lunes, 19 de marzo de 2018

Dulce voz hiriente de Dios

Hace unos años tuve la oportunidad de visitar y recorrer algunos lugares de la imponderable Turquía. Estambul, la antigua Constantinopla, sin desmedro de su indisimulable y fascinante identidad, es una ciudad hoy por hoy cosmopolita y moderna, como las demás capitales europeas. Salvo que esté divisando las enormes cúpulas de Santa Sofía o la Mezquita Azul, o perdiéndose en los gritones pasillos del Gran Bazar, uno puede olvidarse de que está en la otrora capital del Oriente: Starbucks, Mc Donald's y la estética occidental han barnizado casi por completo la gran ciudad.
Una tarde, caminando por esas calles del primer mundo, llegaron hasta mis oídos, por sobre y en medio de los ruidos urbanos, unas voces que, a pesar de sentirse con claridad, parecían venir desde muy lejos, desde otro mundo, del más allá. Era un rezo musulmán, modulado en arcaicas melodías árabes, que desde los minaretes de alguna mezquita perdida entre los edificios se estaba derramando sobre la urbe apurada como una dulce bendición de eternidad. Quedé transido por ese canto sagrado, y casi instintivamente dejé de caminar. Creo que incluso me santigüé mirando al cielo, como si acabara de oír la voz de Dios. Sin decurso de tiempo ni mediación de palabras, recordé la caducidad de la historia humana, su origen divino, su destino de eternidad, el sentido de mi vida y de nuestra vida, y la vanidad de todo ese brillo mundano que hasta un instante antes me deslumbraba a mi alrededor. Todo el egoísmo de la ciudad consumista, toda la vanidosa superficialidad del mundo de la imagen, toda la ansiedad capitalista del tiempo que se compra y vende me parecieron heridas de muerte por esa filosísima cuña sagrada que hirió el aire de la tarde.
Esa experiencia dejó en mí una huella muy honda. Experimenté, en mi propia carne, la nostalgia de una cultura occidental que se extrañó a sí misma de Dios, la insaciable sed de lo sagrado de un mundo donde ya no se oyen las campanas. Y me pareció que era el Islam teocéntrico (y fanático), mucho más que una Iglesia edulcorada y humanista, quien le estaba señalando a Dios a una sociedad que lo extraña visceralmente, quizá sin saberlo.
Por eso en seguida brotaron los interrogantes: ¿Por qué nosotros, la Iglesia, no podemos hacerlo? ¿No cumplían una idéntica función las campanas de nuestros templos? ¿Por qué hemos perdido esa capacidad de herir el tiempo con el sable imantado de la eternidad? ¿Será que hemos dejado de usar el "doble filo" de la Palabra de Dios de la que somos guardianes y mensajeros? ¿Por qué ya no bendecimos con la lluvia del Cielo la reseca aridez de la tierra? ¿Acaso no tenemos nada de sagrado y de trascendente que pueda romper el profano encierro del mundo? 
En realidad, muchas de nuestras campanas no han dejado de sonar. Pero no se oyen. Quizá el aggiornamento para dialogar con el mundo no pase por callarlas o disimularlas, sino por ponerles a nuestros campanarios, como hicieron los musulmanes con los minaretes, unos buenos y sofisticados parlantes para que suenen mucho más, y así sigan siendo la dulce música de Dios en medio de los gritos de la modernidad.

"El Ángelus" de Millet