domingo, 20 de febrero de 2011

Cuando Adán estuvo en Ayacucho

Hace casi diez años que no pasaba quince días seguidos en el campo. Y, tal como lo tenía puntualmente previsto y largamente deseado, las dos semanas de estudio requeridas para el examen final de toda la teología me proporcionaron la excusa perfecta para venir.
Lo cierto es que es muy diferente venir al campo con el impune sosiego de una quincena que con los días contados, atorado por la muy cierta sensación de que las horas se van al galope, y de que el tiempo a uno lo persigue, hambriento, con el aliento en la nuca, celoso devorador de su felicidad.
En esas ocasiones, la mirada se me contagia de esa ansiedad del cronómetro, y mis sentidos se atragantan con las mil bellezas de la pampa, como si engordar con desmesura la memoria alcanzara para tirar con el recuerdo durante las flacas horas de la ausencia.
Estos días, en cambio, gocé de poder mirar las cosas mansamente, sin apuro, con la misma calma serena con que se mira el cielo en los remansos. Y la verdá que es lindo lo que pasa cuando uno no está activamente dirigiendo su mirada sino que deja que obre el asombro, y que los ojos se fijen solos en lo que más los atrae. Esta vez descubrí los pastos del campo. Cada uno me llamaba la atención, y parecía que por primera vez me daba cuenta de la apabullante variedad que mentía la verde homogeneidad de la llanura.
En mi vida, estas atracciones espontáneas fueron variando: primero, como a los diez años, fueron los grandes árboles europeos, empezando por los del monte de “El Rodeo”, cuyos nombres mamá o mi abuela me enseñaban, y que me llevaron a hacer un herbario con todas las especies del campo y del barrio; después fueron los pájaros autóctonos, que iba conociendo preguntándole a papá; hace un par de años, me agarró una locura por conocer los árboles y arbustos autóctonos de los alrededores de Buenos Ayres, ayudado esta vez ya por Google… Cada atracción nueva tiene la peculiaridad de no desplazar, sin embargo, los amores precedentes, de modo que hoy me siguen encantando los árboles de jardín, y los pájaros libres, y los talas de los baldíos.
Y ahora los pastos. Cada tarde, terminado el estudio, me voy caminando hasta un potrero del campo al lado, o a las cunetas del camino, o a los pocos bajos que no presentan el unánime color del glifosato, para encontrarme con los pastos naturales. Me sorprendo a mí mismo, que siempre andaba mirando al cielo, con los ojos clavados en el piso, sondeando cada nuevo tono de verde del camino. No es que antes no me hubiera fijado en los pastos: ya distinguía el trébol del lotus, y el pasto miel del “pelo de chancho”, y la gramilla de ese pastito de sombra de la calle de acer… Pero desde que me tomó este nuevo asombro, mi mirada, presa de una fuerte avidez botánica, ve por doquier detalles nuevos, arranca, clasifica, distingue… y sobre todo pregunta. Tengo una necesidad imperiosa de saber los nombres de cada pasto o planta nueva que descubro.
Gracias a Dios, están los amigos camperos y parientes agrónomos, que me van de a poco “desasnando”, ayudándome a clasificar y a nombrar: umbelíferas, gramíneas, ciperáceas; cicuta, biznaga y altamisa; cepacaballo, achira y cardo asnal; flechilla, cola de zorro y cebadilla… Con cada nombre nuevo, mi inteligencia descansa con solaz de panza llena; por el contrario, cada yuyo descubierto y todavía anónimo me acucia el espíritu con la impaciencia de encontrarlo en la sabihonda planicie de algún libro de botánica…
                                                                         
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Esta mañana, mientras paseaba mi vista por la llanura bendecida de rocío, me quedé pensando en la fuerza que tiene el nombrar. Hasta que uno no nombra de alguna manera las cosas –aunque sea con una denominación totalmente amateur y personal: “el pastito de sombra de la calle de acer”- es como si éstas no cobraran entidad propia, como si no existieran para nosotros. Ahora bien, a medida que el ojo se afina y puede discernir una cosa de la otra, y entonces nombrar, cada especie se va despegando con luz propia de la masa genérica en que permanecía ignotamente aletargada. ¡Qué lindo ver que cada detalle del paisaje se despierta y empieza a desplegarse ante nuestros ojos!
A medida que uno puede llamar a las cosas por su nombre, éstas, de algún modo, pasan a ser parte de nosotros. Uno las conoce. Uno las “sabe”… (Porque saber es saborear, saber cómo “saben” las cosas). A cada nombre, entonces, uno se enriquece, uno “es” un poco “más”. Qué gran enseñanza nos muestra esta hermosa paradoja: es precisamente en el momento en que uno reconoce al otro en su más propia identidad –en el acto de nombrar- que uno crece, que uno “es más”. Detrás del acto auténtico de “nombrar” está el verdadero conocimiento, ese por el cual uno descubre al otro en cuanto otro (y no en referencia a uno mismo), de modo que la misma existencia del otro nos enriquece y nos “ensancha”. En el verdadero conocer –que es un conocer amante- uno deja que el otro sea tal como es, y frente a esa alteridad uno se descubre más uno mismo. De aquí la fundamental importancia -llena de consecuncias- de nombrar, de llamar por su nombre a las personas…
Sin embargo no todo “nombrar” es auténtico. Hay nombres que no reflejan un “conocer” genuino -un conocer respetuoso y transparente de la identidad del otro-, sino que delatan el conocimiento posesivo del utilitarismo, que nunca puede alcanzar la identidad y la esencia de lo que tiene delante. Por ejemplo, en el rubro que ahora me ocupa, si uno habla de “pasto” o de “pasturas” no designa a las plantas en lo que tienen de propio sino en cuanto sirven para que coma el ganado; asimismo, si uno dice “malezas” está nombrándolas no por sí mismas, sino en tanto que amenazan otra especie que se quiere cultivar; y si se llaman “césped” es en cuanto que sirven para que nuestros pies tengan “prohibido pisarlas” en un jardín…
El conocer posesivo acaba por no “poseer” nada: de hecho, al no ser sino un eco del propio yo y de sus propios proyectos e intereses, impide el encuentro con lo otro y con lo diferente, que es lo que, a fin de cuentas uno podría poseer, y poseyéndolo enriquecerse.
“Nombrar” es un acto nobilísimo: es la acción que, por decir así, corona y consagra el conocimiento. Todo conocer se cuaja en algún nombre, que desde entonces será como la llave para acceder a ese saber adquirido. Nombrar es un gesto a la vez de señorío y de respeto, por el que precisamente al reconocer la dignidad de lo nombrado se manifiesta la dignidad del nombrador. Será por eso que siempre me gustó irresistiblemente la escena de Adán en el paraíso, poniéndole a cada creatura el nombre que habría de tener: “Y el Señor Dios formó del suelo todos los animales del campo y todas las aves del cielo y los llevó ante el hombre para ver cómo los llamaba, y para que cada ser viviente tuviese el nombre que el hombre le diera. Y el hombre puso nombres a todos los ganados, a las aves del cielo y a todos los animales del campo […]” (Gén 2, 19-20a).
Si nombrar es conocer, éste es el pasaje que muestra que Adán “sabía todo”, pero no porque su ciencia fuera “infusa” sino porque su mirada era tan pura, y su corazón tan sensible, que todo él era un asombro: "Antaño a este asombro lo llamaron Adán" (Juan Pablo II, Tríptico romano, I, 1).
Conocer el nombre de las cosas acrecienta la capacidad de gozo (¿No decía el viejo Aristóteles que todo hombre desea saber?). Cuando voy por la calle y veo acá plátanos, y allá un cedro, y más allá contra la vía un tala inmemorial, y al mismo tiempo me alegro de descubrir a “mi” gavilán mixto planeando en la lejura azul, o de sorprender a unas pendencieras calandrias cascoteando a un impávido carancho en la punta de algún pino… a veces me pongo a pensar cómo vería ese grupo de árboles del otro lado de la avenida si no supiera sus nombres... ¿No los vería acaso como una masa verde e indistinta? ¡Cuánto menos disfrutaría la vida, qué triste sería si no supiera distinguir los pájaros, si un ciprés o un pino dieran lo mismo, si no me sorprendiera un tala más que una morera! De igual manera pienso cuánto más gozaría si conociera los nombres de las flores –de las que sé poco y nada- y supiera admirarlas en cada cantero y en cada maceta, mientras los colectivos trasportan mi mirada somnolienta…; o cuánto más me alegraría al mirar las estrellas, si entendiera los arcanos de las constelaciones, y así podría seguir…
Poder nombrar y conocer más aumenta la sensibilidad y la capacidad de asombrarnos y de gozar más de la vida, de todas esas maravillas que Dios hace desfilar ante nuestra vista.
En fin, -y sin ingerir ni inhalar ninguno de mis hallazgos vegetales- mi afición pasturienta devino filosofía.


De todos modos, cada vez que salgo a recibir, a abrazar, a beber ese paisaje querido, y voy, como otro Adán, nombrando y agradeciendo cada flor y yuyo de la pampa, me siento tan hermano de aquel viejísimo antepasado, que se me hace que en realidad él mismo viene al trotecito “a la par mía”, asombrándose como la primera vez, descubriendo y bautizando las criaturas y bendiciendo al Creador en cada una, mientras me enseña a deletrear el nombre de la felicidad por estos caminos del Paraíso... entre Tandil y Ayacucho.

"El Rodeo", Ayacucho, 19 de febrero de 2010.