lunes, 31 de agosto de 2009

Lo que el signo muestra (III parte)

El insulso pan de cada día

Hemos visto algunas de las cosas que nos sugería el gesto de “compartir el pan”. Siguiendo con este empeño de descubrir lo que los signos muestran y dicen, me gustaría reflexionar esta vez acerca del pan en sí mismo.
Es oportuno aclarar, me parece, que el signo principal de la Eucaristía está constituido por el pan y el vino en su conjunto, y que no podemos aislar uno del otro sin reducir peligrosamente esa sabia pluralidad que garantiza la apertura del misterio. Con todo, dado que no sólo la tradición medieval y moderna (“Corpus Christi”) sino ya la apostólica (“fracción del pan”) muchas veces ha puesto el acento en solo el pan, nos sentimos autorizados, hecha la aclaración, a insistir una vez más en los significados que éste, de por sí, conlleva.
El pan –lo sabemos- es el alimento por antonomasia. En las expresiones “ganarse el pan”, “los hijos vienen con el pan bajo el brazo”, “llevar el pan a la mesa”, etc., “pan” es tanto como “el alimento”: lo necesario para subsistir. En el mismo sentido lo emplea Jesús cuando dice “el pan de cada día”, o “no sólo de pan vive el hombre”. El pan es lo necesario para seguir viviendo. Se trata, entonces, del alimento como lo pura y estrictamente necesario para la subsistencia. “Vivir a pan y agua”, de hecho, es vivir con lo mínimo, como los presos. Y aun cuando se trate de “tener pan en abundancia”, se hace referencia a un comer cotidiano, desprovisto de todo lo que suponga el placer refinado de las exquisiteces, el goce superfluo y sibarítico de los manjares opulentos.
El signo del pan, por consiguiente, nos remite a la comida sencilla y básica de cada día. El pan y el vino constituyeron, durante siglos, el sustento diario de los pobres. La variedad y el sabor los proporcionaba en todo caso la sopa o la salsa en que el pan se empapaba. Pues bien, en la Eucaristía no hay sopa ni salsa; el de Jesús no es un pan “saborizado”. Y a su pobreza esencial le agrega todavía que ni siquiera lleva levadura. Dios no quiere dejarse ganar en pobreza: a la hora de elegir la manera de darse a conocer, planeó la humillación de su Hijo, y plasmó esa humillación, esa kénosis, en la humilde pobreza de un pan sin levadura.
Hasta aquí, el simbolismo llamémosle “profano” del pan. Ahora bien, en la Biblia hay otra fuente hermenéutica desde la que deben ser leídas las imágenes, las figuras y los símbolos que nos propone. Y esa fuente es la misma Escritura: se da una suerte de “hermenéutica interna”: interpretamos la Escritura desde la Escritura misma. Por ejemplo, la principal carga simbólica del pan en tanto que ácimo hay que buscarla, más que en lo que hemos dicho recién, en el relato de la pascua del libro del Éxodo. En cuanto al pan en sí mismo, cuando Jesús dice: “Sus padres en el desierto comieron el maná y murieron: éste es el pan que baja del cielo para que quien coma de él no muera. Yo soy el pan vivo que bajó del cielo” (Jn 6, 49-51a), nos está remitiendo explícitamente a una figura bíblica muy concreta: el maná que acompañó la marcha del pueblo en el desierto.
Pues bien, creo que también desde esta interpretación intrabíblica se llega a un significado del pan muy similar a su sentido "profano".
La historia del “pan que los israelitas comieron en el desierto” aparece en la Biblia en dos narraciones diferentes: Ex 16 y Núm 11 -ambas dentro de la “Torá”-, que suponen también dos interpretaciones diferentes. De alguna manera, hay dos “manás” en la Biblia: son dos aspectos, dos resonancias distintas de un mismo acontecimiento. El maná del libro del Éxodo es “pan en abundancia” (16, 8), es “pan del cielo” que Dios “hace llover” (16, 4) y que sacia a todos los que lo comen sin provocarles hastío. Este es el que más ecos deja en la Escritura (cf. Sal 78, 24-25; 105, 40; Sab 16, 20.21; Ne 9, 15; Jn 6, 31...). Por el contrario, el maná del libro de los Números aparece, de entrada, como un alimento del que están cansados, y que no impide que puedan quejarse diciendo “estamos privados de todo” (11, 6). El mismo maná (la descripción es casi idéntica: Núm 11, 7; Ex 16, 31) no viene como respuesta de Dios a las quejas del pueblo (como las codornices, o como también el maná en Ex 16), sino que integra el elenco de los reclamos. El mismo fenómeno matinal que ambos relatos describen (Núm 11, 9; Éx 16, 13-14), en Éxodo es interpretado como un don del cielo, y en Números como algo "natural".
Pues bien, creo que no tenemos por qué excluir el maná del libro de los Números como figura de la Eucaristía.
Me parece que al elegir, para perpetuar el memorial de su misterio pascual, el signo tan humilde del pan, Jesús asumió también las pobrezas que el pan supone como alimento. Jesús se caracteriza por tolerar y asumir los rechazos que suscita, aunque le duelan hasta las lágrimas. El mismo "discurso del pan de vida" termina con un verdadero éxodo de discípulos; su vida entera está signada por la incomprensión: es un “signo de contradicción”.
No es ilógico, entonces, que el Dios que quiso exponer y expresar su corazón manso y humilde en algo tan “bueno como el pan”, asuma la incomprensión de quienes, también hoy, teniéndo a la Eucaristía cada día en la mesa de nuestra vida, nos hastiamos de este nuevo maná y nos olvidamos de celebrarlo -como los Salmos, como la Sabiduría- como “trigo del cielo” y “pan de los ángeles”.
En cuanto prefigurado por el maná del desierto, el Pan de la Eucaristía no pretende ser la comida extraordinaria y festejada de las fiestas, sino la nutrición necesaria de cada día en el peregrinar de la vida (cf. Éx 16, 16). Jesús podría haber elegido otro alimento, o podría haber sugerido algún tipo de variedad, de "sabor", de "aderezo"... Y no. ¿No será que hay algo del Reino que se juega en saber hallar la grandeza en lo pequeño, la riqueza en lo pobrecito, la divinidad en "éste, el hijo del carpintero"...?
El valor del maná, el agradecido asombro por ese "pan del cielo" que durante cuarenta años fue la más insulsa de las rutinas, es fruto de la memoria creyente de quienes seguramente ya habían hecho alguna experiencia de la "tierra que mana leche y miel". El pobre alimento del camino se agranda cuando uno, como Elías, lo mira desde la cumbre gozosa de la Montaña de Dios. El pan de cada día cobra todo su sentido cuando uno, como Moisés, divisa y pregusta desde el monte la Tierra prometida. Entonces puede mirar hacia atrás y darse cuenta de cuán necesario, de cuán indispensable fue cada bocado de ese alimento aburrido. Sólo entonces uno puede sopesar la eficacia que esa "comida miserable" tuvo en el camino. Recién aquí brota el asombro ("¡era pan de los ángeles!") por todas las veces que comimos un "maná" cansador...
Por eso tal vez no sea tan terrible (cuando no es por propia desidia o ingratitud) que perdamos “asombro eucarístico” ante lo menos asombroso del mundo: el pan cotidiano. Quizá deberíamos aceptar con más naturalidad muchas de nuestras “insensibilidades” eucarísticas, y antes que imponernos “ayunos de la comunión” para poder valorar el don, aceptar la pedagogía de la liturgia, que nos enseña cada día a decir: "Señor, no soy digno de que entyres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme" y acudir con la certeza de la fe a la mesa Dios nos prepara, sabiendo que aunque no veamos más que "el mismo pan de siempre", en él está la Vida para caminar cada día, y que no podemos, y que no queremos, vivir sin él.

martes, 18 de agosto de 2009

Lo que el signo muestra (II parte)

Los panes de la vida oculta
Si alguien me pregunta: “¿qué ves cuando mirás el pan y el vino elevados en la consagración?”, yo contesto muy seguro: “a Jesús dando su vida a Dios por nosotros”. Muy bien, tá claro.
Pero hace un tiempito creí darme cuenta de una de las razones por la cual este gran “misterio de la fe” (el misterio pascual) se da –se nos da- “sub specie panis”, bajo la apariencia del pan; me pareció entender al menos uno de los significados de que Jesús haya querido el pan como símbolo de la Eucaristía. Encontré una de esas cosas que el signo muestra.
Por un lado, lo del pan es arquetípico: siendo el pan la comida por antonomasia, “partir con otro el pan” constituye la manera más cabal y primigenia de expresar la esencia del compartir (la palabra “compañero” –cum, panis- no conoce otro origen).
Pero sobre todo, el pan quiere ser una paradoja, eso tan de Dios. La grandeza, el heroísmo, la majestad del sacrificio de la Cruz se nos comunica en la parvedad, en la insignificancia, en la pequeñez de un pedazo de pan compartido. Aquí se deja ver la “fidelidad en lo poco” que Jesús vivió, y que por haberla vivido pudo proponer.
Cuando Jesús, en la última Cena, dijo: “este es mi cuerpo que se entrega por ustedes”, estaba diciendo: “esta es mi vida”. En ese pan iba todo su ser. (Por eso la Iglesia pronto entendió, en los encuentros del Domingo, que la Mesa del Jueves y el Altar del Viernes iban juntos, que formaban parte de un mismo misterio de amor).
Ahora bien, la del Jueves santo fue la última cena de Jesús; esto quiere decir que estuvo precedida por muchas otras comidas y por muchos otros panes. Aquél último Pan “agradecido, partido y compartido” en que Jesús estaba poniendo efectiva y definitivamente su vida no “cayó del cielo”: detrás del Pan grandioso de la Pascua están los pequeños panes de la vida oculta. El Maestro fue aprendiendo a darse en cada pan que “agradecía, partía y compartía”. El solemne Pan de “la hora de Jesús” fue amasado durante todas las horas de su vida. Como dice el P. Eduardo Meana, Jesús fue “haciéndose pan” ya desde Belén. Esta es la razón de que cada minuto de su vida -y no sólo sus últimos tres años, ni sus últimos tres días- sea salvífico para nosotros. Su vida entera fue pascual: Jesús preparó esa última Pascua durante toda su existencia (cf. Lc 22, 15). Él fue poniendo el corazón en cada obra de amor, en cada acto de entrega, en cada detalle de generosidad, hasta que un buen día el Padre por el Espíritu le “sopló” que ya “era la hora”, y entonces supo que en ese último gesto, que en esa última comida, que en ese último pan y en esa última copa esta vez iba todo, en serio. Y por eso dijo: “coman, este es mi cuerpo”: tomen, que acá va toda mi vida.

Pues bien, la cosa cobra todo su sentido cuando la pensamos no ya en Jesús, nuestro “hermano mayor”, sino en nosotros, peregrinos de hoy, que “vivimos de la Eucaristía”. Si la Pascua fue camino para Jesús ¡cuánto más lo es para nosotros!
“Haced esto en conmemoración mía”. Cada vez que escuchaba estas palabras, yo traducía para mí, muy correctamente, “da también vos la vida por los hermanos en memoria mía”. Además, ponía mucha fuerza en desear, en cada Misa, “que él me transforme en ofrenda permanente” o en “víctima viva para alabanza de su gloria”... Y así, eucaristía tras eucaristía, comunión tras comunión, se me fueron yendo años de la vida conviviendo siempre con el sacro deseo de “amar, amar, morir por los demás”, y de ser “ofrenda permanente”... sin ser capaz de “ofrecer un vaso de agua a uno de estos pequeños”. ¡Ay!
Por eso Dios tuvo que mostrarme lo que el pan de por sí mostraba y yo no veía. En vez de soñar con las grandes palabras (“dar la vida”, “ser ofrenda permanente”), me di cuenta de que el “hagan esto en memoria mía”, sin dejar de ser majestuoso y sublime como la Cruz, era a la vez pobre y poquito como un pedazo de pan compartido. Por eso ahora traduzco para mí: “compartí también vos el pedacito de pan de cada día con los hermanos”. Jesús no me pide que mire la hazaña de “beber su cáliz” -porque ese “lo beberé” (cf. Mc 10, 39) cuando llegue el momento- sino en compartir el pan de cada día. Tan claro como lo grita el Evangelio: él me pide los “cinco panes y dos peces” de hoy... la multiplicación queda a cuenta del Patrón.
¡Qué realismo el de Jesús! ¡Que genialidad la suya, que no permite que “puenteemos” jamás lo concreto so pretexto de lo universal! Nunca “la entrega” va a poder ir separada de las entregas; nunca “la opción” va a poder hacerse sin las opciones; nunca “el amor” va a poder vivirse fuera de los amores... El Pan de la Cena no se salteó los panes de la vida oculta. De ahí la insistencia bíblica –tan de nuestro Dios- en el “hoy”. Porque nunca el Evangelio pide sacrificar el hoy en aras de un mañana: la eternidad se juega en el ahora: “este es el tiempo favorable, hoy el día de la salvación”.
Hay una fecunda identidad entre el “pan de cada día” que pedimos en el Padrenuestro y “la cruz de cada día” –la propia negación- en la que consiste el discipulado (“hagan esto...”). El pan que Dios nos da y que nosotros agradecemos cada día es el mismo que debemos entregar. “Dame lo que pides y pide lo que quieras”, decía San Agustín. “El amor puede ser mandado porque antes es dado”, confirma el Papa Benedicto.
Cada día tenemos la oportunidad de ofrecer nuestro pequeño pan; va a llegar un día en que ese “pan cotidiano” será entregar la vida, y entregándola, la habremos ganado para siempre.