la "inmanejabilidad" de la aparición de Dios, y muy pertinentemente está colocada justo después de la imagen del amanecer: de lo contrario, parecería que uno, reloj en mano, podría saber cuándo exactamente va a visitarnos el Señor: faltan diez, nueve ocho... Para corregir esta ilusión, Oseas nos propone la comparación con la lluvia, que no sabemos cuándo va a venir, "porque en muchas ocasiones truena y no sabe llover".
De la primera comparación, aprendemos la certeza irreversible de que Dios llegará; de la segunda, la incertidumbre de que no sabemos cuándo. Todo lleva a que no confiemos en nuestras especulaciones, sino que pongamos toda la esperanza en él.
Esta es la esperanza cristiana, certeza divina que nos permite andar entre las incertidumbres humanas (tan cierta aquélla como éstas). Así vivió también Jesús, que vivió como Hijo la "hora": ya está viniendo, ya viene... pero recibiéndola siempre de la voluntad de Dios, el único que sabe "el día y la hora". Nosotros, hijos como él -y en él-, renunciamos a manejar la historia, y le dejamos el asunto al Padre, mientras vivimos, con todo, la propia necesidad de cada día.

lunes, 20 de septiembre de 2010

Platón y la pampa de la verdad

"...Este gran celo por ver la llanura de la Verdad es que el pasto adecuado para la mejor parte del alma es precisamente el de aquella pradera, y la naturaleza de las alas por las que el alma adquiere su ligereza se nutre precisamente de él" (Platón, Fedro, 248, b-c).

Siempre me gustó, con atracción magnética, la pampa. Hay una suerte de llamado atávico, de vocación divina en el fondo de ese magnetismo.
En la llanura, contemplando el horizonte, uno puede bajar los brazos, descansar y dejar que la vista (ya no es la fatiga de la mirada) retoce sin cuidado por esa extensión inmensa. De la misma manera, puede uno aquiescerse sólo ante el panorama diáfano y despejado que nos tiende la verdad. Pero nunca dura mucho esa visión. En esta vida, el descansado horizonte de la verdad en seguida se accidenta de nubes que mellan su nítido-que-fue perfil. Gustando esa contemplación nos vamos acercando al horizonte, pero a medida que avanzamos aparecen nuevos cerros que ocultan otra vez la llanura definitiva. La verdad, es cierto, se vislumbra después de mucho subir, pero sólo se alcanza allá en el bajo, en la llanura de la humildad, que es el lugar de la comunión donde no hay ya obstáculos para el encuentro. Porque la verdad genera encuentro: la verdad es la madre del consenso, y la mejor amiga del amor.

"¡Que se rellenen todos los valles y se aplanen todas las montañas!" (Is 40, 4)... ¿Habrá algo de cierto, algo de eso que intuía la sabiduría antigua, detrás del nombre con que me gusta llamar al Cielo que me espera: "Ayacucho eterno"?
"Ayacucho Eterno": serán los campos tendidos para siempre, serán los pastos de la verdad, será el agua pura de la vida nueva y el "Sol de justicia" que es el Cordero.
Yo sé para mí, viejo Platón amigo, que en el Ayacucho Eterno, sin carro alado ni auriga, me voy a subir en ancas de tu pingo y, juntos, vamos a galopar en la pampa madre de la Verdad... sin tranqueras.


SED DE PAMPA
"Pampa madre, peregrina de quietudes
cielo verde que repaso en la mirada..." (José Larralde)

Hundido en las piedras que cortan los vientos
ahogado en los lagos y ciego en los montes
aunque todo canta, yo no estoy contento:
mis ojos anhelan ver el horizonte.

La luz de mis ojos se choca en las piedras
y hacia el cielo sube buscando llegar
trepando murallas, como hace la hiedra,
hasta una llanura donde descansar.

Yo soy de los llanos, y también mi alma,
y el estar tan lejos me hace sentir
que, aunque sea un sueño gozar de esta calma
tendido en mi pampa quisiera morir.

Estos versos llanos, hijos de los montes,
son ríos cumbreños que quieren bajar,
y con ellos mi alma, con sed de horizonte
va abriéndose paso camino hacia el Mar.

Bariloche, 10 de enero de 1999.


viernes, 27 de agosto de 2010

Un canto nuevo


Algunos días atrás, bien entrada la noche, me disponía ya a irme a dormir cuando por entre las ventanas siempre abiertas de mi cuarto oí algo que me hizo deternerme de golpe, interrumpiendo los semiconscientes quehacerces de la rutina final. Me expuse en seguida a la voz de la ventana, y, en una fresca bocanada, la noche negra me dijo un canto nuevo: era un silbido casi olvidado, tan lleno de reminiscencias, tan familiar... Abrí del todo, respiré hondo y le regalé al cielo una sonrisa nueva, tan nueva como ese canto primero del primer zorzal.
¡Qué linda sensación, y qué extraña! Ese silbo prematuro, surgido en el seno mismo del invierno, llevaba en sí mismo toda la primavera... El silencio frío, dueño y señor de las noches invernales, acababa de ser herido de muerte por ese flechazo musical. Y aquel zorzal francotirador era el mismo que con trinos triunfantes me estaba anunciando el pregón de la victoria.
¡Qué certeza misteriosa! ¿Cómo puede uno alegrarse hasta henchirse el corazón por la primavera, estando en pleno invierno? Y sin embargo, el que escucha ese anuncio entiende la irrevocabilidad de la noticia: "¡Cantemos! El invierno "ya fue". No le hagan caso a lo que ven ni a lo que sienten: eso es apariencia. Es el estertor de un muerto. En lo oscuro de la noche ya se está gestando el día nuevo. ¡Cantemos!"
Ese canto aparentemente aislado del primer zorzal no está solo: está preñado de todos los que vendrán. Es "las primicias" de la primavera... ¡Qué poco entendió de esto el que piensa que "una golondrina no hace el verano"...! Las primicias son la exigua realidad que asegura la promesa de mucho más. De aquí brota una gran alegría, por el regalo de una doble novedad: la llegada del primer fruto, y la certeza de todos los demás. ¡Eso es el gozo de las primicias!

"¡Canten al Señor un canto nuevo!" (Is 42, 10).
Así gritaba el profeta Don Segundo Isaías, en lo más negro del destierro en Babilonia, en la oscuridad más densa de la desgracia de Israel. Cuando no había nada de qué alegrarse, Isaías pregonaba la victoria de Dios: "El Señor irrumpe como un héroe [...]" (Is 42, 13): en lo más negro de la desesperación, Dios había dicho: "cambiaré las tinieblas en luz" (42, 16). Isaías invitaba a la esperanza en medio de la desesperación más absoluta... "¡Canten al Señor un canto nuevo!" ¿Le habrán hecho caso? ¿O habrá ganado la tentación de la nostalgia de las "cosas pasadas" (Is 43, 18): "¡Cómo cantar un cántico del Señor en tierra extranjera! (Sal 136, 4)?. Por las dudas, el Antiguo Testamento nos insiste varias veces con esta invitación: "¡Canten al Señor un canto nuevo!" (Sal 33, 3; 96, 1; 98, 1; 149, 1)... Pero ¡qué difícil es cantarlo! ¡Qué difícil es a adherirse a entonar la victoria en medio de los horrores de la batalla! ¡Qué difícil, en el fondo, creerle al que anuncia la esperanza! Queda claro, en todo caso, que poder cantar "el canto nuevo" es siempre un don del mismo Dios (cf. Sal 40, 4).
En el Nuevo Testamento nos encontramos, por fin, con algunos que "cantan un canto nuevo" (Ap 5, 9; 14, 3). ¿Quiénes son? En 5, 9-10, son los que están en el ámbito divino ("alrededor del trono"), en presencia de Dios y del Cordero degollado y victorioso. Pero ellos están en el cielo, contemplando al Cristo vencedor que tiene en su mano, abiertos, los designios de la historia. Ahora bien, los hombres, aquí abajo, en este "desierto" (Ap 12, 15), tratando de huir en la "gran tribulación", ¿podrán cantar el canto nuevo? ¿Podrán creer que "ha vencido el león de la tribu de Judá" los que sólo sienten que crecen y crecen las fuerzas del mal, cada día más revestidas de poder y de propaganda, mientras que los justos sufren y lloran su derrota? ¿Cómo puede una persona cantar el canto nuevo de la victoria, cuando se siente igual de indefenso y desesperado que una mujer que trata de dar a luz y que ante sus ojos no sólo no tiene a nadie que la ayude, sino a un monstruo gigantesco que le va a devorar a su creatura (cf. Ap 12, 1 y ss)?
La respuesta la da el cap. 14 del Apocalipsis. Allí, ese "canto nuevo" que viene del cielo "y nadie lo puede aprender" (14, 3) es aprendido únicamente por un grupo de hombres que esta vez sí está en la tierra y en la tribulación... Esos hombres son "las primicias de los rescatados" (14, 3), de los rescatados "en la sangre" del Cordero, como decía el canto nuevo en Ap 5, 9. Son los "ciento cuarenta y cuatro mil", ese misterioso resto fiel de los seguidores del Cordero, que lo siguen "adondequiera que vaya"... Ellos se animan a cantar ya, en medio de la tribulación, el canto nuevo de la victoria. Ellos son aquí, en la tierra, las "primicias" de una "multitud incontable de toda nación, tribu, pueblo y lengua" (Ap 7, 9) "en el cielo".

"Dios mío, yo quiero cantarte un canto nuevo" (Sal 144, 9).
Desde que me puse a escribir, ya "se entró la noche", y de nuevo empecé a escuchar a mi zorzal que pregona a un tiempo el amanecer y la primavera. Y pienso en nosotros, los cristianos: somos nosotros los que "seguimos al Cordero" y vivimos en un mundo que a veces nos aplasta con su maldad. Todo el Nuevo Testamento -no sólo el Apocalipsis-  nos advierte que estamos viviendo en unos "tiempos que son los últimos" (Heb 1, 2), porque "el Reino de Dios ha llegado" (Lc 11, 20). El misterio de la historia (y de nuestra vida) ya ha sido revelado en Cristo Jesús, que venció de una vez para siempre al pecado, al mal y a la muerte. Por oscura que sea la noche en que vivimos, ella ya está inexorablemente habitada por la luz de la mañana en el Lucero del alba, que nos anticipa y promete la Luz total.
    Un poco estudiando el Apocalipsis y otro poco a los pájaros, he llegado a una conclusión. Nuestra misión en este mundo desesperanzado es la de "cantar un canto nuevo", alegrando y levantando los corazones, como zorzales en la noche que celebran ya al "Sol que nace de lo alto" (Lc 1, 78).

jueves, 12 de agosto de 2010

La primera enseñanza de Jesús

Todos los evangelistas nos transmiten -entre otras cosas- las "enseñanzas" de Jesús, las palabras y parábolas con que él hablaba del Reino de Dios. Pero entre ellos, San Lucas pone de manifiesto una primera enseñanza escondida del Maestro, una verdadera lección oculta. Se vale, para ello, de ciertas referencias a la edad de Jesús.
Cuando el hijo de María tiene doce años (cf. Lc 2, 42), ella y José lo encuentran en medio de los maestros del Templo de Jerusalén. ¿Qué hacía allí Jesús? Lucas pone sólo dos verbos: "escuchaba" y "preguntaba" (2, 46). Sin embargo, el niño, "en medio de los doctores", está "sentado" (¡como un maestro!)... De hecho, estaba dando una lección que dejaba a los demás "admirados" (2, 47). Misteriosamente, el que sólo "escuchaba y preguntaba" estaba él mismo dando "respuestas"  y siendo escuchado (cf. 2, 47). ¿Qué estaba enseñando ese pequeño maestro?
La siguiente referencia de Lucas a la edad de Jesús la tenemos "al comenzar" su vida pública: "tenía unos treinta años" (Lc 3, 23). En la escena siguiente, el Señor, obedeciendo al Espíritu, es arrastrado al desierto. Aquí, cuando el diablo lo pone a prueba, aparecen las primeras frases de Jesús no hechas en forma de pregunta. En efecto, a sus propuestas, Jesús no hace más que responder lo que había esuchado de su Padre todos esos años: "Está escrito" (Lc 4, 4.8.10). Recién después de esto empezó Jesús a "enseñar" (4, 15).
Lucas parece querer hacernos entender que toda la vida oculta de Jesús fue un "escuchar y preguntar" (2, 46), un "estar en las cosas de su Padre" (2, 49) y a la vez un "estar sujeto" a María y a José (cf. 2, 51). En esto consistía el "crecimiento" del niño en "sabiduría" (cf. 2, 40.52).
¡Jesucristo se pasó treinta años "escuchando y preguntando"! ¡El Hijo del Dios Altísimo, la Sabiduría creadora de Dios hecha carne invirtió casi todo el tiempo de su corta vida no en enseñar, sino en aprender, en "crecer en sabiduría"...! "¡Qué misterio encierra Nazareth!" (Pablo VI). ¡Qué pedagogía la de la vida oculta! Ésta era la lección misteriosa que el niño-doctor enseñaba a los maestros del Templo, y esta es hoy y siempre la paradójica enseñanza que Jesús nos propone con su aprendizaje... Jesús es para nosotros el Maestro que nos enseña a aprender.
También para la Palabra hecha carne todo empieza con el silencio humilde de la escucha; también para él "el primer mandamiento es éste: "Escucha, Israel"..."  (Mc 12, 29). Que el Espíritu nos contagie esta verdadera sabiduría de Jesús, que es la única que nos permite salir de nosotros mismos y amar hasta dar la vida.

jueves, 15 de julio de 2010

MEA CULPA

                                      
Qué día triste. Qué dolor leer estampada en el título del diario la noticia irreversible de la confusión canonizada y de la mentira hecha ley.
"Perdimos", fue lo primero que pensé. Después intenté consolarme: "Dimos batalla: mandamos mails, repartimos volantes y juntamos a miles de personas anteayer frente al Congreso. Hicimos lo que pudimos, lo que estuvo a nuestro alcance...".
Y después volví a pensar: perdimos, y nuestra reacción no fue más que eso, una reacción desesperada a último momento (posterior incluso a la media sanción en la Cámara de Diputados), un manotazo de ahogado.
Anteayer, en la marcha frente al Congreso, no había canción ni globo naranja que pudieran arrancarme una sonrisa... Mi ánimo no estaba para festejar nada, porque yo ya había experimentado la derrota: no la derrota parlamentaria, la de anoche -porque con respecto a eso todavía tenía ilusión-, sino una derrota mucho más profunda. La derrota de que la mayoría de la gente, incluidos muchísimos miembros de la Iglesia, esté de hecho tan confundida. La derrota de que tantas personas no vean nada de malo en el "matrimonio igualitario"; la derrota de que tantos jóvenes católicos no sientan la necesidad de oponerse a esta nueva ley.
Esta mañana me enojé muchísimo... Pero ¿contra quién me voy a enojar? ¿Contra los del lobby gay? ¿Contra mandinga, que mete la cola? ¿Contra los senadores que legislan para su bolsillo? ¿Me voy a escandalizar de lo que sé de memoria? No, enojarme en serio contra estas realidades sería hipócrita.
Una gripe cualquiera ha matado a la criatura: el que nunca la protegió, el que nunca quiso vacunarla ni le dio la nutrición necesaria no tiene derecho a quejarse de nadie. "Si quiere llorar, que llore, nomás".
Nos han vencido sin tener que recurrir a la inteligencia: casi no hubo necesidad de negar la ley natural, de eliminar a Dios, de ir a lo profundo... No, les bastó el cuatro de copas de los juegos de palabras, los testimonios conmovedores, la retórica barata, los lugares comunes, la corrección política y la insistencia mediática. Vergüenza, decimos. Sí, pero más vergüenza la nuestra. Un resfrío nos llevó a la tumba: alguien tiene que hacerse cargo de la inmunodeficiencia.
Yo me quiero hacer cargo, y confesar, como miembro de la Iglesia, que hemos pecado mucho de omisión. Quiero pedir perdón porque gran parte de nuestros hijos, de los exalumnos y alumnos de nuestros colegios y de los jóvenes de nuestros grupos no tiene más formación que la que reciben de los Simpson, de Tinelli y,  en el mejor de los casos, del CBC. No les hemos ofrecido herramientas para discernir la verdad del error, ni una estructura mental capaz de asegurarles el mínimo sentido crítico. He podido constatar a qué grado de confusión y de incoherencia con la fe que sinceramente profesan han llegado, pero no puedo enojarme con ellos, y, sobre todo, no tengo por qué hacerlo. Tengo que pedir perdón por la verdad que no les mostré, por la formación que no les di, por la catequesis que no les enseñé.
Quiero pedir públicamente perdón por vender el amor de Dios como un sentimiento fácil y meloso, por la demagogia de no poner límites, por mostrar la misericordia como opuesta a la verdad, por recortar la Palabra de Dios y echarle soda al Evangelio, por tenerle miedo a la exigencia, por subestimar a las personas, por no formar las conciencias, por no hablar del pecado, por el egoísmo de callar verdades para que no me dejen de querer, por no corregir, por seguir la opinión políticamente correcta en vez de buscar la verdad con franqueza, por perseguir los éxitos pastorales inmediatos y no el verdadero bien de los otros,  por ser incoherente y tibio, por no confiar en la gracia de Dios y en la fuerza del Evangelio... ¡Mea culpa!

No nos quejemos del "mundo", ni nos contagiemos de sus métodos propagandísticos para ganar la pulseada. Reconozcamos nuestras omisiones y nuestras incoherencias, pidamos perdón y convirtámonos al Evangelio, que sin éxito, sin brillo y sin fuerza humana (esto enseña la "sabiduría de la cruz") cambia el corazón de las personas.
Ahora hay que mirar para adelante, y empezar a revertir, con el amor de la verdad y la educación, la inmunodeficiencia espiritual pandémica que estamos padeciendo. Las parroquias, la catequesis, los colegios, los grupos eclesiales han de ser ámbitos donde las personas se alimenten con la Palabra de Dios, que es Verdad y Vida, y que proporciona los anticuerpos mentales para que, como decía el salmo 70: "no quedemos confundidos para siempre".

martes, 6 de julio de 2010

Santos Discépolo, ruega por nosotros

"La confusión es inevitable sin la lucha;
hay que luchar mucho para no llegar a la confusión"
(Emilio Komar, La estructura del diálogo, 86)

Para la mentalidad religiosa básica, lo santo es aquello que está estrictamente separado del "mundo". Por eso, lo que es sagrado no puede tocarse, porque en el acto dejaría de serlo y quedaría impuro. Esta verdad antropológica, que recorre ininterrumpidamente la historia de la humanidad, ha sufrido una terrible excepción: la Igualdad. Igualdad es, acaso desde 1789, una de las palabras más sacrosantas de nuestra cultura. Y sin embargo, debe de ser la más profanada, la más manoseada, la más manipulada.
Tenemos un ejemplo cabal de esto en el proyecto de ley que se está debatiendo estos días en nuestro país. La igualdad parece ser el argumento único y la palabra final de quienes invocan el pretendido derecho a que la unión civil de dos personas homosexuales se equipare al matrimonio. Negar la "igualdad" -de la forma que sea- constituye siempre, hoy en día, un repudiable acto de "discriminación", un crimen de lesa humanidad.
La igualdad, con lo loable que es (entendida rectamente), se ha convertido en la contraseña de los que se habituaron a existir en la confusión y pretenden que todos vivamos en ella. El espantoso lobo de la confusión viene bajo la piel de cordero de la igualdad.
En efecto ¿quién dijo que toda igualdad es buena? La igualdad que consagra el artículo primero de la Declaración universal de los derechos humanos no es cualquier igualdad, ni es un principio en el aire. Por el contrario, está fundada en que todos los hombres nacen igualmente dignos, igualmente dotados de libertad, de razón y de conciencia. La universalidad de los derechos se basa, entonces, en la igualdad que todos los hombres tienen por el hecho de ser hombres: "Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros" (art. 1). De ahí que el artículo segundo no hable de una igualdad en cualquier derecho, sino sólo en los contenidos en la mentada Declaración: "Toda persona tiene todos los derechos y libertades proclamados en esta Declaración, sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición" (art. 2). No hace falta que entremos aquí en cuáles son esos derechos, sino constatar que no son absolutos, sino relativos a la condición humana. Consiguientemente, la Declaración no condena toda discriminación en absoluto, sino "toda discriminación que infrinja esta Declaración" (art. 7). 
Ahora bien, fuera de esta igualdad y dignidad básicas por ser "seres humanos", los hombres y las mujeres del mundo y de la historia constituimos un increíble mosaico hecho gracias a la más apasionante desigualdad: no hay una persona igual a la otra: cada una es única e irrepetible, cada una es irremplazable.
Así lo quiso el Creador: "El Señor mira desde el cielo, se fija en todos los hombres; [...] él modeló cada corazón, y comprende todas sus acciones" (Sal 32, 13.15). Desde las estrellas del cielo hasta los cristales de nieve, desde las nubes hasta los granos de arena, desde las hojas de los árboles hasta las flores del campo, mírese desde un telescopio o desde un microscopio, ni en el macrocosmos ni en el microcosmos hay, en la naturaleza, algo hecho "en serie". La creación es un derroche infinito de "creatividad", de diversificación, de singularidad. La inacabable variedad del universo nos sorprende constantemente, impidiéndonos agotar el misterio del hombre y del mundo. Cuando el hombre del racionalismo se propuso dejar de admirar la obra del Otro y abarcar todo con su propia razón, tuvo necesariamente que cercenar la imparable inequidad de la naturaleza y encorsetarla en la igualdad de la geometría: eso son los tristemente lindos jardines de Versailles, que requieren la incansable violencia de miles de jardineros, ingenieros y podadores...
Arrasar con cualquier tipo de diversidad, de orden y de jerarquía es confundirse y confundir. En el hecho de ser humanos somos todos iguales, y esa igualdad es natural y buena, y es malo e inhumano todo lo que genera desigualdad e inequidad en la dignidad de las personas; pero en todo lo demás somos diferentes, y esta diversidad es tan buena y natural, como antinatural y nocivo todo igualitarismo que pretenda desconocerla.
El hediondo guiso de la confusión es el manjar de los igualitaristas. En nombre de la igualdad, estamos a punto de equiparar ¡por ley! lo natural con lo antinatural, lo sano con lo insano, lo verdadero con lo falso.


Hace exactamente 75 años, un porteño de mirada aguda. Enrique Santos Discépolo, escribió el tango "Cambalache", que tiene en sí todo el sentido común necesario para que dejemos de vivir "revolcaos en un merengue y en un mismo lodo todos manoseaos". En efecto, todo el tango es una tragicómica descripción de qué y cuán nociva es la confusión. No hay una mirada benigna: "El mundo fue y será una porquería", espeta al empezar... Esa es la primera verdad del que vive adentro del merengue cambalacheno.
Lo interesante es que Discépolo plantea la confusión justamente con el léxico de la "igualdad":

¡Hoy resulta que es lo mismo
ser derecho que traidor,
ignorante, sabio o chorro,
generoso o estafador!
¡Todo es igual!
¡Nada es mejor!
¡Lo mismo un burro
que un gran profesor!
No hay aplazaos
ni escalafón,
los inmorales nos han igualao.
Que uno vive en la impostura
que otro roba en su ambición,
¡da lo mismo que si es cura,
colchonero, rey de bastos,
caradura o polizón!...
[...]
Que es lo mismo el que labura
noche y día como un buey,
que el que vive de las minas,
que el que roba, que el que mata
o está fuera de la ley.

"Todo es igual"... La coherencia del igualitarismo es irreprochable: desparecen, con el "escalafón", todas las jerarquías, y con los "aplazaos", todos los juicios de valor, de modo que "nada es mejor"... Sólo queda una verdad ("¡es lo mismo!"), traducida a la voluntad en un inmenso bostezo metafísico: "¡Da lo mismo!". Pero ocurre con nuestra naturaleza, nacida para vivir en el orden y la armonía de lo diverso, lo mismo que con las pobrecitas plantas de Varsailles: esta confusión nos hace violencia:
¡Qué falta de respeto, qué atropello a la razón!
El argumento de la malentendida igualdad es una falta de respeto a la razón. ¡Lo preocupante es cuando ya la razón está tan atropellada que ni cuenta nos damos del atropello!
Discépolo parece darle la razón a Komar cuando termina vinculando esta confusión con el infierno: ¡Dale que va, que allá en el horno se vamo' a encontrar!
Dos actitudes quedan: el tango sólo canta explícitamente una: la de decir "Da lo mismo... ¡Dále, nomás! ¡Dále que va!"... Si total "a nadie importa si naciste honrao"...
Mas para quienes nos sabemos mirados, pensados y amados por Dios, hay Alguien a quien le importamos, y Alguien para quien no todo es lo mismo, para quien no todo da igual.  El autor del tango sabía, conmovido, que la Biblia, herida, lloraba y que la razón estaba siendo atropellada. Nosotros también lo sabemos y lo sentimos, pero no queremos seguir revolcados en el guisado nefasto de la confusión actual, ni en el horno discepoliano de la "confusión eterna" ("Non confundar in aeternum" concluía el Te Deum -y repetía Komar-).
Hay que seguir pensando y desembarrando la cabeza para "juirle a la confusión", para no darle tregua. Baste esto por hoy, y mientras tanto, encomendarme a mí y a todos los argentinos a este lúcido varón porteño, canonizado por su unánime popularidad:
              ¡Santos Discépolo, ruega por nosotros!

lunes, 28 de junio de 2010

Juirle a la confusión

"La  lucha por la claridad es una primera tarea del filosofar"
Emilio Komar
De un tiempo a esta parte se oprime mi corazón con una gran tristeza, a causa de la confusión que cunde en nuestra sociedad: el proyecto del pseudo "matrimonio homosexual" es en sí mismo efecto y causa de la confusión. El "debate" en torno al tema constituye las más de las veces un activísimo palabrerío que no hace más que seguir empantanando la inteligencia de la gente con eufónicas falsedades y rimbombantes falacias. Mi tristeza, sin embargo, se vuelve exasperación cuando percibo que la confusión se gana en algunos ámbitos eclesiales, llamados por el Señor a ser "luz del mundo".
¡Hay que juirle a la confusión como al mesmo demonio! El maestro Emilio Komar nos repetía que "confusión" es uno de los nombres del infierno. La confusión, en efecto, es la obra maestra del "padre de la mentira".
Por eso, estoy convencido de que mi deber como cristiano algo pensante es el de "cooperar con la verdad", como dice el lema episcopal de Don Joseph Ratzinger. Echar lo más que pueda el agua clara de la sensatez, del sentido común y de la verdad en tanto barrial masivo.
Hace poco escuché a un sacerdote que hablaba de los "nuevos modelos de familia", y que después de hacer un diagnóstico (muy poco gnóstico) de la realidad actual, exhortaba -comentando el Documento de Aparecida-, con dulces palabras, a "habitar la incertidumbre y el no saber, relativizar nuestros absolutos, dejarnos conmover". ¡Qué lindo dejarse conmover! Pues a mí lo que más me conmueve es tanta, tanta confusión... "Habitar la incertidumbre y el no saber", amén de una bella metáfora, es en este contexto una especie de canonización de la confusión. Muchos pastoralistas parecen hoy regodearse en la perplejidad y en las incertidumbres del "cambio de paradigma".
No se trata de defender sistemas de pensamiento racionalistas y cerrados, donde ya no haya preguntas ni misterios... Pero tampoco hay que olvidar que ninguna "apertura" genuina se funda en la confusión y en la ignorancia.
La Buena Noticia de Jesucristo nos regala muchísimas certezas, desde las cuales tenemos sobradas herramientas para hacer un suficiente discernimiento espiritual de los "signos de los tiempos".
En cuanto a la familia, el invocado Documento de Aparecida nos dice, con certeza, que "entre los presupuestos que debilitan y menoscaban la vida familiar, encontramos la ideología de género, según la cual cada uno puede escoger su orientación sexual, sin tomar en cuenta las diferencias dadas por la naturaleza humana. Esto ha provocado modificaciones legales que hieren gravemente la dignidad del matrimonio, el respeto al derecho a la vida y la identidad de la familia" (DA 40).
Los cristianos no tenemos las soluciones prácticas para todo, pero tenemos al Espíritu de Jesucristo, la Palabra de Dios hecha Hombre, que bastantes certezas nos da. No hay que habitar la incertidumbre, sino la certeza de que Dios nos ama con un amor eterno y más fuerte que la muerte. Eso es "permanecer en Jesucristo" y ser sus discípulos misoneros para tener y dar vida plena.

De toda confusión ¡líbranos, Señor!

martes, 8 de junio de 2010

El gavilán que no sabía cantar

A Papá, de quien aprendí a mirar los pájaros
Me encanta volver cada mes a San Isidro, cuando tengo un día de retiro en el seminario, y salir a la hora de la siesta a mirar el río, a recorrer las calles de adoquines y a pasear un rato con el Creador mientras voy rezando el rosario.
Hoy, cuando estaba volviendo de mi paseo meridiano, embriagado de otoño, sentí un silbido fuerte y muy extraño. Me paré en seco y busqué un ratito a ver de dónde venía. Entonces lo descubrí: era un gavilán de color pardo, medio bataraz el pecho, que se había asentado en la rama más alta de un ombú enorme que hay en la calle Beccar Varela. Siempre me fascinaron los pájaros "falconiformes", esa familia imperial de las aves a la que pertenecen las estirpes reales de las águilas y los aguiluchos, los chimangos y caranchos, los halcones y gavilanes. El gavilán, como el que vi hoy, es mucho más difícil de ver que el carancho, sobre todo porque es más chico y menos vistoso. De hecho, nunca antes había podido mirar a uno con detenimiento. Cuando a veces siento el revuelo y el griterío espantado de cotorras y demás pajaritos que huyen por el aire, miro bien y pronto reconozco a alguno de estos gavilanes que acaba de pasar rasante por la copa de un árbol... Pero cuando lo sigo con la mirada, en seguida lo pierdo, porque vuelve a planear muy alto en el cielo.
Pero ahí estaba hoy el gavilán: solemne, soberano, señor de la copa más alta, recortando con premeditada elegancia su altivo perfil contra el celeste brumoso del cielo otoñal. Me quedó claro que los reyes de la tierra, en sus ademanes de majestad y altanería, no han hecho más que remedar a las águilas del cielo.
Sin embargo, el gavilán seguía lanzando repetidamente ese grito medio silbado, un chillido agudo y lastimero. Me quedé como herido por ese grito, constante como un respiro que doliera. ¿Qué le pasaría? ¿Llamaría a alguien? ¿Tendría hambre? Un rato después, su grito me hizo acordar al del chimango, y creí comprender...
Estas aves altivas, de belleza regia y porte majestuoso, son objeto de admiración y respeto: su poder las vuelve invulnerables, y su invulnerabilidad les da una seguridad y un aplomo que las hace todavía más admirables. Cuando quieren ir a posarse, basta que las demás aves sientan pasar el frío de su sombra imponente para que abandonen temerosas el árbol, dejándoles todo el sitio libre. Para el momento en que el gavilán llega a la rama, ya no hay trinos gozosos ni cotorreos alegres a su lado.
Por eso gritaba el gavilán: todos los pájaros del cielo lo admiran y lo respetan, pero nadie lo quiere. Su grandeza exige el tributo del miedo; la soledad es el precio de su poder. Y por eso de su pico ganchudo no puede brotar sino una queja lastimada: su pecho engreído no ha aprendido nunca a cantar. La melancolía agresiva y gritona es lo único que les queda a estas aves rapaces como consecuencia de su grandeza solitaria, porque en su orgullo tampoco saben llorar como las palomas.
Sólo los pájaros buenos saben cantar. Los que se alimentan de la humildad de las lombrices o de los bichitos, y no atemorizan a sus semejantes. Ellos, en su vulnerabilidad, no han perdido la sencillez de disfrutar de la vida, y conservan la libertad de pararse cada tanto en una rama y de improvisar a los cuatro vientos la belleza de su canto. Quizá no son las aves más bellas, ni las más grandes, ni las más elegantes. Pero acaso su misma pequeñez les hace gozar a lo grande de las cosas chiquitas de cada día: la sombra de las hojas y el perfume de las flores, los bichos del suelo, cada gota de agua y cada rayo del sol. Nadie huye de ellos: pueden compartir la rama o el potrero con los demás pájaros, hermanados por la misma bondad que los hace a la vez tan libres como vulnerables.
Después de un rato, tuve que dejar al gavilán en aquel ombú de la calle Beccar Varela y volver al seminario, para seguir con el retiro. Mientras me alejaba, seguía oyendo su grito hiriente...
Entendí entonces que su grito me quería decir algo, que su triste historia valía también para nosotros, y me convencí de que tenía que contar este sucedido del gavilán que no sabía cantar.

lunes, 24 de mayo de 2010

Yo estuve en Buenos Ayres en el Bicentenario

Hace hace varios meses me comprometí a pasar el 24 y el 25 de mayo guitarreando en los pagos entrerrianos de Nogoyá. Y así será. Pero cuando esa decisión tomó cuerpo, me dí cuenta de que el día del bicentenario no iba a poder estar en mi amada Buenos Ayres, la que me vio nacer, mi tierra madre, la ciudad de todos mis antepasados. Hubiera querido amanecer guitarreando bajo las arcadas del Cabildo... y adivinar la salida del "Sol del 25" por un destello más rosado en la cúpula de la Casa rosada, o por un costado más puro en la punta de la Pirámide de Mayo... Me hubiera gustado ser testigo de ese nuevo amanecer para nuestra Patria en el mismísimo lugar que hace doscientos años la vio decidir su primera junta de gobierno. Pero no.
Entonces, hoy, el único día que me quedaba libre, con la compañía de mi ahijado Nacho, me fui apurado a Buenos Ayres, alentado por una lluvia deliciosa llena de reminiscencias históricas, tan a propósito para ilustrar el clima interior de mi corazón argentino y porteño.
Entramos a la 9 de Julio a eso de las cuatro de la tarde, desde el Norte, y después de dejar el auto mojado en un garage de la calle Viamonte caminamos hasta el Obelisco, donde se veía de lejos congregada la multitud. ¡Qué sorpresa linda sentir a la distancia que la música que rezaban los parlantes era la del Himno Nacional! Sentí que los pulmones se me inflaban de un aire nuevo...
La enorme bandera del Obelisco, pesada por el agua, descansaba de su vuelo, pero a sus pies revoloteaban incesantemente las banderitas de los miles se argentinos que, a pesar de la lluvia, se habían congregado desde las cuatro puntas de la república para homenjear a la Patria.
En seguida nos vimos envueltos por la muchedumbre y por un clima unánime de fiesta, de gratitud, de alegría...
Todos procurábamos avanzar hacia el Sur, a pesar de la cantidad de gente. Cualquier porteño está hecho al tráfico y a los embotellamientos: pero a lo que no está acostumbrado es a contemplar una verdadera marejada humana que no profiere gritos, ni bocinazos, ni protesta o se da empujones, sino que mira, y sonríe, y agita sus banderas. Pero eso sucedió hoy, bajo la llovizna de este domingo de mayo. Viejos y niños, ricos y pobres... gorras y piercings, boinas y chales, mates y cocacolas, todos decían "presente". Nadie faltaba a la fiesta. Espontáneamente, uno se sentía hermano de todos, a pesar de la gritona diversidad; todos nos sabíamos compañeros de camino y heredero del mismo destino.
Cuando pudimos pasar al oto lado del Oblesico, llegamos al desfile central del Bicentenario, y oímos las voces eufóricas que desde el escenario anunciaban a las colectividades que desfilaban por el pasillo central. ¡Cuál no fue mi emoción al escuchar que las comunidades representadas eran las mías, las de esos que llevo en mi sangre: Escocia, Irlanda, Italia, Portugal...!
Después recorrimos la avenida, donde abrían las puertas los stands de las provincias. No pude entrar en el de mi provincia por la excesiva cola, y me llamó la atención no encontar uno de la Ciudad de Buenos Aires...
Cuando llegamos a la Avenida de Mayo, nos tiró, como un imán, el horizonte de la Plaza, con el Cabildo y la Catedral... En la Avenida de Mayo, ya fuera del desfie central, se podía caminar libremente, más aliviados del gentío de la 9 de Julio. Sin embargo, conmovía verla llena de gente que iba y venía: familias, parejas, chicos vestidos con atuendos típicos, niños agitando banderas. No había coches: la calle estaba abierta para los argentinos y argentinas que caminábamos libremente sobre el asfalto sorpendido, bajo las banderas que -como de costumbre-decoraban la avenida desde la Plaza hasta el Congreso. La caminé con fruición, porque es un recorrido que nunca en mi vida había hecho entero, y menos en ese sentido.
Me detuve a mirar de afuera los lugares que mis mayores vivieron desde adentro: el Café Tortoni (donde mucha gente hacía cola para tomarse el chocolate caliente soñado en esa tarde de lluvia) y el bazar inglés Wright, y me dejé conmover por la encantadora arquitectura de los edificios, llenos de "molduras", entre los cuales me paré para admirar el de La Prensa, ya llegando a la Plaza.
Llegar al cielo abierto de la Plaza de Mayo fue sin dudas lo más lindo de la tarde. Para quienes la rutina del trabajo no les limó la sensibilidad, entrar en esa plaza y ver la Casa Rosada, la Pirámide de Mayo, la Catedral y el Cabildo juntos es siempre una emoción muy difícil de transmitir. Pero mucho más hoy, cuando todo estaba limpio, todo sonreía con su mejor cara: el Cabildo y la pirámide blanquísimos, sin pintadas ni divisas; la Plaza abierta para todos, sin carpas ni dueños políticos... A las banderas negras y coloradas de caligrafías agresivas las habían reemplazado cientos de banderas argentinas, que engalanaban cada balcón y enaltecían cada ochava.
Hoy vi a Buenos Ayres abrazando al país: dejando que todos los argentinos pisaran sus calles, invitando a todos los que quisieran caminar en paz por su asfalto, libre de autos, libre de cornetazos, libre de humo, libre de todo lo que grita y pisotea su belleza. No hacía falta otro stand de Buenos Ayres que ella misma, enorgullecida por la visita de los hijos de esa aventura incierta que justamente ella soñó en 1810.
Toda esa gratitud patriótica terminó donde correspondía: en la casa de Dios, la humilde Catedral, que miraba de reojo la fiesta del pueblo, y desde donde Tata Dios sonreía a sabiendas de que si no hubiera sido por él no habría nada que festejar. Por eso -después de dejarle un avemaría al Gral. San Martín-, hice una oración en la reja de capilla del Santísimo, en medio de muchos visitantes piadosos o curiosos, pidiéndole una vez más a Jesús por nuestra Patria querida.
Antes de pegar la vuelta por Diagonal Norte y por Florida, nos paramos un buen rato en la Plaza a mirar el Cabildo, el mismo de aquel día lejano, que recortaba inconfundible su querida silueta memoriosa contra el tiempo, contra todas las adversidades de la historia. Fue en ese momento que dije: "¡qué bueno que vine! ¿Cómo no ib a venir? ¿Cómo iba a perdonarme no haber estado en este lugar querido en el Bicentenario del 25 de Mayo?" Y, después de respirar una vez más ese aire impegnado de llovizna, como preñado de una nueva esperanza, pensé satisfecho: "sí, yo también estuve en Buenos Ayres en el Bicentenario".

domingo, 16 de mayo de 2010

¿Qué tan cristiana es la filosofía cristiana? (II)


Lo propiamente cristiano
En el articulillo anterior nos habíamos preguntado qué elementos eran necesarios para poder, por así decir, "bautizar" una filosofía. Ahora, retomando la metáfora, podemos decir que la exégesis filosófica de Ex 3, 14 ("Yo soy el que soy") había logrado ciertamente "circuncidar" a la filosofía, pero no "bautizarla". ¿Qué es, entonces, lo necesario para que sea propiamente cristiana?
Pues bien, de hecho, el bautismo se hace, desde las alboradas del cristianismo, "en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo" (Mt 28, 19). Éste es un dato para nada menor, que puede servirnos como introducción a lo que sigue.
Hasta el momento habíamos dicho: lo específicamente cristiano ha de venir del misterio de Jesucristo, y por eso de la luz del Nuevo Testamento. Pero no sólo atendiendo a la inmemorial liturgia bautismal, sino apoyándonos en la entera tradición de la Iglesia, redescubierta y fuertemente destacada y desarrollada por la renovación teológica del Vaticano II, podemos afirmar serenamente que la novedad de Jesucristo es la revelación de Dios Padre, del Hijo y del Espíritu Santo: de Dios "unitrino".

"La confesión de un Dios en tres personas se considera con razón como lo propio y específico de la religión cristiana. (…) Así, la confesión trinitaria es el resumen y la suma de todo el misterio cristiano, y de ella depende el conjunto de la realidad soteriológica cristiana." (Walter Kasper, El Dios de Jesucristo, Sígueme, Salamanca, 1985, p. 267).

 Se trata de la revelación, en última instancia, de lo que dice ya la primera carta de Juan: "Dios es amor" (1 Jn 4, 8.16). Intentaré explicarlo con más detalle.
En primer lugar, esto significa desechar la idea de que la Trinidad sea una mera especulación teológica –surgida por el contagio de categorías filosóficas helenísticas- que se pegó al Evangelio sólo después, y extrínsecamente, como un abrojo a los pantalones, ahogando la pureza de la verdad evangélica, o, en el mejor de los casos, complicándola innecesariamente. No: la revelación del misterio de Dios "unitrino" es una consecuencia directa –mejor aún, la consecuencia directa- del hecho histórico salvador de Jesucristo. Como dice el joven Ratzinger:

"El tratado sobre la Trinidad no arranca propiamente de la iniciativa eclesiástica. Lo "pone en marcha" el evento único de Jesús de Nazaret" (Introducción al cristianismo, 141).

El que una experiencia histórica concreta -la de Jesús de Nazareth muerto y resucitado- sea la causa de la revelación del misterio de Dios en sí mismo, tiene su fundamento en el principio "Dios es tal como se revela": Dios es como se da, y se da como es.
En segundo lugar, este mismo hecho implica la centralidad del misterio de la Santísima Trinidad: "el evento trinitario" es la cifra de lo "específicamente cristiano". El mismo Magisterio lo dice sin ambigüedades:

"El misterio de la Trinidad es el misterio central de la fe y de la vida cristiana. Es el misterio de Dios en sí mismo. Es, pues, la fuente de todos los otros misterios de la fe; es la luz que los ilumina" (Catecismo de la Iglesia Católica, 234).

Ahora bien, confesar a la Santísima Trinidad en la fe de la Iglesia, decir que el Ser de Dios es una unidad -una comunión- de tres personas distintas, es decir mucho.
En la Antigua Alianza, al único a quien Dios había dado a conocer su nombre fue a Moisés, "a quien YHWH trataba cara a cara" (Dt 34, 10b). Dios, como hemos visto, se lo revela solemnemente en Éx 3, 14: "Este es mi nombre para siempre, por él seré invocado de generación en generación" (Ex 3, 15). Esto justifica que la Torá se cierre con estas elogiosas palabras: "No ha vuelto a surgir en Israel un profeta como Moisés" (Dt 34, 10a). Moisés es, pues, un testigo digno del más alto crédito, y entonces no tiene nada de sorprendente que el "Yo soy el que soy" que Dios le dijo como su propio nombre "para siempre" sea considerado por la Iglesia, hasta el día de hoy, como nombre de Dios.
Pero "la Ley se dio por medio de Moisés; la gracia y la verdad se hicieron por medio de Jesucristo" (Jn 1, 17). Moisés ya no es para nosotros el testigo último, el hombre que más de cerca conoció a Dios, porque nos dice el Evangelio: "A Dios nadie lo ha visto jamás. El Hijo único, el que está en el seno del Padre, ése lo ha contado" (Jn 1, 18). Por lo tanto, es a Jesús y ya no a Moisés a quien ha de dirigirse nuestra mirada para conocer el ser de Dios (cf. Heb 3, 1-6).
Sin embargo, no hay en esto una ruptura drástica con el Antiguo Testamento, ni siquiera con la "metafísica del Éxodo": la novedad cristiana no viene a negar que Dios sea el Ser, pero sí que Dios sea sin más el Ser. Para la metafísica cristiana clásica, el Ser de Dios es pura actualidad, y ese "exceso de positividad" –paradójicamente- "nos esconde el ser de Dios" , así como los rayos del sol, por su excesiva luminosidad, nos encandilan e impiden que veamos. Pues bien: la revelación de Jesucristo nos hace capaces, por así decir, de mirar al sol de frente. En Él podemos ver el rostro de Dios (cf. Jn 14, 9; 12, 45) y no sólo sus espaldas (cf. Ex 33, 20. 23): Él viene a mostrarnos no ya que Dios es el Ser, sino cómo es ese "Ser" de Dios por dentro. En su misterio pascual, Cristo, por así decirlo, ha desgarrado el "Yo soy" del Éxodo, como el velo del Templo (cf. Mt 27, 51), y con autoridad de Sumo Sacerdote nos ha permitido ingresar en el Sancta sanctorum de la intimidad divina (cf. Heb 9, 11-12). Y ya dentro del Santuario, de la mano de Jesús, vemos, en Él, que "Dios es amor" (1 Jn 4, 8. 16).

"[…] Al enviar en la plenitud de los tiempos a su Hijo único y al Espíritu de Amor, Dios revela su secreto más íntimo; El mismo es una eterna comunicación de amor: Padre, Hijo y Espíritu Santo, y nos ha destinado a participar en Él" (Catecismo de la Iglesia Católica, 221).

En efecto: confesar que Dios es trino es confesar que Dios es un misterio de comunión, que Dios es amor. Este es el "misterio central" de la fe y de la vida cristiana.

"El misterio del amor de Dios es el contenido fundamental de la revelación divina. […] "Dios es amor" (1 Jn 4, 8.16) Toda la teología trinitaria puede ser entendida como un comentario a esta frase […]. Del amor que se manifiesta en Cristo la primera carta de Juan llega a insinuar el amor que es Dios en sí mismo. Ahí está la definitiva novedad del concepto del Dios bíblico y sobre todo cristiano" (Luis F. Ladaria, El Dios vivo y verdadero, pp. 9-10).

"Dios es amor". Si estas palabras "expresan con claridad meridiana el corazón de la fe cristiana" , si de veras constituyen la verdad fundamental de la vida cristiana, ¿no deberían asimismo ser el corazón y la verdad fundamental de una filosofía cristiana?

Hacia una nueva filosofía cristiana

Gilson decía que a partir de la revelación del nombre de Dios en Ex 3, 14 surgió toda una filosofía cristiana, riquísima en implicancias, que él llamó "metafísica del Éxodo". El faro que guiaba la elaboración de esa metafísica era la revelación de que Dios, el creador del cielo y de la tierra, es el Ser simpliciter, origen de todo ser.
La propuesta no es echar por la borda, toda entera, la metafísica del ser, como si se tratara de algo vetusto y deleznable. Se trata de darle una vuelta más de tuerca, de profundizarla, de hacerla más penetrante. Dios es el Ipsum Esse Subsistens (el mismo ser subsistente): lo afirmamos rotundamente. Ahora bien, sabemos por la revelación cristiana que este Esse es en sí mismo Caritas –aunque, hablando formalmente, habría que poner, antes que un sustantivo (caritas, amor), un verbo: este Esse es Amare- : es un acto puro de amor, es un "estar amando siempre", porque la fe nos dice que Dios es comunión de tres personas distintas: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.
Por consiguiente, el dato revelado que, como una luna llena, ha de guiar a este pensar que peregrina en la noche de la razón natural es que Dios, el creador del mundo, sin quien nada puede subsistir, es Ipsum Amare Subsistens. Entonces, la metafísica propiamente cristiana parte de la certeza de que en el origen de todo ente en cuanto ente está el Amor, porque "en arché", en el principio, no está el ser sin más, sino el Ser de la Trinidad.
Una filosofía cristiana tendría que ser, por consiguiente, una metafísica del amor, porque el amor es el origen del ser y por lo mismo es, en última instancia, el origen del conocer, la razón de la inteligibilidad:

“El amor es el misterio original, y amando también nosotros comprendemos el mensaje de la creación, encontramos el camino” (Joseph Ratzinger, Presentazione del Trittico Romano de Juan Pablo II).

sábado, 8 de mayo de 2010

La Patria nació en Luján

El nacimiento de un pueblo es algo demasiado grande como para caber en las estrecheces científicas de la exactitud histórica. Por eso las grandes naciones han descubierto y expresado su origen en una fundación mítica (por ejemplo, Rómulo y Remo en Roma).
Pues a mí me gusta pensar que el día del milagro de Luján es la fecha mítica del nacimiento de nuestra Patria. Nuestra historia como pueblo no empieza con la emancipación de España, como la vida de un hombre no empieza cuando deja la casa paterna. 2010 ó 2016 no son el "Bicentenario de la Patria" como hoy se oye decir, sino el Bicentenario de la Independencia.
Para 1630, más o menos cien años después de la llegada de los españoles a estas latitudes, ya había -además de indios y españoles- un buen número de mestizos y de criollos, al que se sumaba la sufrida presencia de los negros. Cuando esas líneas de la identidad estuvieron suficientemente esbozadas, la Virgen, en una imagen ella misma criolla, quiso quedarse a orillas del río Luján para manifestar que, desde adentro de esa humanidad nueva que nacía en las “Indias” australes ella quería engendrar a su Hijo, Jesucristo nuestro Señor.
Parafraseando lo que dice la “rayera”,  para mí lo cierto es que: “es la Virgen de Luján la verdadera fundadora de esta Patria”.
Por eso me alegro de que, como ciudadanos creyentes de nuestra Argentina,
iniciemos hoy el Bicentenario poniendo a la Patria en las manos de su Patrona.
¡Nuestra Señora de Luján, ruega por nosotros!

miércoles, 28 de abril de 2010

¿Qué tan cristiana es la filosofía cristiana? (I)

Así, mientras los judíos piden señales y los griegos buscan sabiduría,
nosotros predicamos a un Cristo crucificado:
escándalo para los judíos, necedad para los paganos;
mas para los llamados (…) fuerza de Dios y sabiduría de Dios."
1 Cor 1, 24

La filosofía cristiana según Étienne Gilson
Étienne Gilson (1884-1978) es sin dudas el gran defensor de la "filosofía cristiana", acerca de la cual tanto se discutió en la década de 1930. Las razones que aquí esbozo suponen a Gilson: están, por así decir, "paradas sobre los hombros de gigante" de su doctrina. Esto vale, sobre todo, para no volver a aducir los argumentos que fundamentan la existencia y la legitimidad de una tal filosofía; pero no quita que podamos, "parados sobre sus hombros", arriesgarnos a dar algún salto.
Supuesta, pues, la existencia legítima de la "filosofía cristiana", hay que decir algo acerca de qué entendía Gilson por ella.
Por lo pronto, no debe llamarnos la atención que Gilson desarrolle largamente esta cuestión en su libro El espíritu de la filosofía medieval: este hecho ya dice que eso que llamamos "filosofía medieval" puede servir de ejemplo para entender qué es para él una "filosofía cristiana".
En esta obra, Gilson se refiere más de una vez a la "metafísica del Éxodo" como la clave última de la filosofía medieval, y más aún, de la filosofía cristiana. ¿De qué se trata? Dice Gilson:

"Para saber qué es Dios, es a Dios mismo a quien Moisés se dirige. Queriendo conocer su nombre, se lo pregunta, y he aquí la respuesta: Ego sum qui sum. Ait: sic dices filiis Israel: qui est misit me ad vos [Yo soy el que soy. Dice: así hablarás a los hijos de Israel: "el que es" me envió a ustedes] (Ex 3, 14). Hasta aquí, todavía, ni una palabra de metafísica; pero Dios ha hablado, la causa ha sido escuchada, y es el Éxodo el que establece el principio del cual estará suspendida, en adelante, toda entera, la filosofía cristiana. A partir de aquel momento, se entendió de una vez para siempre que el ser es el nombre propio de Dios y que, según la palabra de San Efrén retomada más tarde por San Buenaventura, ese nombre designa su esencia misma. (…) Principio de una fecundidad metafísica inextinguible y del cual todos los estudios que seguirán no harán otra cosa que considerar sus consecuencias. No hay sino un solo Dios y ese Dios es el ser: ésta es la piedra angular de toda la filosofía cristiana, y quien la ha establecido no ha sido Platón, ni siquiera Aristóteles, sino Moisés."[2]

Dejemos ahora que él mismo nos explique el alcance de la expresión "metafísica del Éxodo":

"No se trata, naturalmente, de sostener que el texto del Éxodo estaba dando a los hombres una definición metafísica de Dios; pero si no hay metafísica en el Éxodo, hay una metafísica del Éxodo y la vemos constituirse bien pronto en los Padres de la Iglesia, cuyas directivas acerca de este punto los filósofos medievales no han hecho más que seguir y explotar."[3]

De estos textos, se desprende que, para Gilson, la revelación de Ex 3, 14 es decisiva y esencial para la filosofía cristiana. Y es que, de hecho, lo fue. Gilson es un estudioso de la historia de la filosofía, y ha podido constatar cómo ese celebérrimo pasaje en que Dios mismo revela su nombre tuvo para los pensadores cristianos una autoridad sin par, y por eso una influencia enorme.[4]
De todos modos, creo que cabe llevar la pregunta a un terreno meta-histórico, más allá de lo que efectivamente ocurrió en la historia de la filosofía: ¿hasta qué punto puede decirse que la "metafísica del Éxodo" es lo nuclear y definitivo de toda filosofía cristiana? Dicho de otro modo: ¿supone de por sí la noción de "filosofía cristiana" afirmar que la esencia de Dios es el ser, como se sigue de la "metafísica del Éxodo"? Éste es, pues el momento en que voy a separarme de ese grandísimo maestro que es Étienne Gilson, pero no sin su ayuda, dado que, si cabe explotar un poco más la remanida imagen, pretendo usar sus hombros, que hasta aquí me han servido de balcón y soporte, como un trampolín.
Lo haré preguntándole al maestro. En primer lugar surge en mí la siguiente inquietud: ¿qué es lo que hace que una filosofía sea cristiana? ¿Cuáles son, por así decir, el agua y la fórmula capaces de "bautizar" a una filosofía?

"Para que una filosofía merezca de verdad ese título [sc. "cristiana"], es necesario que lo sobrenatural descienda, a título de elemento constitutivo, no en su textura, lo cual sería contradictorio, sino en la obra de su constitución."[5]

Y poquito después dice más solemnemente:

"Llamo, pues, filosofía cristiana a toda filosofía que, si bien distinguiendo formalmente los dos órdenes, considera la revelación cristiana como un auxiliar indispensable de la razón."[6]

Ahora bien -y éste es el meollo de mi objeción-: ¿Puede con rigor decirse que Ex 3, 14 sea propiamente hablando una revelación "cristiana"?
Desde ya, lejos de marcionismos trasnochados, no me propongo decir que el Éxodo esté fuera de la revelación cristiana, que no forme parte de ella. Antes bien, sostengo firmemente que, como el Antiguo Testamento en general, es parte insoslayable de la fe cristiana. Con todo (y sin menoscabo del valor permanente de la Antigua Alianza para la fe cristiana), el Antiguo Testamento vale como uno de los dos Testamentos de la Sagrada Escritura, y no aisladamente, porque la fe cristiana cree que la plenitud de toda la revelación es Jesucristo, y por consiguiente, es en el Nuevo Testamento donde hay que buscar "la verdad definitiva de la Revelación divina".
Ahora bien, no parece que en Ex 3, 14, y menos aún en su lectura filosófica -en la "metafísica del Éxodo"-, estemos frente a una revelación propiamente "cristiana". Si bien Ex 3, 14 integra, digámoslo una vez más, la revelación cristiana (baste pensar el lugar central que en el Evangelio de Juan tienen los "Yo soy" de Jesús, que remiten directamente a él), el proprium cristiano no puede venir sino de la revelación definitiva y plena que es Cristo Jesús, muerto y resucitado.
Dicho esto, da la impresión de que Gilson no ha querido hilar tan fino, y que habla de "filosofía cristiana" y "revelación cristiana" tomando el adjetivo en sentido amplio, y no refiriéndolo a lo específicamente cristiano; y así considera la revelación del nombre divino de Ex 3, 14 como cristiana, aunque no lo sea stricto sensu. De hecho, por momentos, en Gilson se podría reemplazar "filosofía cristiana" por "filosofía creyente" sin más, y en muchos más casos, por "filosofía judía" o "filosofía bíblica". O por qué no, si buscamos ser fieles al autor, una "filosofía del Éxodo".
Ahora bien, estas consideraciones, lejos de aplacarla, agudizan nuestra inquietud original. No siendo la revelación del nombre divino de Ex 3, 14 algo proprie cristiano, ¿cómo sostener, con la firmeza de Gilson, que en la "metafísica del Éxodo" radica la piedra angular, el principio último y definitivo de toda filosofía cristiana?
Creo que la respuesta la sugiere el mismo autor, cuando, como hemos visto[7], confiesa que el desarrollo de su noción de "filosofía cristiana" no provino de consideraciones abstractas sino de la descripción de los modos concretos de filosofar de pensadores concretos de la Antigüedad cristiana y la Edad Media. En El espíritu de la filosofía medieval Gilson se propuso hacer una suerte de "demostración experimental de la realidad de la filosofía cristiana", mostrando, "en la historia, la presencia de una acción ejercida sobre el desarrollo de la metafísica por parte de la revelación cristiana."[8] Gilson, a mi juicio, ha logrado con creces su cometido: es innegable, por lo tanto, el hecho de que en la filosofía cristiana del Medioevo, o si se quiere, en la filosofía cristiana hasta Gilson, la "metafísica del Éxodo" –Dios es el Ser por esencia- fue, la "verdad fundamental".
Sin embargo, es justo matizar su postura y circunscribir sus aserciones sobre la centralidad de la "metafísica del Éxodo" al desarrollo de la filosofía cristiana en un tiempo determinado, y no a "toda la filosofía cristiana"[9] "para siempre"[10].
¿Por qué no pensar en (o soñar con) una filosofía cristiana que tome su nombre no ya de lo revelado en la Antigua Alianza, sino de lo propiamente cristiano?

Notas

[1] El tema de la filosofía cristiana recorre prácticamente toda la obra de Gilson. Con todo, me remito fundamentalmente a los primeros dos capítulos de El espíritu de la filosofía medieval (L'esprit de la philosophie médiévale Vrin, Paris, 2ème. éd. rev., 1948): "El problema de la filosofía cristiana" y "La noción de la filosofpia cristiana" (pp. 1-38), con su excelente "Notas bibliográficas para serviri a la historia de la noción de la filosofía cristiana" (pp. 413-440), no obstante que el tema de la filosofía cristiana es transversal a todo el libro (y reaparece con fuerza en el capítulo final "La Edad Media y la filosofía").
[2] Étienne Gilson, El espíritu de la filosofía medieval, pp. 50-51. Los subrayados son míos.
[3] Idem, p. 50, nota.
[4] Gilson mismo es consciente de esto: "esta noción [sc. de filosofía cristiana] no corresponde a una esencia susceptible de recibir una definición absoluta; corresponde, más bien, a una realidad histórica concreta que ella describe." (Op. cit., p. 33)
[5] Étienne Gilson, Op. cit., p. 32.
[6] Idem, pp. 32-33. (El subrayado es del original).
[7] Ver nota 4.
[8] Étienne Gilson, El espíritu de la filosofíe medieval, p. 38.
[9] Idem, p. 51. Cf. nota 2.
[10] Idem, p. 50. Cf. nota 2.